Darkos y Toro proseguían con sus exploraciones de la prisión subterránea. Aunque la catacumba parecía extenderse hasta el infinito, lo cierto es que habían llegado a sus límites por un par de lados, que de forma arbitraria denominaban este y sur. Allí las paredes, en lugar de ser medios tabiques, se juntaban con el techo. Había mensajes pintados con tizne, escritos con letras desconocidas que a Darkos le recordaron a las que plagaban el interior de la Torre de la Sangre. También encontraron algunas aberturas en las paredes, que conducían a túneles oscuros. Pero todas estaban cerradas con gruesas rejas de hierro. Toro, que trabajaba como aprendiz de su padre en un taller de forja, las examinó y dictaminó que las habían puesto recientemente.
La noche del ataque, Darkos había oído comentar a Asdrabo que los Aifolu tenían espías en la ciudad. Las rejas nuevas lo convencieron. Pero lo que importaba ahora era encontrar una salida, y por ahí era imposible. Ni siquiera Bru habría cabido entre aquellos barrotes.
—Istrumbas me dijo que él conocía los subterráneos, y que uno de ellos partía del templo de Pothine. Seguro que no han cerrado todas las entradas.
Por una vez, Toro no le dijo que no triturara, sino que asintió y se dedicó a buscar con él. Cuando al final encontraron la pared oeste, también descubrieron que sus salidas estaban enrejadas. Sólo quedaba buscar la pared norte, seguir explorando por la zona oscura en la que Darkos había encontrado el agua potable.
—Esa agua debe salir del lago —opinó Toro.
—Eso creo yo, socio.
El problema era que la zona norte era la de la oscuridad absoluta. Había antorchas en algunas columnas de la catacumba, pero las ponían y las reemplazaban los Aifolu, y habían dejado bastante claro que eran propiedad suya. A un prisionero al que se le ocurrió cambiar de sitio una tea, le habían roto los dedos de ambas manos.
—Da igual —dijo Darkos—. Hay que triturar, socio. Si nos agallinamos, nos sacan de aquí con los pies por delante.
Toro seguía insistiendo en que los presos que salían del encierro no lo hacían para morir, pero cada vez defendía su idea con menos convicción. En cualquier caso, quería escapar tanto como Darkos. El encierro lo estaba volviendo loco; sobre todo, de hambre. Un mendrugo de pan de cuando en cuando era todo lo que les llegaba. El muchacho a veces soñaba con los ojos abiertos y le describía a Darkos lo que veía: enormes fuentes de cochinillo, potajes que desbordaban la cazuela, hogazas como ruedas de carro rellenas de jamón.
—Nos arriesgamos, socio —dijo al fin.
Rhumi estaba muy débil y se negó a acompañarlos. Pasaba el tiempo en un duermevela febril, y a veces hablaba con Darkos y Toro como si fueran de su familia, y de pronto recordaba cómo su hermano Narmu había matado a su padre y empezaba a sollozar. Darkos la dejó apoyada en una columna y le pidió a una mujer que cuidara de ella.
—Si vienen los Aifolu, no dejes que se la lleven.
La mujer le miró con una sonrisa triste. A nadie le importaba lo que hicieran los demás. Una ciega resignación dominaba el lugar. En las conversaciones se repetía que los Aifolu venían a sacar a la gente para irlos devolviendo a sus hogares.
—Claro —decían algunos—, ya nos lo han robado todo. Que se vayan y nos dejen vivir. Por lo menos reconstruiremos lo nuestro.
Darkos y Toro se alejaron hacia la zona desconocida. Saltaron muretes, rodearon columnas, vadearon pozos hediondos, chapotearon entre prisioneros que los miraban como si estuvieran locos, pues era extraño encontrar gente que se moviera con tanta determinación en aquel lugar donde no había nada que hacer.
Llegaron a la zona penumbrosa que se extendía en el límite. Más allá la catacumba era una grieta de negrura insondable. Darkos y Toro se miraron, y se dieron la vuelta. A unos metros estaba la última antorcha de aquella zona, ardiendo triste en una columna de ladrillo. Bajo ella dormitaban unos cuantos prisioneros, encaramados sobre cascotes y restos de un muro de separación.
—Vamos —dijo Darkos—. No se darán cuenta.
Se acercaron pisando de puntillas. Había allí una pareja de ancianos, dos mujeres y un niño. Una de las mujeres abrió los ojos al verlos. Entreabrió los labios y empezó a musitar algo, pero sus palabras eran inaudibles. Toro se estiró y sacó la antorcha de la argolla que la sujetaba a la pared. La mujer extendió una mano y le agarró de la ropa, pero Toro se apartó.
—¡Vamos!
Se alejaron de allí corriendo. Pronto llegaron al primer canal que había atravesado Darkos. En realidad era una alberca estancada, que no tenía más de tres metros hasta el otro lado, aunque a él, en su primera exploración a tientas, le había parecido tan ancha como el Bhildu. La rodearon y después atravesaron una zona sembrada de cascotes. A unos siete metros encontraron el segundo canal. Este sí era un cauce, o al menos lo parecía, pues se perdía de la vista a derecha e izquierda, y el agua, aunque con mucha lentitud, se movía. Se agacharon a beber. Al otro lado estaba la pared norte. Por fin la habían encontrado.
—Vamos a seguir el canal —propuso Darkos.
Remontaron la débil corriente, caminando hacia la izquierda. Al cabo de un rato les llegó un fuerte olor a putrefacción. Incluso después de tantos días entre excrementos y orines, aquella fetidez les hizo taparse las narices. Pronto encontraron la razón. Al borde del canal yacía un cadáver. Estaba tan deteriorado que no supieron si era hombre o mujer. Se alejaron del canal unos pasos para rodearlo y evitar las ratas, que se estaban dando un festín.
Por aquel lado llegaron a una pared, la oeste. Pero cruzando el canal, al otro lado, se veía un estrecho pasillo que aún seguía hacia la izquierda.
—Tenemos que cruzar —dijo Darkos.
Mientras Toro sujetaba la antorcha, se metió en el agua. Para beber, su frescor era agradable, pero cuando el agua le llegó hasta las tetillas sintió un escalofrío. Pensó que él también debía tener fiebre, como Rhumi.
Cruzó a la otra orilla con los brazos en alto. No había más de dos metros, y el agua no llegó a cubrirle. Pero algo blando y sinuoso le rozó el tobillo, y dio un grito.
—¡No tritures! —le dijo Toro—. ¡Nos van a oír!
Darkos miró a su izquierda. El canal se prolongaba unos metros más, hasta acabar en una reja. Le invadió el desaliento.
—Por aquí también está cerrado.
—¿Qué hay, otra reja? —le preguntó Toro.
—Sí. ¡Ya nos han triturado!
—Me extraña que ésa también sea nueva. Voy a ver.
Toro se metió en el agua, levantando los brazos para no mojar la antorcha. A la luz de las llamas, comprobaron que el agua del canal provenía de un túnel de forma ovalada, cerrado por una reja de barrotes cruzados. Pero esta reja no era de una sola pieza, sino de dos que se cerraban en el centro.
—Es vieja —dijo Toro—. Sujeta la antorcha.
El muchacho tiró de la reja, pero a pesar de que tenía la fuerza de un adulto no consiguió moverla. Estaba bien sujeta a la sólida piedra de la pared. Toro siguió con los dedos la unión de las dos piezas, y metió las manos bajo el agua hasta encontrar lo que buscaba.
—¡Qué alapande, socio! ¡Aquí hay un candado!
—Pero cerrado, no me lo digas.
—¿Y qué? Es más fácil abrir un candado que arrancar una reja de hierro.
—No tritures, socio. ¿Con qué vas a abrirlo, con la punta de…?
—Calla, déjame que piense. Oye, seguro que tu novia lleva agujas en la ropa.
—No es mi novia, socio.
—Ah, claro.
—Oye, ¿de verdad puedes abrir un candado con una aguja?
Toro siguió tanteando bajo el agua un rato.
—Yo no sé si este candado tiene mil años, como te decía el viejo ése. Pero se parece mucho a cualquier otro candado. Dos alfileres me alapandarán mejor que uno.
—¡Pues vamos!
Antes de regresar, tuvieron la precaución de esconder la antorcha detrás de una columna, entre la primera alberca y el canal. Toro, que en cuestiones prácticas se había convertido en el jefe, opinaba que no le quedaba demasiado antes de apagarse. Volvieron casi corriendo.
Cuando estaban llegando, en el techo sonó un rechinar que ya les era muy familiar, y empezaron a abrirse unas ranuras de luz aquí y allá. Los Aifolu bajaban por las trampillas para seleccionar a más prisioneros.
—¡Vamos, vamos! —gritaban—. ¡Todos en pie! ¡A formar!
Los prisioneros empezaron a levantarse. Algunos aún tenían fuerzas para hacerlo con rapidez, pero la mayoría lo hacían de forma cansina, apoyándose en las columnas y cascotes, o unos en otros. Los Aifolu, con espadas y lanzas preparadas para herir, pasaban entre ellos haciendo resonar las placas de sus armaduras con cada paso y golpeando a los remolones con las conteras o con la punta de las botas.
—¡Corre, antes de que se lleven a Rhumi! —dijo Darkos.
Rhumi se había levantado, pero estaba tan débil que parecía a punto de caer de un momento a otro. Darkos y Toro la sujetaron entre ambos, rodeándole la cintura con sus brazos y apretándola entre los hombros, de modo que quedaba encajada entre ambos.
—Mira de frente —le dijo Darkos—. No cierres los ojos, y aguanta, si no quieres que te lleven. Podemos escapar de aquí.
Los cautivos formaban filas irregulares, siguiendo la extraña orografía de la catacumba. Los Aifolu pasaban entre ellos, los examinaban y elegían, sin explicar a nadie su criterio, ni siquiera entre ellos. Se llevaron a la mujer con la que había hablado Darkos, que al final no había ayudado a Rhumi; y a un hombre de cincuenta años que había al lado; y a dos niñas; y a muchos más. Esta vez no bajaron a ningún prisionero nuevo. Los campos y aldeas que rodeaban la ciudad debían haber quedado ya desiertos. Los Aifolu hablaban entre sí y a veces se reían, pero Darkos no entendía nada de lo que decían. Toro, que conocía algunas palabras de Aifolu, susurró:
—Están diciendo que hay que darse prisa.
—¿Por qué?
—No sé. Hay una palabra que me suena a «dormido». Pero no estoy seguro.
Darkos se estremeció, recordando lo que le había contado Istrumbas. Si el dios loco despierta, no descansará hasta exterminar a la Humanidad.
Un Aifolu algo más bajo que el propio Darkos se le quedó mirando. A la luz de las antorchas, sus córneas amarillas parecían rojas. Llevaba una charretera en el hombro izquierdo que lo señalaba como oficial. Darkos le sostuvo la mirada, para demostrar que conservaba sus fuerzas. En realidad, le temblaban las piernas. Tenía más miedo del que había sentido hasta entonces. Ahora que habían encontrado una forma de huir, se dijo, seguro que se los llevaban de allí.
El Aifolu dio un paso a la izquierda y se quedó mirando a Rhumi. La muchacha agachó la mirada, y él le puso una mano en la frente.
—Tienes fiebre. Voy a sacarte de aquí para que te curen.
—No, por favor —murmuró ella.
—Es nuestra hermana —dijo Darkos, alegando lo primero que se le vino a la cabeza.
—Cállate, babosa. ¿De verdad quieres quedarte con tus hermanos, niña? —Sí.
El Aifolu le puso la mano bajo el mentón, la obligó a subir la cabeza y sonrió.
—Me preocupa tu salud. Voy a examinarte, a ver qué se puede hacer.
Separó a Rhumi de sus amigos y se la llevó aparte, mientras gritaba unas órdenes. Los soldados que habían venido con él asintieron y empezaron a subir a los seleccionados por la trampilla.
El oficial se llevó a Rhumi hacia la pared que Darkos y Toro llamaban este. A unos diez metros, entre las sombras, había un tabique que casi llegaba hasta el techo y terminaba en una columna cuadrada de ladrillo. El Aifolu y Rhumi desaparecieron tras ella. Se oyeron voces, y un niño que estaba escondido detrás del tabique salió corriendo hacia Darkos. Un soldado que lo vio se acercó a él, le dio un bofetón con el guantelete y lo arrastró del pelo hacia la trampilla. El niño no tendría más de cinco años.
—Me parece que ese cabrón va a ensartarla —susurró Toro.
—Tenemos que hacer algo.
—No tritures, socio. Has dicho que no es tu novia.
—En cuanto no miren…
Pasaron unos minutos eternos. Seguían firmes, mientras los cautivos elegidos desfilaban hacia la trampilla más cercana, al igual que ocurría en el resto del subterráneo. Darkos, con la ropa empapada, tiritaba de frío. No quería pensar en lo que le estaría haciendo el Aifolu a Rhumi, pero tampoco se atrevía a moverse.
Los soldados que tenían a la vista cambiaron de sitio, y durante un momento un grupo de cautivos los tapó de la vista. «Ahora», susurró Darkos, y se agachó y salió corriendo. Toro lo maldijo en voz baja, pero se fue tras él.
El tabique y la columna formaban un rincón, un pequeño escondrijo sobre un gran charco de agua que llegaba hasta las rodillas. Al principio sólo distinguieron la espalda del oficial, recubierta de placas, hebillas y correas. Se estaba frotando contra Rhumi y jadeaba. Movió la cabeza a un lado, para besarle el cuello, y así Darkos pudo ver a Rhumi. Ella tenía los ojos cerrados y la mandíbula apretada, y sus manos caían inertes. La mano del oficial le subió por la cintura, llegó hasta su pecho y empezó a sobarlo.
Darkos se arrojó sobre el Aifolu, le cogió del cuello y tiró hacia atrás. Pero el oficial, que era ancho de hombros y estaba recubierto de metal, pesaba demasiado. El Aifolu se dio la vuelta e intentó gritar. Darkos le tapó la boca y se colgó de su espalda, rodeándole la cintura con las piernas. El Aifolu chapoteó y trató de golpearlo, pero la armadura le entorpecía los movimientos.
Por fin, Toro se decidió a ayudar, agarró al Aifolu por el pelo, le puso un pie en la corva y dio un tirón salvaje. El oficial cayó de espaldas sobre el cuerpo de Darkos, que resopló sin aliento. Darkos se recobró como pudo, y entre él y Toro le metieron la cabeza bajo el agua. El Aifolu intentó defenderse con puñetazos y pellizcos. Toro se puso de rodillas sobre su pecho y le agarró el brazo derecho, mientras Darkos le apresaba el otro brazo y le estrujaba el cuello. El Aifolu empezó a patalear, y Darkos temió que el chapoteo alertara a los demás soldados. Pero Rhumi reaccionó, se agachó junto a ellos y agarró los tobillos del oficial. Este volvió a patalear, soltó una pierna y golpeó a la muchacha en la sien. Pero ella, en vez de soltarse, se abrazó a sus muslos y se tumbó encima de ellos para evitar que pudiera moverlos.
—Ahógate, hijo de puta —masculló Toro—. ¡Ay! Me ha clavado algo.
Toro, furioso, descargó su puño sobre el rostro sumergido. Darkos hizo lo mismo, y el agua le hizo sentir la extraña sensación de los sueños, cuando luchaba contra algún enemigo y el aire se volvía tan viscoso que amortiguaba sus golpes.
El oficial, que había logrado soltar el brazo derecho, tenía en la mano el puñal con el que había herido a Toro. Este le cogió la muñeca y le mordió los dedos hasta que consiguió que soltara el arma. El Aifolu logró sacar la cabeza por un instante y respiró una bocanada de aire, pero Darkos, arrodillado sobre su brazo izquierdo, le apretó el cuello con ambas manos y lo volvió a hundir. Desanimado, pensó que había que volver a empezar.
—Quítale las manos del cuello —le dijo Toro—. Voy a clavarle el cuchillo.
—No, que se suelta —jadeó Darkos.
—Pues apártalas un poco.
Darkos sintió la hoja del puñal junto a su pulgar derecho, y lo movió un poco para hacer sitio. Toro empujó, y Darkos notó el frío del acero deslizándose junto a su piel. El Aifolu se agitó con violencia, pero a la tercera convulsión se quedó quieto. Darkos sintió algo caliente en el agua, y comprendió que era sangre, pero aún no soltó su presa.
Se miraron en silencio sobre el cadáver del oficial. Darkos pensó que habían organizado mucho ruido, pero en la catacumba resonaba la reverberación de las voces, llamadas y lamentos, y el rechinar de las trampillas que ya subían.
—Rápido —dijo Darkos—. Vámonos antes de que lo echen en falta.
Avanzaron gateando y reptando sobre codos y rodillas, hasta llegar junto a la pared este. Allí prosiguieron entre chapoteos, pues la zona estaba anegada y era una auténtica cloaca. El hedor era insufrible y al caminar topaban con bultos flotantes que Darkos no quería mirar, pero gracias a que aquella parte se usaba como letrina no había nadie que pudiera verlos. A sus espaldas, alguien gritó en Nesita:
—¡Todo el mundo a formar! ¡A formar otra vez!
—Están buscando al tío que nos hemos triturado —dijo Toro.
—¡Corred!
El agua les llegaba por las rodillas. Intentaban avanzar sin hacer demasiado ruido, tarea casi imposible. La pared sur parecía eterna. Llegaron a un punto en que tuvieron que nadar, con las narices metidas en aquel albañal. A Rhumi la falda le flotaba y se le enredaba entre las piernas. Darkos tiró de ella, y notó la tibia carne de la chica bajo sus manos. Sabía que no era momento de pensar en eso, pero la sensación lo estremeció.
Nadaron unos cuantos metros y llegaron a unos escalones legamosos. Subieron por ellos y durante un rato pisaron en seco. Apenas se veía ya. A sus espaldas, vislumbraban luces lejanas entre el laberinto de columnas. Refrenaron el paso y siguieron caminando con más cautela. Por fin, llegaron al canal de agua potable. Darkos sabía que al otro lado estaba la pared norte, pero no podía verla.
Caminaron a ciegas al borde del canal. Rhumi había cogido la mano de Darkos y la apretaba tanto que le cortaba la circulación de los dedos, pero el muchacho no se quejó.
—La antorcha tenía que estar por aquí —dijo Toro.
—¡Maldita sea, debe de haberse apagado! —masculló Darkos.
—No tritures. De todas formas, tengo que abrir el candado al tacto.
Para no perderse, bajaron al canal. Rhumi resopló y se quejó de lo fría que estaba el agua. Darkos la agarró por los hombros. Estaba tiritando. Ella le acercó la cara al cuello y susurró:
—Gracias.
Después le dio un beso junto a la oreja, y a Darkos le pareció que se encendía una luz en las tinieblas.
—Ya he llegado —dijo Toro—. A ver… aquí está el candado.
—Necesitamos alfileres, Rhumi. ¿Tienes?
Rhumi se quitó un prendedor de hombro derecho y se lo dio a Darkos, que buscó a tientas a Toro y se lo entregó a su vez. Después, Rhumi le pidió que le hiciera un nudo en la túnica, para evitar que se le cayera. Darkos lo hizo y aprovechó para disfrutar otra vez del roce de su piel.
Se oyó un chasquido metálico.
—¿Qué has hecho? —preguntó Darkos.
—He partido el alfiler.
—¡No! —protestó Rhumi.
—Necesito una punta.
Darkos pensó que ya había vivido aquello, una discusión entre susurros y chapoteos, en la negrura más absoluta. Pero la sensación se le escapó al momento.
—¡Ya está! —anunció Toro—. Esto está triturado.
Le entregó el candado a Darkos, que se encogió de hombros y lo dejó caer al agua. Toro soltó una maldición y se quejó de que no podía abrir la reja, pues le dolía mucho el brazo. Darkos se acercó a él y tanteó buscando los hierros. Después tiró de la reja, sin conseguir nada. Se agachó para buscar algún pestillo o cerrojo y no lo encontró. Tomó aire y sumergió la cabeza. En el fondo había piedras y lodo que habían bloqueado la parte inferior de la reja. Entre Toro y él escarbaron con pies y manos hasta despejarla, y por fin consiguieron abrir una de las dos hojas metálicas.
—¿Qué te pasa en el brazo? —preguntó Darkos, mientras avanzaban a ciegas por el agua.
—Ese cabrón me ha clavado el cuchillo. Que lo trituren.
—¿Te duele mucho?
—No, ha sido al tirar de esa maldita reja.
Caminaron durante un rato, con el agua a la altura del pecho. Toro abría la marcha, Darkos le seguía con las manos en sus hombros, y Rhumi iba en último lugar, agarrada a la cintura de Darkos. El techo estaba tan bajo que a veces lo rozaban con la cabeza. Al cabo de unos minutos, Darkos sintió un soplo de aire fresco.
—Animo, nos queda poco —dijo.
—¿Por qué no paramos un poco, socio? —contestó Toro—. Estoy triturado.
—Pues no me tritures a mí y sigue.
—¿Por qué habláis siempre así? —preguntó Rhumi.
—¿Cómo hablamos? —dijo Toro.
Poco a poco la negrura empezó a mostrar matices. Un reflejo fugaz en el agua, la sombra de sus propios dedos al pasarlos por delante de los ojos. Al fin, vieron un semicírculo de claridad: la salida del túnel. Por desgracia, lo atravesaban las líneas verticales de otra reja.
—¡Mierda! —jadeó Toro.
—Tranquilo, socio. Apuesto a que tiene candado.
No lo había, pero los barrotes estaban tan separados y ellos habían adelgazado tanto en el encierro que consiguieron escurrirse entre ellos. Toro se quedó atorado a la mitad y Rhumi y Darkos tuvieron que tirar de su brazo herido, pero lograron sacarlo.
—¡Ay! ¡Me habéis triturado el brazo!
Delante de ellos tenían las aguas del lago Hatâr. Un círculo azul se reflejaba en sus aguas. Darkos levantó la mirada, vio a Rimom señoreando un cielo despejado y murmuró una plegaria de agradecimiento al dios de la noche.
Treparon por la orilla, que en aquel lugar era escarpada. Al subir un poco más, descubrieron que estaban en la isla de los Cien Arboles. Lejos a la izquierda se adivinaba la sombra de Islamuda, y sobre ella la Torre de la Sangre aparecía iluminada por un enjambre de luces que seguían el contorno de la rampa.
—Allí es donde nos habrían llevado, seguro —dijo Darkos.
Aunque no se veía a nadie por las inmediaciones, siguieron la orilla hasta llegar a un cañaveral, y allí, protegidos de la vista, descansaron un rato. Toro les pidió que le dejaran echar una cabezada, y prometió que luego intentaría nadar más rápido. Rhumi se apoyó en el hombro de Darkos y también se quedó dormida.
El no pudo conciliar el sueño. Seguía viendo la Torre de la Sangre entre los juncos. Reinaba un silencio extraño en la ciudad. Darkos conocía aquel lugar, pues era donde Hyuin, Toro y él habían escondido su canoa. Ahora ni siquiera las ranas croaban. Sólo le llegaba un lamento apagado, que no sabía si era del viento o un coro de voces lejanas.
—Hay que aprovechar que es de noche —se dijo, y movió un poco a Rhumi para despertarla.
—¿Qué pasa?
—Vamos a mi casa. Tengo un compartimento secreto. Ahí encontraremos comida, y nos podremos esconder unos días.
Después, con menos miramientos, sacudió a Toro por un hombro, pero su amigo no se movió. Darkos insistió con más fuerza. Al hacerlo, le rozó el cuello y se dio cuenta de que estaba muy frío. Se acercó a él y le llamó, le gritó, le aporreó y le dijo que dejara de triturar. Pero fue inútil. Darkos le puso el oído en el pecho y escuchó. No respiraba, ni le latía el corazón.
—¿Está muerto? —preguntó Rhumi, tapándose la boca con horror.
Darkos asintió. Levantó el brazo de Toro, y vio que tenía en la cara interior una cuchillada alargada y profunda. Ya había dejado de sangrar.
—Idiota —susurró—. ¿Por qué no me lo has dicho? Teníamos que haberte vendado. Te has muerto por idiota…
Rhumi se abrazó a él y rompió a llorar con sollozos profundos, incontrolados, que le estremecían el pecho. Darkos le acarició el pelo y se quedó mirando a la Torre de la Sangre. Pensó que Rhumi, que apenas conocía a Aruka, alias el Toro, estaba derramando las lágrimas que él, su amigo, no encontraba.
Rhumi giró la cara un poco, y su mejilla se rozó con la de Darkos. La tenía tibia por las lágrimas, y muy suave. Darkos le dio un beso muy suave, casi furtivo. La muchacha se volvió otro poco y le buscó los labios.
Así, sobre el cuerpo de su amigo Toro, el hijo de Kratos May dio y recibió su primer beso. Fue un beso largo y cálido, con el sabor salado de las lágrimas, alumbrado por la luz de Rimom, esposo de la diosa del deseo. Darkos supo que nunca lo olvidaría.
Taparon el cuerpo de Aruka, el Toro, con tierra de la orilla que arrancaron con las manos, y recubrieron el pequeño túmulo con cañas tronchadas. Después se dirigieron a casa de Darkos, caminando agarrados de la mano y escondiéndose entre las sombras siempre que podían. Pero no encontraron a nadie. Las mansiones blancas, el orgullo de los magnates Ilfataríes, eran un montón de escombros. El Martal, en su aborrecimiento por las ciudades, no había dejado ninguna pared que se levantara a más de metro y medio del suelo. Las mismas máquinas de asedio que habían batido las murallas de Ilfatar sirvieron luego para reducir a cascotes sus edificios.
Pasaron junto al bosque de Pothine donde tantas parejas se habían amado, pero ahora sólo era un cementerio, hilera tras hilera de árboles carbonizados que aún desprendían calor. Llegaron ante la casa de Darkos, y aunque el muchacho ya se lo esperaba, al ver la tapia derrumbada y la verja de la entrada convertida en un amasijo de hierro retorcido el alma se le encogió. Dentro del jardín, los setos habían sido quemados y los arriates arrancados. Los cadáveres de los mastines seguían en el césped, rodeados de moscas y enseñando los huesos en varias partes. También había cuerpos humanos, pero pasaron de largo sin fijarse en ellos, pues la muerte ya apenas los impresionaba.
La casa era una gran escombrera, donde se mezclaban paredes derribadas, ladrillos sueltos, vigas de madera tronchadas, puertas astilladas, restos achicharrados de cortinas y alfombras. El estanque del patio interior se había convertido en un apestoso muladar. La cocina estaba enterrada bajo un montón de cascotes, para desánimo de Darkos, que había pensado que tal vez encontrarían provisiones en ella.
Del costurero, que formaba un pequeño saliente en la pared sur, al menos se veía el suelo. Darkos le explicó a Rhumi que allí debajo estaba el compartimento secreto. En realidad, era un rincón de la bodega que habían tapiado para separarlo de ésta. La idea era que quien buscara escondrijos en la casa encontraría la bodega y ya no seguiría registrando.
—¿Cómo se entra?
Darkos barrió con las manos las piedras esparcidas por el suelo, y luego sopló, buscando las junturas de las baldosas. Pero apenas había luz.
—Tiene que estar aquí. Necesitamos algo fino para meterlo entre las losas y levantar la trampilla.
—Cuando amanezca tendremos más luz.
—No tri… Prefiero quitarme de la vista antes de que se haga de día.
Un chirrido sonó detrás de Darkos. El muchacho se levantó de un brinco y protegió con su cuerpo a Rhumi. Junto a una puerta rota, el suelo se estaba levantando. Darkos empuñó el cuchillo que le habían quitado al oficial Aifolu y que luego había recogido de entre las ropas de Toro.
A la cabeza que asomó por la trampilla le faltaba todo el pelo del lado izquierdo, pero aún así la reconoció. Era Asdrabo.
—Estáis haciendo tanto ruido como una manada de tetradontes. Bajad aquí de una vez, antes de que nadie os oiga.
Darkos sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, la suerte empezaba a sonreírle.