Ritión Este

Derguín se dirigía hacia la mítica torre de Etemenanki con un pequeño séquito. Viajaba sobre Escarcha, un caballo de piel gris moteada y remos negros. Escarcha provenía de una raza mestiza que Derguín conocía bien por las caravanas que llegaban a Zirna. No era un corcel de batalla, pero sí un caballo ágil, trabajador y capaz de resistir largas horas de marcha en condiciones adversas.

Un segundo caballo, también mestizo, pero de piel blanca y motas de leopardo, cargaba la impedimenta, junto con dos extraños pasajeros. Uno era la armadura que Derguín llamaba de obsidiana por su color, y que había desmontado pieza por pieza para que abultara lo menos posible. El otro pasajero era la estatua de Mikhon Tiq, tumbada sobre la silla y atada a ella con cuerdas. Después de varios experimentos, Derguín había envuelto a su amigo en mantas, protegiendo con varias vueltas las manos, que se le antojaban frágiles como el cristal. Aun así, cada pocos minutos se acercaba al caballo de carga y comprobaba los nudos que sujetaban la estatua a los arzones.

—No se va a caer, señor —le tranquilizaba Ariel, uno de sus dos acompañantes humanos—. No hago más que mirarlo y no se ha movido de la silla.

Derguín asentía, pero al cabo de un rato volvía a tensar las cuerdas y apretar los nudos. La estatua era más ligera que la piedra pómez, y a Derguín le daba miedo que una ventolera pudiera derribarla de la silla.

El tercer caballo era un animal de sangre fría, negro y robusto, con una alzada de diecisiete manos, pues se necesitaba una montura grande para cargar al Mazo sin que pareciese que iba aupado a lomos de un pollino. Ariel cabalgaba a ratos con el Mazo y a ratos con Derguín.

Al principio había pensado en viajar solo, pero Ariel lloró tanto que no tuvo corazón para dejarlo entre los piratas. Y eso que, cuando desembarcaron le confesó que había reconocido a su antiguo amo, Narsel, desde el primer momento; sólo que, al verlo enmascarado y rodeado de aquella patulea de piratas, no se había atrevido a decirle nada.

—¿Lo reconociste por la voz? —preguntó Derguín.

—Y también por el olor.

—¿Es que huele mal?

—No, señor. Pero siempre se perfuma con aceite de almendras.

Derguín soltó una carcajada y anotó para sí que debía comentarle aquello a Narsel cuando volvieran a verse.

Si es que al navarca-pirata se le pasaba el enojo. No le había hecho muy feliz desembarcarlo de noche en una ensenada al norte de Siyum, ni entregarle doscientos de los quinientos imbriales que habían confiscado a la nave correo de Narak.

Pero lo que más le había molestado era perder al Mazo. Derguín, puesto que había decidido llevarse a Ariel, que no dejaba de ser una carga, pensó que le convenía la compañía de alguien a quien pudiera recurrir si las cosas se torcían. Las contingencias de un viaje como aquél podían ser muchas: una caída del caballo, un esguince, una fiebre, una disentería por aguas estancadas, un ataque a traición durante la noche… No era prudente, ni siquiera para el Zemalnit, recorrer más de mil kilómetros en soledad por parajes desconocidos.

Derguín le ofreció al Mazo cuarenta imbriales por acompañarlo, y sesenta monedas más al regreso. Era la misma suma que le pagó cuando en el certamen por la Espada le ayudó a rescatar a Kratos del castillo donde lo tenían prisionero.

El Mazo contestó que lo pensaría. Después, cuando Derguín ya tenía el pie puesto en la pasarela de desembarque, el gigante barbudo anunció ante Narsel:

—Voy a acompañarle.

—¿Cómo? —preguntó el pirata. Bajo la máscara negra, Derguín se lo imaginó enarcando la ceja izquierda.

—No quiero que vaya solo a ese lugar.

—Es el puñetero Zemalnit. El guerrero más poderoso del mundo, ¿recuerdas? No le hace falta nadie —contestó Narsel, dirigiendo una mirada torva a Derguín.

—Además, le debo algo a Mikhon Tiq —añadió el Mazo.

—¿A esa estatua tiesa?

A Derguín no le hizo ninguna gracia que Narsel se refiriera de aquella forma a Mikha, pero se abstuvo de protestar.

—Sí. El me salvó la vida —respondió el Mazo, sin mencionar el dinero que le había ofrecido Derguín.

—Tú estás a mis órdenes. De aquí no te mueves —le dijo Narsel.

Derguín disimuló una sonrisa. Hasta ese momento no las tenía todas consigo de que el Mazo fuera a acompañarlo, pero Narsel acababa de añadir un argumento más persuasivo que las cien monedas de oro.

—Yo no estoy a las órdenes de nadie. ¡Soy un Gaudaba! —rugió el Mazo, alzando los hombros, que ya de por sí eran anchos como un armario ropero.

—¿Y qué diantre me importa a mí eso? Tú estás ahora en el Vesania, y aquí sólo hay un señor.

—Te corrijo. Estoy aquí porque quiero. Acordamos que podría desembarcar cuando me diera la gana.

La última frase de Narsel resolvió la discusión.

—¡No tienes lo que hay que tener para irte!

Ahora, mientras viajaban hacia el desconocido este, Derguín se preguntaba cuántas insensateces y cuántas proezas se habrían cometido a lo largo de la historia en nombre de las gónadas masculinas. Pero estaba contento de viajar de nuevo con el Mazo, y contemplaba su futuro inmediato con optimismo.

Lo cual no dejaba de ser curioso, pues acababa de perder mucho, por no decir casi todo. El Arubshar, sus guerreros, su casa. Un tesoro en libros, reducido a cenizas. Krust, el único compañero que le quedaba de los tiempos del certamen, muerto. Neerya, alejada, tal vez para siempre. Cuando pensaba en ello, le rechinaban las mandíbulas y sentía la tentación de regresar a Narak, desenvainar a Zemal y empezar a cortar cabezas desde el Puerto de la Seda hasta la Acrópolis. La última que cortaría sería la de Agmadán.

Pero, por otra parte, la vida había vuelto a ser más sencilla, como cuando era casi tres años más joven y competía por la Espada de Fuego. Entonces los peligros eran muchos, pero la meta una sola: llegar a la isla de Arak antes que nadie y convertirse en el Zemalnit.

Ahora, como en aquel tiempo, sólo tenía que pensar en una cosa, la misma al amanecer que al mediodía, la misma al mediodía que al atardecer: viajar, viajar, viajar. Los peligros llegarían, sin duda. Nómadas, Atagairas, los inhumanos, el Rey Gris… Pero esta vez tenía a Zemal. Y no pensaba desprenderse de ella ni por un instante. No, nadie volvería a quitársela.

Aun así, prefería no recurrir a la Espada de Fuego a menos que fuese inevitable, para que no corriera la voz de que el Zemalnit viajaba hacia el este. La situación estaba revuelta en aquella zona de Tramórea, y amenazaba con complicarse más en el futuro inminente. Antes de tomar la ruta hacia Malabashi, habían seguido durante varios días la Ruta de la Seda hacia el norte. Allí apenas se cruzaron con tráfico hacia el sur. En cambio, sí adelantaron a varias caravanas de refugiados, familias y pueblos enteros que huían hacia el norte con sus enseres embalados en carromatos, a lomos de caballos, camellos o mulas. Los más pobres llevaban sus escasas pertenencias en carretillas, parihuelas o alforjas colgadas al hombro.

«El Martal», decían todos cuando se les preguntaba. «Viene el Martal». Unos viajeros con la piel oscura como cuero de bota les dijeron que la ciudad de Ilfatar había sido arrasada. Los Aifolu quemaban y mataban, los T’andri saqueaban y los Glabros que montaban a los pájaros del terror violaban a todas las mujeres, fueran niñas impúberes o ancianas decrépitas.

Cuando le mencionaban a los Aifolu, Derguín pensaba en Kybes y se reprochaba haberlo enviado a una muerte segura. Luego caía en la cuenta de que, de haberse quedado en Narak, habría muerto como el resto de los Ubsharim, incluido su amigo Semias, y meditaba sobre lo impredecible del azar.

Para guardar a Zemal, Derguín había encargado a un talabartero del puerto que le confeccionara una vaina de madera y cuero de cuatro palmos de longitud. Cuando Derguín escondió la Espada de Fuego en su nueva funda y la hoja dejó de crepitar como una llama ahogada en el agua, Ariel le preguntó:

—¿Por qué no se quema la vaina?

Zemal es un arma inteligente y sabe cuándo debe contener su poder. Cualquier funda en la que se ajuste le servirá.

—Ah.

—Cuando la encontré, la Espada no tenía vaina. Como no sabía dónde guardarla, pasé un buen rato recorriendo la torre de Arak empuñando a Zemal. Recuerdo que pensé: ¿voy a pasarme el resto de mi vida con esto llameando en la mano?

—¿No llevabas otra espada? Podrías haber metido a Zemal en su funda.

Derguín soltó una carcajada.

—Eso habría sido desnudar a un dios para vestir a otro. Le tengo mucho cariño a Brauna, y algún día la recuperaré. —Como algunas otras cosas que tiene Agmadán, añadió para sí—. Además, su vaina es curvada, y Zemal necesita una funda recta.

—Es verdad.

—Por eso registré la torre. Cuando encontré la armadura de obsidiana y descubrí que la espada que colgaba de ella era una vaina camuflada, guardé a Zemal dentro. ¡No era cuestión de llevarla en la mano cortando todo aquello con lo que me topara!

—¿De verdad lo puede cortar todo?

—Todo, todo, no lo sé. Nunca la he usado, por ejemplo, para cortar el pan…

—Me tomas el pelo, señor.

—Sólo un poco. Pero he comprobado que puede atravesar un bloque de piedra más grueso que el cuerpo de un hombre, dejando un corte tan limpio que ni el mejor tallador podría superarlo.

—¿De verdad? ¿Por qué no cortas ese árbol? —preguntó, señalando una gruesa palmera.

Derguín se rió. No quería sacrificar un árbol por puro placer. Además, aunque eso no lo dijo en voz alta, era reacio a utilizar a Zemal sólo por exhibirla. Siempre había tenido la impresión de que a la Espada le disgustaba la frivolidad.

En realidad, algunas noches, en el estado crepuscular entre la vigilia y el sueño, Derguín tenía la ilusión de que la cabeza del pomo le hablaba con una vocecilla femenina.

Soy un arma. El herrero me forjó para luchar.

Ya llegará tu momento.

Eso me dijiste hace más de dos años.

Los dos debemos tener paciencia…

—¿Crees que esa armadura perteneció a otro Zemalnit? —le preguntó Ariel, interrumpiendo sus pensamientos.

—Eso sospecho —respondió Derguín.

—¿Puedes enseñarme la empuñadura?

Derguín desenganchó la vaina del cinturón y le acercó el arma a Ariel para que pudiera verla. La cabeza del pomo, sin orejas ni pelo, tenía los rasgos esculpidos en líneas diminutas y delicadas.

—Ya sé que cada vez que te quedabas solo en la biblioteca te acercabas a mirar la Espada de Fuego.

—Pero me tenías engañado, señor. Esa no era la verdadera Zemal.

—No. Sólo una imitación —reconoció Derguín.

—Esta mujer es más guapa —dijo Ariel, señalando la cara del pomo.

—¿Tú crees que es una mujer? —Sí.

—Yo también lo creo. Y una mujer muy lista. Pero recuerda una cosa, Ariel. En eso no te engaño: nunca debes empuñar la Espada. Sólo el Zemalnit puede hacerlo. Mientras yo viva…

—¡Qué sea por muchos años, señor!

—Gracias, Ariel. Pues mientras yo viva, nadie podrá usar la Espada de Fuego.

*

Siete días después de desembarcar en la costa de Ritión, Derguín, el Mazo y Ariel abandonaron la Ruta de la Seda para desviarse hacia el este. La intención de Derguín era atravesar el país de Malabashi hasta llegar a Pasonorte, el desfiladero que se abría entre los montes Crisios y la cordillera de Atagaira.

—Después tenemos dos posibilidades —les explicó a sus compañeros—. La primera es atravesar las montañas, si es que las Atagairas consienten en darnos paso y nos ofrecen guías.

El Mazo soltó una carcajada.

—Estoy deseando visitar esa tierra donde no hay más que mujeres. Pero aquí mi amigo Faugros —dijo, tocando la calavera que colgaba de su cintura— me advierte que ese lugar le da mala espina.

—Las Atagairas tienen prohibido que los extranjeros entren en su país —asintió Derguín—. Aunque, si me presento ante ellas como el Zemalnit, y teniendo en cuenta que no nos acompaña ninguna mujer, tal vez hagan una excepción.

—No lo entiendo, señor —dijo Ariel—. ¿Por qué no nos pueden acompañar mujeres a ese sitio, si ellas mismas son mujeres?

—A eso se le llama paradoja, Ariel. Las Atagairas desprecian tanto a las mujeres de otras razas que ni siquiera las capturan como esclavas. Simplemente, las matan.

—No me parece justo.

El Mazo le revolvió el pelo. Bajo su mano, la cabeza de Ariel parecía tan pequeña como una nuez.

—¿Qué es eso de justo, chaval? Tienes que espabilar. El mundo nunca ha sido un lugar justo.

—Si no podemos atravesar Atagaira —prosiguió Derguín—, iremos hacia el norte, cruzaremos las tierras de Abinia y desde allí nos dirigiremos al este, para entrar en la península de Iyam.

—¿No es allí donde viven los Fiohiortói? —preguntó Ariel.

—Así es.

—¿Y no son peores que las Atagairas?

—Más feos, desde luego —repuso el Mazo.

—Los inhumanos son criaturas peligrosas —dijo Derguín—. Pero aún falta mucho para llegar allí. No adelantemos preocupaciones.

Derguín había comprado varios mapas en una ciudad Ritiona, y cada pocos kilómetros los cotejaba con los jalones del camino y los accidentes del terreno. Las tierras que dejaban atrás eran bajas y húmedas, pero pronto empezaron a ascender hacia el altiplano de Malabashi por senderos tortuosos en los que a menudo tenían que echar pie a tierra y llevar a las monturas de las riendas.

Durante dos jornadas atravesaron una comarca de breñas, surcada de quebradas y gargantas. Allí, el día 19 de Anurdanil, recibió un cayán con noticias de Kybes. Derguín ya no lo esperaba.

—¡Está vivo! —aplaudió Ariel cuando supo de quién era el mensaje que el pájaro traía enrollado en la pata.

Mientras Ariel daba de comer migas de pan al cayán, Derguín leyó la misiva. Su gesto, que empezó siendo sonriente, se ensombreció por momentos. Cuando terminó de leer, hizo trizas el papel y lo arrojó al viento. Después extendió la mano y el cayán se posó en ella.

—Has sido muy listo al encontrarme, Goz —le dijo, acariciando su abombada cabeza gris. Derguín sospechaba que allí, bajo el abultado hueso que sobresalía encima del pico, se escondía el secreto de la inteligencia de los cayanes, y también de su milagrosa habilidad para encontrar a las personas que buscaban en cualquier lugar, por remoto que fuese—. Ahora seguirás conmigo.

—¿No vas a contestar a Kybes? —preguntó Ariel, con gesto decepcionado.

—No. Por ahora no.

Esa noche vivaquearon al resguardo de una cresta rocosa. Mientras cenaban, Derguín le explicó al Mazo el contenido de la carta. Como los horrores que narraba Kybes no le parecían adecuados para los oídos de Ariel, conversaron en Ainari. Sin embargo, de vez en cuando el rapaz los miraba como si supiera lo que decían. Derguín empezaba a sospechar que Ariel era tan hábil para entender los idiomas como lerdo para leerlos.

—Haces bien en no contestar su mensaje —concluyó el Mazo—. En un campamento de cien mil personas, raro sería que alguien no le viera recibir al pájaro.

Eso si no lo habían visto ya, pensó Derguín.

—He sido un insensato —dijo, meneando la cabeza—. No debería haberlo mandado a esa misión. No debería haberle dado un brazalete de Tahedorán, cuando él no sabe entrar en aceleración y pueden descubrir la trampa en cualquier momento. No debería haberle enviado el cayán. Es como decir: «Mirad, aquí está el espía».

—Mandar a otros hombres es difícil. A veces te equivocas y mueren. Y a veces, aunque no te equivoques, también mueren. A mí me pasó.

—¿Y cómo te sentiste?

—Mal —respondió el Mazo—. Pero no tan mal como tú.

—¿Por qué?

—Porque nunca me he quebrado tanto la cabeza. No pienses tanto en lo que ya no tiene remedio.

—Ojalá pudiera.

—Mira, si no hubieras mandado lejos a ese muchacho, ahora estaría muerto, como el resto de tus hombres. Así que no le des más vueltas.

Derguín hizo la primera guardia, como tenía por costumbre. En realidad, era él quien vigilaba casi todos los turnos, pues por culpa de Zemal le era difícil conciliar el sueño. Pero se había resignado a la tensión nerviosa que le producía la Espada. Durante los cinco días en que había estado separado de ella, su angustia había sido mucho peor.

El Mazo roncaba boca arriba, con la mano derecha apoyada sobre la frente de Faugros, aquella dichosa calavera que llevaba a todas partes. Ariel estaba arrebujado en la capa, a su lado. Habían apagado el fuego de la cena, pues la noche era cálida. Al verlos dormir con tal sosiego, Derguín se reconfortó pensando que, ya que su sueño era tan inquieto, al menos podía velar el de sus compañeros.

El Mazo y Ariel habían hecho buenas migas, aunque formaban una pareja peculiar. Ariel era menudo, pero al lado del Mazo parecía una pulga, y su voz sonaba aún más atiplada en contraste con el rugido cavernoso del gigante barbudo.

Mientras contemplaba a sus compañeros, pensó en lo que contaba Kybes en su mensaje. Por si al Martal no le bastaran sus cien mil hombres, además reclutaba demonios. Gankru, Molgru, Aridu: los tres hijos del dios al que los Aifolu llamaban Ariseka, cuando se atrevían a nombrarlo.

«Dos ya están despiertos», decía la carta, que tenía grabada en la memoria. «Gankru dormía en la Torre de la Sangre de Sattûk y Molgru en la de Ilfatar. Ambas ciudades han sido arrasadas y sus habitantes asesinados para invocar a los demonios. Cuando los Aifolu encuentren la tercera Torre de la Sangre, esté donde esté, y despierten a Aridu, su sanguinario dios Ariseka regresará y será el fin de Tramórea. Así lo afirma Yibul Vanash, el Enviado».

Derguín estaba cada vez más convencido de que Ariseka no era sino otro nombre de Tubilok. Para derrotarlo, Tarimán había forjado la Espada de Fuego. Ahora, mil años después, el dios loco amenazaba con regresar. La primera vez lo había derrotado Zenort el Libertador, el primer Zemalnit.

Pero ahora el Zemalnit soy yo. No por primera vez, Derguín se arrepintió de haber hecho caso a Linar y a Mikha. Ahora podría estar en Zirna, copiando libros por la mañana, paseando al caer la tarde, sin saber que era casi hermano de Togul Barok, sin haber oído hablar de Tubilok. Tal vez se habría casado y dormiría con su esposa todas las noches, y le haría el amor sin miedo a que del pozo del patio brotaran serpientes enviadas por una ninfa celosa y enloquecida.

Una racha de aire frío rozó su rostro. Levantó la cabeza y buscó entre las sombras, pues le parecía que alguien había pronunciado su nombre. Derguín. El viento pasó de largo, pero dejó detrás un aroma familiar, y Derguín tuvo la sensación de que aquello ya lo había vivido antes.

No tardó en localizar el recuerdo. Durante el certamen, cuando se dirigían a la ciudad de Koras, Tríane lo atrajo a una cueva que, según ella, había servido en tiempos remotos como oráculo de la Tierra. Allí copularon por primera vez.

Derguín venteó el aire. El olor era inconfundible. Entraba por la nariz y bajaba directo a sus ijares, donde despertaba un calor líquido, casi insoportable. Pero esta vez no iba a dejarse manipular.

Se levantó y se ciñó la Espada de Fuego. Después recogió la capa, pero se arrepintió al comprobar que, pasada aquella racha solitaria, el aire seguía tan cálido como antes. Dejó la prenda en el suelo y luego, pensándolo mejor, la echó sobre las piernas de Ariel. Aunque no hiciese frío, ver a la intemperie aquel cuerpo tan menudo y delgado le producía una lastimosa sensación de desamparo.

Dos de los caballos dormían, mientras Escarcha ramoneaba plácidamente. Derguín le palmeó el cuello. Después, se apartó de la cresta y bajó por una garganta siguiendo el curso de un arroyo. A ambos lados la vegetación era tupida, de hojas ásperas y espinosas. Olía a tomillo y a otros arbustos que Derguín no conocía. Pero sobre aquellos olores destacaba el perfume que lo guiaba corriente abajo.

El arroyo desembocó en un río rodeado de juncos. Derguín se detuvo y volvió a olfatear el aire. El aroma era más intenso corriente abajo. Caminó durante unos minutos, hasta llegar a un remanso rodeado de grandes piedras blancas. En el agua se reflejaba el verde rostro de Shirta, pues una nube solitaria había ocultado a Taniar.

Del remanso se levantaban guedejas de niebla. Derguín se agachó junto a la orilla y metió la mano en el agua. No había tanta diferencia de temperatura como para explicar esos vapores.

Se incorporó. La niebla espesaba con rapidez. Derguín miró a su espalda. La vegetación y las rocas que rodeaban el remanso habían desaparecido, engullidas por aquel velo innatural. Sólo podía ver ante él un círculo de agua. El reflejo de Shirta se había borrado, pero el agua fosforescía como si una antorcha verde ardiera en el fondo.

Unas burbujas rompieron la superficie del remanso. Derguín retrocedió un paso, pero su nuca topó con una especie de barrera fría y gelatinosa. Con un escalofrío de repulsión, volvió a acercarse a la orilla. Las aguas se abrieron. De ellas brotó la cabeza de una mujer, seguida por un cuello sinuoso y unos hombros desnudos. La mujer sacudió la negra melena, y al hacerlo cayó sobre el remanso una cortina de gotas que dejaron a su alrededor círculos de salpicaduras. Derguín contempló fascinado cómo los cabellos ondeaban en el aire. Sólo entonces se dio cuenta de que el instinto le había hecho entrar en Urtahitéi y lo contemplaba todo como una sucesión de instantes congelados.

Lento como una flor, el cuerpo de la mujer-ninfa siguió brotando del agua, y no se detuvo hasta que apareció a la vista el lugar donde la curva del vientre empezaba a bajar como una suave colina. Sus pechos se veían algo más grandes y pesados de lo que Derguín recordaba, pero era ella, con sus ojos rasgados, su nariz estrecha y afilada y su boca pequeña y carnosa.

Tríane le habló con voz lenta y grave. Derguín salió de la aceleración y se acercó a ella, embriagado por aquel aroma que se materializaba como una mano en el aire. Pero cuando el agua se coló por la caña de sus botas, el frío le hizo reaccionar y se detuvo.

—¿Por qué te quedas ahí, Derguín? ¿Ya no te acuerdas de mí?

El acarició la empuñadura de Zemal y trató de respirar por la boca. Pero el perfume de Tríane era tan intenso que incluso así bajaba directo a su vientre y sus ingles y lo inflamaba de deseo.

—Acércate, Derguín. Hace tanto que no te tengo en mis brazos… En Gurgdar, la bóveda del tiempo, mis noches han sido eternas sin el calor de tu cuerpo.

—Yo también he estado solo.

—Eso no es del todo cierto —contestó Tríane, sonriéndole sólo con la boca, mientras sus ojos se estrechaban en dos rendijas—. Te dije que debías serme fiel.

—Me lo dijiste. Pero yo no te prometí nada.

Ella le tendió las manos. Al hacerlo, la línea que separaba sus pechos se hizo más recta y estrecha. Derguín pensó que de un momento a otro iba a estallar de deseo.

—Olvidemos todo eso, mi amor. Ven aquí y bésame.

—No.

—¿Qué te he hecho para que me trates así? —La desolación de Tríane parecía tan sincera que Derguín tuvo que morderse la punta de la lengua para no saltar al agua y tomarla entre sus brazos.

—Quiero que me liberes.

—¿De qué debo liberarte? —preguntó Tríane, con una inocencia tan auténtica como la tristeza anterior.

El problema, se dijo Derguín, era que aquellas emociones tan sinceras se transformaban a demasiada velocidad para creer en ellas.

—¡De ti!

—¿Es que eres mi prisionero, tah Derguín, poderoso Zemalnit?

Derguín recordó que llevaba a Zemal a la cintura y la desenvainó. Los ojos de Tríane se abrieron de admiración y placer. Dio un paso adelante, y al hacerlo su vientre surgió entero del agua. Derguín recitó una fórmula de concentración de los Numeristas y se obligó a seguir mirándola a los ojos.

—Ven, Derguín. Ansío el goce tanto como tú. No me tortures más…

Los pies de Derguín avanzaban solos por el lecho de guijarros, acercándolo a Tríane. Tan cerca, su olor era embriagador. Casi podía sentir la tibieza de su piel, sus pechos erguidos por el frío del agua…

No.

Derguín acercó la mano izquierda a la hoja de Zemal. A una pulgada de ella notó una leve resistencia, pero insistió en tocarla.

Cuando posó la palma sobre el plano de la hoja, sintió un dolor intenso, que no sabía si era frío o calor, pues las sensaciones parecían saltar del uno al otro. En el dorso de su mano brotaron unas líneas blancas, zarcillos de luz que se ramificaron y se extendieron hacia su muñeca, su codo, su hombro, y comprendió que eran sus propias venas, encendidas por la energía de Zemal. El vello de sus brazos se erizó, y luego el de todo su cuerpo, y sus cabellos se encresparon como púas. Saltaron chispas azules entre sus dientes. El fuego subió a su cabeza y prendió el interior de sus ojos, hasta que lo vio todo rodeado por una bruma incandescente.

Tríane retrocedió asustada. Derguín soltó la hoja y miró su propio cuerpo. A través de la ropa, todo él resplandecía como una prolongación de Zemal. Aún sentía el dolor. Cada uno de sus nervios era una cuerda de laúd a punto de romperse. Derguín estiró la mano izquierda y señaló a Tríane. Un zarcillo de luz brotó de sus dedos y rozó el cuello de la ninfa. Ella retrocedió con un grito de dolor y se agachó, buscando el refugio del agua.

Derguín siguió avanzando. El agua humeaba al contacto con su cuerpo. Alzó la Espada en horizontal y apuntó con ella a Tríane, que lo miraba con los ojos muy abiertos.

—Libérame —le dijo.

—No.

—Hazlo o te mataré.

—¡Te salvé la vida!

—Yo también te salvé la vida a ti. Estamos en paz.

—Eso es mentira —silabeó ella, apretando los dientes de furia y miedo—. Yo no estaba en peligro. Tú sí.

—Es igual —dijo Derguín. Su propia voz le sonaba deformada, temblorosa por la energía que hacía crepitar el aire—. Libérame o te decapitaré.

Derguín se acercó más. Tríane estaba hipnotizada por la punta de Zemal. La tenía ya tan cerca de la cara que bizqueaba para mirarla.

—Tú me amas.

—Te odio, Tríane.

—¡No puedes decir eso!

—Lo estoy diciendo.

Derguín apenas veía a Tríane tras la bruma de sus ojos. La sangre, o el fuego, zumbaba en sus oídos, y se dio cuenta de que iba a desmayarse. Dio un paso más y agarró a Tríane de la muñeca, mientras levantaba el brazo derecho para descargar el golpe.

—¡Suéltame! ¡Me quemas!

—Libérame.

—¿Cómo?

—Dime que soy libre. Jura que no le harás daño a ninguna mujer que se me acerque…

—¡Nunca lo he hecho!

Derguín le acercó el filo de Zemal al cuello. Los cabellos de Tríane se levantaron, erizados por la energía de la Espada.

—¡Lo juro! ¡Déjame ya!

Derguín la soltó por fin. Observó con pena que le había dejado en el antebrazo la marca de los dedos, cinco quemaduras rojas. Pero sólo fue un instante. Tríane se zambulló como una nutria y sus pies desaparecieron un instante después.

Derguín salió del agua a duras penas y se apoyó en una roca. Las venas de sus manos se estaban apagando. Mientras enfundaba a Zemal, pensó: Ahora soy libre.

Le dolía todo. Era aún peor que salir de Urtahitéi. Pero su cuerpo no pedía comida ni agua, como después de una aceleración, sino sólo desplomarse y descansar. Intentó mantener abiertos los ojos. Tenía que volver con Ariel y el Mazo.

Da igual. Si se despiertan y ven que no estoy, pueden enviar a Goz a buscarme. Es un pájaro muy listo…

Cerró los ojos y se dejó llevar.

Estaba flotando en una agradable negrura cuando algo húmedo le rozó el rostro. Abrió los ojos. Una nube blanca flotaba al lado de ellos. La nube se apartó un poco y se convirtió en una cabeza de caballo. Incrédulo, Derguín estiró la mano y rozó la frente del animal. Allí, sobre el pequeño círculo oscuro, encontró el cuerno invisible que se retorcía en espiral como el colmillo de un narval.

—¡Riamar! —exclamó, y se levantó para abrazar el cuello del unicornio.

Se había despedido de Riamar cuando invernó con los Gaumas. Una vez cumplida la misión que Tríane le había encomendado al unicornio, ayudarle a conseguir la Espada de Fuego, pensaba que ya no lo volvería a ver.

Una terrible sospecha lo asaltó. ¿Y si seguía sin ser libre? Tríane no era mujer que hiciera favores por puro altruismo.

—¿Te ha enviado ella?

El unicornio sacudió la cabeza a los lados.

—¿Por qué has venido?

Riamar contestó con un suave gorjeo, como el que podría emitir un pájaro gigantesco. Nunca relinchaba.

—¿Has venido por tu propia voluntad?

El unicornio asintió. Derguín se volvió a abrazar a su cuello, y luego montó sobre él de un salto. De pronto se sentía más optimista. Con Zemal a la cintura y a lomos de Riamar, los demonios del mundo parecían más lejanos.

—Llévame con mis amigos, Riamar. —Levantó la mirada al cielo. Taniar estaba a punto de ponerse y Rimom ya había salido—. Pronto amanecerá.