Ven a Etemenanki…
Derguín soñaba que estaba en un lugar alto, mucho más allá de las nubes. De pronto sintió que se caía y echó las manos adelante.
Topó con unos barrotes de metal. Tardó un instante en hacerse cargo de la situación y comprender que ya no estaba tumbado, sino al borde de una especie de balcón tan alto como él. Acercó la cabeza a la reja. Estaba asomado al vacío, por encima del mar. Frente a él se alzaba un acantilado rojizo contra el que se estrellaban las olas.
Rozó los barrotes y sintió su filo rugoso por el óxido, una textura demasiado real para tratarse de un sueño. Estaba desnudo, tal como se había acostado junto a la oniromante. Ahora tenía frío. Le faltaba algo para entrar en calor, pero no tardó en darse cuenta de que no era la ropa. Zemal pensó. Hacía horas que no la tenía cerca de sí.
Se preguntó si seguía en alguna estancia del santuario de Rimom. En cualquier caso, ya era de día. Trató de apartarse de los barrotes para explorar el resto de la sala, pero su espalda chocó con una pared. Cuando quiso girar le fue imposible. Estaba en una celda con paredes de piedra, tan estrecha como un cajón. Ni siquiera podía sentarse.
En el suelo, entre sus pies, había un agujero redondo por el que apenas cabría un puño. Una letrina, sin duda. De modo que había aparecido en una mazmorra, a la que le faltaba una pared, sustituida por la reja que se asomaba al acantilado. ¿Qué hacía allí? Es el sueño, se dijo. Estoy soñando, se repitió machacón. Soñando, soñando.
El corazón le palpitaba cada vez más rápido, agobiado por la estrechura del lugar, pues no bien hacía el menor movimiento sus hombros, su espalda o sus nalgas topaban con la áspera pared de piedra. Cerró los ojos y empezó a recitar números primos. Cuando llegó al 193 sus latidos se habían calmado un poco, y abrió los ojos. Sólo tienes que esperar. Sin duda lo estaban sometiendo a una prueba en el santuario y de su serenidad dependía que hiciera un papel digno.
Examinó la celda con más atención. El único accidente que su exploración reveló en aquella diminuta geografía fue una portezuela de madera junto a su cabeza, a la derecha. La empujó con la mano y comprobó que estaba cerrada. En cualquier caso, no tenía más de un palmo de ancho. Huir por allí era impensable. Entonces, si no había forma de salir, ¿cómo había entrado?
Sólo podía ser por la reja. Volvió a arrimar la cara, incrustó la nariz entre los barrotes y, a fuerza de clavarse las aristas en las mejillas, consiguió mirar un poco a los lados. Lo único que pudo apreciar fue que no había candados. La pared seguía, pero tenía tan poco ángulo para mirar que enseguida la perdía de vista.
¿Por qué estaba allí? ¿Cómo había entrado? ¿Quién lo había llevado? Demasiadas preguntas. Si trataba de contestarlas todas se volvería loco. Cerró los ojos e intentó relajarse.
Su sueño. Había acudido al oráculo pidiendo una señal de Mikhon Tiq y había recibido una llamada de socorro de su amigo. Aun sin la interpretación de la oniromante, Derguín estaba convencido de que el sueño había surgido por la puerta de cuerno y, por tanto, era fiable.
Ahora ya sabía adonde se habían llevado a Mikha. Etemenanki. Según la Geografía de Tarondas, aquél era el edificio más asombroso del mundo, una construcción de proporciones sobrehumanas, más alto que las montañas que moldearon los dioses cuando crearon el mundo. El propio Tarondas confesaba que sólo la había visto de lejos, y cuando decía de lejos se refería a una distancia de más de cien kilómetros, en un día de una claridad excepcional en que la gran torre se columbraba como una masa azulada que ascendía hasta fundirse con el cielo. Su inmensa base hundía los cimientos en la península de Iyam, tierra de los Fiohiortói, los mismos inhumanos que hacía más de trescientos años sojuzgaran Tramórea bajo el mando de su soberano hechicero, el Rey Gris.
Derguín trató de recordar las historias que había leído sobre aquella torre. Se contaba que los hombres la construyeron para escalar el Bardaliut, la morada de los dioses, y que por tal razón los poderosos Yúgaroi declararon la guerra a los humanos y lanzaron el fuego celeste sobre Etemenanki. Pero los cimientos de la torre estaban anclados a las raíces del mundo. Los dioses no lograron destruirla del todo, aunque desde entonces su cúspide quedó mutilada y ya no alcanzaba el cielo.
Según el sueño de Derguín, quien atormentaba a Mikha en aquel lugar era el Rey Gris. Muchos cuentos de terror con los que lo habían asustado de niño tenían como personaje a aquel misterioso hechicero sobre el cual se sostenían afirmaciones contradictorias. Que era un guerrero acorazado de más de tres metros de altura cuyos ojos despedían rayos abrasadores; o bien un brujo achacoso que se mantenía vivo bañándose todos los días en sangre de doncellas; o que, en realidad, el nombre de Rey Gris ocultaba a toda una dinastía de soberanos que llegaban al poder asesinando a sus antecesores y devorando sus corazones.
En conclusión, Derguín no sabía nada cierto sobre aquel personaje.
Tres siglos antes, Minos Iyar se había enfrentado a las huestes del Rey Gris y las derrotó gracias a la Espada de Fuego. Pero Derguín no era Minos Iyar. Aún peor, Derguín no tenía la Espada de Fuego. Y necesitaba recuperarla pronto o se volvería loco.
—¿Dónde demonios estoy? —gritó, abriendo los ojos.
Frente a él seguía el mismo acantilado. Ya no le daba el sol, y su color rojizo se había vuelto cárdeno.
A su derecha sonó un golpe seco. El portillo se abrió hacia el exterior y en el hueco apareció un rostro que Derguín no había visto nunca. Salpicándole de agua, el hombre puso en el alféizar un vaso y un cuenco de barro.
—¡Hora de comer, botarate!
—Perdón, amigo, ¿te he ofendido en algo para que me insultes?
—Existes y hueles mal, ¿te parece poco?
—¿Cómo he llegado aquí?
—Volando, como todo el mundo. ¿No te has dado cuenta de que te han salido alas? ¡Ah, no, son los cuernos!
—¿Por qué estoy aquí?
—Haz una pregunta más y me llevo esta bazofia.
—Pero yo no…
El hombre retiró el vaso y el cuenco y cerró la ventanilla. Derguín se quedó maldiciendo al hombre y maldiciéndose a sí mismo, porque tenía hambre y, sobre todo, sed. Apoyó las manos en las rejas y la cabeza en las manos, y trató de dormirse. Tal vez los sueños volverían y le revelarían más. Quizá incluso le explicaran por qué estaba encerrado en aquel lugar y, sobre todo, cómo podría salir.
—Derguín…
Al oír una voz familiar se volvió hacia el ventanuco. Cuando vio al sobrino de Krust se le escapó un grito de alegría.
—¡Rustaq! ¡Menos mal! ¿Dónde estoy? ¿Quién me ha traído aquí?
—Tranquilo, Derguín. ¿No sabes por qué te han encerrado?
—¡No! Ni siquiera sé qué lugar es éste. ¡Dímelo tú, por favor!
—Estás en la torre de Barust.
La torre de Barust se alzaba sobre el promontorio del Morro, así que la pared que veía enfrente debía de ser la peña del Colmillo, y las aguas que rompían contra ella, las de la bocana de la bahía. Derguín recordó que al entrar al puerto se veían varias filas de aspilleras abiertas en el lienzo nordeste de la torre, pero nunca se imaginó que fueran celdas. Ni que llegaría a ser inquilino de una de ellas.
—¿Qué hago aquí, Rustaq?
—¿De verdad no lo sabes?
—No.
—No puedo creerlo.
—Lo último que recuerdo es que estaba en el santuario de Rimom, consultando a la oniromante.
Entre las rugosas sombras del acantilado del Colmillo aparecieron unas pinceladas carmesí, las últimas y caprichosas luces del crepúsculo.
—Mi tío ha muerto.
El corazón de Derguín dio un vuelco.
—¿Cómo? Repite eso.
—Mi tío Krust está muerto. Lo han asesinado. Le han cortado la cabeza.
—Eso es imposible…
—No, Derguín. Tú deberías saber que no es imposible.
—¿Por qué?
—Porque lo has matado tú.
—¿Cómo?
—He venido para comprobarlo, porque no quería creer que tú fueras el asesino. Pero ahora sé que es verdad.
—Pero ¿qué locura es ésta? ¡Me acabo de enterar de que ha muerto porque me lo has dicho tú! ¡Esto es absurdo! ¡Sácame de aquí!
—Yo te admiraba, Derguín. Pero finges muy mal. Si querías matar a mi tío, podías haberte batido en duelo con él con una espada normal. De todas formas le habrías vencido.
—Yo no…
—Pero decapitarlo con Zemal cuando dormía… Parece mentira que tú seas un Tahedorán. Ya nos veremos, Derguín.
Rustaq cerró el cuarterón de un golpazo. Derguín se quedó con la boca abierta, casi incapaz de respirar. Aferró los barrotes y se golpeó la frente contra ellos. Krust muerto. ¡No!
Y él, acusado de su asesinato.
Volvió a golpearse contra la reja. El dolor le puso tan furioso que pronunció la fórmula de Urtahitéi. Con la fuerza de la aceleración que fluía por sus venas su ira se acrecentó aún más. Sacudió los barrotes tratando de arrancarlos, pero la reja era sólida y apenas se movió.
No, Derguín, no. No puede haber pánico. Salió de la aceleración y volvió a calcular números primos. Esta vez llegó más lejos que nunca.
La noche fue larga y fría. Derguín dormitó a ratos, salmodió, trató de acurrucarse para conservar el calor de su cuerpo, pero la angostura de la celda se lo impedía. Desde que tenía la Espada de Fuego había olvidado la sensación del frío, pero le habían bastado unas horas sin Zemal para recordarlo en toda su crudeza.
En algún momento salió el sol, pero eso no lo alivió, pues la brisa del amanecer era aún más desapacible que la propia noche. Mientras tiritaba, pensó que podía morir, cuando ni siquiera había tenido la ocasión de luchar con la Espada de Fuego. ¡Valiente Zemalnit quedaría en los registros! El héroe que sólo usó la Espada para erizarle la barba a un gordo bravucón.
Ese gordo bravucón era tu amigo.
La puerta se volvió a abrir y el vaso y el tazón aparecieron en el alféizar, delante de la cara legañosa de otro guardia. Esta vez no dijo nada y cogió la comida.
—Termínalo rápido, que me lo llevo —le ordenó el carcelero.
Derguín se bebió el agua de un trago, de lo que luego se arrepintió, porque las gachas con leche le dejaron la garganta áspera y a él aún más sediento. Pero cuando el guardia cerró el portillo, pensó que sus captores no querían que muriera aún. Sólo tenía una ventaja: no le podían robar la Espada de Fuego. Quien se atreviera a empuñarla se convertiría en un montón de pavesas.
Si es que el mundo seguía siendo como debía ser. Algo de lo que ya no estaba seguro.
Ariel levantó la cabeza de la almohada. Se había despertado con la sensación de oír algo raro, un grito o un golpe. Esperó un rato en la oscuridad de su cubículo, pero al no oír nada más cerró los ojos. Su inquietud era normal, ya que por segunda noche Derguín no dormía en casa. Aún no había regresado de su consulta con la oniromante. Por la tarde, Semias, que no se apartaba de la puerta de la biblioteca, había despachado a un cadete para que preguntara por Derguín en el templo de Rimom. El sacerdote contestó que no debían tener prisa, pues era habitual que el oráculo precisara de dos o tres noches de incubación para obtener sueños significativos. Semias no quedó del todo conforme con la respuesta, y Ariel se dio cuenta de que estaba tan tenso como un junco antes de un vendaval.
Ariel volvió a abrir los ojos. Ahora sí había percibido algo extraño: olor a quemado. Se levantó y olfateó. No era una ilusión. Algo humeaba en algún lugar. Se levantó y se vistió a toda prisa. Durante todos los años que había vivido con su madre no había visto un incendio, porque no había nada que quemar en la cueva. Pero en la cubierta del Bizarro se declaró uno, y Ariel recordaba con pavor los gritos de los marineros que lo apagaron con las bombas y las quemaduras que sufrieron dos de ellos.
Salió del cubículo. El olor era más fuerte en la galería que rodeaba el patio, pero no parecía provenir de la casa. Cruzó hasta el mirador y se asomó a la bahía. No había llamas a la vista. Bajó a la planta inferior. A la lánguida luz de unas velas, Semias dormitaba sobre el escaño que había atravesado frente a la puerta de la biblioteca. Ariel prefirió no despertarlo. El Ubsharim era demasiado serio y sin duda frunciría el ceño al oír sus aprensiones. Ariel empujó la puerta y salió al jardín.
El olor a humo era más intenso allí. Ariel salió al camino del jardín con los pies descalzos. La gravilla estaba fría y húmeda por el relente. Se dirigió hacia la mole cuadrada del Arubshar y pasó junto a un gran castaño cuyas ramas se atravesaban sobre el sendero. En ese momento, un extraño instinto sugirió a Ariel que se ocultara tras el tronco del árbol. Asomó la cabeza con cautela y vio que de varias ventanas salía humo, un humo rojizo, alumbrado por el fuego que debía de arder en el interior. También había llamas en el exterior del edificio, pues alguien había acercado unos barriles a las paredes y los había inflamado. El olor le recordó a Ariel el calafate que usaban en el Bizarro. Dentro del Arubshar se oían gritos, y también fuera. Ariel, con la agilidad innata de un gato, se encaramó a las ramas del castaño y trepó para ocultarse y también para tener mejor perspectiva.
A su derecha, frente a la entrada del Arubshar, distinguió a unos hombres oscuros, casi fundidos entre las sombras. Al pie de la escalinata se veía un cuerpo agazapado. Ariel entrecerró los ojos y aguzó la vista. Sus pupilas, acostumbradas durante años a la penumbra de su cueva, descubrieron que aquellos hombres, vestidos con ropas oscuras, aguardaban rodilla en tierra y con arcos tendidos; en cuanto a la sombra de la escalinata, era un cadáver de cuyo cuerpo sobresalían varias astas de flecha.
Las voces del Arubshar subían de tono. Ariel empezó a distinguir palabras. Fuego, incendio, deprisa… Por la escalinata aparecieron los Ubsharim, corriendo con sus espadas desenvainadas. Algunos traían la ropa en llamas y se la arrancaban sin dejar de correr y de aullar.
—¡Soltad! —exclamó una voz.
Una andanada de flechas silbó en el aire. Varios Ubsharim rodaron por las escaleras, mientras que otros siguieron corriendo hacia sus atacantes entre alaridos. Los arqueros dispararon una segunda descarga, y esta vez cayeron aún más Ubsharim.
—¡A la casa!
Ariel pensó en quedarse en el árbol, pero de pronto se acordó de que Derguín había dejado la Espada de Fuego en la biblioteca. Sin duda era lo que buscaban los asaltantes. Ariel se bajó del árbol y corrió hacia la casa. Entró empujando la puerta con el hombro y gritando:
—¡Nos atacan!
Su alerta era superflua, pues el crepitar del incendio y los gritos de lucha y muerte en el Arubshar debían de haber despertado a todo el mundo, no ya en la casa de Derguín, sino en la Buitrera. Semias acudía hacia la puerta con la espada desenvainada. Korima, que dormía en la planta baja, apareció con los cabellos desgreñados, la túnica de dormir arrugada y pavor en los ojos.
—¡No salgas, Semias! —advirtió Ariel—. ¡Está lleno de arqueros! ¡Los están matando a todos!
Semias entrecerró los ojos con ira y quiso apartar a Ariel, que se colgó de su brazo.
—¡La Espada! ¡Hay que esconder la Espada!
Semias se detuvo y reflexionó un instante.
—A la biblioteca —ordenó por fin—. ¡Vamos, pasad! No dejaré que entren.
—¡No, no! —gritó Korima—. ¡Tenemos que escapar! ¡A la cocina!
Semias trató de agarrarla de la manga, diciéndole que no fuera insensata, pero la viuda no atendió a razones y huyó a la carrera. Ariel acudió a la puerta de la calle, la cerró y corrió la tranca. En ese momento se oyó un golpe sordo y la punta de una flecha asomó a un palmo de su cara, rompiendo la tablazón.
Ariel cruzó el vestíbulo a toda velocidad. Semias abrió la puerta de la biblioteca. Entraron y la cerraron, pero el pestillo era diminuto y no aguantaría ni el primer puntapié. Arrastraron el pesado butacón donde Derguín se sentaba a leer y lo apoyaron contra la puerta. Fuera ya se oían las voces de los atacantes, que derribaban y rompían todo lo que encontraban.
—¡Idiotas! —gritó alguien—. ¡No prendáis fuego aún! ¡Tenemos que llevarnos la Espada!
La puerta retembló, embestida por algo pesado. Semias empujó con el hombro.
—¡Trae otra silla, Ariel!
Ariel se acercó al escritorio. Detrás del mueble, en la panoplia de madera y cuero, colgaban las armas de Derguín. Se quedó mirando a una espada recta con la empuñadura negra y el pomo redondo. Zemal. Acercó la mano…
—¡No se te ocurra!
Ariel se volvió hacia Semias, que miraba con ojos desencajados.
—¡Tráeme esa silla! ¡Rápido, podemos salir por…!
Las jambas se abrieron de golpe, el butacón se volcó y Semias cayó de bruces al suelo. Tras la puerta apareció una figura enorme, un hombre vestido de negro con el cuerpo como un inmenso barril. Junto a él venían más intrusos con antorchas que intentaban pasar por el escaso hueco que el coloso dejaba en el vano de la puerta.
Desde el suelo, Semias se estiró para recuperar su espada, pero el gigante se movió con una rapidez sorprendente en alguien de su tamaño y le pisó la mano. Ariel oyó el crujido de sus huesos al romperse y su grito de dolor. Con horror, se volvió hacia la panoplia y miró de nuevo a Zemal con intención de cogerla. Pero recordó la advertencia de Derguín. Nunca la toques si no quieres morir en el acto.
Una flecha silbó junto a su oreja. Ariel se arrojó al suelo y se acurrucó detrás del escritorio. Dos proyectiles más se clavaron en el cuero de la panoplia con un impacto sordo.
—¡Necios! —gritó una voz—. ¡Cuidado con las antorchas!
Le respondieron carcajadas despectivas. Ariel vio el reflejo de las llamas en la pared. Entonces, una mano enorme apareció colgando sobre el borde del escritorio, palpó a ciegas y enganchó a Ariel por el pelo.
Ariel chilló, agarró aquella muñeca, que era tan gruesa como la pierna de un hombre, y la arañó. Pero la mano tiró y Ariel se encontró colgando de los pelos, con los pies a varios palmos del suelo. Con el ajetreo, a su agresor se le había resbalado el pañuelo que le cubría el rostro. Ariel reconoció sus rasgos lampiños y brillantes de grasa. Era Baobab, el gigantesco sirviente de Neerya, que cuando venía de visita siempre se quedaba en la cocina atiborrándose de todo lo que pillaba.
Así que ha sido Neerya, pensó Ariel.
Los libros que tanto amaba Derguín ardían en la gran estantería que cubría una de las paredes, mientras los intrusos destrozaban ánforas, mesitas, tapices y todo lo que encontraban. Dos hombres se acercaron a la panoplia. A uno de ellos se le había soltado la capa de un lado. Debajo llevaba una coraza de vigil. El otro hombre le indicó que cogiera a Zemal.
—No toques la empuñadura —le advirtió.
El vigil tiró de la vaina para arrancarla de la pared y la guardó dentro de una bolsa de lona.
—¡Vamos! —gritó otro hombre que se acababa de asomar por la puerta—. ¡Salid ya si no queréis quemaros el culo!
El vigil y el otro enmascarado pasaron junto a Baobab y lo apremiaron a salir. El gigante miró a Ariel y sonrió con cara de bebé malévolo.
—Os he visto a todos —dijo Ariel, mientras arañaba inútilmente la gruesa muñeca de Baobab.
—Da igual. No se lo vas a contar a nadie.
Unos dedos como morcillas se cerraron sobre su boca, le aplastaron la nariz y empezaron a apretar. Ariel trató de gritar, pero el aire formó una bolsa en su boca. Pataleó y su puntera se hundió en algo amorfo y blando, como un saco de harina. Le faltaba el aire y aquella prensa de hierro estaba a punto de arrancarle la carne de las mejillas.
—¡Tú! —rugió un vozarrón.
De pronto volvieron el aire y la luz. Baobab soltó a Ariel, que cayó al suelo de espaldas.
Donde siempre había estado aquella armadura siniestra del rincón, acababa de aparecer una sombra tan grande como el propio Baobab. El guardaespaldas de Neerya se abalanzó sobre el nuevo intruso. Pero éste le golpeó en la cara con algo que parecía una porra blanca. Con un chasquido de huesos y dientes rotos, Baobab chocó contra la esquina del escritorio, lo derribó, rodó sobre él y lo hizo astillas.
Ariel se puso de pie. Su salvador era un hombre de más de dos metros, de barba espesa y ojos que refulgían salvajes bajo las llamas que devastaban la estantería y empezaban a prender el artesonado del techo. Las llamas saltaron por la alfombra hasta los pies de Ariel, que dio un brinco y corrió hacia el gigante. Este cogió a Ariel por el brazo, con una mano tan grande como la de Baobab y aún más dura.
—¿Dónde está Zemal?
—¡Se la han llevado! ¡Tenemos que quitársela!
El hombre señaló a la puerta de la biblioteca. Las llamas habían prendido también en las jambas, y el vestíbulo estaba lleno de humo. Ariel pensó que no tenían escapatoria.
El gigante tiró de Ariel hacia el rincón. Detrás de la armadura había una entrada cuya existencia ignoraba hasta ahora.
—Hoy no morirás, Ariel.
Preguntándose cómo sabría su nombre aquel hombretón desconocido, Ariel lo siguió a la bóveda secreta.