Era su segunda jornada de navegación en la Rauda. Derguín, tumbado en la moqueta del suelo del camarote y con las manos encadenadas a una viga de madera, había vomitado tantas veces que ya no llevaba la cuenta. La culpa no era del oleaje, pues el viento era suave. Derguín le achacaba el mareo a la fiebre, y la propia fiebre al hecho de que hacía una semana que no tocaba la Espada. Recuperarla se había convertido en una obsesión. Su deseo era físico, visceral. Ansiaba cerrar los dedos alrededor de su empuñadura, desenvainarla, acariciar el desgastado pomo con la palma de la mano, sentir aquella corriente que le calentaba las venas, contemplar embobado los zarcillos de luz que brotaban de la hoja en un juego de luces y llamas que nunca se repetía…
Derguín intentaba distraer sus pensamientos de Zemal. Concentrado en los cabeceos de la Rauda, echó cuentas de que aquél era su cuarto viaje por mar. El primero lo hizo a bordo de un mercante, cuando Narsel lo rescató de su hibernada entre los Gaumas. El segundo y el tercero fueron de ida y vuelta, para viajar a su ciudad natal, Zirna. Aquello había sido trece meses atrás, a raíz de una carta de su hermano Kurastas en la que le contaba que su padre estaba moribundo…
… Derguín no llegó a tiempo de hablar con él, porque el anciano había entrado en un letargo febril del que apenas salía para balbucir palabras inconexas. Traía la boca llena de preguntas y reproches (¿porqué no me dijiste que el padre de Togul Barok era tu hermano gemelo?), pero enmudeció al encontrarlo en ese estado.
—Deberías haber venido a verlo antes —le dijo su hermano Kurastas—. No hacía más que preguntar por ti.
—Por favor, déjanos solos.
Cuando Kurastas salió de la alcoba, Derguín se sentó al borde de la cama. «Volveré y en esta misma habitación te ofreceré la Espada de Fuego». Así le había prometido a su padre antes de partir para el certamen, y en aquel momento pensaba con sinceridad que lo haría. Si es que conseguía aquel sueño inalcanzable.
Pero luego, cuando lo imposible se hizo realidad, cuando el más joven y bisoño de todos los candidatos se convirtió en el Zemalnit, Derguín fue aplazando su promesa. Mientras navegaban por el mar de Ritión en el barco de Narsel, Krust le ofreció gloria, poder, dinero y todo lo que quisiera para acompañarlo a Narak. Juntos aprovecharían la influencia de Zemal para hacer grandes cosas. «Yo pondré el cerebro y tú el músculo», le dijo, socarrón como siempre. Derguín le hizo caso, pensando que en un par de meses, cuando ya se hubiera instalado, tendría tiempo de tomar otro barco y viajar a Zirna para ver a su familia y enseñarle la Espada a su padre. Los dos meses se convirtieron en tres, cuatro, cinco. Y pasó más de un año, y llegó la carta de su hermano, cuando ya era tarde.
Ahora, Derguín desenvainó a Zemal, la empuñó en la mano derecha y con la izquierda apretó los dedos casi yertos de su padre. Este no abrió los ojos, pero las comisuras de su boca se contrajeron en un leve rictus, el esbozo de una sonrisa. Derguín quiso pensar que su padre había sentido la energía de la Espada a través de él.
—Lo he conseguido, padre —dijo, con los ojos empañados de lágrimas.
Cuiberguín murió esa misma noche. Tres días después, cuando todos los rituales debidos al cuerpo y al alma del difunto quedaron consumados, Derguín se reunió con Kurastas para liquidar cuentas. Su hermano no protestó porque Derguín regresara a Narak. Se había acostumbrado a llevar los negocios sin él, y además le incomodaba la cercanía de la Espada. Hicieron cálculos y resultó que a Derguín le correspondían mil cuatrocientos cincuenta imbriales.
—Lo dejaremos en mil quinientos, por redondear —dijo Kurastas con una sonrisa amistosa, pues desde que Derguín había anunciado que no pensaba quedarse en Zirna, parecía que su presencia le era más grata e incluso quería demorar su partida.
Derguín quería llevarse muchos libros, tres baúles de volúmenes elegidos de la biblioteca de su padre y del taller de copistas que poseía la familia Gorión. Su hermano se mostró remiso a desprenderse de ellos, no porque fuera a leerlos, sino porque aquellos códices eran muy valiosos. Regatearon, y Derguín acabó quedándose con ellos a cambio de reducir en quinientos imbriales su parte de la herencia.
Fue rebuscando entre los libros cuando encontró unas hojas escritas por su padre. La caligrafía era más temblorosa y picuda de lo que recordaba, lo que le hizo pensar que Cuiberguín había redactado aquello unos meses antes de su muerte, cuando la cabeza le empezó a fallar. Derguín se dio cuenta de que era una carta destinada a él, en la que su padre le contaba la historia que había ocultado a todo el mundo durante tantos años.
…El príncipe de Ainar no es el primer Togul Barok que ha existido. Antes que él hubo otro. El primer Togul era el padre de dos gemelos: Mihir Barok, el mismo que ahora gobierna en Ainar como emperador, y su hermano Kubergul Barok. Desde muy niños, Mihir y Kubergul fueron uña y carne. Todo lo compartían: alcoba, ropa, alimentos, armas, caballos e incluso alguna que otra amante.
Sólo una cosa los diferenciaba. Por alguna extraña razón, Kubergul superó la prueba del Espíritu del Hierro, mientras que su hermano Mihir fracasó en ella. Los sacerdotes de Anfiún no podían creerlo. En los registros de la academia era la primera vez que, de dos gemelos, uno pasaba la prueba y otro no.
Pero el caso es que Kubergul Barok aprendió el secreto de la primera aceleración y se convirtió en un Ibtahán, con la esperanza de llegar a ser un gran maestro. Mientras que su gemelo Mihir Barok tuvo que conformarse sabiendo que nunca pasaría del quinto grado de maestría. Aparentemente, aquello no menoscabó el amor entre los hermanos. Pero en el corazón de Mihir se albergaba ya la sombra de la envidia. Su hermano Kubergul no lo sospechaba.
Sé bien lo que pensaba Kubergul entonces, Derguín. Porque Kubergul Barok era yo…
Se lo habían asegurado el nigromante Ulma Tor, el propio Togul Barok, y por último Linar. Pero sólo la confesión escrita de su propio padre lo convenció al fin de que por sus venas corría la sangre del emperador de Áinar. Pero aquel pensamiento no llenó de orgullo a Derguín, ni entonces ni después, sino de una oscura aprensión por su futuro y de una vaga vergüenza por su pasado.
La carta seguía narrando la historia de los hermanos. Su padre, el primer Togul, era un noble que poseía una extensa heredad en el sureste de Ainar. Además, pertenecía al consejo privado del emperador. Este, de nombre Mohul Lubar, era un monarca débil, más aficionado a la caza, los banquetes y las mujeres que a las tareas de gobernante. Togul Barok (mi abuelo, tenía que repetirse Derguín mientras leía, porque no acababa de asumirlo) era un firme defensor de la autoridad imperial, e insistía en que el emperador debía atar en corto a los nobles de las provincias y centralizar el poder en la capital. Los señores que dominaban el consejo, reacios a renunciar a sus privilegios, conspiraron contra Togul, lo acusaron de traición y convencieron a Mohul Lubar de que el más fiel de sus vasallos planeaba asesinarlo. Togul fue decapitado en la ciudadela de Koras, su cuerpo fue arrojado al río Eidos y su cabeza expuesta en una pica.
Un viejo mago avisó a los gemelos Mihir y Kubergul para que huyeran de la ciudad. Derguín sospechaba que ese viejo mago al que se refería la carta era el propio Linar, pues le constaba que el Kalagorinor y su padre se conocían. Los gemelos se fortificaron en un castillo familiar al norte de Tíshipan y resistieron un asedio de varios meses. A la larga, lograron el apoyo de otros señores.
…y marchamos hacia Koras, dispuestos a arrebatarle el trono a ese fantoche que no lo merecía.
Aquí acababa la carta. Derguín miró al dorso de la hoja, pero no había nada escrito en ella. Probablemente, su padre la había dejado guardada en un libro para seguir escribiendo al día siguiente, y debió de ser aquella misma noche cuando tuvo el ataque de apoplejía.
Pero el resto era historia, bien conocida en Ainar. La batalla decisiva entre las fuerzas del emperador Mohul y del pretendiente Mihir Barok se libró a quince kilómetros de Koras, en el año 953. Mohul fue derrotado, y su cabeza acabó clavada en una pica junto con las cabezas de los miembros del consejo que no apoyaron a tiempo la rebelión. Mihir Barok se convirtió en emperador y empezó un reinado que estaba a punto de cumplir cincuenta años… si es que seguía reinando él, y no, como sospechaba Derguín, su hijo Togul Barok.
Sin embargo, las crónicas de Ainar no mencionaban la existencia de ningún hermano del emperador, fuera gemelo o no. Por alguna razón, Mihir quería borrar a Kubergul no sólo de la existencia, sino hasta del recuerdo. Con todo, no había podido evitar que corrieran rumores sobre él. Cuando Derguín le enseñó a Brauna, la espada que le había regalado su padre, Kratos le dijo que, según los registros, aquella espada pertenecía al hermano gemelo del emperador.
—En Mígranz —le explicó— había un herbolario que sirvió en la corte de Koras. Fue él quien me dijo que el gemelo de Mihir Barok había sido arrojado a una mazmorra donde lo dejaron morir de hambre. Tal vez fuera verdad, o tal vez no. Pero el registro de las espadas de Amintas lo he visto con mis propios ojos. Te aseguro que el último propietario de esa espada fue un Barok.
Derguín se guardó aquella carta inacabada y no comentó nada con el resto de su familia. Si Kubergul había decidido refugiarse en Zirna y convertirse en Cuiberguín Gorión, él no era quién para juzgar ni corregir su pasado. Pero le carcomía ignorar qué había sucedido entre la marcha hacia Koras y la batalla, y por qué el rencor de Mihir hacia su hermano había llegado hasta el punto de encerrarlo en una mazmorra, y cómo Kubergul había logrado escapar, y por qué se había refugiado en Zirna en vez de buscar otro sitio aún más lejano.
Sospechaba que sólo había dos personas que podían contestarle aquellas preguntas. Una era Linar, pero no había vuelto a saber nada del Kalagorinor, que además era poco proclive a satisfacer la curiosidad ajena.
La otra persona era su medio hermano, Togul Barok. Pero, si aún seguía vivo y poseía aquella lanza negra que Derguín había visto en sueños, lo último que deseaba era volver a toparse con él…
Derguín salió de su ensoñación febril. Fuera del camarote, el capitán acababa de ordenar que sacaran a cubierta al prisionero. Que supiera, el único prisionero de aquel barco era él. Eso significaba que respiraría aire puro y al menos podría vomitar por la borda.
El capitán, un hombre joven y muy delgado llamado Golbamyr, poco conforme con el trato que le habían dado a Derguín, se había empeñado en que lo alojaran en un camarote en vez de encadenarlo en la toldilla. El oficial que mandaba a los vigiles no se opuso, pues prefería tener a Derguín encerrado entre cuatro paredes, aunque fuesen tabiques de madera. Pero para desgracia de Derguín, Agmadán había encargado a Baobab, el gigantesco guardaespaldas de Neerya, que lo vigilara de cerca. La primera noche había sido un infierno entre el balanceo del barco, los ronquidos de aquella mole de tocino y músculo y sus ventosidades con olor a repollo.
Baobab maltrataba a Derguín siempre que tenía ocasión. Después de hacer el trato con Agmadán, Derguín concibió ciertas esperanzas al ver que quien acudía a sacarlo de la celda era el sirviente de Neerya. Pero no tardaron en disiparse. El paquidermo venía de mal humor, algo que no era de extrañar tal como traía la cara. Tenía ambos labios partidos y la mejilla derecha convertida en una masa de carne violácea y tumefacta. Además, en su sien izquierda se veía una terrible quemadura que se había llevado de paso los pelos de media cabeza. Para colmo, cuando Baobab abrió la boca para hablar, Derguín vio que sólo le quedaban las astillas de un par de incisivos.
—Zi hacez un bovibiedo ezdanio, de ro’beré loz brazoz.
Derguín sólo contestó «Entendido», pero Baobab le dio un bofetón. Su mano abierta era más dura que el puño de un pugilista. Derguín se mordió la lengua sin querer y empezó a sangrar.
—Ni ziguiera hablez, alfeñigue —le ordenó Baobab, soltando un salivazo por el hueco entre las encías desdentadas.
Desde entonces le había seguido golpeando como al desgaire, pero cada vez que le ponía la mano o el pie encima le dejaba algún moretón. Cuando embarcaron a la luz grisácea del amanecer, aprovechando que había vigiles cerca y que tal vez no se atrevería a pegarle, Derguín le preguntó en Pashkriri por qué hacía eso.
—¿Es que en mi casa se te ha tratado mal alguna vez? ¿Acaso no te daba Korima bien de comer?
Baobab dio un panzazo a Derguín para que subiera por la pasarela y soltó una carcajada que hizo bambolearse todas sus carnes. Su boca hinchada y sin dientes en aquella cabeza gruesa como una calabaza era un espectáculo repulsivo y estremecedor.
—Zube al baggo, ho’becillo.
—¿Te ha dicho Neerya que me trates así?
—¡Ja, ja! —Baobab pellizcó a Derguín en los ríñones. Debajo de la grasa, sus dedos eran como tenazas—, Neerya no, Agbadá.
—Tú eres criado de Neerya.
—¡Ja, ja! —volvió a reírse Baobab, y aprovechó que bajaban de la pasarela a la cubierta para pisar a Derguín en la punta de los dedos. Este cerró los ojos y lloró de dolor, pero no dijo nada—, Agbadá tiede bás didero.
Desde entonces, Derguín había renunciado a hablar con él; pero Baobab no se había aburrido de golpearlo.
Ahora, el gigante abrió la puerta y entró a buscarlo.
—El gabitá’ guiere gue za’gas.
Derguín se levantó, pues sabía que si obligaba a agacharse a Baobab se ganaría alguna patada más, y no tenía las costillas para muchas bromas. El Pashkriri le quitó un grillete para soltar la cadena de la viga. Derguín podría haber aprovechado ese instante para entrar en Tahitéi, pero en la puerta del camarote esperaban dos arqueros apuntándole a la cara, así que se dejó esposar de nuevo.
—Difruta e’ bazeo —le dijo Baobab en Pashkriri—. Va a zer eb ú’timo.
Derguín miró a la cara del gigante. Sus ojo izquierdo sonreía malévolo; el otro no era más que una ranura bajo la hinchazón del pómulo.
No voy a llegar vivo a tierra, comprendió. Como muy tarde, lo asesinarían esa misma noche. Seria Baobab, o sería el jefe de los vigiles, o cualquier marinero pagado por Agmadán. Aunque el capitán no estuviese de acuerdo, cuando arrojaran el cadáver de Derguín por la borda ya no podría hacer nada.
Era más lógico así, reconoció Derguín mientras salía a cubierta. Agmadán sabía que él quería vengarse. De hecho, en unos pocos días había imaginado hasta diecisiete maneras de asesinar al politarca, a cual más retorcida y placentera. Aunque no tuviera la Espada de Fuego, Derguín no dejaba de ser un Tahedorán con siete marcas de maestría, un personaje peligroso para cualquiera. Era mejor librarse de él cuanto antes. Cuando Neerya lo supiera (si es que llegaba a saberlo), el politarca ya habría disfrutado de sus favores y su soberbia quedaría satisfecha.
Neerya… Su nombre le trajo un aroma que por un segundo le hizo olvidar las miserias presentes. No había sospechado que la echaría tanto de menos. Neerya, Krust, Zemal, Arubshar, sus guerreros, hasta el pequeño Ariel. Era tanto lo perdido que tenía la mente embotada, aturdida por aquel bandazo del destino que lo había dejado inerme y solo.
Paseó por la crujía, con paso vacilante por el mareo. La Rauda era una galera impulsada por dos mástiles y, cuando no soplaba el viento, la fuerza de los doscientos remeros que bogaban bajo la cubierta. A proa llevaba una balista y tenía además una dotación de veinte vigiles armados con arcos y espadas. Entre marinería y hombres armados, la estrecha cubierta estaba siempre abarrotada. Pero al ver a Derguín seguido por la mole del paquidermo Pashkriri le abrieron paso hasta la proa.
El capitán Golbamyr, que estaba apoyado en la amura, se acercó a saludar al prisionero. Al verlo tan pálido, ordenó a un marinero que le trajera un cuenco de sopa caliente. Baobab, en su dialecto desdentado, gruñó algo parecido a «esta escoria ya ha comido».
—Apártate de mí, bola de grasa —le dijo el capitán—, o te usaré como lastre para el ancla, si es que te hundes.
El luchador se apartó un par de pasos con una mirada de odio, mientras el capitán ayudaba a Derguín a sentarse sobre un rollo de maroma.
—Muchas gracias, capitán —dijo Derguín, fingiéndose incluso más débil de lo que en realidad se sentía—. Prefiero no comer nada.
—Es mejor vomitar algo que echar las tripas, tah Derguín.
Derguín miró a los lados. Una niebla extraña flotaba sobre el mar e impedía ver el horizonte. No era demasiado espesa, sino más bien una calina grisácea que enturbiaba la vista, pero permitía intuir a babor el perfil de un islote, una peña erizada de picachos que se alzaba de las aguas. Derguín calculó que habría una distancia de unos trescientos metros. Los grilletes de sus muñecas pesaban, pero no tanto como para hundirlo, y si entraba en aceleración tal vez podría bucear lo bastante para alejarse de las flechas de los vigiles.
Y después, ¿qué? Si llegaba a aquella isla inhóspita, la Rauda sólo tendría que dar un rodeo para buscarle. O también podían dejar que se pudriera allí y volver algún día a recoger sus huesos blanqueados.
Pero algo tenía que hacer antes de que llegara la noche y Baobab lo ahogara, en sueños o despierto.
El capitán le tendió un cuenco de sopa con trozos de tocino y un huevo cocido, y aprovechó para hablar con él en voz baja.
—Esto es una injusticia. Una ciudad que le hace esto al Zemalnit está pidiendo a gritos el castigo de los dioses.
Derguín descubrió que, pese al mareo, tenía hambre.
—Uno de tus Ubsharim era pariente mío —añadió el capitán, mirando de reojo al oficial de los vigiles y bajando aún más la voz.
—¿Sí? ¿Quién? —susurró Derguín.
—Kerón. Era mi primo.
—Lo recuerdo. ¿Por qué dices que era? ¿Estás seguro de que ha muerto?
—Sí. Su padre reconoció su cadáver, aunque estaba abrasado. Después de atacar tu academia, los agresores apilaron todos los cuerpos y prendieron una pira.
—Entonces ¿es cierto que han destruido el Arubshar?
—Lo siento, tah Derguín. Ardió entero. Igual que tu casa.
A Derguín se le cayó el alma a los pies. No había querido creer a Agmadán cuando le dijo que el Arubshar había sido destruido, pero ahora no tenía más remedio que aceptar aquel nuevo golpe de Kartine. La academia. Su casa. Los libros de su padre…
Una nueva preocupación lo asaltó. ¿Qué habría sido del cuerpo de Mikhon Tiq? La caja que lo guardaba estaba en una bóveda excavada en la roca, pero tan sólo una puerta de madera la separaba de la biblioteca. Si su casa había ardido, ¿habrían llegado las llamas hasta el compartimento secreto?
Mientras, el capitán debió pensar que ya le había contado suficientes desgracias y se apartó hacia la borda.
—No me gusta esta niebla —comentó en voz alta—. Está cuajando, y no sé de dónde sale.
Derguín levantó la mirada y abandonó por un instante sus lúgubres pensamientos. La calina había espesado tanto que la nave parecía deslizarse sobre un círculo de agua rodeado por una nada gris. Pero no se sentía en el rostro la humedad propia de la niebla, como si aquel fenómeno fuera más óptico que material.
—¡Barco a la vista! —gritó un marinero.
Al principio Derguín sólo advirtió una sombra al borde de aquel telón gris. Pero la sombra no tardó en convertirse en una silueta alargada y oscura, y luego esa silueta se concretó en la forma de una galeaza de tres mástiles que llevaba las velas arriadas y se propulsaba a fuerza de remos. La nave seguía una trayectoria oblicua que la llevaba a colisionar con la Rauda.
Derguín se puso de pie y se acercó a la amura. Baobab se aproximó a él, y el oficial de los vigiles dijo:
—Ten controlado al prisionero. Si hay algún problema, mátalo.
El luchador sonrió y palmeó el hombro de Derguín como si fuera su amigo de toda la vida, y de paso le hundió los dedos en la clavícula. Derguín se mordió los labios y miró de reojo hacia atrás. A su espalda, el abdomen de Baobab sobresalía como una enorme excrecencia. Clavar el codo en aquella masa flácida no serviría de mucho. A no ser que lo hiciera en Urtahitéi…
La nave desconocida seguía cerrando el ángulo hacia ellos. Debía estar a menos de doscientos metros, lo suficiente para que en su cubierta se advirtieran siluetas que se movían borrosas. Sonó una trompeta, y la galeaza arrió un gallardete negro con una serpiente blanca que se retorcía al viento.
—¡Es el Vesania!, —gritó alguien.
Entre los marineros, y también entre varios vigiles, corrieron lamentos y rumores de consternación. «El pirata Agshar», susurraban. El capitán se volvió hacia sus hombres con gesto severo.
—Esta nave es la Rauda. Ningún pirata piojoso nos va a alcanzar. ¡Todo a babor!
La Rauda viró unos treinta grados para apartarse de la nave enemiga, y después el capitán ordenó llevar el timón a la vía. Al principio ganaron algo de distancia, pero luego se oyó un extraño ulular, una voz que procedía del barco pirata y entonaba un canto repetitivo y tan agudo que no parecía emitido por garganta humana. De pronto, Derguín notó un pinchazo en los oídos y un cambio en el aire, como si todo a su alrededor se hubiese detenido súbitamente. Las velas flamearon un instante y después cayeron mustias, y hasta la calidad de los sonidos cambió, como si el aire se hubiera convertido en un velo de algodón que amorteciera todo ruido.
—Un ventero —murmuró el contramaestre—. Tienen un ventero…
El capitán no se desanimó por aquel fenómeno y ordenó bogar a ritmo de combate. El contramaestre retransmitió la orden, y bajo las tablas de la cubierta el rítmico martillear del cómitre se aceleró como el poderoso corazón de una bestia marina. Después el capitán mandó arriar las velas, por temor a que desde el Vesania invocasen otro sortilegio y un súbito vendaval pusiera a la Rauda fuera de control. Mientras, la galeaza pirata se conformó con avanzar en paralelo a ellos.
—¡Capitán! —gritó otro marinero—. ¡Más barcos a babor!
Derguín miró a ese lado, seguido en su movimiento por Baobab, que no se retiraba de su espalda. Dos naves más pequeñas habían aparecido de entre aquella bruma sobrenatural. Sus velas se veían henchidas por un viento que sobre la cubierta de la Rauda no se sentía. El capitán ordenó virar a estribor, lo que los llevaba de nuevo a acercarse al Vesania. El barco pirata también corrigió su rumbo para mantener la distancia, en vez de enfilar hacia ellos. Seguían a más de cien metros, y en la bruma sólo se advertían sombras que se movían sobre la borda.
El jefe de los vigiles ordenó a sus hombres que se situaran a lo largo de la borda de estribor con los arcos prestos. Los soldados llevaban cotas de malla hasta las rodillas, con cierres a lo largo del costado para desabrochar la loriga y desembarazarse de ella con rapidez si caían al agua.
El capitán se acercó a la amura con un catalejo dorado en la mano.
—Habrá combate —le dijo al jefe de los vigiles—. Nuestro prisionero es un Tahedorán. Podría ayudarnos.
—Ni lo sueñes, capitán. Antes moriremos todos que soltar los grilletes a este hombre.
—Este es mi barco y en él soy la máxima autoridad —repuso el capitán.
—De las tablas y los trapos, y de esos perros que reman ahí abajo. Pero los arqueros y el prisionero están a mi cargo.
Golbamyr soltó una maldición y se apartó un par de pasos para contemplar el Vesania con el catalejo. El jefe de los vigiles le preguntó qué veía.
—Hay muchos hombres en la cubierta. Están armados. Hay arcos… —El capitán giró para barrer con el catalejo toda la nave enemiga—. En la proa tienen una catapulta. Y hay un hombre… Va vestido todo de negro y lleva una máscara negra. Está tendiendo un arco largo que tiene… ¡No!
Algo silbó en el aire. Un instante después, el capitán soltó el catalejo y retrocedió dos pasos con una flecha negra clavada en el pecho. Manoteó un par de veces en el aire para mantener el equilibrio y cayó de espaldas.
—Quitadme esto… —gimió.
Su segundo oficial se acercó a socorrerle, mientras el jefe de los vigiles ordenaba a sus hombres lanzar una descarga contra el Vesania. Pero la nave enemiga estaba aún lejos, y la mayoría de las flechas Narakíes cayeron al agua o se clavaron contra el maderamen. Se oyó otro silbido y el propio oficial de los vigiles cayó con una saeta negra atravesándole el cuello de parte a parte.
—¡Agáyade, ezdúbido! —gritó Baobab, tirando de Derguín para que se arrodillase tras la borda.
El segundo oficial y el contramaestre trataron de poner orden en la Rauda, pero el primero recibió un flechazo en la frente que lo mató en el acto, y el segundo se desplomó sobre la cubierta con otra flecha clavada entre la cadera y las costillas. Derguín se quedó sentado tras la amura, observando la situación a bordo. Los vigiles seguían disparando sus arcos, entre gritos y carreras. Del barco pirata sólo llegaba un silbido cada diez latidos. Pero a ese silbido lo seguía indefectiblemente un grito de dolor y el sordo impacto de un cuerpo desplomado contra las tablas. Cada vez que alguien hacía algún aspaviento para animar a los demás o gritaba una orden, aquel arco implacable que parecía el arma de un dios lo abatía al instante. Desde donde estaba, Derguín no podía apreciar cuántos hombres habían caído ya, pero al parecer Agshar estaba haciendo una carnicería entre los vigiles. Los dos primeros que habían acudido a manejar la balista de proa habían caído muertos antes de poder dispararla. Después, nadie se acercó a ella.
El viento volvió a soplar sobre la Rauda, como si el sortilegio fuera inútil ya para los piratas. Derguín asomó la nariz por encima de la amura. El Vesania había recogido velas y, a fuerza de remos, estaba casi encima de ellos. Desde la Rauda partían algunas flechas, pocas, pues los vigiles que no estaban fuera de combate habían optado por agacharse para evitar los disparos de Agshar. El pirata, una soberbia figura negra erguida en la proa, tensaba su arco de nuevo. Derguín escondió la cabeza hasta que sonó el silbido y otro soldado Narakí se desplomó sobre la borda. Después volvió a asomarse. Agshar se dirigía a popa, volviendo la espalda a la Rauda con gesto desdeñoso, mientras algunos piratas acudían a proa con una plataforma de abordaje y los demás se aglomeraban a lo largo de la borda entre cánticos guerreros y armados hasta los dientes.
—¡Nos van a abordar! —gritó alguien en la Rauda.
El capitán se había arrastrado hasta el mástil de proa y con la espalda apoyada en el palo y un rictus de dolor trataba de dar órdenes. Un vigil reptó hasta él y acercó el oído a su boca. Después se acercó a gatas hasta la escotilla que llevaba a la sala de boga y gritó a los remeros que subieran a cubierta a luchar. En ese momento, una piedra tan grande como un barril cayó sobre la balista, la redujo a astillas y destrozó varias tablas de la cubierta.
Derguín volvió a agacharse y miró a Baobab.
—Nos van a matar a todos, idiota. ¡Quítame los grilletes! —Do.
—¡Quítamelos, maldita bola de sebo!
El Pashkriri lo miró con odio y se incorporó hasta ponerse en cuclillas. Derguín recordó que aquélla era la posición de partida en la lucha de moles y se dio cuenta de que aquel coloso que pesaba más del triple que él le iba a embestir. Olvidándose de las flechas de los piratas, Derguín se puso en pie y subvocalizó la fórmula de Urtahitéi.
Todo se volvió lento a su alrededor, y el griterío de la lucha entre ambos barcos se convirtió en un grave retumbo de voces y maderamen. Baobab empezó a lanzarse contra él, en un movimiento torpe y espeso, y Derguín aprovechó su propio impulso para clavarle el pie entre las piernas abiertas.
Su pie se hundió en algo blando y luego tropezó con el hueso. Derguín miró a la cara de Baobab, esperando verlo resoplar con gesto de dolor. Pero la mole no se inmutó y siguió su camino. Como un fogonazo tardío, a Derguín le vino el recuerdo de algo que le había comentado Neerya: «Las moles reciben masaje desde niños para esconder sus testículos en el perineo». Se apartó para esquivar aquella masa de músculo y sebo, pero el manotazo de Baobab le dio de refilón y lo arrojó contra el suelo. Al caer, se golpeó con la cabeza en las tablas. Por un momento lo vio todo negro y, temiendo perder el sentido, se desaceleró.
El mundo volvió a su velocidad normal, pero no a la calma. Baobab, que había caído de rodillas sobre la borda, se levantó con una agilidad sorprendente y giró sobre sus talones hacia Derguín. Una flecha silbó en el aire y se clavó en su abdomen. El Pashkriri bramó enfurecido y rompió el asta sin inmutarse. Derguín se levantó dispuesto a acelerarse de nuevo, cuando el barco entero crujió y se estremeció.
—¡Al abordaje! —rugió una voz, seguida por un atronador griterío.
Derguín volvió a perder el equilibrio, rodó por cubierta y chocó contra la amura de babor. Desde el suelo, vio a dos remeros que asomaban por la escotilla de proa y que hacían esfuerzos por no volver a caer a la bodega.
Derguín se levantó de nuevo, aún más aturdido que antes. El Vesania estaba encima de ellos. Desde la proa habían arrojado ya el cuervo, una plancha rematada con pesados garfios de metal que se clavaron en la cubierta de la Rauda, mientras a lo largo de la amura se tendían largos bicheros de abordaje.
El primero que saltó por el cuervo fue un hombre de más de dos metros y hombros de armario, armado con un hacha doble y cubierto con una capucha que tan sólo dejaba al descubierto sus ojos. Detrás de él venía un tropel de piratas, mientras que otros tiraban de los bicheros para terminar de arrimar ambos barcos y saltaban de borda a borda entre alaridos. En un instante, la cubierta de la Rauda se llenó de piratas armados de espadas, lanzas y machetes que acabaron con toda resistencia. Los pocos vigiles que quedaban vivos se arrojaron al suelo de rodillas pidiendo clemencia, mientras los piratas corrían a las escotillas de la sala de boga y gritaban a los remeros que se quedaran allí abajo.
Baobab daba vueltas a un lado y a otro, como un toro que no se decidiera a quién embestir. El pirata encapuchado tiró al suelo el hacha de guerra y le hizo un gesto.
—¡Ven aquí, gordo!
Baobab se abalanzó sobre él como un bisonte. El pirata, que era más alto que él, aunque no tenía tanto volumen, lo recibió con terribles puñetazos que hicieron temblar las carnes del Pashkriri. Pero éste logró poner sus manos sobre el cuerpo del pirata y empezó a empujarlo hacia la borda.
—¡Vamos, Roble! —animaron los demás piratas, que se mantenían a distancia para no interferir en la pelea.
Aunque el encapuchado trataba de resistir la acometida, sus pies empezaron a resbalar por la cubierta. Decidió cambiar de táctica, y se agachó y metió los brazos bajo las axilas de Baobab para obligarlo a levantarse. En cuanto el Pashkriri levantó un poco la cara, el encapuchado le propinó un cabezazo entre los ojos. Baobab aulló de dolor, sangrando por la nariz y las cejas. El pirata consiguió apartarlo un poco a un lado y se dedicó a descargarle puñetazos en la mandíbula tumefacta. La mole Pashkriri dobló la rodilla, pero aún consiguió agarrar a su rival por las piernas y levantarlo en vilo. El pirata, aun en alto, siguió golpeándolo de forma metódica, hasta que Baobab lo soltó y se desplomó en el suelo. Todavía siguió el gigantesco pirata propinándole patadas, hasta que Baobab dejó de moverse.
Un pirata que había ejercido de espectador entregó al gigante su hacha. El encapuchado se volvió hacia Derguín y le hizo una seña para que se acercara. Un grupo de unos treinta piratas habían reunido a los prisioneros bajo el mástil de popa y les estaban despojando de todas las armas que llevaban, mientras otros registraban el puente de popa.
El pirata encapuchado puso su mano en el hombro de Derguín y le susurró en Ainari:
—No se te ocurra decir mi nombre en voz alta.
—Tranquilo. ¿A esto te referías con lo de llevar una vida tranquila?
Se agachó sobre el cuerpo inerte de Baobab y buscó las llaves bajo la faja. La mole aún respiraba, a pesar de la brutal paliza que había recibido. No te he dado yo tu merecido, pensó Derguín, pero me siento igual de bien. Encontró por fin las llaves y se las mostró al pirata, que le abrió los grilletes.
Derguín se frotó las muñecas con placer. Ahora estaba en manos de los piratas, pero por primera vez en muchos días se sentía libre. Al fin y al cabo, no era la primera vez que caía prisionero del Mazo.
Derguín contempló desde la borda del Vesania cómo la Rauda quedaba atrás, esfumándose poco a poco en la calina. La nave mensajera de Narak había perdido buena parte de los remos de estribor, quebrados por la embestida del barco pirata; y aún había tenido suerte, pues Agshar la atacó en un ángulo tan agudo que su espolón de proa sólo había rozado el casco enemigo. Como botín se habían llevado varios cartapacios de correspondencia oficial y un cofre de monedas de oro y plata, pues no había más cargamento a bordo. Uno de los piratas quiso rematar al capitán, pero Derguín convenció al Mazo de que se lo impidiera. Golbamyr, con la flecha aún clavada en el pecho, predijo a los piratas que serían barridos de los mares por la cólera de Narak, lo que provocó gran regocijo entre ellos. Mientras unos se dedicaban a destrozar el timón de la nave, otros ataron el cuerpo de Baobab al ancla y arrojaron ésta al mar.
—Ese hombre es una pesadilla —le dijo el Mazo a Derguín mientras contemplaban cómo la mole de Pashkri se hundía—. Ni siquiera me costó tanto matar al corueco que me rompió el brazo. Cuando le partí los dientes en tu biblioteca, pensé que me lo habría quitado de encima. Pero de ésta sí que no se libra.
—¿Mi biblioteca? ¿De qué estás hablando?
—Luego te lo cuento.
Una vez en el Vesania, Derguín pensó que ya era hora de hablar y se lo dijo al Mazo. El antiguo jefe de forajidos remozado en pirata respondió:
—Sígueme.
Recorrieron la cubierta de la galeaza entre las miradas de los tripulantes que no habían abordado la Rauda, extrañados de ver que a un prisionero se le trataba con tanto miramiento. Unos pocos llevaban capuchas o máscaras, pero los más tenían la cara descubierta. Había cabellos y pieles de todos los colores, aunque predominaban los Ritiones. De entre todos, a Derguín le llamó la atención un anciano sentado en medio de la cubierta con las piernas cruzadas y canturreando para sí. Tenía el cabello muy blanco y peinado en largas trenzas que le caían sobre los hombros, y el cuerpo tan cubierto de tatuajes rojos y azules que apenas se advertía que estaba desnudo. Los demás evitaban rozarlo al pasar a su lado, y nadie le dirigía la palabra.
—¿Y ése quién es?
—El ventero —contestó el Mazo—. Es un mago loco del país de los Équitros que tiene el poder de invocar a los vientos. Cuando se muera, no sé qué hará Agshar.
Al recordar la niebla innatural y la calma chicha que habían caído sobre la Rauda, Derguín se apartó también para no tocar al taumaturgo.
—¿Ahora sirves al pirata Agshar? —preguntó al Mazo—. ¿Qué hay de tu casita junto al mar? ¿Y de Jaufa?
—Las dos siguen ahí: la casita en la playa, y Jaufa en la casita. Pero un hombre no puede estar doce meses al año pescando y aserrando tablones para levantar cobertizos. De aquí a unas semanas volveré a mi isla. Pero lo haré con unas cuantas monedas más en la bolsa.
—¿Cuánto tiempo crees que seguirás de incógnito? No debe de haber muchos piratas de más de dos metros por el mar de Ritión. Menos mal que por lo menos no llevas la calavera colgada del cinturón.
—No hagas tantas preguntas, Derguín, que ya están empezando a mirarnos.
Llegaron al castillo de popa. Un pirata de aspecto patibulario que masticaba una corteza dulce les abrió la puerta.
—Vas a conocer al pirata Agshar —le instruyó el Mazo, aún en Ainari—. Ten cuidado con lo que haces. No hagas preguntas, ni provoques su ira. No tiene el temperamento tan tierno como yo.
Entraron a un pasillo tan angosto que el Mazo tuvo que agachar la cabeza y caminar de lado. Había varias puertas. El Mazo llamó a la primera de la izquierda. Alguien en el interior dijo «Adelante», y pasaron.
El camarote de Agshar era una estancia de techo bajo, pero espaciosa. En una de las paredes había una litera apoyada sobre ménsulas de estilo Pashkriri y tapada a medias por una cortina de terciopelo. Las demás paredes estaban decoradas con tapices, y también con collares, pulseras y pendientes de oro clavadas a los tablones como si aquello fuera el mostrador de una joyería. Entre tanto aderezo colgaba un mapa del mar de Ritión cuajado de anotaciones a mano.
El pirata, sentado a una mesa de palisandro que no hubiera desentonado en la alcoba de una cortesana, estaba sirviendo tres copas de vino de una jarra de plata. Sobre la mesa tenía una daga y contra la pared reposaba su arco. Era muy peculiar, y sin duda muy valioso: estaba tallado en varias piezas de madera, cuerno y marfil, y provisto de una barra perpendicular a la cuerda y unos pesos en forma de V a los lados, que Derguín supuso servían para estabilizarlo. La aljaba era de cuero repujado y estaba cargada de flechas negras.
—Agshar —dijo el Mazo—. Te presento a Derguín Gorión.
—Derguín —saludó el pirata, levantándose del asiento y haciendo una breve reverencia—. Siéntate.
El pirata llevaba el cabello cubierto por un pañuelo negro, y bajo éste una máscara de cuero que tan sólo dejaba a la vista la boca y el mentón afeitado.
—Tienes un arco notable, ilustre Agshar —le dijo Derguín—. Pero no tan notable como tu puntería.
Agshar sonrió. Al hacerlo, las comisuras de su boca se escondieron bajo el borde de la máscara.
—Viniendo de un hombre de armas, agradezco tu cumplido.
Derguín frunció las cejas. La voz le era familiar. Muy familiar. Se dijo que no podía ser la persona en quien estaba pensando; pero cuando estudió mejor el cuerpo del pirata y sus ademanes se convenció de que tenía razón.
—Prueba el vino de Agshar —dijo el pirata, ofreciéndole una copa—. El mejor del mar de Ritión.
Derguín lo bebió sin degustarlo demasiado, pues tenía sed. Al sentarse descubrió que le dolía todo el cuerpo. Se tocó bajo una oreja y notó la piel muy caliente. Pensó que le estaba subiendo la fiebre, y que se encontraba a bordo del Vesania, la pesadilla de todos los navegantes Ritiones, y en presencia del pirata Agshar, de quien las consejas de puerto decían que llevaba la máscara para ocultar terribles quemaduras. Sin embargo, se sentía relajado por primera vez en muchos días; tanto, que tuvo que contener un bostezo por no desairar a su anfitrión.
—Tu vino es excelente, ilustre Agshar —le dijo—. Pero pensé que sólo te gustaba la cerveza.
—¿Cómo has dicho?
—La última vez que bebí contigo te empeñaste en despreciar el vino.
Agshar resopló entre los dientes y pasó un brazo por detrás del respaldo. Con la otra mano tabaleó sobre la mesa, como si sus dedos estuvieran sopesando aferrar la daga.
—¿Cómo me has reconocido? —preguntó por fin.
—Lo siento. Tu voz es demasiado característica para disimularla. Tendrías que permanecer en silencio, o meterte garbanzos en la boca.
—No se te ocurrirá…
—No voy a decir tu nombre en voz alta. Aquí nadie tiene nombre —añadió mirando al Mazo, que se acababa de quitar la capucha y bebía de su copa.
Agshar se levantó para cerrar la claraboya que aireaba el camarote. Después se desató la máscara y la dejó sobre la mesa. Al ver de nuevo el rostro de Narsel, Derguín pensó que sin la perilla el navarca parecía más grueso, pero también más joven.
—Tendré en cuenta lo de la voz —dijo, y luego añadió con una sonrisa truculenta—: Si es que alguna vez decido dejar con vida a alguno de mis invitados.
Derguín se quedó mudo durante un instante. El navarca-pirata soltó una carcajada.
—No he organizado esta expedición de rescate para matarte ahora, Derguín.
Había un plato de almendras tostadas al lado de la jarra. Derguín cogió un puñado.
—Me podría creer cualquier cosa. Todo lo que me ha ocurrido en los últimos días es una pesadilla absurda.
—¿Formamos nosotros parte de ella? —preguntó Narsel, señalando al Mazo.
—Este era el último lugar en que esperaba encontraros, sobre todo a alguien tan de secano como el Mazo. Pero al menos es un absurdo agradable.
—No digas mi nombre —refunfuñó el gigante.
—Dime —preguntó Derguín—: ¿has atacado la nave mensajera de Narak sólo para rescatarme?
—Si te parece una razón desdeñable…
Derguín sonrió.
—Debo darte las gracias. Llevo días arrastrado como una hoja en el viento y me gustaría volver a anclarme a tierra. Necesito saber algunas cosas.
—¿Qué cosas? Te advierto que, como pirata Agshar, soy poco amante de contestar preguntas.
—Pues lo siento, pero tengo muchas. Para empezar, por qué has aparecido justo aquí y ahora, en el lugar más oportuno. Me embarcaron ayer por la mañana, y supuestamente de incógnito.
—Como navarca tengo espías, y como pirata también. Conocía la ruta de la Rauda y sabía qué clase de prisionero llevaba. Cierta bella mujer a la que conoces…
—¡Neerya!
—Sí. Una mujer admirable, por muchos conceptos. ¡Oh, no pienses que…!
—No he dicho nada… Agshar.
—Si Agmadán cree que va a controlar a Neerya como ha controlado a su guardaespaldas, está muy equivocado. Ella, como sabes, pertenece al clan Bazu, y esa familia posee de siempre un talento especial para la manipulación. Por suerte para ti, Neerya tiene una única debilidad: Derguín Gorión.
Derguín agachó la mirada. De modo que Neerya le había salvado la vida no una, sino dos veces. Se dio cuenta de que la añoraba, y más aún porque en realidad nunca la había tenido.
Pero había muchas otras preguntas que responder.
—¿Qué hay de la muerte de Krust? —Miró al Mazo, que había sido buen amigo del fallecido, y añadió—: ¿Te has enterado de que lo asesinaron?
—Sí —respondió el Mazo, asintiendo con su barbuda cabeza.
—No pensarás que fui yo quien…
—Ninguno de los dos lo piensa —prosiguió Narsel—. Para encontrar al asesino de Krust hay que buscar en su propia familia.
—Rustaq —dijo Derguín.
—Es evidente. Los traidores se incuban hasta en las grandes casas de Narak.
—¿Tú conocías la conjura contra él?
—¿A qué viene eso?
—Sabes demasiadas cosas. Te repito la pregunta: ¿conocías la conjura?
El Mazo carraspeó una advertencia, pero Narsel le hizo un gesto con la mano.
—La conocía… en parte. Aunque Krust no era persona de mi devoción, como bien sabes, no le deseaba la muerte. Pero cometió un error enfrentándose al resto de las Siete Familias. No pienses que era tan amante de la democracia como quería dar a entender. Su única ambición era destacar entre los demás aristócratas. La forma más rápida y fácil que encontró fue apoyar al partido de la plebe. Pagas, repartos de comida, más atribuciones para el pueblo, menos poder para los nobles… Con todo ello sólo buscaba convertirse en politarca. ¿Tú crees que una vez conseguido el poder habría convocado más elecciones? No. Krust habría instaurado una tiranía personal en Narak, como ha ocurrido antes en tantas ciudades Ritionas.
—Eso es injusto. Krust no era el único de las Siete Familias que coqueteaba con los demócratas.
—Tal vez. Pero los demás habrán escarmentado en su cabeza… y también en la tuya. Ahora mismo, mientras hablamos, se están produciendo graves disturbios en Narak.
—Estaban previstos para el día de la asamblea…
—Me temo que se han adelantado. Agmadán quiere controlar la situación cuanto antes. Los días de la democracia en Narak han llegado a su fin. Por fortuna.
—¿Qué relación tienes tú con Agmadán?
Narsel le miró con las cejas fruncidas.
—No acostumbro dar razones de mis actos, y menos cuando estoy a bordo de mi barco.
Derguín estaba empezando a enojarse con la suficiencia de Narsel. Pero pensó que tenía que sujetar la lengua. A bordo del Vesania, su amigo no era el mismo hombre civilizado y pulcro que compartía mesa con él en el Albatros.
—Pero —añadió Narsel más pausado, mientras rellenaba las copas de todos—, también me gusta ser un anfitrión amable. Agmadán es inversor de mi compañía, aunque un noble como él nunca reconocerá abiertamente que se enriquece a costa del comercio y la especulación.
—Cuando Agmadán y tú os visteis en el Albatros me di cuenta de que ocultabais algo. Pensé que tenías más confianza conmigo.
—Eres mi amigo, Derguín, no mi esposa. Y ni siquiera a mi bendita esposa, allá en Carughia, se lo cuento todo.
—No hagas bromas con esto. Ese hombre, tu socio, me ha quitado todo lo que tenía. Ha quemado mi casa, ha destruido el Arubshar, ha matado a los míos.
—Cálmate, Derguín.
—¡También ha matado a Ariel! Fuiste tú quien lo dejó a mi cargo. ¿Por qué?
—Yo no sabía lo que iba a ocurrir.
—Me gustaría creerlo.
Una chispa de ira saltó en los ojos de Narsel.
—Has sufrido mucho estos días. Pero ten cuidado con lo que dices. Te repito que yo desconocía los planes de Agmadán. Sabía que tenía rivalidad política con Krust, pero no sospeché que sería tan drástico. Tengo informadores, pero no están en la cama de Agmadán, ¿entiendes?
Derguín, con los dientes apretados, mantuvo la mirada de Narsel sin contestarle.
—Además, tu pelea con Krust en aquella fiesta lo precipitó todo.
—Fue una discusión fingida. Una idea de Krust, bastante desdichada.
—Así me lo imaginé. Supe que Agmadán iba a aprovechar esa situación para actuar contra Krust, y de paso contra ti. Yo no había pensado interferir en sus planes, pero quería protegerte a ti.
—Siempre cuidando de tus inversionistas…
—¿Quieres dejar de ofenderme? ¡No eres mi inversor, eres mi amigo, Derguín! No pude llegar a la isla a tiempo de impedir que te prendieran. Además, ni como Agshar ni como Narsel habría podido actuar abiertamente. Pero no me quedé mano sobre mano. La noche en que atacaron el Arubshar, mandé a mis hombres a tu casa.
Derguín apretó los dedos sobre el borde de la mesa.
—¿Y qué pasó? —preguntó, concibiendo una insensata esperanza.
Narsel señaló al Mazo con las cejas.
—Cuéntaselo tú.
—Entramos por el túnel secreto que atraviesa la Buitrera —explicó el gigante Ainari.
Derguín tenía ya los nudillos blancos. —¿Y?
—Llegamos tarde. —Los dedos de Derguín resbalaron sobre la madera y sus hombros se hundieron—. ¡Pero no del todo! Yo entré el primero a la biblioteca. Los libros ya estaban ardiendo, lo siento. Fue allí donde encontré a Baobab y le golpeé con la maza. Vi perfectamente cómo le saltaban los dientes, y pensé que me lo había cargado, pero ese bastardo era como un tentetieso gigante…
—¿Y Zemal? —se impacientó Derguín.
—Ya se la habían llevado.
—Entiendo —repuso Derguín—. Pero dices que no llegaste del todo tarde. ¿Salvasteis algo?
—Sí. —El Mazo sonrió debajo de su tupida barba—. A Mikha.
Derguín suspiró aliviado y se retrepó en el asiento.
—Menos mal… ¿Dónde está?
Narsel se levantó y se puso otra vez la máscara.
—Ven. No es lo único que tenemos que enseñarte. Pero recuerda que no debes pronunciar mi nombre.
Ariel llevaba ya cuatro días en el camarote de Roble, el gigante que le salvó la vida en la biblioteca de Derguín. Luego, Roble había resultado ser un pirata enrolado en el mismísimo Vesania, el famoso barco del que le había hablado Bor cuando navegaban en el Bizarro. Ariel no había salido del camarote desde entonces, ni visto más luz que la que entraba por una pequeña claraboya.
Ahora que Roble no estaba, Ariel se había sentado en el borde de su litera. Era una cama muy grande, tan ancha que podía tumbarse de lado a lado con los brazos estirados. Ariel no dormía en ella, sino en una esterilla que guardaba bajo la cama. Pero le costaba conciliar el sueño. Tal vez eran los ronquidos de Roble, mucho más sonoros que los de Narsel en el camarote del Bizarro, o los crujidos de la armazón del lecho cada vez que movía su corpachón.
O tal vez la culpa de su insomnio la tenían los cambios, que ya habían dejado de ser tan emocionantes como al principio. Por primera vez desde que abandonara la tibia tranquilidad de la cueva, Ariel echaba de menos a su madre.
La travesía en el Bizarro, pese al incidente con Bor y el otro marino, había sido interesante y a ratos divertida. Su estancia en Narak, en casa de Derguín, le había gustado mucho más. Allí comía bien, podía deambular de un lado a otro si no organizaba demasiado ruido, practicaba con su espada de palo y además Derguín siempre le hacía caso.
Pero después todo había sido una sucesión de hechos grotescos y terribles. El mundo se había convertido en un lugar incomprensible y caótico, como las páginas de un libro. Primero, Derguín, que según Kybes era el mejor guerrero del mundo, alguien a quien no podía pasarle nada, había desaparecido. Luego, llegaron los asaltantes que mataron a los Ubsharim y quemaron la academia, y también la casa que empezaba a considerar su hogar. Allí Ariel había perdido lo poco que tenía: sus monedas, su ropa nueva, hasta el gorro verde con la pluma amarilla. Por alguna razón, cada vez que se acordaba de aquel gorro le entraban ganas de llorar. ¡Era tan gracioso!
Y ahora, el encierro en aquel camarote, sin salir al aire libre, sin ver las olas y sin que nadie se molestara en explicarle nada. Tenía que reconocer que Roble, aunque roncaba muy fuerte y tenía un vozarrón que daba miedo, era amable. Pero no le contaba historias como Derguín, ni contestaba sus preguntas, y además no dejaba que saliera del camarote.
Además, estaba el capitán, Agshar. Ariel sólo lo había visto al embarcar, pero aunque era de noche y se cubría el rostro con una máscara, reconoció al momento su voz, sus movimientos y hasta su olor. Narsel. Ariel no se había atrevido a decirle nada, pues pensó que si iba enmascarado era para evitar que lo reconocieran, y no tenía el menor deseo de acabar colgando de un mástil. Si el navarca había sido capaz de estrangular a Gargajo y ahorcar a Bor, ¿qué no haría como pirata? ¡Con razón presumía Narsel de que los barcos de Agshar no se atrevían a atacar a los suyos!
Ariel se abrazó las rodillas sobre la cama y miró a la pared de enfrente. Todo lo que había en el camarote era tétrico. En el rincón más alejado de la puerta estaba el cuerpo petrificado del amigo de Derguín. Roble había clavado dos cuerdas a las paredes, que sujetaban la estatua a la altura de las rodillas y del pecho para evitar que se cayera con los cabeceos de la nave. Cuando extendía la esterilla, Ariel se tumbaba con la cabeza hacia la puerta, para estar lo más lejos posible de la estatua. Aun así, por la noche tenía la impresión de que brotaba de ella una voz casi imperceptible que gritaba: «¡Socorro, socorro! ¡Sácame de aquí!».
En el otro rincón, tras el quicio de la puerta, estaba la armadura oscura que Derguín tenía en la biblioteca; una visión inquietante, con aquel casco erizado de pinchos que parecía el rostro de un demonio. Y, por si la estatua y la armadura no fueran lo bastante siniestras, sobre la cómoda que las separaba había una maza de hueso de más de un metro de largo y un cráneo humano ya amarillento. Cada vez que entraba al camarote, Roble saludaba a la calavera, la frotaba entre las manos y la llamaba Faugros.
Alguien tanteó con la llave. Ariel se levantó de un salto y se acurrucó a los pies de la cama, con la espalda contra la pared. La puerta se abrió, y Roble entró al camarote agachándose y torciendo los hombros para no toparse con el marco. Después de él entró Narsel; es decir, Agshar. El pirata llevaba su máscara, que apenas dejaba ver más que la boca. Era la segunda vez que Ariel lo veía. Pensó que era mejor seguir fingiendo que no lo reconocía.
Pero al ver a la tercera persona que entró, el corazón de Ariel dio un vuelco en el pecho. ¡Derguín Gorión! Durante unos segundos se quedó mirándolo, sin poder creer que era él. Estaba aún más flaco y tenía mal color, pero sin duda era él, el Zemalnit. Ariel se levantó y corrió hacia él, y aunque durante su estancia en su casa nunca se había atrevido a hacer algo así, dio un salto y se arrojó en sus brazos.
—Tranquilo… —susurró Derguín, dándole un abrazo.
—¡Estás vivo, mi señor Derguín!
—Eso parece —respondió él, dejando a Ariel en el suelo y acariciándole la cabeza.
Con los ojos borrosos de lágrimas, Ariel tomó la muñeca de Derguín y le rozó el antebrazo con la mejilla, como un gato mimoso. A través de su piel notó que el Zemalnit tenía fiebre y el pulso demasiado rápido. Además, su rostro y su cuello se veían surcados de arañazos y moretones.
Pero seguía vivo.
—Menos mal que estás bien, mi señor —dijo, sin soltarle la mano—. ¡Esos hombres lo quemaron todo y mataron a tus Ubsharim! Pensé que habían…
—Chisss, tranquilo, Ariel. Ahora todo irá bien.
Derguín se soltó de su mano con delicadeza, y se volvió para mirar la estatua de su amigo. Roble se sentó sobre la cama para hacer sitio, pues todo aquel que se movía en el camarote acababa tropezando con su corpachón.
—Ponte aquí a mi lado, Ariel —dijo, dando un palmetazo en el colchón.
Ariel se sentó, y luego se abrazó las rodillas y agachó la cabeza para no mirar directamente a Derguín ni, sobre todo, a Narsel, pues sabía que lo mejor era parecer tan invisible como un mueble más. Pero a través de sus largas pestañas siguió observándolo todo.
Derguín rozó la frente de la estatua, como si no hubiera nadie más en la estancia.
—Ahora ya sé dónde estás, Mikha —musitó—. Y juro que voy a traerte de vuelta.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Narsel—. ¿De dónde vas a traerlo?
Derguín se volvió hacia el pirata.
—He averiguado adonde se lo llevaron. Mikha está prisionero en el país de los inhumanos. Voy a ir a buscarlo.
—Eso cae un poco lejos —repuso Narsel—. ¿Cómo piensas llegar hasta allí?
Ariel percibió que la relación entre ambos hombres había cambiado desde que espiara su conversación en casa de Derguín, delante de la estatua del joven mago. La máscara de pirata acrecentaba a Narsel y lo volvía más oscuro y amenazante, mientras que la pérdida de la Espada de Fuego empequeñecía a Derguín.
—Caminando. Arrastrándome. Me da igual —respondió Derguín con voz cansada.
—Eso es fácil de decir.
—Con dinero podré hacerlo.
—Roble no encontró dinero en tu casa —repuso Narsel—. A no ser que pienses vender tu panoplia.
Al oír eso, Derguín se volvió hacia la puerta. Entre la cómoda y el rincón estaba la armadura rescatada de la biblioteca en llamas.
Con discreción, Ariel estiró el cuello para asomarse tras el corpachón de Roble. Derguín estaba deslizando los dedos por los intrincados relieves de la coraza. Ariel se dio cuenta de que había enderezado los hombros.
—Pesa tan poco que se me ocurrió que era buena idea sacarla de allí —le explicó Roble—. Algún dinero sacarás si la vendes.
—Hiciste bien —dijo Derguín, de espaldas—. Es más valiosa aún de lo que parece.
Derguín levantó la armadura, la giró y la puso delante de la puerta. En la parte trasera tenía una vaina negra con una espada dentro. Derguín apretó algo allí y la vaina se abrió por la mitad. Con cuidado, extrajo la hoja de color de obsidiana y se volvió hacia Narsel.
—Ya veo que echas de menos tener una espada en las manos —dijo el pirata.
Derguín sonrió. Esta vez fue una sonrisa de verdad, no el gesto desmayado con el que había abrazado a Ariel.
—Un Tahedorán con una espada lo es todo.
—Ésa no es una espada de Tahedo. Es un cuchillo de pega.
—Te advierto de que pincha, y también corta —respondió Derguín, empuñando el arma con ambas manos y señalando hacia el pirata—. Hace un momento hablábamos de dinero. —¿Y?
—Si me das doscientos imbriales, tendré suficiente para el viaje.
—¿Cuándo se ha visto a alguien que salga de un barco pirata llevándose dinero?
—Depende. Si ese alguien es el dueño del dinero…
—¡No sigas! —dijo Narsel, mirando de reojo a Ariel—. Y deja de apuntarme con ese espetón, si no te importa.
Derguín apoyó el arma en el suelo. La espada era tan larga que el pomo le llegaba a la barbilla. Alrededor de la empuñadura corría una fina correa de ante que se estaba desprendiendo. Derguín tiró de un extremo y empezó a desenrollarla.
—También quiero pedirte que me lleves a tierra firme —prosiguió, sin apartar la mirada del arma—. El puerto de Siyum no estaría mal. Desde allí podría tomar el camino que lleva a Malabashi y las tierras de los inhumanos.
Narsel soltó una carcajada. Ariel observó que sonaba más nervioso, como si el creciente aplomo de Derguín estuviera royendo poco a poco el suyo.
—El Vesania no es un barco de pasajeros.
Derguín terminó de desenrollar la tira de cuero y la dejó caer al suelo. Bajo la correa, la empuñadura del arma era negra y tenía una inscripción grabada en letras rojas. Derguín la rodeó con la mano derecha, apretó los dedos, cerró los ojos y murmuró, como si rezara a los dioses.
Ariel comprendió que iba a suceder algo. Derguín abrió los ojos y clavó la mirada en Narsel.
—Me llevarás ahora, Agshar. Y además, me entregarás los doscientos imbriales que necesito para llevar a Mikha al país de los inhumanos.
—Te aprecio demasiado para permitir que cometas esa locura —respondió Narsel, olvidándose de impostar la voz como el pirata Agshar—. No desembarcarás hasta que yo lo crea conveniente.
—Haz lo que te digo, y te perdonaré que hayas conspirado con Agmadán.
—¡Nadie tiene que perdonarme nada en mi propio barco! Si sigues desvariando, haré que te carguen de cadenas y te encerraré en la sentina hasta que entres en razón.
Derguín rodeó la hoja con la mano izquierda, justo bajo los gavilanes, donde los filos estaban embotados. Allí apretó algo, una clavija casi invisible que saltó con un chasquido. Después tiró muy despacio de la empuñadura con la mano derecha. Como por arte de magia, la cruz de la espada se separó de la hoja de obsidiana, y entre ambas apareció una línea de luz blanca con destellos azulados.
Ante el estupor de los demás, Derguín terminó de extraer a Zemal de la espada oscura que había utilizado como vaina y como escondrijo. Ariel comprendió por qué Derguín no quiso enseñarle a Rustaq la hoja que colgaba del armero de la biblioteca. Pues aquella espada, la que se habían llevado los asaltantes, no era más que un señuelo. La verdadera había estado siempre oculta en la armadura.
Era la primera vez que Ariel veía la Espada de Fuego. El aire crepitaba alrededor de la hoja, mientras llamaradas minúsculas como hadas nocturnas bailaban sin cesar desde los gavilanes hasta la punta.
—Lo creas o no, yo también te aprecio —dijo Derguín, mirando a Narsel por encima de aquella hoja resplandeciente—. Pero me llevarás a tierra ahora mismo, o la masacre que tu arco ha organizado en la Rauda te parecerá el festival de primavera de Pothine. Mikhon Tiq y yo necesitamos tu ayuda.