La nave que llevaba a Kybes llegó al puerto de Haida el día 9 de Anurdanil. Más allá del horizonte, tierra adentro, se divisaba una columna de humo que ascendía hasta fundirse con una gran nube negra en forma de yunque. Al ver aquello sintió un escalofrío, pero un espectáculo aún más inquietante y mucho más cercano reclamó su atención. En el muelle se agolpaban miles de personas que gritaban y se empujaban por abordar los barcos que llegaban. El capitán, asustado, echó el ancla en mitad de la bocana del puerto y envió a unos marineros en un esquife para que averiguaran qué estaba pasando.
—Los Aifolu han destruido Ilfatar —informaron a la vuelta—. Todos ésos son refugiados de la ciudad y de los alrededores que quieren huir de Haida.
Ni siquiera los marineros habían podido poner el pie en el puerto. Cuando aún estaban a veinte metros del embarcadero, más de treinta refugiados se arrojaron al agua y nadaron para tomar el bote. Los marineros tuvieron que apartarlos a golpe de remo para que no los hicieran zozobrar.
—No podemos bajar a tierra —dijo el capitán, con gesto grave—. Nos hundirán, o acabarán destrozando la nave antes incluso de que zarpemos.
Kybes se acercó al capitán calándose el sombrero para tapar sus ojos amarillos, pues algunos pasajeros y tripulantes lo miraban de reojo, como si él fuera el culpable de que tuvieran que aguardar fondeados a la entrada del puerto.
—Tengo que desembarcar por fuerza.
—Nadie de este barco va a pisar ese muelle. En tu caso, te lo recomendaría aún menos.
—Si es así, alguien debería compensar al Zemalnit por mi pasaje. Pagó por mi caballo y por mí el triple de lo estipulado en el código marítimo de Narak.
—Si hace falta, le devolveré su dinero. ¿Qué más me da ya? —se lamentó el capitán, que era también fletador de la nave—. Tengo en la bodega trescientas ánforas de vino y aceite y mil metros de tela. ¿Qué hago ahora con eso?
—No sufras, capitán. Estoy seguro de que alguien comprará tu mercancía en otro lugar. No hay mejor vino ni mejor aceite en toda Tramórea que los de Narak. De telas no entiendo.
—Ojalá tengas razón.
—Escucha —añadió Kybes, bajando la voz—. Con mucho gusto me volvería a Narak, o te pediría que me desembarcaras en cualquier lugar de Tramórea mejor que en éste, pues esa columna de humo de allí me da muy mala espina. Pero he recibido órdenes de Derguín Gorión, y debo cumplirlas. Al Zemalnit no le agrada que lo contraríen.
El capitán seguía mirando al puerto, con gesto pensativo. El griterío de la muchedumbre agolpada en el muelle era aún más estridente que los chillidos de las gaviotas.
—Espera a que anochezca —dijo por fin—. Tengo que enviar gente al puerto para averiguar si hay forma de descargar la mercancía. Irás con ellos.
Ya muy entrada la noche, un esquife condujo a Kybes y a su montura al extremo del malecón, donde ardía un pequeño faro. Kybes abandonó el puerto a caballo, vestido de Ritión, con el rostro embozado y la espada bien visible para abrirse paso. Muchos de los refugiados con los que se topó le dijeron que estaba loco por dirigirse tierra adentro.
—Vas derecho al infierno —le advirtió una mujer que llevaba dos niños a cuestas.
—Yo también te deseo suerte —contestó Kybes.
Kybes cruzó las calles de Haida y salió de la ciudad por una calzada en la que un letrero rezaba: «Ilfatar, 20». Rimom reinaba sobre un cielo despejado, salvo por aquella nube en forma de yunque que se elevaba al sureste. El camino estaba desierto. Al parecer, todos los que habían podido huir del Martal ya se hallaban en el puerto, o en lugares aún más lejanos.
Kybes viajaba con el cayán que le había entregado Derguín, a ratos emperchado sobre su hombro y a veces volando sobre su cabeza. Al descrestar una colina, divisó la ciudad, una masa oscura alumbrada por las llamas de varios incendios que a la distancia se antojaban brasas diminutas. El olor a quemado llegaba hasta allí, pues se había levantado un viento del interior que arrastraba humo y cenizas.
—Así que ésa es Ilfatar —dijo Kybes—. ¿O debería decir era?
Durmió unas horas al borde del camino, pues no quería llegar de noche al campamento de los Aifolu. Cuando amaneció se quitó las ropas Ritionas, las escondió en un saco, enterró el saco bajo una gran piedra y marcó ésta con una cruz.
—Por si acaso —se dijo, aunque estaba convencido de que no volvería a pasar por aquel lugar.
Kybes se vistió con ropas holgadas y de colores severos, y se cubrió la cabeza con el típico tocado Aifolu. Después le dijo a Goz, el cayán, que se quedara allí.
—Dentro de siete días, siete, ¿lo entiendes? —le preguntó, enseñándole al ave los cinco dedos abiertos de la mano izquierda y dos de la derecha. El cayán graznó—. Sí, dentro de siete días me buscarás y te daré un mensaje para Derguín Gorión. Ahora, ¡vuela y no te acerques a mí!
Con un último graznido, Goz batió las alas y se elevó. Un momento después, era casi imposible distinguir su silueta del azul del cielo. Kybes ensilló al caballo, montó y se puso en camino río arriba. Cabalgaba por el centro de la calzada para que quedara claro que no era un espía, sino un Aifolu que por propia voluntad acudía a unirse a sus hermanos.
Entre el camino y las orillas del Bhildu se levantaban palafitos dispersos. Algunos habían ardido, y todos habían sido abandonados por sus moradores. En uno encontró a un bebé colgado de un saco que servía a la vez de pañal y de faja para sujetarlo de las estacas del palafito. O sus padres habían muerto o lo habían olvidado allí en la premura de la huida. Las moscas zumbaban a su alrededor. Kybes se llevó la mano a la boca para contener las bascas. Sospechaba que tendría que presenciar espectáculos más desagradables que el de aquel pequeño cadáver corrompiéndose al sol.
La vegetación que rodeaba las orillas le impedía ver Ilfatar, aunque en la distancia se oían tambores y se seguía avistando la columna de humo. Encontró a una familia de cocodrilos que chapoteaban con indolencia en un remanso de la orilla. Entre ellos flotaban jirones de ropa, y le pareció distinguir un brazo humano; aunque al ver que los saurios estaban a menos de cinco metros de la calzada, picó espuelas y no esperó para comprobarlo.
Cuando frenó el paso de nuevo, alguien le dio el alto. Como por arte de magia, de la espesura brotaron seis guerreros negros armados con jabalinas y machetes. Eran altos y esbeltos, y sus corazas de lino relucían aún más blancas en contraste con sus brazos de ébano. Kybes levantó las manos, sospechando que entre los árboles y los juncos del río se ocultaban aún más hombres.
Uno de los guerreros se acercó al caballo. Tenía el signo del Enviado en la frente, tatuado en rojo, y al acercarse a Kybes le miró para comprobar si él también lo llevaba.
—Tú no eres del Martal —le dijo en Aifolu, con acento nasal.
—Vengo a unirme al glorioso ejército del Adalid.
—¡Ah, Ulisha, el Señor de la Noche!
—¿Así lo llaman también?
—Así lo llamamos los T’andri. Señor de la Noche, porque trae noche eterna sobre los enemigos. Los Aifolu lo llamáis el Puño del Destructor.
—¿Puedes llevarme con él?
El T’andri se rió de buena gana, luciendo unos dientes tan blancos como el Cinturón de Zenort en una noche sin lunas.
—Keggo no es tan importante como eso. Pero puedo llevarte con el capitán Ardarag para que te aliste en el Martal.
—Puedes decirle a ese capitán que soy muy valioso. Así a lo mejor te recompensa —dijo Kybes, mostrándole el brazalete con las siete estrías rojas—. ¿Sabes lo que es esto?
—No.
—Es la marca de un Tahedorán. ¿No sabes lo que es un Tahedorán?
—No.
—Pues significa que soy un gran maestro de la espada. Por eso soy valioso.
—Yo soy un gran maestro de la jabalina —dijo Keggo, blandiendo en alto su arma—. Por eso soy valioso.
—La jabalina es mi segunda arma favorita, maestro Keggo. ¿Me llevarás con tu capitán, entonces?
El T’andri se volvió hacia sus compañeros y durante unos minutos habló con ellos en su propio idioma. Después indicó a Kybes que lo siguiera. Pero cuando vio que hacía ademán de desmontar, le dijo:
—¡No, no! Tú sígueme a caballo. Yo iré corriendo. Keggo es veloz como el guepardo.
El T’andri se despidió de los demás guerreros y arrancó a correr con un trote flexible. Tenía las piernas largas y delgadas, y su carrera era tan elegante que Kybes pensó que habría hecho las delicias de los aficionados al atletismo en Narak. Por el camino encontraron más partidas de guerreros negros que andaban forrajeando, y también algunos Aifolu que cortaban leña o pescaban a la orilla y que levantaron la cabeza a su paso, pero no les saludaron.
Por el camino, el T’andri le preguntó a Kybes de dónde venía. El joven, que se había reunido tres horas con Derguín para preparar la historia que había de explicar, le contó unas cuantas verdades sobre Narak y otras cuantas mentiras sobre Koras y su academia de la guerra, donde jamás había estado.
A cambio, Keggo le habló de su país, una sabana inacabable al oeste de Pashkri donde los T’andri cazaban al antílope, pastoreaban al cebú y mataban al león para convertirse en hombres. Pero la sequía estaba convirtiendo en desierto muchas zonas de pradera, y los T’andri guerreaban entre sí por los pastos. Así que muchos jóvenes habían acudido a la llamada del Enviado para matar a los infieles blancos, algo que les parecía más provechoso que aniquilarse entre ellos.
Kybes escuchó con atención a Keggo, que debía tener más o menos su edad. El T’andri se expresaba en Aifolu con cierta fluidez, aunque su vocabulario era limitado. Cuando no encontraba el término exacto, lo sustituía con una sonrisa y la palabra «amigo». Kybes pensó que cuando uno tiene que hablar en un idioma que no domina se convierte de nuevo en niño. Lo cual tiene sus ventajas, pues es difícil recurrir a la mentira y la doblez cuando no se pueden utilizar más de quinientas palabras.
La calzada se bifurcó ante ellos. Keggo eligió el camino de la derecha, que se separaba del río. Cruzaron una pequeña arboleda y subieron una cuesta. El T’andri mantenía el paso del caballo sin un jadeo.
Tras coronar la cuesta, el camino bajaba en un pronunciado declive para desembocar en una llanura. Allí se extendía el campamento del Martal, un mar de tiendas y cercados que llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Pero a Kybes se le fueron los ojos antes a la izquierda, hacia la ciudad de Ilfatar. Aunque apenas quedaba en pie la mitad de las murallas, las máquinas de asedio seguían disparando contra ellas. La piedra chocaba contra la piedra con impactos sordos; pero cuando un lienzo debilitado se derrumbaba por fin, se oía un estrépito largo como un trueno que despertaba voces de entusiasmo entre los operarios de los trabucos y las catapultas, y también entre los soldados ociosos que contemplaban aquel metódico derribo.
—El Enviado dice que no deben quedar murallas desde aquí hasta el lugar donde se extienden las nieves —le explicó Keggo, señalando al norte—. Las ciudades son malas. Los T’andri nunca vivimos en ciudades.
Allá donde los muros habían quedado a ras de tierra asomaba el interior de Ilfatar. Kybes nunca había estado en ella, pero sabía que era conocida como la Perla de Valiblauka por la blancura de sus edificios. Ahora, lo que se vislumbraba tras los huecos de la muralla era tan negro como las humaredas que se alzaban por doquier. El único edificio que habían respetado los sitiadores era una torre anaranjada de la que brotaba una ominosa columna de humo que desembocaba en el cúmulo sobrenatural que colgaba sobre la ciudad.
—¿Qué hace esa gente? —preguntó Kybes, refiriéndose a la columna humana que desfilaba por la rampa de la torre.
—Es el tributo para el Destructor, el dios que no se puede nombrar —le explicó Keggo.
—¿Tú crees en ese dios?
El T’andri le explicó que el Enviado tenía prohibido adorar a Manígulat y a los demás dioses blancos, pero que a los T’andri les permitía seguir sacrificando en privado a sus propios genios y espíritus siempre que reconocieran por encima de todos ellos a Ariseka.
—Pero no digas el nombre Ariseka delante de los tuyos, amigo —le advirtió con gesto serio.
El campamento del Martal constaba de varios cuadrantes adosados unos a otros de forma un tanto anárquica. Primero atravesaron la zona de los T’andri, que solían quedarse en los círculos exteriores. Habían montado cobertizos para las cabras y cebúes confiscados o saqueados al enemigo, pero ellos dormían al raso. Aun así, también había varias cabañas improvisadas con maderos y techos de paja para los guerreros que más se distinguían, y para su jefe, el príncipe Umeko.
Keggo refrenó su carrera y sujetó al caballo por el ronzal para guiarlo entre la multitud. A Kybes se le antojó que el campamento del Martal era un lugar tan poblado y bullicioso como los barrios bajos de Narak. Tras dejar atrás a los T’andri y cruzar un mercado, llegaron a la zona donde acampaban los Aifolu. Allí había un mar de tiendas, redondas, cuadradas, ovaladas, y de todos los colores. Sobre ellas flameaban abigarrados estandartes tribales, pero siempre acompañados por el sobrio triángulo de los tres círculos negros. Kybes trataba de devorarlo todo con la vista. De allí a siete días tenía que informar a Derguín. El problema era si conseguiría quedarse solo y encontrar un lugar apartado para reunirse con el cayán y enviar su informe sin ser descubierto.
Había soldados adiestrándose en palestras, y también picaderos y galerías donde entrenaban los arqueros. Otros limpiaban armas, zurcían ropas o cosían botas. También se veían corros de Aifolu que, sentados en el suelo, escuchaban las soflamas de unos oradores vestidos con túnicas rojas.
—Los sacerdotes del Enviado —le dijo Keggo.
Aquellos sacerdotes eran hombres flacos, de piel curtida por el sol y largas cabelleras que les caían hasta la cintura. Cuando pasaron a pocos metros de uno de ellos, Kybes observó que de sus trenzas colgaban huesecillos, y sospechó que eran humanos. El hombre hablaba con tal pasión que disparaba escupitajos sobre los oyentes de la primera fila, y tan rápido que a Kybes le costaba captar sus palabras.
—¡Dios es luz y oscuridad, frío y calor, guerra y paz, hambre y saciedad! ¡Pues cambia como el fuego, y en el fuego se complace! ¡Oscuro es, como la muerte, y la muerte le deleita!
A poca distancia de los sacerdotes que predicaban la Voz, no faltaban los soldados que hacían cola ante los burdeles improvisados, aunque aún no era mediodía. Kybes observó que nadie jugaba a los dados ni a las cartas.
—El Enviado lo prohibe. Y si alguno se emborracha, le dan quince azotes en el poste.
Kybes pensó que bajo aquel aparente caos reinaba una disciplina; diferente de la que Derguín quería imponer en el Arubshar, pero eficaz a su manera. Por lo que tenía entendido, el juego y el vino aliviaban las tensiones de los soldados, pero también eran causa de riñas, motines y más de una derrota en el campo de batalla.
En aquella zona del campamento miraban a Kybes con menos curiosidad, pero a Keggo le insultaban y le dedicaban burlas que él contestaba con gestos que para los T’andri debían de ser obscenos, pero que a Kybes le resultaban graciosos. Al parecer, la máquina de guerra del Martal no estaba tan bien engrasada y a veces saltaban chispas de sus engranajes.
—¿Qué tal os lleváis con los Glabros?
—¡Ufff! Gente sucia y siniestra. Sólo piensan en fornicar. Sus pájaros huelen mal.
—He oído que los pájaros del terror son muy feroces.
—¡Si alguno se escapa y quiere morderme, lo ensartaré con mi lanza, amigo!
A la izquierda, sobre un terreno más elevado y liso, se levantaban varios pabellones muy extensos y tan altos como edificios de cuatro pisos. Keggo le explicó que eran las caballerizas de los Primevos, la élite guerrera de los Aifolu.
—Caballos más grandes que el tuyo —le explicó—. Los cuidan como a hijos. Los pasean y cabalgan todos los días.
Por fin llegaron ante el tal Ardarag. El capitán estaba sentado en la puerta de una tienda a la que le habían levantado los faldones para que corriera el aire. Delante de sí tenía dispuesta una mesa con pluma, tinta roja y un catálogo de tablillas. Kybes desmontó y dejó que Keggo lo presentara. Después, el T’andri se despidió de él y entró en una tienda alargada junto con un soldado Aifolu, acaso para recibir su recompensa por traer a un nuevo recluta.
—Conque quieres alistarte en el Martal. ¿Cómo te llamas?
—Kybusha-indra-Minal. —Kybes le dio la versión Aifolu de su nombre.
—¿De dónde eres?
—De Barniya.
—¿Dónde cae eso?
—Al norte del Gros. Allí viví entre los perros Ritiones hasta que mi familia se mudó a Koras.
—Contesta sólo a lo que te pregunte —dijo el capitán, dignándose mirarlo por primera vez—. Vaya, ya veo que eres un Limón —añadió, refiriéndose al intenso amarillo de los ojos de Kybes—. Así que vienes a alistarte ahora que el Martal triunfa y es respetado. ¿Por qué no acudiste antes, cuando los enemigos del Enviado eran tan numerosos como la hierba en los prados?
Kybes se arremangó el brazo derecho y mostró su brazalete.
—Estaba estudiando en Uhdanfiún, la academia de artes marciales de Koras. Quería convertirme en un gran guerrero antes de unirme al Martal.
Alrededor de Kybes y el capitán se había congregado un corro de curiosos. Uno de ellos, un cabo al que le faltaba media oreja, se dedicó a dar vueltas a su alrededor con gesto suspicaz.
—¿Qué es eso? —preguntó el capitán.
—Un brazalete de Tahedorán. Cuenta las estrías.
—Ya veo. ¿Eres un maestro de la espada?
El cabo se acercó tanto a Kybes que éste pudo oler lo que había desayunado. Pimientos con cebollas.
—Yo creo que tiene cara de impostor —opinó.
—Soy maestro mayor del Tahedo —dijo Kybes—. No creo que tengáis muchos en el Martal, capitán.
—En el Martal tenemos todo lo que nos hace falta. Mira lo que le hemos hecho a esa ciudad, por si lo dudas —repuso Ardarag.
—A mí me parece un espía —insistió el cabo.
—No hay que despreciar a un Tahedorán —repuso Kybes, sin apartar la mirada del capitán.
—Que te jodan a ti y a todos los Tahedoranes —dijo el cabo.
¿Qué haría un Tahedorán de verdad? Por lo que sabía Kybes, un maestro como Kratos May no toleraría ese insulto. Pensó a toda velocidad. Le estaban poniendo nervioso las miradas de los soldados, y aún más los ojos inquisitivos del capitán. El sol caía despiadado sobre él y estaba empezando a sudar. Torció un poco la vista a la derecha. El cabo estaba ahí, en una posición adecuada. ¿Qué valor tenía una vida humana en el Martal? Sospechaba que no demasiado. Y si quería hacerse valer y salir con bien de la situación, no tenía más remedio que arriesgarse.
Llevó la mano derecha a la empuñadura. El acero chirrió al salir de la funda. Kybes estiró el brazo, retrasó la pierna derecha, giró las caderas y lanzó la Yagartéi. Al ver el gesto de incredulidad del cabo, cerró los ojos. Derguín le había advertido que jamás lo hiciera, pero no pudo evitarlo. La única carne en la que había probado su espada era la de las reses muertas del matadero. Encontró más resistencia en el cuello de la que había imaginado. Con un estremecimiento, sintió cómo la carne se abría bajo la hoja, y luego el sordo topetazo del acero contra las vértebras.
Cuando abrió los ojos, del cuello del cabo brotaban surtidores de sangre. No vio la cabeza. El cuerpo decapitado se desplomó como un tronco. Kybes se quedó con la espada en alto, preparado para defenderse.
—¡Qué se joda el Sordo! —gritó un soldado.
—Por bocazas —añadió otro.
Kybes sacudió la sangre de la espada con un gesto dramático y la envainó. Al realizar aquella técnica a la perfección casi se creyó un Tahedorán, y por un instante sintió que los demás Ubsharim, Semias y el propio Derguín estaban allí para apoyarlo.
—A los Tahedoranes no nos gusta que duden de nuestra palabra —le dijo al capitán.
Ardarag asintió y mojó la pluma en el tintero. Al parecer, no le tenía demasiada estima al cabo.
—¿Cómo has dicho que te llamabas?
—Kybusha-indra-Minal, maestro de la espada del séptimo grado.
El capitán, sacando la lengua a un lado como si enhebrara una aguja, anotó su nombre. Después le ordenó a otro cabo que acompañara a Kybes.
—Quiero que lleves a tu nuevo compañero Kybusha a la purificación.
—¿Qué es eso? —preguntó Kybes, amoscado.
—Este tatuaje —respondió el capitán, tocándose la frente— no se consigue gratis. Debes ganártelo. ¡Date prisa, no tenemos todo el día!
El cabo, que no se atrevía a acercarse demasiado a Kybes, le indicó que lo siguiera. En cuanto a su caballo, otro soldado se lo llevó de las riendas. Cuando Kybes se quejó, Ardarag le explicó:
—Quien entra en el Martal renuncia a sus posesiones. Este caballo le servirá a alguien mejor que tú, hasta que demuestres que eres digno de servir en la caballería. Si es así, se te entregará una montura mejor.
El cabo, que se llamaba Tiburg, era un Marfil. Los Aifolu llamaban así a aquellos que tenían las córneas teñidas de ictericia, sin llegar al amarillo puro de los Oros o al más intenso de los Limones, a quienes se consideraba los de más pura ascendencia austral. A Kybes siempre le había parecido absurda aquella creencia. El era un mestizo, con la mitad de la sangre Ritiona, y sin embargo el azar había querido que sus ojos fueran tan amarillos como los de un Aifolu de pura cepa, mientras que sus hermanos los tenían prácticamente blancos. Pero ese azar que tantas burlas le había acarreado de niño resultaba conveniente ahora.
Tiburg lo condujo a Ilfatar. Entraron en ella por un pasillo abierto entre dos escombreras que habían formado parte de una de las puertas. Sobre la ciudad flotaba el nubarrón negro que parecía congelado allí por algún sortilegio maligno. Las columnas de humo subían hasta fundirse con ella, y en particular la que ascendía desde el pináculo de la Torre de la Sangre. A pesar de que aquella nube cubría el sol, dentro de la ciudad hacía aún más calor que en el campamento Aifolu, pues los rescoldos de los incendios aún se mantenían vivos. La ciudad parecía un inmenso vertedero humeante, y de pensar que algo así le podría pasar a la hermosa Narak, a Kybes se le encogió el corazón. Había muertos sin enterrar por todas partes. Se tapó la nariz y la boca con el extremo del tocado para protegerse del hedor.
—Serás Tahedorán, pero también eres un novato —se burló el cabo, que caminaba todo el rato a su izquierda, lejos de su Yagartéi—. Ya te acostumbrarás al olor de los muertos.
—No sabes cuánto lo deseo.
Al pasar junto a un muro derruido, se oyó una voz de aviso. «¡Kashúuk!» El cabo tiró del brazo de Kybes para apartarlo del callejón. Un instante después pasó un Glabro a lomos de una especie de avestruz de vivos colores y pico encorvado que hacía rechinar sus garras sobre las losas del suelo.
—¡Apartad de mi camino! —gritó el jinete, un guerrero calvo con la cabeza pintada de rayas de colores.
—Malditos bastardos —masculló el cabo.
—¿Ese es un Glabro?
—Lo es.
Derguín le había enseñado a Kybes la ilustración de un pájaro del terror. Sobre el papel aquella ave parecía un animalejo inofensivo, un simpático loro de colores con las patas alargadas. Pero de cerca, al apreciar su verdadero tamaño y oler el hedor a sangre y carne cruda que lo rodeaba, aquella visión ponía los pelos de punta.
—Los Glabros tienen unas costumbres repulsivas —dijo el cabo—, y además creen en ídolos. Pero cuando hayamos destruido todas las ciudades, les tocará el turno a ellos. ¡El Enviado les dará lo que se merecen!
Cruzaron un puente que llevaba a la isla en la que se alzaba la Torre de la Sangre. Al pasar, adelantaron a una reata de prisioneros famélicos que se dirigían a la torre arrastrando los pies y escoltados por soldados Aifolu.
Junto al edificio había un capitán de caballería, que contemplaba el triste espectáculo con las manos enlazadas tras la espalda. Allí confluían tres hileras de prisioneros, y los guardias los organizaban para que subieran en orden por la rampa que rodeaba la torre. Tiburg se cuadró ante el capitán y le dijo que traía a un recluta para que fuera purificado. Kybes tragó saliva al ver cómo los cautivos desfilaban en silencio. Eran carne de sacrificio, sin duda. ¿En qué consistiría su «purificación»? ¿Lo degollarían a él también? No, eso no puede ser. Yo no soy una víctima. Soy Aifolu.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el capitán, un hombre bajo y de hombros cuadrados, con la barba aceitada y partida en dos puntas simétricas. Por el color de los ojos, era un Oro, casi un Limón.
—Kybusha-indra-Minal.
El capitán lo examinó de arriba abajo. Al parecer, el resultado del examen fue satisfactorio, pues sonrió y asintió con la cabeza.
—Nos viene bien gente como tú. Aifolu de pura cepa, y que además domine el arte de la espada. —Se volvió hacia el cabo—. Dile a tu capitán que borre a este hombre de su compañía. Me lo quedo yo. ¿Tienes caballo?
—Tenía —contestó Kybes.
—¿Cómo que tenías?
—Me lo acaban de confiscar. El capitán Ardarag me ha dicho que quien se alista en el Martal renuncia a todas sus posesiones.
—Eso te ha dicho, ¿eh? Cabo, vuelve corriendo a tu compañía y trae el caballo de este hombre antes de que el mangante de tu capitán se lo venda a otro. Y dile de mi parte que la próxima vez que quiera robar a un recluta por lo menos no se lo haga a un Limón. ¿Entendido?
—Sí, capitán —respondió el cabo, sudoroso, y se marchó a toda prisa. Kybes no habría querido estar en su pellejo, en medio de una disputa entre capitanes.
—Mi nombre es Gaetang-alumi-Rhaimil —se presentó el capitán—. Desde este mismo momento, perteneces al escuadrón Lémur. ¿Algo que objetar?
—Es un honor para mí, capitán. ¿Eres por ventura familiar del glorioso general Ulisha-Rhaimil?
—Pertenecemos al mismo clan. ¿De dónde vienes, Kybusha?
—De Koras, capitán. Allí he aprendido el arte de la espada.
—Y eres Tahedorán.
—Del séptimo grado, capitán.
—Algún día tienes que enseñarme ese truco de la aceleración. ¿Qué se comenta en Koras del Martal?
—Que es un ejército muy poderoso, y que sería un digno rival de Ainar.
—Todo llegará. Estoy deseando enfrentarme a un ejército de verdad. ¿Y de mi pariente qué dicen?
—Que es un gran general y que ha conseguido convertir a una horda de nómadas harapientos en un verdadero ejército. Perdón, capitán, eso es lo que dicen los Ainari, no son mis palabras.
—El mérito no es de Ulisha. Ese chivo lujurioso sólo tiene ojos para sus Primevos. Pero los que mantenemos unido este ejército, su verdadera espina dorsal, somos los oficiales de la caballería ligera. ¿Cuántas batallas ha ganado la caballería pesada?
—No lo sé, capitán —respondió Kybes.
—¡Ninguna! Sólo sirven para los desfiles. Somos nosotros los que exploramos el territorio enemigo, los que en las marchas protegemos la vanguardia, los flancos y la retaguardia, los que desgastamos al adversario, los que nos enfrentamos a sus flechas protegidos tan sólo con cuero y lino, y no con placas de hierro. Uno solo de sus caballos come tanta cebada como tres de los míos, sin contar lo que tragan los dos mozos que se dedican a peinar las crines de cada corcel y rascarles las ancas. Pero cuando hay que hacer una marcha de cien kilómetros sin detenerse, ¿quiénes la hacen? Yo te lo diré: ¡mis caballos y mis jinetes! Sí, claro, los Primevos cargan entre pífanos y trompetas al final de la batalla, cuando todo está resuelto, terminan de rematar a los cuatro enemigos que quedan vivos y se llevan toda la gloria ante los ojos de Ulisha. ¡Ah, pero el viejo chivo lleva su penitencia entre las piernas!
—No te entiendo, capitán —dijo Kybes. Aquel oficial era la mejor fuente de información posible: un resentido. Pese a su juventud, Kybes sabía por experiencia que en todas partes hay resentidos deseosos de ventilar sus quejas ante el primero que le preste oídos, máxime si se trata de un desconocido. Sin duda, Gaetang-alumi-Rhaimil no había recibido todos los honores que, como pariente del general Ulisha, creía merecer.
—Ulisha padece de estangurria. Una estangurria atroz. Cada vez que tiene que mear, sus chillidos se oyen hasta en el vivac de los T’andri. ¿Sabes lo que tienes que hacer si quieres medrar en el Martal?
—No, capitán.
—Olvídate de tu arte de la espada y tus marcas de Tahedorán, de destacar en el combate, de llevar a cabo heroicas gestas. Llévale a ese viejo chivo hermosas doncellas. Es el tratamiento que le ha prescrito su médico: desvirgar a una muchacha cada noche. Aún le queda un mes para terminarlo, y no te creas que es tan fácil encontrar doncellas en los tiempos que corren. —El capitán soltó una carcajada—. No estamos en las llanuras al sur del Gros. Hemos llegado a las tierras de los Tramoreanos, cuyas mujeres son unas perras calientes desde el mismo día en que nacen. Bueno, estamos perdiendo el tiempo. Para recibir tu tatuaje, debes purificarte. Por muy amarillos que tengas los ojos, llevas contigo la ponzoña de la ciudad.
—Sí, capitán.
Gaetang señaló con la barbilla a la rampa. Los prisioneros subían en un lento río humano, y los Aifolu que bajaban o subían tenían que abrirse paso entre ellos como salmones en la corriente.
—Tienes que subir hasta esa cúpula de ahí. Pero voy a llevarte por un atajo. ¡No todos los días recibo a un Tahedorán en el escuadrón Lémur!
El capitán se apartó de la torre y lo llevó hasta a una caseta de piedra oscura. Un soldado que hacía guardia les abrió una reja, y bajaron por una escalera que llevaba a un pasadizo de paredes húmedas. Caminaron por el túnel unos minutos, alumbrados por las linternas que ardían en nichos a intervalos de cinco metros. Cuando llevaban trece antorchas llegaron ante otra escalera de subida. Un segundo centinela les dio el alto.
—Tranquilo —dijo el capitán—. Es un recluta que traigo para la purificación. Así se ahorra subir por la rampa junto con la carne.
La carne. Kybes se estremeció. El capitán le apretó el codo para darle ánimos y volvió a alejarse por el túnel. El centinela, un Aifolu corpulento, acompañó a Kybes escalera arriba. Allí lo dejó en manos de un sacerdote de mejillas chupadas que lo miró con ojos febriles.
—¿Quieres llegar a la pureza por el camino fácil? —le preguntó con voz sarcástica—. Mejor será que no tengas vértigo, pues he de llevarte por una escalera mucho más estrecha que la rampa exterior. Así es siempre el camino de la virtud, angosto y empinado.
El sacerdote tiró de una anilla que colgaba del techo, y parte de la pared empezó a deslizarse a un lado con un áspero rechinar. Por el vano recién abierto entraba una luz rojiza, acompañada por un olor a matadero que hizo revolverse una vez más a Kybes.
—Sígueme.
Cuando atravesó la puerta, Kybes miró hacia arriba. El interior de la Torre de la Sangre era un vasto espacio vacío en forma de cono. Una escalera voladiza seguía la pared en una espiral punteada por la luz de las antorchas, que se iba cerrando hasta perderse de vista en las alturas. El sacerdote guió a Kybes por un estrecho bordillo que seguía la circunferencia de la pared.
—No te caigas a la derecha.
La advertencia era innecesaria. Kybes se había pegado al muro de la izquierda con un gesto de repugnancia, pues todo el suelo de la torre era un gran estanque de sangre. La fetidez que emanaba de allí era indescriptible. Apenas había avanzado unos pasos cuando se dobló sobre sí mismo y sintió que las entrañas se le venían a la boca. Su guía lo agarró de un brazo para tratar de enderezarlo.
—No vomites aquí. La sangre del sacrificio debe mantenerse pura.
Pero Kybes ya no podía retener un segundo más el contenido de su estómago. Acercó la cabeza a la pared y vomitó allí, lo más lejos posible de la piscina de sangre hedionda. Después se enderezó, mareado, y se limpió la boca con la manga.
—Lo siento… Sé que tengo que acostumbrarme.
Siguieron andando por el borde hasta llegar al principio de la escalera. Kybes le preguntó al sacerdote de dónde había salido tal cantidad de sangre. El se lo indicó con el dedo. Los ojos de Kybes, que se habían acostumbrado a la oscuridad, distinguieron un chorro negro que caía de las alturas, una gotera viscosa cuyo chapoteo quedaba ahogado por las voces que provenían de arriba.
—Hay seis chorros como ése. Cuando llegues arriba lo comprenderás.
En el centro de aquel lago de sangre se levantaba un pretil circular de paredes de piedra. De su interior se alzaba la columna de humo negro que subía a las alturas y acababa saliendo por la parte superior de la torre.
Una sombra oscura se recortó un instante sobre el humo, y luego desapareció en el pozo. A Kybes le pareció que era una silueta humana y se quedó mirando. Un segundo después cayó otra sombra, y luego otra, y otra más.
—Son las víctimas —le dijo el sacerdote—. Ven, que ya hemos llegado a la escalera. Pisa con cuidado.
Kybes empezaba a comprender, y también a darse cuenta de lo que le esperaba. Mientras subían por el voladizo, el sacerdote señaló de nuevo hacia el pozo central.
—Ya no se le ve. La sangre está a punto de cubrirlo, si no lo ha hecho ya.
—¿De quién hablas?
—Del hijo del Destructor. Para que despierte de su sueño, la sangre ha de cubrirlo por entero. —El sacerdote se detuvo y entornó los ojos—. La sangre es tan oscura que no veo si aún sobresale alguna parte de su cuerpo. Pero suplico a su padre, el Destructor, el dios que no puede ser nombrado, que me conceda el honor de presenciar el momento en que despierte.
—Aún no estoy iniciado —dijo Kybes—. ¿Tendrías la bondad de iluminar a un pobre ignorante?
—Pero qué obtuso eres —contestó el sacerdote—. Ves el pozo, ¿no? Ahí caen los cuerpos de las víctimas que ofrendamos al dios y a sus hijos, y cuando llegan al fondo se abrasan en las llamas. Pues el fuego, como dice el Enviado, es el corazón y el latido del universo.
Habían sobrepasado ya la altura del pretil. El humo impedía ver dentro del pozo, pero de vez en cuando un vago resplandor rojo surgía de su interior, como si aquélla fuera la entrada a los hornos del infierno. Los cuerpos seguían cayendo en silencio.
—Al lado del pozo, aunque ahora no lo puedas ver, duerme el hijo del dios cuyo nombre no debe pronunciar más que la boca del fiel, y sólo la última noche del mes.
Ariseka, le había dicho el T’andri. Kybes se recordó que jamás debía pronunciar esa palabra delante de otro Aifolu. Y menos si ese Aifolu era un sacerdote fanático.
—Si fueras más ducho en las doctrinas de Yibul Vanash —prosiguió el sacerdote—, sabrías que hace mil años los demonios maldijeron el mundo y hechizaron al dios verdadero y a sus hijos con un profundo letargo.
Pero el poder del dios es tal que incluso dormido sus sueños brotaron de la roca e inspiraron al Enviado. Yibul Vanash predicó entre nosotros, el pueblo escogido por el dios, y nos prometió devolvernos al paraíso de Aifu. —El sacerdote jadeó, pues la escalera era empinada, pero no interrumpió su perorata—. Para ello, tenemos que exterminar a los infieles, borrar de la faz de la tierra sus ciudades, que son nido de vicios y malignas hechicerías, y despertar al Destructor.
—¿Eso es lo que estamos haciendo aquí?
—¡No! No entiendes nada. A quien vamos a despertar ahora es al hijo del dios. A Gankru ya lo sacamos de su sueño en la Torre de la Sangre de Sattûk. Ahora haremos lo mismo con Molgru. Para despertarlo, hay que ofrendarle la sangre de cincuenta mil víctimas.
»Tres hijos tiene el dios, como tres son sus ojos y como tres son las lunas. Cuando encontremos la tercera Torre de la Sangre y despertemos a Aridu, el tercer hijo, el dios se levantará de su sueño de mil años y nos llevará al paraíso. Ese paraíso que nos arrebataron los demonios lanzándonos la maldición del hielo que nos obligó a venir a este continente donde moran la mentira, la lujuria y la corrupción.
Según subían, el hedor de la sangre era menos intenso, pero a cambio llegaban vaharadas que olían a carne quemada. Kybes observó que la pared entera era un libro inmenso, escrito de arriba abajo con letras picudas que no presagiaban nada bueno. Desde arriba le llegó una voz áspera: «¡Cortad!».
Por fin llegaron al final de la escalera. El sacerdote indicó a Kybes que esperara junto a la pared. Habían desembocado en el piso superior de la torre, una ancha galería que rodeaba una abertura circular asomada al pozo central. Allí la luz era más viva, pues había más de veinte antorchas encendidas. Al otro extremo del círculo se abría una puerta por la que entraba la luz del exterior, y contra ella se recortaban los perfiles de quienes aguardaban para entrar. Cerca de la puerta, dos sacerdotes flanqueaban a un personaje ataviado con una máscara en la que refulgían tres ojos rojos, apoyado sobre un nudoso bastón. Iba descalzo, y Kybes observó que le faltaba la mitad del pie izquierdo.
—Es Yibul Vanash, el Enviado —susurró el guía de Kybes—. Nunca le hables si él no te lo ordena.
Seis altares de sacrificio rodeaban el parapeto central. Ante cada uno de ellos aguardaba un prisionero, con el cuello inclinado sobre una pila de piedra. A su lado, seis soldados con las ropas ensangrentadas y las cabezas cubiertas por pañuelos negros aguardaban, enarbolando sobre sus cabezas grandes hachas de dos filos.
—¡Cortad! —ordenó Yibul Vanash.
Las seis segures cayeron a la vez. Kybes cerró los ojos un segundo, pero se obligó a abrirlos de nuevo. Los verdugos arrojaron las cabezas cercenadas al hueco central. Después se apoyaron sobre las espaldas de las víctimas y apretaron contra la pila para que terminaran de desangrarse.
—¡Fuera!
Los verdugos empujaron los cuerpos, que se desplomaron sobre el parapeto. El Enviado hizo una señal, y uno de sus ayudantes indicó que había llegado el momento del relevo. Por la puerta entraron seis soldados Aifolu. Pero el sacerdote que había acompañado a Kybes se acercó a uno de los ayudantes del Enviado y le susurró algo al oído. Hicieron retroceder a uno de los soldados, y el sacerdote chistó a Kybes para que se acercara en su lugar.
Antes de relevar al verdugo había que compartir con él una víctima, a modo de breve aprendizaje. A Kybes le asignaron el segundo altar a partir de la puerta. Su compañero era un hombre grueso que olía a sangre y sudor.
—Soy Hurtag. ¿De qué compañía eres tú? —le preguntó, examinando las ropas de Kybes con gesto perplejo.
—Del escuadrón Lémur.
—¿Qué tal se te da esto?
—No lo sé. He venido para purificarme.
Hurtag le miró a la frente. Al percatarse de que Kybes no tenía el tatuaje, pareció comprender.
—Es muy fácil. Ya verás.
Los soldados de la puerta hicieron pasar a seis víctimas más. A Kybes le impresionó su silencio. No vamos a matarlos. Ya están muertos. Les tocó en suerte un hombre alto, vestido con harapos que dejaban ver su cuerpo, reducido al puro costillar. A una indicación de Hurtag, Kybes le puso la mano en la nuca y le obligó a agacharse sobre la pila.
—¡Cortad!
El hacha cayó sobre el cuello del hombre. Kybes cerró los ojos a la vez que sentía una salpicadura de sangre en la mejilla. Cuando volvió a mirar, Hurtag ya había tirado la cabeza de la víctima. La sangre manaba sobre la pila.
—¡Fuera!
Hurtag empujó el cadáver del hombre sobre el parapeto y después se limpió las manos en la ropa.
—Esto es lo más cansado —comentó—. Por suerte, cada vez vienen más flacos y pesan menos.
—Entiendo —dijo Kybes, mirando de reojo al Enviado. Los ojos de la máscara parecían fijos en él. Se preguntó si podían verle.
Hurtag se quitó el pañuelo negro y lo ató sobre el tocado de Kybes.
—Tenías que haberte descubierto la cabeza, pero ya da igual —le dijo—. Suerte. Yo voy a darme un baño.
Los verdugos se retiraron por la puerta, abriéndose paso a empujones entre las víctimas. Kybes se puso al otro lado de la pila, con el costado derecho hacia el parapeto central, y cogió el hacha. Pesaba menos de lo que se había imaginado.
Cuando pasó el siguiente grupo de prisioneros, a Kybes le tocó en suerte una niña. Para que la cabeza le llegara a la altura de la pila, tuvo que subirse al último escalón del altar. Antes de inclinarse sobre el degolladero, miró a Kybes. Estaba tan delgada que sólo se le veían los ojos, grandes, oscuros y brillantes. No podía tener más de ocho años.
—No te quejarás —le dijo el soldado que iba asignando a las víctimas—. Con que le soples, se caerá sola sobre el pretil.
El cuello de la niña ya estaba sobre la pila, moreno, tan delgado que hubiera podido rodearlo con sus dedos. Pero a Kybes le dio la impresión de que una imagen fantasmal de su cabeza seguía erguida sobre el altar, mirándole a los ojos.
Si es necesario que te inicies en uno de sus sangrientos ritos, lo harás.
Lo haré.
Si te piden que mates, matarás.
Mataré, tah Derguín.
Kybes levantó la mirada. La sexta víctima ya estaba llegando a su altar. El Enviado no tardaría en dar la orden.
¿Qué harías en mi lugar, Semias?
Semias era mucho más rígido que él, y obedecería a Derguín.
No. Por eso mismo, porque era mucho más rígido que él, Semias comprendería que no había ningún honor en matar a una niña inocente. Por más que lo hubiera mandado el Zemalnit.
—¿Qué haces? ¡Levanta el hacha! —le increpó el sacerdote que lo había llevado hasta allí.
El Enviado hizo una señal, y sus dos ayudantes se acercaron a Kybes. El arrojó el hacha por encima del parapeto y desenvainó la espada. Siento haberte fallado, tah Derguín. Al menos moriría como él le había enseñado, con una hoja de Tahedorán en la mano.
Al ver que estaba armado, el Enviado ordenó a sus acólitos que se apartaran. Avanzó hacia Kybes, quien comprendió que veía perfectamente tras la máscara. Yibul Vanash levantó el bastón, que era en realidad una lanza rota, y le apuntó con la aguzada contera roja. Su voz sonaba a cristal molido en arena.
—¡Por el poder de Prentadurt, te condeno a perdición eterna, traidor a tu raza!
El corazón de Kybes se detuvo. Sintió dentro de su pecho cómo se abría, y al instante siguiente se congelaba a mitad del latido. Pensó que estaba muerto y que quedaba un segundo para que todo se volviera negro.
En ese momento, el suelo tembló bajo sus pies. Toda la Torre de la Sangre se estremeció, y un rugido poderoso como un trueno subió desde las profundidades. Kybes cayó de bruces, y el Enviado, olvidándose de él, alzó la lanza hacia el techo y exclamó:
—¡Ha despertado! ¡Molgru ha despertado!
Kybes intentó ponerse en pie, pero la torre volvió a sacudirse y tuvo que agarrarse a la pila. La niña a la que no había querido degollar cayó sobre el parapeto con un grito de terror, y no fue la única, pues víctimas y verdugos, incapaces de mantener el equilibrio, se precipitaban al vacío. Kybes sintió el rugir del fuego y vio el reflejo de una llamarada que subía por las paredes de la torre. Se arrojó al suelo, se abrazó a la base del altar, que estaba pringosa de sangre, y escondió la cara contra la piedra. Hubo un segundo trueno, aún más violento, y una ola de calor abrasador.
Cuando se atrevió a apartar la cara del altar, los oídos le silbaban. Todo el techo de la Torre de la Sangre había volado, arrancado de cuajo junto con parte de las paredes. Kybes se levantó con cuidado. Al parecer, él y el Enviado eran los únicos que no habían sido barridos por las llamas. Yibul Vanash, que parecía haberse olvidado de él, se acercó al borde del pozo, aferró la lanza rota con ambas manos y la levantó sobre la cabeza.
—Petu, Molgru, petu! Égeire, Molgru, kúbhidse tan dipsan!
Desde las profundidades llegó la respuesta a su invocación, un grito salvaje que era a medias un trueno y a medias un penetrante rechinar. Kybes comprendió que algo subía desde el fondo de la torre y que tenía que huir de allí a toda prisa. Recogió la espada del suelo y corrió hacia la rampa. Desaparecidas la puerta y las paredes, el camino espiral empezaba ahora su descenso a suelo abierto. Pasó por encima de dos cadáveres humeantes y se topó con un muro de cuerpos. Los prisioneros que antes se habían resignado a su destino ahora chillaban aterrorizados, se empujaban para bajar y muchos caían por el borde de la rampa. Kybes envainó la espada, que era inútil entre tantos cuerpos aglomerados, y trató de abrirse paso con codos y piernas como los demás.
A su espalda, el rugido se hizo más intenso. Kybes volvió la mirada a la izquierda y vio cómo una enorme figura alada surgía del pozo y se cernía sobre la silueta del Enviado. Era un gigantesco demonio, una criatura de cuerpo masivo y erizado de pinchos, con cuatro brazos armados que chorreaban sangre y una pequeña cabeza cornuda en la que llameaban dos ojos como brasas. La criatura batió sus enormes alas de metal y dos chorros de fuego brotaron de sus pies. Pasó junto a Yibul Vanash y plantó los pies junto al inicio de la rampa. Uno de sus brazos terminaba en cuatro aspas de metal afiladas, que empezaron a girar con un agudo chirrido y se fundieron en un solo círculo de metal. El monstruo se inclinó sobre la rampa, pues era tan voluminoso que no cabía en ella, y buscó víctimas con aquella mano. Las aspas cortaron carne y hueso, hasta que toparon con la pared y arrancaron chispas de la piedra. Una cabeza pasó volando junto a Kybes, que seguía empujando para huir de la cima de la torre. Se volvió hacia el demonio, que estaba a menos de cinco metros de él. La criatura había mutilado todo lo que podía mutilar, y ahora levantaba otro de sus brazos, que terminaba en un muñón hueco.
Fuego, pensó Kybes. Se acercó al borde de la rampa, se giró y se descolgó a toda prisa sobre el borde. Quería quedarse allí suspendido, pero su movimiento fue tan brusco que los dedos le fallaron y resbaló por la pared. Casi por instinto, abrió las manos y trató de aferrarse a los relieves. Me mato, me mato, se repitió mientras oía el rugir de las llamas sobre él.
Aunque sus esfuerzos fueron inútiles para frenar su caída, al menos consiguió controlar la bajada y no despegarse de la pared. Resbalando, llegó al siguiente nivel de la rampa, donde se estrelló sobre un mar de cabezas, hombros y codos. Cuando se quiso dar cuenta, estaba tendido en el suelo, protegiéndose de los pies que lo pisoteaban y las manos que lo querían apartar de allí. A duras penas se puso en pie. Al hacerlo, empujó sin querer a una mujer que cayó al vacío de espaldas, agitando las manos y maldiciéndolo.
Alertado por unos gritos, Kybes miró hacia arriba. Tres cadáveres achicharrados caían desde la rampa superior. Apartó a dos prisioneros y se aplastó contra la pared de piedra, con la nariz pegada al rostro esculpido de un demonio con cara de jabalí, tratando de ofrecer el menor saliente posible. La marea humana estuvo a punto de arrancarlo de allí, pero Kybes se aferró a los relieves y aguantó.
Al cabo de unos minutos, lo peor de la presión había pasado. Kybes se aventuró a separar la cabeza de la pared y volvió a mirar hacia arriba. Por encima de su cabeza, sobre el borde de piedra, una serpiente de metal se agitaba en el aire. Comprendió que era la cola del monstruo. Molgru, lo había llamado el sacerdote. Había necesitado la sangre de cincuenta mil víctimas para despertar de su letargo.
Oh, Derguín, ojalá estuvieras aquí para acabar con esta abominación.
Mas lo cierto era que allí, en el corazón del infierno, el poder de la Espada de Fuego le parecía mucho más insignificante de lo que siempre había pensado.