Narak

Cuando llevaba dos días encerrado, Derguín fue juzgado por el asesinato de Krust.

Aún era de noche cuando abrieron el ventanuco de la celda. El hombre cuyo rostro apareció en el hueco se presentó como Taerdas, alcaide de la torre de Barust, y le informó de que ese mismo día lo juzgarían.

—Ahora retiraremos la reja y bajaremos un arnés. Ten cuidado de no caer —le advirtió—. Por si se te pasa por la cabeza saltar al agua, debajo hay rocas afiladas que te destrozarán los huesos. Aunque sería una solución muy cómoda para todos, para mí el primero.

—En ese caso, no me tiraré.

—En la azotea te ataremos para que no escapes. Te advierto que conozco el truco de las aceleraciones. Cuando llegues arriba pondrás los brazos tras la nuca y te estarás quieto. Tengo a veinte arqueros con orden de acribillarte en cuanto bajes los brazos o rechistes, ¿entendido?

Derguín asintió con la cabeza.

—He dicho que si me has entendido.

—¡Sí!

Derguín aguardó un rato. El acantilado de enfrente estaba sumido en las sombras, pero ya conocía de memoria cada grieta y cada concavidad de su relieve. Pese a la túnica de lana que le habían dado la víspera, tiritaba de frío, y sabía que también tenía fiebre.

La rejilla empezó a subir con un estridente chirrido. Derguín apretó los brazos contra las paredes de la celda por temor a caer. Poco después bajó el arnés, que no era más que un ancla de barco. Derguín se agarró a la caña y se sentó sobre los brazos de bronce, enroscando los pies por debajo.

El ancla empezó a subir. Derguín observó que la reja, tirada por una cadena y un gancho, se había deslizado por unos rieles encastrados en la pared y ahora estaba justo encima del estrecho nicho de su celda. Después miró hacia abajo y comprobó que los escollos que había al pie del acantilado no prometían nada bueno. En su lenta ascensión, pasó por delante de otras celdas. Había dos vacías, y una tercera con un ocupante harapiento que dormitaba con la cara apoyada en los barrotes. La barba le llegaba hasta el ombligo.

Llegó por fin a la azotea de la torre. Los dos robustos carceleros que manejaban la cabria ayudaron a Derguín a bajar del ancla.

—¡Los brazos tras la nuca! —le dijo uno de ellos, el mismo que le retiró la comida el primer día.

Derguín obedeció y avanzó por el terrado con las manos enlazadas tras la cabeza. Le dolían las rodillas, pero era un placer caminar de nuevo.

El alcaide no había exagerado. Una media luna de arqueros lo vigilaba, con las armas tan tensas que podía oír el crujido de las maderas. Derguín, que guardaba un vago recuerdo de cómo lo hirieron en el puente de la Hoz y del sonido de sus propios huesos astillados, decidió que habría ocasiones mejores para utilizar la Tahitéi.

Sobre su cabeza, el sol empezaba a iluminar la cúpula dorada del Vigía del Sur, aunque la azotea de la torre de Barust aún seguía en sombras. El alcaide, apostado entre sus arqueros, ordenó a Derguín que se metiera en una estrecha jaula provista de ruedas que lo aguardaba en el centro del terrado. Derguín arrugó la nariz al entrar, pues la jaula olía a sangre y a pescado pasado. Cuando se quejó, el carcelero que cerraba los candados le dijo:

—El Fiohiortói que la ocupaba se puso tan violento que lo tuvieron que sacrificar aquí mismo.

—¿Habéis traído esta jaula del parque de fieras? ¿Tan poco respeto os merece un hermano Ritión?

—Los del norte no son Ritiones —le espetó el alcaide, que ahora que Derguín estaba de nuevo tras barrotes de acero se atrevía a acercarse. Taerdas se había puesto una coraza sobre la ropa, pero como era un tanto tripudo había tenido que dejarse desabrochada una correa en la espalda.

—Dejad que me bañe y me afeite.

—No digas sandeces.

—¿Qué impresión voy a dar en el juicio?

—La que tienes que dar: la de culpable.

Era casi media mañana cuando Derguín llegó enjaulado al tribunal, que se hallaba en la explanada de la Acrópolis. Era, en realidad, uno entre otros diez tribunales, el tercero en número de orden. Consistía en un hemiciclo de asientos de madera que crujían bajo los impacientes traseros de los cincuenta y un miembros del jurado. Cuando entró la jaula de Derguín, remolcada por los dos carceleros, se oyeron unos cuantos insultos. Un individuo que tenía aspecto patibulario se levantó para increparle:

—¡Somos trabajadores honrados y llevamos aquí desde el amanecer!

Derguín se arrepentía ahora de no haberse molestado en aprender los intríngulis de la política y la justicia de Narak. Tenía entendido que los jurados se sorteaban, pero el murmullo de hostilidad que lo había recibido le hizo sospechar que el juicio estaba amañado. Eso, o que los Narakíes lo odiaban más de lo que él había creído.

Derguín se quedó de pie en su jaula, en el centro del hemiciclo. A la izquierda había dos filas de asientos. En primera fila vio al politarca Agmadán. A su lado, para sorpresa de Derguín, se sentaba Neerya. La cortesana vestía un mantón y se había cubierto los cabellos con un pañuelo verde casi transparente. También estaba allí Rustaq, a la derecha de Agmadán, y en segunda fila el hijo de Krust. A Derguín le extrañó que hubiese asistido Neerya, pues no era costumbre que las mujeres acudieran a esos actos, y de hecho no estaba allí la mujer de Krust. Su viuda, se corrigió, pues aún no acababa de creer que su amigo estuviese muerto. Había más rostros, pero ninguno amistoso. Ninguno de sus Ubsharim había acudido. ¿Qué habría pasado con ellos? Un mal presentimiento le hizo estremecerse.

El arconte juez se incorporó en su sitial. Todos los asistentes se levantaron y los miembros del tribunal juraron por los dioses Vanta y Diazmom que en su decisión sólo tomarían en cuenta la verdad y la justicia. Después, el arconte juez dijo que, por haber sido un crimen de tanta trascendencia y por haberlo cometido un extranjero, la causa era pública. Por eso, el acusador no sería el hijo de Krust, que además era demasiado joven, sino Bernias, vicearconte de la familia de los Mirtúnidas y miembro del Consejo de Narak. Derguín recordó que, según Krust, aquel clan era de los más oligárquicos y estaba involucrado en la conjura.

Una conjura de la que sólo soy una pieza más, se dijo.

Bernias, un hombre ya entrado en años, se levantó y empezó su alegato. Derguín, dijo, había atentado contra el régimen político de Narak, ese delicado y armonioso equilibrio entre las virtudes tradicionales de los nobles y del pueblo. Mientras sonaban gruñidos de aprobación entre el tribunal, Bernias se extendió en un panegírico sobre Narak, recordando cómo gracias a su dominio del mar se habían mantenido independientes durante siglos.

Pero ahora, señaló tras una pausa dramática, un extranjero al que habían acogido con los brazos abiertos había intentado un golpe contra el régimen de Narak. (Derguín observó que nunca decía «democracia». Aquella palabra quemaba los labios de los oligarcas como asperón). Había creado un ejército de élite con el que, según él, defendería la ciudad. ¿De qué enemigos?, se preguntó Bernias. ¿Quién amenazaba a Narak, la dueña del mar? (Runrún de satisfacción entre el público. Derguín había observado que los murmullos se iniciaban siempre en los mismos lugares, pues había seis o siete hombres repartidos en posiciones estratégicas por el hemiciclo). ¿Quién se creía que era ese Zemalnit para llevar siempre la espada colgada a la cintura con la vaina hacia atrás, al modo Ainari, como si quisiera ensartar a alguien?

A continuación, Bernias pasó a los hechos. Muchos testigos habían presenciado la penosa discusión de unas noches atrás, cuando Derguín Gorión provocó en una fiesta al noble arconte Krust Barustán, y osó desenvainar su arma mágica contra él. Una acción vil y cobarde. Pero no tan cobarde como la de la noche siguiente, cuando se introdujo en su casa impunemente, valiéndose de su amistad con él, y lo decapitó sobre su propio lecho.

Bernias explicó los truculentos detalles. La cabeza de Krust había aparecido en el suelo. Había sangre por todo el lecho, y el cadáver presentaba quemaduras terribles en el cuello, tanto en la parte adherida al tronco como en la que había sido cercenada junto con la cabeza. Derguín asistía estupefacto, con las manos aferradas a los barrotes. Buscó la mirada de Neerya, pero ella le apartó los ojos. Es un burdo truco, quiso gritar. Le han quemado la carne después de cortarle la cabeza. Ni siquiera él sabía qué cortes dejaba Zemal en la carne, pues nunca la había usado contra un hombre. Pero, por los efectos que causaba en la madera y el metal, sospechaba que las heridas serían rectas, limpias y sin apenas señales de quemaduras.

Después, Bernias citó como testigo a Rustaq. El joven se levantó y leyó un pliego donde traía escrito su testimonio. En él explicaba cómo cinco noches atrás había acompañado a su tío a una fiesta en casa de la cortesana Neerya. A la mención de ésta, los miembros del jurado cuchichearon entre risitas y codazos y la señalaron con el dedo. Rustaq prosiguió explicando cómo, durante dicha fiesta, fue a buscar bebidas, dejando a Derguín y Krust enfrascados en una conversación. Estaban discutiendo sobre los Ubsharim, y Rustaq observó que la tensión crecía entre ambos, porque Krust reprochaba a Derguín que malgastara el dinero que él le entregaba para mantener aquel pequeño ejército. De hecho, su tío había recibido quejas de algunos Ubsharim, que pasaban privaciones porque Derguín derrochaba en sus propios lujos.

Derguín meneó la cabeza y se mordió los labios para no prorrumpir en insultos. Así que el bueno de Rustaq era un mentiroso y un traidor. Ya lo veía todo claro. La mano que manejaba los hilos era la de Agmadán, sin duda, a quien Krust y él creyeron que podrían engañar. Se imaginó a Rustaq, con su talante humilde, sugiriéndole a su tío que discutiera con Derguín como si aquello fuera un plan muy astuto, y a Krust aceptando la idea y adueñándose del plan ajeno.

—Aquella noche —siguió leyendo Rustaq—, Derguín Gorión acudió a nuestra casa para pedirle disculpas a mi tío Krust. Le dejamos pasar, y ambos se quedaron solos en los aposentos del arconte. Cuando pasó un largo rato, mi tía llamó a la puerta para preguntar si necesitaban algo. Como no obtuviera respuesta, me avisó a mí. Empujé la puerta con el hombro, pero estaba trancada por dentro, así que tuvimos que echarla abajo con ayuda de los sirvientes. Allí nos encontramos un espectáculo escalofriante. Mi tío Krust yacía sobre su lecho, decapitado, mientras que su cabeza nos miraba desde el suelo en un mudo gesto de terror. —A Rustaq se le quebró la voz y se enjugó una lágrima, entre comentarios de simpatía de los jurados—. La ventana estaba abierta, pues sin duda el asesino había escapado por ella. Al momento acudí al jefe de los vigiles a denunciar el crimen. Y eso es todo lo que tengo que declarar ante este honorable jurado.

Rustaq se sentó. Bernias prosiguió su alegato, ensalzando las virtudes del muerto y denostando la conducta del acusado. Para terminar, pidió a los miembros del jurado que dictaran veredicto de culpabilidad, y al arconte juez que condenara a Derguín a la pena para los extranjeros convictos de asesinar a un ciudadano: veinte azotes y crucifixión pública.

Derguín se dedicó a recitar raíces cuadradas. Las mentiras eran tan torpes y obvias que estaban desatando su ira, una emoción que le convenía refrenar, ya que tenía que defenderse.

Para su sorpresa, el arconte juez no le dio la palabra a él. Derguín recordaba que en los juicios los acusados hablaban en su propia defensa, pero al parecer había olvidado que era un forastero. El juez convocó al próxeno, el magistrado que se encargaba de los litigios entre los extranjeros domiciliados en la ciudad. El defendería al acusado.

Derguín conocía bien al próxeno, Ebrehad, pues tenía que presentarse ante él todos los meses para certificar el pago de su impuesto de residencia. Era del mismo clan que Agmadán, con lo que Derguín comprendió que la farsa se acercaba veloz a su fin.

Ebrehad empezó el discurso valorando la importancia de los extranjeros para las finanzas de Narak. Después hizo un elogio extenso, pero más bien convencional de la Espada de Fuego, el arma de los dioses. La parte más breve de su alegato fue la defensa de Derguín. El mismo, a pesar de la simpatía que albergaba hacia el reo, debía reconocer que las pruebas contra él eran sólidas, pues mucha gente había visto cómo la víspera del crimen amenazaba a Krust con la propia Espada de Fuego. Además, estaba el testimonio de Rustaq, y las terribles quemaduras del cadáver…

—¿Por qué no me clavas tú a la cruz, bastardo? —masculló Derguín.

…con lo que resultaba difícil defender un caso así. Pedía al tribunal clemencia, por consideración al honor de un guerrero conocido por poseer la Espada de Fuego.

—Aunque —terminó—, bien es cierto que tampoco ha realizado con ella proezas dignas de nombre, tal vez por su juventud.

El jurado pasó a votar sin deliberación alguna, pues la filosofía parecía ser que cada uno se formara su opinión sin influencias ajenas. Ante el sitial del arconte juez había dos calderos de bronce. Los jurados desfilaron entre ambos. Cada uno llevaba dos piedras, negra en una mano y blanca en la otra. Derguín observó desde su jaula que la mayoría metía ambas manos con los puños cerrados y soltaba las piedrecillas fuera de la vista. Pero uno de los miembros del tribunal echó la piedra negra en el caldero de la derecha y se volvió para hacerle una higa a Derguín, con lo que al menos le reveló cuál era el procedimiento: el recipiente válido era el de la derecha, y la piedra negra, como sospechaba, la de culpabilidad.

Dos funcionarios volcaron el caldero sobre una cesta. Desde la jaula de Derguín saltaba a la vista que las piedras blancas eran menos que las negras. El recuento indicó que había cuarenta y una piedrecillas negras y nueve blancas. Derguín escondió la cara entre las manos, pero luego pensó que aquello era dar placer a sus enemigos y miró a la cara del arconte juez para escuchar la sentencia.

—Oído el discurso del próxeno —declaró—, y en nombre de los ciudadanos de Narak, he decidido mostrar clemencia para Derguín Gorión. No se le someterá a escarnio público, sino que mañana al atardecer será decapitado en la torre de Barust, en mi presencia y la del politarca. Es la ley de Narak. ¡Proclamadla!

Para su última noche, lo encerraron en una celda interior, más amplia, pero también húmeda y oscura. Había un banco de piedra encalada, adosado a la pared. Le hicieron sentarse en él y le aherrojaron los pies con grilletes. Después le trajeron garbanzos, agua asperjada con vino y un trozo de pan. Pensó que era una comida un tanto mísera para ser su última cena, pero dio cuenta de ella.

No podía creer lo que le estaba ocurriendo. En su estado febril, había concebido una teoría que cada vez lo convencía más. Aún seguía en el santuario de Rimom, tendido junto a la oniromante. El frío que se había incrustado en sus huesos no se debía a que le hubieran quitado la Espada, sino a que estaba desnudo y tumbado en el suelo. Desde que acudió al oráculo de los sueños, todo se había convertido en una pesadilla desprovista de lógica. Sueños, pesadillas: no podía ser una casualidad. Todo formaba parte de la misma prueba a la que le estaban sometiendo los dioses.

Pero el temor que lo atenazaba parecía real. Tal vez su vientre encogido de miedo sabía más que él. Por si acaso, empezó a pensar en lo que haría cuando llegara el verdugo. No tenía a Zemal, pero aún era un Tahedorán, iniciado en los secretos de las aceleraciones, y también del Arbalipel, la lucha sin armas que practicaban en Uhdanfiún. Con ello tal vez no escaparía de la prisión, pero sí se llevaría a unos cuantos enemigos al infierno con él.

Porque ahora todos eran enemigos.

Mientras rumiaba planes lúgubres, la puerta de la celda se abrió. No puede ser. ¿Ya vienen?

—Tienes visita —le dijo el guardián—. Levanta los brazos.

—Levántamelos tú —contestó Derguín, mirando desafiante al carcelero y a los tres vigiles que le observaban con los arcos dispuestos.

—No seas idiota. Nadie va a matarte. Todavía.

Derguín vislumbró una figura que se asomaba tras el resquicio de la puerta y luego se escondía. Resignado, levantó los brazos, y el carcelero se los sujetó con otros grilletes que colgaban del techo. Ya está, pensó. Ahora, ni entrando en Urtahitéi podría esquivar las flechas de sus verdugos.

El visitante que entró a la celda era un hombre, no una mujer. Traía una linterna de luz escasa y vacilante, pero suficiente para alumbrar sus rasgos. Era Agmadán. El politarca despachó a los guardias.

—No te presentaste a la cena —le dijo con su sonrisa de dispepsia.

—¿Qué haces aquí?

—Vengo a salvarte la vida.

—Sé que eres tú quien ha asesinado a Krust, excelso Agmadán.

—Las evidencias te señalan a ti, y no a mí. Así lo ha comprendido el tribunal.

—Déjate de farsas. Estoy muy cansado.

Agmadán se acercó para examinar a Derguín a la luz de la linterna.

—Es verdad. Tienes mal aspecto.

—¿A qué has venido?

—Ya te lo he dicho. A salvarte la vida. Sólo te pediré una cosa a cambio.

—Pues hazlo.

—Que te vayas de Narak y no vuelvas más.

Derguín, a su pesar, entrevió una luz de esperanza. Huir de aquella ciudad, después del trato que había recibido, no le parecía ninguna maldición. Pero de momento no dijo nada y prefirió dejar que Agmadán siguiera hablando.

—Pero tengo algunas condiciones.

—Suéltalas.

—Te irás sin nada. La ropa que llevabas puesta cuando te prendieron, y nada más.

—La ropa. Ya. ¿Qué más?

—Nada más. Olvídate de tus pertenencias. Tu dinero, cualquier cosa que tengas, aquí se quedará. Sobre todo, olvídate de tus espadas.

—¿Mis espadas?

Agmadán bajó la linterna y se abrió la capa. Junto a su cadera izquierda sobresalía la empuñadura de una espada de Tahedorán.

—¿Para qué quieres tú a Brauna?

—Es un objeto valioso y bello. Me gusta poseer todo lo que es valioso y bello, como vas a comprobar ahora mismo. ¡Pasa! —añadió levantando la voz.

La puerta volvió a abrirse, y la mujer que había creído ver antes pasó al interior de la celda. Cuando se bajó la capucha que ocultaba su rostro, Derguín descubrió que era Neerya. Al punto sintió emociones contradictorias: alegría, esperanza, vergüenza de su estado, sucio y maloliente, y también rencor contra ella por haber presenciado el juicio sin mover ni una ceja.

Agmadán ciñó a Neerya del talle, la apretó contra su cuerpo y la besó. Ella se resistió unos segundos y después se resignó. Después, Agmadán obligó a la cortesana a mirar a Derguín y se puso detrás de ella. Sus manos hurgaron por debajo de la capa, acariciando el cuerpo de Neerya desde las caderas hasta el cuello. Ella miró a Derguín con ojos tristes y dos lágrimas rodaron lentamente por sus mejillas.

—Le debes la vida a Neerya. Ella ha acudido a mí para ofrecer su cuerpo a cambio de tu salvación. —Agmadán apoyó la barbilla sobre el hombro de Neerya y la besó bajo la oreja—. ¡El gran Zemalnit le debe la vida a los favores de una cortesana! Neerya ha jurado que obedecerá todos mis caprichos y no pertenecerá de nadie más.

—Me prometiste que nos dejarías solos un momento —dijo Neerya.

—No lo prometí. Sólo dije que «tal vez», y he cambiado de opinión. No sé qué ves en este jovenzuelo, pero no voy a dejar que le des el último beso. Ahora, márchate ya.

—No vas a…

Agmadán la volvió con violencia y le dio una bofetada. Derguín sacudió los grilletes, pero sólo consiguió que le lastimaran los tobillos.

—No empieces a incumplir tu palabra tan pronto, o te juro que yo mismo le arrancaré la lengua a tu amigo y me la comeré cruda —dijo Agmadán, con tal veneno en la voz que incluso Derguín creyó en su amenaza.

Neerya abandonó la celda tras dirigir a Derguín una última mirada que contenía toda la tristeza del mundo.

—De madrugada partirás en un barco —prosiguió Agmadán—. ¿Quiéres saber adonde?

—Me da igual.

—Como ya te he dicho, todo lo tuyo se quedará aquí. Neerya, tu espada de Tahedorán, tu casa… En realidad, tu casa ha ardido con todo lo que había dentro. Le ha pasado lo mismo que a tu escuela de guerreros.

—Mientes.

—No miento. Cuando se conoció la muerte de Krust, sus partidarios los demócratas entraron en cólera y subieron hasta la Buitrera para tomarse la justicia por su mano. Allí incendiaron, saquearon, mataron… La conducta habitual de los desharrapados. No sé si alguno de tus Ubsharim salvó la vida. Cuando los vigiles reunieron sus cadáveres, aún estaban demasiado humeantes para contarlos.

Derguín apretaba los dientes y miraba al suelo. No quería llorar, y tal vez no podía. Ni siquiera le quedaba ira. Sólo podía pensar que aquél era su final. Un triste final.

—Lo único que se salvó, porque tuvimos buen cuidado de arrebatárselo a la chusma, fue tu Espada de Fuego. No te preocupes, a nadie se le ocurrió tomarla de la empuñadura. Ahora está a buen recaudo en la Acrópolis, custodiada por más de cuarenta guerreros, por si alguna vez tuvieras la tentación de volver por ella.

—Dámela y me iré. No necesito más —masculló Derguín.

—No, tah Derguín. No te la daré. Nadie te la quitará, es cierto. Hasta el día que mueras seguirás siendo el Zemalnit. El menos glorioso de la historia, es cierto, pero el Zemalnit. Me voy, Derguín. No me des las gracias. Te desprecio infinitamente más que tú a mí, porque la capacidad de desprecio va en proporción con la nobleza de la sangre. Pero tu vida me parece un precio razonable a cambio de poseer el cuerpo más soberbio de Narak.

Sin una palabra más, Agmadán se dio la vuelta y salió de la celda. Derguín quedó colgado en la oscuridad, a solas con pensamientos que ya ni siquiera eran negros, sino más bien embotadas sensaciones casi animales.