Cercanías de Malib
Campamento de la Horda Roja

Durante varias semanas, la Horda Roja permaneció acampada a orillas del Argatul. Allí no les faltaba agua, aunque el río bajaba algo turbio después de atravesar la ciudad, y había un bosquecillo cercano del que cortaban leña. Sólo la usaban para cocinar, pues en la depresión excavada por el Argatul las noches eran mucho más cálidas que en las alturas mesetarias que habían atravesado para llegar a Malib. Entre la ciudad y el campamento corría un tráfago constante de mercaderes, acémilas, camellos, y también de tahúres, vinateros, mimos, curanderos, prostitutas y gentes de oficios varios destinados a entretener el ocio de los soldados y separarlos de su escaso dinero. De este modo, fuera del campamento de la Horda había brotado otro campamento informal, que al menor descuido de los vigilantes se extendía hacia la empalizada como un gran chancro. Vurtán había dado órdenes de mantener un perímetro de seguridad, y los hombres de su batallón obligaban a levantar pabellones y tenderetes todos los días y hasta prendieron fuego a un par de tugurios para escarmentar a los más osados.

Los días transcurrían sin que se tomaran decisiones claras. Se sabía que no era aquél el lugar donde la Horda iba a asentar sus reales, pues la reina había prometido concederles un feudo en Pasonorte, entre las montañas de Atagaira y los montes Crisios. Por otra parte, los Invictos deseaban entrar en acción, aplastar a unos cuantos enemigos para desanquilosarse y, sobre todo, apoderarse de su botín. La paga prometida llegaba en pequeñas dosis, como si el dinero fuera un tóxico recetado por un físico medroso.

Al menos, una vez llegados a Malib habían dejado de pasar hambre. Cada pocos días bajaban por el río lanchones y barcazas con barriles de cerveza y sacos de harina y patatas, e incluso una vez llegó un rebaño de avestruces de gruesos muslos, todo por cortesía de la reina. Pero los soldados que sabían echar cálculos los echaban y fruncían el ceño. Las monedas siempre andaban por detrás de las semanas de servicio, y muchos se preguntaban si lo que quería la Divina Samikir no era que por aburrimiento acabaran perdiendo la cuenta de lo que les adeudaba.

El duque Forcas pasaba cada vez más tiempo en la ciudad. Casi siempre marchaba con dos o tres compañías de escolta; pero a veces, si también acudía Ihbias, se llevaba a Kratos con él. Forcas no había vuelto a hablar con el general desde aquella noche. Cada vez que tenía que comunicar algo a Ihbias, recurría a un heraldo. Y Kratos tenía instrucciones de hacer conspicua su presencia cada vez que el general del batallón Jauría aparecía cerca del pabellón de mando.

Aidé no había vuelto a pisar la ciudad de Malib desde la noche de su llegada. A veces le pedía a Forcas que la llevara consigo, pues deseaba visitar los palacios y los templos de aquella urbe cuyo esplendor sólo había llegado a entrever. Pero el duque se oponía con diversas excusas y Aidé se cansó de insistir. Por una parte, la fascinación que despertaba Malib en ella se mezclaba con una sensación de repugnancia, pues algo, una extraña aprensión, la hacía intuir que bajo el oro y el mármol de los monumentos y las sedas y los afeites de sus habitantes se ocultaba una podredumbre moral que infectaba toda la ciudad. Además, prefería que el duque permaneciera lejos del campamento todo el tiempo posible, pues así evitaba las tediosas discusiones en las que él solía vencer por pura machaconería. Forcas era capaz de insistir sobre un argumento todo el tiempo que hiciera falta y abordándolo desde las ocho direcciones del viento si era preciso, mientras que Aidé se impacientaba, empezaba a gritar y a veces lanzaba los platos de auricalco como si fuera una discóbola Ritiona.

Al principio Aidé aprovechó estas ausencias para visitar el campamento. Los generales habían dado órdenes estrictas para evitar la molicie, de modo que los soldados se adiestraban mañana y tarde. La caballería realizaba maniobras complejas: formar grupos de cinco escuadrones, dividirse, cargar en formación de diamante, de cuña, dividirse en columnas, cruzarse al galope. Los jinetes practicaban el tiro con arco, aunque las armas que más utilizaban eran la espada y, sobre todo, la lanza de tres metros con la que practicaban arremetiendo contra estafermos de madera.

Aidé descubrió a Kratos mirando a los jinetes con una expresión que no supo si interpretar como envidia o nostalgia.

—Creía que eras un hombre de infantería —le dijo.

—Ahora no soy ni de infantería ni de caballería, señora. Pero estaba pensando en mi caballo, Amauro. Es más bravo que todos esos corceles juntos, pero ya está viejo. Antes, cuando tu padre mandaba en la Horda, competíamos con los demás en las pruebas de doma y de lucha, y llegamos a ganar algunos premios. Pero eso fue hace mucho…

Aidé se preguntó si la amargura que rezumaban las palabras de Kratos era por la decadencia de su caballo, o más bien por la suya. Amauro seguía siendo un animal de soberbia estampa. Negro como la noche, salvo por un lucero en forma de media luna, medía casi dieciocho manos hasta la cruz. Kratos acudía todos los días a la caballeriza para visitarlo. Aidé lo acompañaba en ocasiones, y había comprobado que el Tahedorán almohazaba en persona al caballo y le cepillaba las crines, mientras charlaba con él como si fuera un viejo amigo. Pero ya no montaba en él. Para esos menesteres tenía a Marteño, un tordo con la piel moteada, más pequeño y nervioso que Amauro.

—A Amauro le quedan muchas leguas que recorrer, tah Kratos —le dijo Aidé, rozándole el brazo con los dedos—. Igual que a ti.

Él sonrió un segundo, sin mirarla. Después se la llevó a presenciar las maniobras de infantería.

Las falanges embestían unas contra otras, armadas tan sólo de escudos y picas desmochadas. Tras el estrépito del choque, tanto fogosos como verdugos aplicaban los hombros a las espaldas de las filas delanteras y empujaban entre cánticos y risas, buscando expulsar a la falange enemiga de un campo delimitado por líneas dibujadas con tiza. Las fuerzas de las compañías estaban tan equilibradas que rara vez una de ellas retrocedía más de dos metros, aunque aquella maniobra simple y agotadora a la que llamaban presión se repetía horas y horas, hasta que los soldados se desplomaban jadeando, con calambres en las piernas y las costillas estrujadas entre sus escudos y los de los compañeros.

Las maniobras en falange (variaciones, desdobles, giros, virajes súbitos, huidas fingidas, reagrupamientos) ocupaban la mayor parte del tiempo. El poder de los infantes de la Horda radicaba en mantenerse unidos, hombro con hombro, y actuar como si cada compañía fuera un único organismo, un gigantesco soldado armado con doscientas puntas de acero, impulsado por doscientos corazones infatigables y movido por cuatrocientos pies que se clavaban en el terreno como estacas inamovibles. Pero también practicaban el adiestramiento individual. Enarbolaban lanzas y picas, las introducían a la carrera por aros de cuatro dedos de diámetro y las manejaban con ambas manos o con una sola siguiendo el compás de las trompetas y los gritos de los instructores. «Arriba, defender, ¡a fondo! Abajo, terciar, ¡a fondo! Arriba, cubrir, ¡a fondo!». Luego venían las sesiones de esgrima con la espada, y por último peleas con los propios escudos, pues hasta el broquel podía ser un arma ofensiva en manos de un Invicto.

Todo ello se hacía obedeciendo a la música de las trompetas. Kratos aseguraba que no eran los generales ni las ordenanzas quienes regulaban la vida de la Horda, sino las trompetas. Había más de cien toques para dictar las complejas maniobras que se ejecutaban en el campo de batalla, cuando las orejas estaban cubiertas por el fieltro y el metal de los cascos y ensordecidas por los gritos del combate. Aunque existían toques para cada arma, y en ocasiones para cada batallón y compañía, los Invictos, fueran jinetes, arqueros o infantes, debían conocerlos todos. Cada pocos días se realizaban exámenes a los que los soldados llamaban recitales, y quienes se equivocaban en reconocer los toques eran castigados con guardias o cocinas extra.

Aidé se había aficionado sobre todo a ver practicar a los arqueros. Aunque los hombres de infantería y caballería los miraban por encima del hombro, Kratos reconocía que eran un arma fundamental en la Horda. Muchos de ellos procedían de Malirie, una isla Ritiona célebre por su tradición de arcos largos. De Malirie eran los oficiales, y también los artesanos que fabricaban los arcos, tan habilidosos que los mejores eran capaces de construir uno en menos de dos horas. Estos arcos, al contrario que la refinada pieza de marfil, madera y cuerno que utilizaba Aidé para cazar, eran de una simplicidad engañosa. Los maestros arqueros elegían las mejores duelas de tejo o de fresno, y en aquellas tierras tampoco desdeñaban la madera de un árbol de aspecto coriáceo al que los nativos llamaban pirdu. Con ellos tallaban armas de una sola pieza, tan altas como los hombres que habían de manejarlas; la única concesión al adorno eran las guarniciones de cuerno que protegían los extremos y servían para enganchar las cuerdas de tripa. Tampoco tenían entalladura en el mango para descansar la flecha, pues los arqueros la sostenían sobre el dedo índice de la mano izquierda. Aidé trató de tensar un arco para disparar, pero apenas consiguió separar la cuerda dos palmos de la madera.

Acicateados por la visita de la hija de Hairón, los arqueros se esforzaban aún más. Clavaban sus flechas en el suelo, las recogían de una en una y las cargaban y disparaban a tal velocidad que los proyectiles silbaban en la línea de tiro como un vendaval. A cien metros, los blancos de mimbre quedaban tan destrozados que había que fabricar monigotes nuevos después de las andanadas. Arcaón, jefe de los arqueros, explicó que aquellas flechas podían perforar escudos de roble e incluso placas de metal. Animado por los ojos azules de la muchacha, le contó una de sus propias proezas, cuando en una batalla allá por el Norte atravesó la pierna acorazada de un jinete Abinio y lo dejó clavado a su propio caballo. Aidé estuvo a punto de soltar la carcajada, pero Kratos carraspeó.

—No es ninguna exageración —le explicó más tarde—. Yo mismo lo vi.

Pero las visitas por el campamento no tardaron en aburrirla. Gracias a las ausencias de Forcas se quedaba a solas con Kratos de vez en cuando, pero esos momentos que tanto había esperado eran una pesadilla.

Cuando estaban con más gente, como Ahri o la propia Ulura, le era más fácil hablar con él, e incluso se atrevía a soltar comentarios insinuantes. Pero si se quedaban solos los dos, le entraban sofocos, la sangre se le subía a la cabeza, se le desbocaban las palpitaciones y no era capaz más que de balbucir palabras incoherentes.

Según las novelas, aquéllos eran los síntomas del enamoramiento. Pero a Aidé le faltaba la certeza de estar enamorada, porque no podía creer que el amor fuese una sensación tan triste. No era sólo la melancolía de pensar que el hombre objeto de su deseo era inalcanzable por ser ella la concubina del duque; sino que era ese mismo hombre quien le infundía la tristeza. ¡Si al menos Kratos sonriera alguna vez! Pero el Tahedorán no cambiaba su gesto marchito, como si le faltaran fuerzas para tensar la comisura de los labios, y sus ojos parecían mirar más allá de las cosas, hacia algo que no podía alcanzar o que había perdido para siempre.

Una noche que Forcas estaba en el campamento llegó una misteriosa legación. Era tan tarde que un criado acudió a despertar al duque, pidiéndole mil excusas. Forcas se tomó un rato para acicalarse y elegir ropas apropiadas, y salió de la alcoba. Aidé esperó un tiempo prudencial, se echó la túnica por encima y caminó de puntillas hasta el resquicio por el que espiaba las conversaciones del duque.

Los tardíos visitantes eran cinco. Altos y encapuchados, vestían botas y capas de piel, bajo las que se oían tintineos de metal. Forcas, acompañado por Vurtán, Alpenor y el propio Kratos, les ofreció vino y frutos secos. Los embajadores se quedaron de pie, pese a que el duque insistió en que se sentaran.

Forcas, por su parte, tomó asiento al otro lado de la mesa que solía utilizar para despachar y escribir recados. Lo hizo con gesto cansado. Estaba más pálido de lo habitual y, aunque se maquillaba, apenas podía disimular las ojeras. También había perdido peso y últimamente, cuando se acostaba junto a Aidé, se quedaba dormido boca arriba sin acercarse a ella para convencerla de que hicieran el amor. A ella no le molestaba en particular aquella apatía, pero Ulura, que dormía cerca de ellos y conocía al dedillo su intimidad, le decía que la delgadez del duque y su actitud hacia Aidé no presagiaban nada bueno.

Los visitantes se quitaron las capuchas. Al hacerlo, sus cabelleras cayeron en cascada, cinco melenas rubias que a la luz de las velas brillaban como electro. Los rostros eran muy blancos, pero en ellos brillaban vivaces los ojos y los labios, maquillados de azul y rosa. Tenían pómulos altos, frentes rectas y narices finas. Su belleza era más propia de esculturas de divinidades que de mujeres reales.

Pues mujeres eran: las legendarias Atagairas. Una de ellas, la menos alta, que aun así medía cerca de un metro ochenta, se presentó como Tildara, hija y embajadora de la reina Tanaquil. Traía un mensaje de parte de la propia soberana para la Horda Roja.

—Aunque consideramos que todos los hombres son nuestros enemigos por naturaleza, las noticias de vuestras hazañas han llegado a nuestro reino.

—Es halagador saberlo —contestó Forcas—. Bebed, por favor.

—No tenemos tiempo para formalidades, señor de la Horda —dijo Tildara. La altivez de su voz sorprendió y complació a Aidé. Nunca había oído a una mujer dirigirse con tal aplomo a un hombre.

—En ese caso, comunicadme vuestro mensaje.

—Debéis volver a vuestro país, allá en el lejano norte. Estas tierras son nuestras.

Forcas se removió en el asiento y buscó la mirada de sus generales. El duque se sentía más cómodo con los circunloquios. Sin duda, la franqueza de la Atagaira lo había desorientado.

—Tengo entendido que estas tierras pertenecen a Malib y a su reina, la Divina Samikir, a la que nosotros servimos —contestó por fin.

—Te equivocas, señor de la Horda. Las Atagairas cabalgamos libres por los llanos que se extienden entre nuestras montañas y los montes Crisios desde mucho antes de que existiera la ciudad de Malib.

—No es eso lo que sostienen los Malabashares —intervino una voz nueva.

Ahri acababa de entrar por una puerta lateral y pasó casi rozando la ranura por la que se asomaba Aidé. Al parecer lo acababan de despertar de un sueño profundo. Se había afeitado las sienes según la moda de Malib, y en una de ellas se le veía un surco marcado por la manta o el borde de la colchoneta.

—¿Quién es este intruso? —preguntó Tildara.

—Aunque al parecer me hallo en vuestras tierras, aún tengo el privilegio de decidir quién entra en mi tienda, princesa de Atagaira —respondió Forcas con tono enérgico. Pero enseguida reveló su debilidad al ofrecer la explicación exigida por Tildara—: Este hombre es Ahri, filósofo y erudito de Pashkri. Está aquí como asesor en cuestiones de protocolo e historia.

—¿Y qué sostienen los Malabashares, erudito? —preguntó la Atagaira.

—Ellos os presentan siempre como agresoras e invasoras, tanto en sus textos como en sus pinturas y relieves —respondió Ahri, ahogando un bostezo.

—¡Nosotras ya estábamos aquí cuando ellos llegaron del sur! Pertenecemos a este lugar desde el origen de los tiempos, mucho antes de la oscuridad. La diosa Taniar y la dragona Iluanka nos otorgaron el dominio sobre estas tierras cuando sellaron su tregua hace más de veinte siglos.

—Es posible —contestó Ahri, sin inmutarse por la agresividad de la Atagaira—. Pero lo perdisteis hace seis siglos, cuando los Aifolu os aplastaron en la batalla de Pasonorte.

—Nadie ha aplastado nunca a las Atagairas. Fuimos víctimas de una traición.

—Lo mismo alegan todos los ejércitos que sufren derrotas —intervino Vurtán.

—Las Atagairas jamás…

—¡Por favor! —terció Forcas—. Ya que tanto os urge terminar la reunión, no prolonguemos esta discusión fútil. Exactamente, ¿qué solicita vuestra reina?

—Ya ha quedado dicho, duque. La reina Tanaquil no solicita nada. Exige que volváis a vuestras tierras.

—Por desgracia, no puedo complacer a vuestra reina sin faltar a la palabra que le he otorgado a la mía. ¿Tenéis alguna otra petición?

La Atagaira apoyó las manos en la mesa del duque y acercó su cara a la de él.

—Si interferís en nuestros intereses, si le tocáis un solo cabello a una Atagaira, yo misma, Tildara, os juro que los pocos de vosotros que sobrevivan no se atreverán a llevar nunca más ese jactancioso título de «Invictos» del que alardeáis.

Forcas se puso en pie y rodeó la mesa para encararse con la Atagaira.

—Pues yo, el duque Forcas, te juro que si vuelvo a verte en mi campamento, haré que te corten la cabeza y la claven en una pica. ¡El jefe de la Horda Roja no tolera amenazas de nadie!

La Atagaira sonrió desdeñosa y no retrocedió, pese a que tenía el rostro de Forcas a menos de un palmo.

—El día que vuelvas a verme en tu campamento —dijo—, no será como embajadora, sino como conquistadora, y mi cabeza estará detrás de la pica que te ensarte a ti, duque Forcas.

Aquella noche Forcas, que llevaba una semana sin tocar a Aidé, volvió a hacerle el amor como un poseso. Ella se dejó hacer en silencio, pensando que Kratos dormía o tal vez velaba en la parte común del pabellón. Su cuerpo parecía de madera, y cuando Forcas terminó, jadeando y empapado de sudor frío, Aidé tenía el rostro mojado de lágrimas que habían brotado sin que ella misma lo notara.

Kratos solía quedarse en el campamento, a disposición de Aidé y, si él así lo disponía, del duque. Dormía en el pabellón de mando, sobre una colchoneta rodeada por unos visillos que le daban cierta intimidad, pues no le agradaba la compañía de los guardias de Forcas, los chalecos morados, que a su vez lo trataban con una temerosa distancia. Mientras, el duque pasaba la mayor parte del tiempo yendo y viniendo entre el campamento y la ciudad.

Forcas sólo llevó consigo a Kratos en dos de estos viajes, y ambos coincidieron con la presencia de Ihbias en el séquito, algo que al Tahedorán no le pareció casual. La primera visita tan sólo duró un día, pero en la segunda pernoctaron en Malib. Las dos compañías de infantería que traían de escolta se alojaron en el primer nivel de la pirámide, mientras que los generales Ihbias y Alpenor se quedaron en el cuarto piso. Allí, al parecer, debían tratar asuntos de intendencia con el eunuco Barsilo y otros funcionarios. Pero Kratos sospechaba que los negocios iban a ocuparles mucho menos tiempo que los banquetes y francachelas, pues ya había comprobado que después de otras visitas similares volvían con ojeras y voces resacosas.

En cuanto a Forcas, se alojó en la séptima planta de la pirámide, donde se hallaban los aposentos de la Divina Samikir. Casi nadie tenía acceso a ese nivel, ni siquiera los más altos mandatarios de la ciudad. Para Kratos, los sacerdotes ingeniaron una solución de compromiso, pues durmió también en el séptimo piso, pero en el exterior, en un templete levantado sobre la terraza norte.

Después de una cena frugal mientras contemplaba la puesta de sol sobre la ciudad, Kratos se acostó sobre el colchón de plumas que le habían puesto como una atención especial. Era tan mullido que se hundía en él, así que acabó por tender una manta sobre las losas. Pero el sueño seguía sin acudir. Del exterior le llegaban el olor del incienso y el sonsonete de los sacerdotes de la Divina, que entonaban cadencias inacabables sin hacer pausas entre sus extraños semitonos, como si en vez de pulmones tuvieran fuelles inagotables. Se preguntó qué estaría haciendo Forcas dentro de la pirámide, aquel laberinto de piedra cuyo pálpito sentía bajo su espalda, como un corazón gigante.

Los soldados de la Horda lo tenían muy claro.

—El duque se dedica a fornicar con la reina de Malib, mientras la reina nos fornica a nosotros —le había comentado el malicioso Gavilán, en uno de los escasos apartes que habían tenido en los últimos días.

De pronto se oyeron gritos, y también trompetazos y tañidos de campanas. Kratos se levantó, ciñéndose el talabarte, y salió del templete. Había sirvientes y sacerdotes corriendo hacia la cara oeste de la pirámide entre gritos de excitación. Se echó la coraza sobre los hombros sin atarse las hebillas y tomó el yelmo bajo el brazo derecho. Después corrió por la terraza abriéndose paso entre los criados, cruzó la arcada que pasaba bajo la gran escalinata y llegó hasta la cara oeste.

Más allá de la muralla interior se extendían las calles donde moraban los más de quinientos mil habitantes de Malib: un enjambre de luces y edificios, un laberinto de formas geométricas que subían y bajaban siguiendo el relieve de la ciudad. Allí, donde las casas se agolpaban contra el muro exterior, se levantaban las llamas de un incendio. Un grupo de sacerdotes con túnicas amarillas, sienes afeitadas y rostros maquillados de albayalde señalaban hacia el fuego mientras hacían nerviosos comentarios.

—¿Qué ocurre? —preguntó a uno de ellos, tirándole de la manga.

El sacerdote trató de explicárselo, pero Kratos apenas entendió nada, pues hablaba muy rápido y apenas separaba los dientes.

Kratos oyó un himno en Ainari, uno de tantos que se cantaban en la Horda. Bajó la mirada a la plaza. Allí, por una de las avenidas blancas que ahora se veía verde bajo la luz de Shirta, corrían varios pelotones de soldados de Malib. Tras ellos, con pisadas rítmicas, formando un cuadrado casi perfecto, corría la compañía Liebre, del batallón Sable, una de las dos que había escoltado al duque desde el campamento.

Al oírlos cantar, a Kratos se le hizo un nudo en la garganta. En parte era inquietud, y en parte deseos de entrar en acción. Si bajaba corriendo las escalinatas que llevaban hasta la plaza, aún los alcanzaría antes de que llegaran a la muralla interior. Pero no podía hacerlo sin la autorización de Forcas.

Corrió de vuelta a la cara norte de la pirámide. A pocos metros del templete donde se alojaba, había un amplio pasillo de sección trapezoidal. Al fondo de la galería, ante una puerta de jambas chapadas en oro batido, montaban guardia dos filas de soldados. Los de la derecha eran Malabashares, con cotas de escamas doradas, y los de la izquierda, chalecos morados del duque. El sargento de guardia, el mismo a quien Kratos le había puesto el diente de sable en el cuello, le salió al paso.

—¿Sucede algo, capitán?

—Sí. Quiero ver al duque.

—Ha ordenado que no se le moleste mientras esta puerta esté cerrada.

La actitud del sargento hacia Kratos era ambigua. Lo temía, pues lo había visto en aceleración y sabía que podía moverse como un relámpago. Por otra parte, seguía desdeñándolo y le guardaba rencor por la posición que ocupaba en el pabellón de mando.

—Es una orden, sargento.

—Que contraviene una orden directa del duque, capitán. Además, con todos los respetos, no eres mi superior directo.

Kratos sabía eso. En sentido estricto, él no era superior de nadie, ya que desempeñaba el puesto de guardián personal de Aidé. Su capitanía sólo era un rango vacío. Y el sargento era tan consciente de ello como él.

Los soldados Malabashares observaban divertidos la discusión, mientras que los centinelas de Forcas estaban más alerta, pues no sabían muy bien a qué atenerse.

—¡Esas órdenes ya no valen! —exclamó Kratos—. ¡Ha surgido una emergencia! ¡Déjame pasar ahora mismo!

—Te he dicho que no puedes pasar, capitán.

—¡Apártate!

El sargento estaba sudando por debajo del yelmo, pero no se movió.

—Vuelve a tu puesto, capitán.

—No te atrevas a decirme lo que debo hacer…

En ese momento, la jamba izquierda se abrió hacia dentro, y por el hueco apareció el duque. Tenía el cabello revuelto y venía atándose el ceñidor. Por debajo de la bata púrpura estaba desnudo.

—¿Qué pasa aquí?

Kratos apartó sin miramientos al sargento y se acercó a Forcas. Al hacerlo percibió un olor más intenso que el de las maderas aromáticas que ardían en el pasillo. Era el perfume de Samikir. Se preguntó si la reina estaría al otro lado, o si habría más paredes y puertas separándolos de su divina y desnuda presencia.

—Duque, acabo de ver cómo se movilizaba a la compañía Liebre.

—Lo sé. Yo mismo lo he autorizado.

El gesto de Forcas era ausente. Sus ojos parecían vacíos, y su voz falta de tono, como un arpa con las cuerdas flojas. A Kratos le pareció más drogado que somnoliento.

—¿Qué ocurre, duque?

—La turba de Malib. Una algarada callejera. La reina ha pedido que la sofoquemos. —Forcas parecía haber olvidado su prolija sintaxis, y hablaba como si cada frase fuera una pesa de bronce que tuviera que levantar.

—Solicito permiso para participar en la acción.

Forcas sonrió sin asomo de alegría.

—Me complace tu valor. Pero te quedarás en tu puesto.

—Señor…

—No. Duerme bien, tah Kratos.

El duque cerró la puerta, pero el perfume de la reina siguió flotando en el aire. Kratos se dio cuenta de que provocaba en los guardias un efecto tan perturbador como en él, pues varios empezaron a balancearse sobre los pies, mientras otros se rascaban la nuca nerviosos o resoplaban.

—Ya lo has oído, capitán —le dijo el sargento, con una sonrisa petulante—. Vuelve a tu puesto.

—Tú y yo ya arreglaremos cuentas —se despidió Kratos. Mientras se alejaba, le pareció oír a su espalda risas sofocadas. No me extraña que me desprecien, se dijo. No soy nadie.

El incendio siguió toda la noche, y de cuando en cuando el viento traía gritos lejanos y repique de campanas. La compañía Liebre volvió casi al amanecer. Kratos, que no había pegado ojo, observó que traían a varios hombres en parihuelas.

A mediodía, durante el camino de vuelta al campamento, Forcas no mencionó siquiera el incidente. Se había dado un toque de carmín en los labios y también se había maquillado las ojeras para que no pareciesen tan negras. Entre sus propios guardias se daban codazos y hacían comentarios jocosos sobre la nochecita que debía haber pasado el duque. Pero Kratos no encontró en él el gesto relajado ni la mirada soñadora, huellas que suele dejar una noche dedicada al amor, sino más bien la tensa fatiga que se experimenta antes de una batalla largo tiempo esperada.

Kratos aprovechó el ensimismamiento del duque para rezagarse y hablar con Frínico, el capitán de la compañía que había acudido a reprimir la algarada. En el centro de la comitiva viajaba una carreta cubierta por una lona donde llevaban a los camaradas muertos. Los hombres desfilaban a ambos lados, cabizbajos y muchos de ellos con brazos, piernas o cabezas vendadas. Hablaban entre ellos, pero no con los comentarios jactanciosos propios del día después de una batalla, sino con susurros perplejos y preocupados.

En uno de los traqueteos, la lona trasera del carro se abrió y apareció una mano pálida. Frínico hizo parar al cochero, colocó el brazo sobre el pecho del cadáver y después ató de nuevo los cierres de la lona. Kratos observó que había al menos cinco cuerpos en el carro.

—Nueve —le precisó Frínico—. He perdido a nueve hombres, sin contar los heridos.

En una compañía como la Liebre, nueve muertos suponían casi una baja por cada veinte hombres. Pérdidas más propias de una batalla campal, de las que apenas se libran una o dos por guerra, y no de un combate callejero.

Frínico, con ojos enrojecidos, le contó a Kratos lo que había pasado. Era muy joven, apenas veinticinco años, y desde que tenía el mando de la compañía nunca había visto morir a ninguno de sus hombres. Su padre era también su superior, el general Alpenor, que ahora viajaba en vanguardia junto al duque. Pero quienes conocían bien a Frínico, sabían que había conseguido el puesto por su valía y no por influencias.

—Estábamos cenando —explicó—. Una cena opípara, con vino abundante y flautistas ligeras de ropa. Entonces apareció ese eunuco alto y gordo…

—Barsilo.

—Sí. Nos dijo que el duque quería que acudiéramos al barrio de los Caldereros, a reprimir una revuelta. Aunque mis hombres estaban un poco cargados, formaron enseguida y sin protestar. Pero yo me negué a salir a menos que un superior me confirmara la orden. Al cabo de un rato bajó Ihbias, y nos dijo que él mismo iba a dirigir la operación.

—¿Ihbias? ¿Qué pintaba él mandando a una compañía de otro batallón?

—Poco. Estaba tan borracho que cuando se quiso atar las grebas se cayó de bruces al suelo. Cuando se llevaron en andas a Ihbias, apareció Alpenor, —Frínico nunca se refería al general como su padre— y confirmó la orden. «Cuidado con las encerronas», me dijo, «y no pongas en peligro a tus hombres».

Y el caso es que habían caído en una. Al principio la multitud de amotinados no se enfrentó a ellos, sino que se fueron retirando hacia la muralla exterior. Pero cuando llegaron a una plaza cuadrada, los atacaron a la vez desde todas las azoteas que la rodeaban. No sólo les cayeron ladrillos y tejas, como era de esperar en una emboscada callejera, sino también venablos y flechas, entre gritos de «¡Profanadores!» y «¡Fuera de Malib!». Tres soldados sufrieron quemaduras graves, pues les habían arrojado aceite hirviendo. Los atacantes estaban demasiado organizados para ser simples alborotadores, en opinión de Frínico. Los hombres de la Horda se retiraron de la plaza, y Frínico ordenó asaltar las casas de las que había partido el ataque. Pero cuando llegaron a las azoteas ya no había nadie en ellas. Los asaltantes tendían escalas horizontales entre terraza y terraza para cruzar entre los edificios, y luego los retiraban.

—Era una trampa, Kratos.

—¿De quién?

—No lo sé. Alguien habló de los «Rasgados», pero no sé a quién demonios se referían. ¿Qué más da? Toda esa ciudad es una inmensa ratonera. —Frínico bajó la voz—. ¿No ves al duque? Lo mismo que le está haciendo a él la reina, nos hace a nosotros la ciudad. Nos seduce, nos compra, nos embriaga… y nos envenena. —El joven capitán meneó la cabeza—. Ojalá nos vayamos de aquí cuanto antes. Prefiero pelear de frente con mi compañía contra los cien mil hombres del Martal antes que patrullar por esas calles de nuevo. Los efluvios de Malib son ponzoñosos, Kratos.

Al día siguiente, Kratos acudió a la barbería para afeitarse la barba y rasurarse el cráneo. Durante muchos años lo había hecho él mismo, pero el hombro le dolía tanto al levantarlo que apenas podía mantener el brazo horizontal unos segundos. De hecho, estaba tan desesperado por su lesión que después de la pelea contra Murtim, el campeón de Malib, había decidido confesarle su secreto a Zagreo. El médico, tras jurarle que no se lo contaría a nadie, le recetó unos masajes que él mismo le aplicaba por las mañanas. Eran muy dolorosos y profundos, pues, según la teoría de Zagreo, había que clavar los dedos hasta los mismos tendones para calentar y remover los humores naturales del cuerpo. Con paciencia, los poderes curativos de esos mismos humores acabarían aliviando la inflamación. De momento, la terapia seguía en el primer estadio, el dolor, y Kratos dudaba de alcanzar alguna vez la fase de alivio.

Cuando Kratos se sentó en la butaca del barbero, dispuesto a oír una nueva ración de chismorreos de campamento, la puerta de lona se abrió y por ella asomó el rostro arrugado y sonriente del sargento Gavilán.

—Eh, cortapelos, vete a dar un paseo, que hoy el capitán Kratos tiene otro barbero.

—¿Quién lo ordena? —preguntó el barbero, con cara de malas pulgas.

—Estas monedas de cobre que valen por tres servicios, y por jarra y media de buen vino.

El barbero rezongó un rato, pero cogió los ases y salió de la pequeña tienda donde tenía instalado su negocio. Gavilán colocó una toalla sobre los hombros de Kratos y vertió agua caliente en una palangana.

—¿Piensas afeitarme de veras, sargento?

—Bah, usar una navaja no debe ser más difícil que manejar una lanza.

—Si me cortas una oreja haré que te pongan en el cepo.

—La vida es riesgo, capitán. —El sargento humedeció la cabeza de Kratos con una brocha, y luego empezó a rasurarle la coronilla de abajo arriba—. Es difícil hablar contigo con tantos chalecos morados a tu alrededor.

—Me gustan aún menos que a ti, sargento. Tengo que aguantarlos todo el día.

Mientras lo afeitaba, Gavilán le contó algunos chismes del campamento, y aprovechó para consultarle dudas sobre el mando de la compañía. Como sargento más veterano, Vurtán lo había convertido en oficial provisional, con la promesa de ascenderlo a capitán en un par de meses si cumplía bien con su deber.

—¿Así que vamos a ser compañeros, sargento? —preguntó Kratos.

—Si eso ocurre, se demostrará que cualquier inepto puede llegar a oficial. Por supuesto, no lo digo por ti, capitán.

Kratos tenía la barbilla levantada para dejarse afeitar el cuello cuando entró un nuevo cliente. Al principio no lo reconoció, pues vestía ropas de Malib y traía las sienes rasuradas; pero en cuanto se fijó en los ojos saltones y la nuez prominente se dio cuenta de que era Ahri. El erudito, al ver a Gavilán oficiando de barbero, se quedó en pie, desconcertado. Pero el sargento sacudió otro asiento para limpiarlo de pelos y se lo ofreció.

—Siéntate. Hoy toca afeitado gratis.

—Hacía días que no te veía por la tienda del duque, Ahri. ¿Te has convertido en Malabashar de adopción? —preguntó Kratos, refiriéndose a sus sienes.

—Más bien me he convertido en Atav, si quieres hablar con propiedad, capitán —respondió Ahri—. Los Khrumi también son Malabashares y, sin embargo no se afeitan las sienes.

—Malabashares, Atavi, Malibíes… Esos distingos me vuelven loco —dijo Gavilán—. Para mí todos son los mismos cabronazos que nos han hecho venir aquí para cocernos al sol y no pagarnos un cobre.

—¿Por qué te has disfrazado así, Ahri? —preguntó Kratos—. ¿Trabajas de espía?

El erudito se pasó las uñas por la sien, que sonó áspera como esmeril. Sin duda necesitaba un afeitado si quería seguir pasando por habitante de Malib.

—Más o menos. El general Vurtán quiere información de primera mano.

—Pensé que tu señor era Forcas.

—Forcas anda un poco distraído con otros menesteres.

—¿Ahora llaman «menesteres» al fornicio? —preguntó Gavilán.

—Sargento… —le reconvino Kratos.

—Como sea —prosiguió Ahri—, el caso es que el general Vurtán quiere saberlo todo sobre Malib. Así que llevo días callejeando y tomando notas para dibujar un plano completo de sus edificios, sus cuarteles, sus cisternas, sus fuentes y hasta sus burdeles, que son numerosos y de variada índole. ¡Esa ciudad es un auténtico laberinto! ¿Sabíais que tiene tres mil setecientas cuatro calles, sin contar las travesías que…?

—Tus números me apasionan, pero prefiero saber más sobre sus habitantes. ¿Qué puedes contarme sobre los disturbios de la otra noche, en el sector oeste?

—Me temo que nada. Sólo informo ante Vurtán.

—No nos vengas con remilgos —intervino Gavilán—, que nosotros te dejamos acompañarnos al oráculo.

—El sargento tiene razón —dijo Kratos—. No le contaremos a nadie más que lo que tú nos permitas contar. Es lo que me dijiste cuando te permití venir con nosotros.

—Tienes buena memoria, tah Kratos.

—No tanta como un Numerista, pero…

Kratos dejó la frase colgando. Ahri chasqueó la lengua. Estaba deseando hablar, y sólo era cuestión de ofrecerle una excusa para que no se sintiera culpable por ello.

—La ciudad lleva revuelta varios días, aunque anteayer fue la jornada más violenta —explicó—. El pueblo se empeña en que la reina reconstruya el oráculo de Eleris, pero ella se niega. El oráculo se ha opuesto a menudo a su política. La paja que dobló el espinazo del camello fue hace un año, cuando Samikir quiso terciar en una disputa entre la ciudad de Lirib y unas villas cercanas para, de paso, anexionárselas. La sibila dijo que si actuaba así provocaría una guerra injusta. La reina no se atrevió a oponerse frontalmente al oráculo, así que se tragó su orgullo.

—Entonces le vino de perlas que esa bestia de Ihbias arrasara el santuario —dijo Gavilán.

—Así parece. La reina, por boca de sus funcionarios, le comunicó a la plebe que los culpables ya habían sido castigados. Y cuando le exigieron que reconstruyera el oráculo, dijo que no tenía fondos, pues ese dinero lo había empleado en pagar al ejército de mercenarios.

—Buena manera de conseguir que nos tengan aún más cariño en Malib —comentó Gavilán.

—Los Malabashares en general, los Atavi en particular y aún más los Malibíes no miran con buenos ojos a los extranjeros, sobre todo a los que vienen del norte. Así que desviar las iras del pueblo hacia nosotros ha sido tarea fácil para la reina y sus funcionarios.

Kratos recordó lo que le había dicho Frínico durante el camino de regreso.

—¿Qué sabes tú de los Rasgados?

—¿Has oído hablar de ellos? En cierto modo, son parientes tuyos.

Gavilán aplicó un bálsamo sobre la cara y el cráneo de Kratos, y luego se dispuso a afeitar las sienes de Ahri. El erudito volvió la cara y lo miró con un gesto de desconfianza.

—Tranquilo —le dijo Gavilán—. El capitán tenía tanta superficie por afeitar que ya he adquirido experiencia suficiente para montar mi propia barbería.

—¿Qué quieres decir con «parientes»? —preguntó Kratos.

—Si lo recuerdas, cuando visitamos el Aural te conté que era una explotación Ainari, de los tiempos en que el emperador Minos llegó hasta estas tierras.

—Sí.

—Esos derrubios no son la única huella de Ainar que quedó en Malabashi. En la parte norte de Malib hay un distrito llamado Asharat. Está rodeado por una pequeña muralla, como una ciudad dentro de otra ciudad. He intentado entrar un par de veces, pero no me lo han permitido, aunque conseguí un salvoconducto falso de las autoridades de la pirámide. Allí vive una colonia de Ainari.

Kratos asintió, acordándose de Biyómides y Dolmatus, los gemelos de ojos rasgados que se habían acercado a él tras su duelo con el campeón de Malib. Rasgados. Claro.

—Esos Ainari llevan aquí más de trescientos años. Se afeitan las sienes como los Atavi, pagan tributo a Samikir y contribuyen a las levas cuando se les exige, pero conservan su lengua y algunas de sus costumbres. Sospecho que los vecinos de Asharat le tienen más fidelidad al emperador de Ainar que a la reina de Malib.

Kratos volvió a asentir. Asharat. El nombre de aquel barrio era una versión Malabashar de Asheret, y así era como se llamaba la esposa del legendario Minos Iyar.

—¿A qué se dedican esos Rasgados? —preguntó.

—Por lo que sé, viven como los demás Malibíes. Hay comerciantes, artesanos, médicos, campesinos con fincas en las afueras… Pero se dice que todos guardan panoplias completas en sus casas, y que podrían reunir hasta un total de cuatro mil hombres.

—Eso es casi media Horda —dijo Kratos—. No me gusta nada.

—¿No te alegras de tener hermanos Ainari aquí, en el fin del mundo? —preguntó Gavilán, mientras pasaba a la sien izquierda de Ahri.

—Mis únicos hermanos son los Invictos. ¿Se lo has contado al duque, Ahri?

—Sí, pero no parece muy preocupado. Quien sí lo está es Vurtán. De hecho, comentó lo mismo que tú: «Eso es casi media Horda».

—No me gusta nada —repitió Kratos, pensativo—. Cuanto antes nos alejemos de esta ciudad, mejor para todos.

—Pues aún te gustará menos lo que averigüé ayer mismo.

—¿De qué se trata?

—Los Aifolu han arrasado Ilfatar, y ahora están devastando el sur de Ritión. Según los rumores, es muy posible que vengan hacia Malabashi. Pero el caso es que mis informadores no parecían preocupados.

—Esta gente es tan calmosa que sólo se preocupará el día que les caiga en la cabeza un trozo del Cinturón de Zenort —dijo Gavilán.

—Tal vez paguen a los dioses para que eso no ocurra —repuso Ahri—. Es lo que han hecho con el Martal. Un millón de imbriales para que no se acerquen a menos de tres jornadas de Malib.

Gavilán silbó entre dientes.

—Con eso podrían habernos pagado a nosotros…

—El sueldo de tres años y medio —dijo Ahri—. Ya lo había calculado.

—¡Serán hijos de mala madre! ¡Y a nosotros nos escatiman el dinero!

Kratos no contestó. Un millón de imbriales, se repitió. Ni siquiera podía concebir esa cifra. ¿Cuántos cofres llenarían tantas monedas? ¿Qué podía comprarse con ese dinero?

La respuesta estaba clara: podía comprarse seguridad. Siempre que los Aifolu respetaran el pacto.

Definitivamente, lo mejor que podía hacer la Horda era alejarse de aquella ciudad.