Ciudad conquistada de Ilfatar

Cuando eran libres, a Darkos y Toro les habría encantado descubrir que el subsuelo de Ilfatar estaba perforado por una red de catacumbas y túneles muy antiguos. Pero encontrarse prisioneros en una bóveda subterránea a la que jamás llegaba la luz del día era muy distinto. Compartían cautiverio con una muchedumbre de Ilfataríes, mil, dos mil, tal vez cinco mil; era imposible precisarlo en aquel oscuro laberinto sembrado de columnas y recorrido por un dédalo de paredes y tabiques derruidos que no pasaban de media altura. El techo, formado por una serie de bóvedas enlazadas y ennegrecidas de hollín, estaba a poco más de dos metros; una altura opresiva en un espacio tan extenso y de límites tan imprecisos. El suelo, irregular, era de baldosas de piedra, pero estaba surcado por canales, y también había depresiones y hoyos de formas variadas, desde albercas rectangulares hasta agujeros de bordes dentados que abrían profundos cortes en las piernas si uno se descuidaba. Había filtraciones y goteras por doquier. El suelo estaba húmedo en el mejor de los casos, e inundado en muchas partes. Los más fuertes conseguían hacerse un hueco en las partes relativamente secas, mientras que los débiles y enfermos yacían sobre charcos, y a veces hasta en un palmo de agua. Para su desgracia, esa agua no les servía de alivio para la sed, pues estaba contaminada por sus propias heces y orines, ya que no había letrinas ni nada parecido en aquel vasto hipogeo.

Los Aifolu venían de cuando en cuando y traían bidones de agua y serones de pan, y antorchas de repuesto para los columbarios de las paredes. Era imposible predecir cuándo bajarían y por dónde vendrían. Las puertas estaban en el techo: eran grandes trampillas de piedra que descendían sobre goznes y cadenas hasta tocar en el suelo. Por la parte interior tenían escalones de madera por los que bajaban los guardianes. Darkos creía tener localizadas tres de esas trampillas, pero no estaba seguro, pues una vez cerradas no se distinguían del techo. Además, la geografía del subterráneo parecía transformarse por arte de magia, o tal vez el efecto se debía a la iluminación cambiante y al flujo de los prisioneros, que iban y venían hora tras hora.

La ciudad entera había caído en manos del Martal antes de que terminara la noche. Sin embargo, durante días siguieron entrando prisioneros, como era de suponer que ocurría en otras mazmorras subterráneas. Darkos habló con algunos de los recién llegados. Eran campesinos y pastores de los alrededores, y también pescadores del río Bhildu; gentes tan humildes que se habían creído ajenos a la amenaza Aifolu, y que sin embargo ahora eran encarcelados por algún oscuro designio.

Darkos intentaba llevar la cuenta del tiempo, calculándolo por su propio ritmo de sueño; pero era una tarea infructuosa, pues los Aifolu aparecían cada vez que se les antojaba, entre voces y trompetazos que despertaban a todos. Los hacían aguantar a pie firme durante horas, mientras pasaban chapoteando entre ellos y los examinaban con linternas de luznagos. A los que no podían levantarse se los llevaban directamente; para curarlos, según decían. También escogían a los que veían más débiles o exangües, y a veces incluso a gente que se encontraba en perfectas condiciones, pues sus criterios eran inescrutables.

Toro sostenía que los Aifolu se llevaban a los prisioneros al exterior, a algún otro lugar seco y soleado, para evitar que murieran.

—Nos convertirán a todos en esclavos, para que reconstruyamos la ciudad a su modo. Nos necesitan vivos para trabajar.

—No tritures, socio —le contestaba Darkos—. A los que se llevan no volverás a verlos nunca, te lo digo yo.

—Y tú qué sabrás…

—Lo vi en mi sueño, en la Torre de la Sangre.

—No me brasees con tu sueño. Estabas babeando como un idiota pegado a esa estatua. Si no te saco de allí a cuestas, aún seguirías triturando con tus babas.

A Darkos le avergonzaba que Toro le recordara el detalle de las babas, y dejaba de discutir. Además, por una vez deseaba equivocarse y que su amigo tuviera razón. La catacumba ya no estaba tan abarrotada como el primer día, pese a los nuevos ingresos, pues los Aifolu se llevaban a los prisioneros de cien en cien, o de doscientos en doscientos. Tarde o temprano les tocaría el turno a ellos, por muy sanos que se encontrasen.

Por otra parte, su propia salud era cada vez más precaria. Con suerte, de cuando en cuando bebía un buche de agua y mordisqueaba un mendrugo de pan. Notaba que la cabeza le daba vueltas, tenía zumbidos en los oídos y a veces veía rostros imposibles entre los prisioneros. En cada mujer hermosa creía encontrar a su madre, y en todas las niñas de menos de seis años reconocía a Bru.

Pero a Bru se la habían llevado los Aifolu, pues gracias al sacrificio de su madre había sido purificada. Cuando Darkos le preguntó a Bintra qué sería de ella, el Ibtahán soltó una carcajada y le miró con una especie de extraña simpatía.

—Tu madre no ha hecho una buena elección. Llevaremos a tu hermana con las mujeres que acompañan al Martal, pero es demasiado pequeña y dudo que aguante las penalidades de la marcha. Mejor habría sido que tu madre te escogiera a ti. O que tú te hubieses decidido a matar a tu padrastro.

Cuando Irdile expiró, Urkhuna y Darkos se habían quedado mudos, mirándose sobre su cadáver. Pero ninguno encontró el valor necesario para matar al otro, o para sacrificarse como había hecho Irdile. Bintra se impacientó, recogió el estilete ensangrentado y mandó que los apresaran.

Cada vez que Darkos recordaba cómo se habían llevado a Bru, los ojos se le llenaban de lágrimas. La muerte de su madre era una impresión tan fuerte que aún no la concebía, como si tuviera el alma entumecida. Pero la imagen de su hermana llorando y llamándole con los brazos extendidos mientras tiraban de ella para sacarla de la casa… La única forma de mantener la cordura era alejar ese recuerdo pensando en cualquier otra cosa. Aunque todo lo que se le venía a la cabeza eran las atrocidades que había presenciado en aquellos días horribles.

Había muchos conocidos entre los compañeros de cautiverio. Recostado contra una columna cuadrada, en un rincón aún más oscuro de la catacumba, Urkhuna se pasaba el tiempo rumiando sus errores y su infortunio. Al principio Darkos se esforzó por darle conversación. Pero, perdida Bru y muerta Irdile, no encontraban nada que los uniera, salvo la desgracia y el cautiverio. Un par de veces le llevó Darkos un poco de pan, pues Urkhuna llegaba siempre tarde al reparto. El mercader le daba las gracias con desgana, hasta que acabó diciéndole:

—Ya no tienes que considerarte mi hijo, Darkos.

—¿Es que me desheredas?

—Te libero. Si sales vivo de aquí, busca a tu padre. A ese dichoso Kratos al que tu madre nunca olvidó.

Darkos se alejó, mientras Urkhuna seguía rezongando quejas y reproches contra el recuerdo de Irdile. No volvió a hablar con él.

Le resultaba mucho más agradable la compañía de Rhumi, que estaba cautiva junto con su madre la y un hermano de tres años llamado Abulu. El resto de su familia había ido a parar a otro lugar, salvo el hermano mayor, Narmu, que había matado a su propio padre para purificarse.

—¿Lo puedes creer, Darkos? —lloraba Rhumi—. ¡Mató a nuestro padre! ¡Derramó su propia sangre!

A su madre se la llevaron pronto, pues estaba muy débil. La habían violado unos jinetes Glabros, como a tantas otras mujeres. Los Aifolu podían ser crueles y violentos, pero resultaban civilizados comparados con los Glabros, unos demonios tan bestiales como los pájaros del terror que montaban y que sólo pensaban en violar y asesinar. A Ía la dejaron tan destrozada por dentro que no dejaba de sangrar. Rhumi se salvó de sufrir el mismo destino gracias a la llegada de un pelotón Aifolu que alejó a los Glabros de la casa.

Cuando se llevaban a Ía de la prisión, el pequeño Abulu lloró tanto que los Aifolu accedieron a que se fuera con su madre. Rhumi también quiso acompañarlos, pero Darkos le tapó la boca y le aferró los brazos para que se estuviese quieta. Aunque ella le mordió, Darkos no soltó su presa. Cuando la trampilla del techo se cerró y todo quedó de nuevo en penumbras, Rhumi le dio una bofetada sin apenas fuerzas.

—¿Por qué no me has dejado ir con ellos?

Darkos la ayudó a sentarse en un bordillo que separaba dos hendiduras y trató de calmarla. Tu madre y tu hermano van a morir, y yo no quiero que tú mueras, pensó.

—No quería que me dejaras solo.

—Eres un egoísta, Darkos. Siempre lo has sido. Sólo piensas en ti.

Darkos la acunó contra su pecho. Rhumi estaba tan débil que no se resistió, y acabó quedándose dormida sin dejar de culpar a su amigo por haberla retenido allí.

Rhumi era muy pulcra y pudorosa, y el hacinamiento y la falta de intimidad la atormentaban. Darkos y Toro encontraron un rincón casi seco junto a una columna hexagonal, y trasladaron allí a Rhumi. Al otro lado de la columna había una especie de alberca con agua estancada y, aunque era una porquería, la utilizaban como letrina. Rhumi no hacía más que llorar, pero Darkos le recordaba que era peor hacer sus necesidades en el mismo lugar en que dormían. En cualquier caso, reinaba tal hedor a excrementos, orines, sangre, pus, infección y muerte que casi habían dejado de percibirlo.

En una de sus exploraciones, Darkos encontró a Istrumbas. El anciano sacerdote estaba recostado contra una pared derruida, sentado sobre un charco de agua de casi tres dedos de profundidad. En la sien izquierda, el pelo enmarañado con sangre formaba un amasijo sobre el que revoloteaban un par de moscas. Darkos se las espantó y el viejo abrió los ojos lechosos.

—¿Quién eres?

—Soy Darkos, el hijo de… —Se quedó pensando un instante. Deseaba decir «el hijo de Kratos May», pues le gustaba cómo ese nombre le llenaba la boca con su fuerza. Pero Istrumbas no lo habría reconocido—. El hijo del magnate Urkhuna.

—¡Ah, muchacho! ¡Ya te recuerdo! ¿No tendrás un poco de agua? No me importa no comer, pero me atormenta la sed.

—Lo intentaré.

Darkos recorrió la catacumba, examinando los bidones de agua uno por uno, pero todos estaban vacíos. Caminando, llegó a zonas más apartadas y húmedas, donde apenas había prisioneros. Algunos yacían boca abajo sobre profundos charcos, muertos y olvidados tanto por sus compañeros como por sus captores. Aquel lugar no lo había visitado ni siquiera con Toro. Llevado por la curiosidad, siguió explorando, hasta que alcanzó una zona oscura donde se acababan las antorchas y se llegaba a un profundo canal cuya otra orilla ni siquiera se vislumbraba. Pensó que no tenía nada que perder y se metió en el canal. El agua le llegaba casi hasta las axilas, y olía a cloaca. Caminó a tientas hasta encontrar un bordillo de piedra. Trepó con cuidado, se puso en pie muy despacio y levantó las manos. Al no encontrar el techo, dio un salto, y lo tocó con la punta de los dedos. Se dio la vuelta y comprobó que a su espalda aún se veían las luces difusas de la parte habitada de la catacumba.

—Puedo andar un poco más —susurró, por oír su propia voz—. Mientras vea la luz, puedo seguir.

Avanzó a tientas, barriendo con las manos por delante y por encima de su cabeza, y pisando de puntillas. Tiritaba de frío, y tenía la aprensión de que en cualquier momento podía precipitarse por un pozo sin fondo. La punta de su pie encontró un vacío. Se arrodilló en el suelo y estiró la mano. Había otro canal, al parecer. El agua allí estaba más fría. Se acercó un poco más y la olisqueó. O había perdido el olfato para siempre, o aquella agua era inodora. Bebió un poco, con precaución. Sabía a cal, pero nada más.

—Si me voy por las patas abajo, que me trituren —dijo en voz alta, y bebió hasta saciarse.

¿Cómo llevarle agua al anciano? Sólo se le ocurría un recipiente. Sus botas de piel de caimán seguían en buen estado. Se desató la del pie derecho y la llenó de agua. Luego lo pensó mejor, e hizo lo mismo con la del pie izquierdo.

—Si el viejo y yo morimos de diarrea, por lo menos lo haremos saciados —se convenció, y emprendió el regreso.

Cuando encontró a Istrumbas, el anciano tenía la cabeza caída sobre un hombro y los ojos cerrados. He llegado demasiado tarde.

Pero cuando le apretó el hombro, Istrumbas tosió y abrió los ojos.

—He vuelto. Toma.

El anciano olisqueó la bota derecha de Darkos.

—Humm. Aligátor del Bhildu. No había bebido en una copa tan cara en mi vida.

Darkos se sentó junto al anciano y vació su bota izquierda. Tenía el estómago a punto de reventar, pero tras varios días de sed aquella agua gorda le sabía mejor que la que brotaba del pozo del jardín de Baelor.

—Eres un muchacho muy gentil —le agradeció Istrumbas—. ¿De dónde has sacado esta agua?

Darkos se lo explicó. El anciano le escuchó, con la lechosa mirada perdida en la nada.

—Ah. Cuántos recuerdos me traes —suspiró. Darkos le recordaba con la voz mucho más poderosa, tronando contra la insensatez del arconte y del propio Urkhuna. Pensó que el viejo estaba acabado, pero decidió quedarse a hacerle compañía. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer.

»Yo ya conocía la existencia de este subterráneo, y de otros que corren bajo las calles de Ilfatar. Todos estaban cerrados y prohibidos, pero cuando tenía tu edad yo también me colaba en los lugares vedados. Aunque nunca me atreví a entrar en la Torre de la Sangre como hiciste tú. ¡Ojalá lo hubiera hecho, porque de haber conocido la abominación que encierra la habría mandado destruir! —El arrebato le hizo toser, pero prosiguió—. Esta catacumba tiene más de mil años. Fue construida a la vez que la Torre de la Sangre, y a la vez que las demás Torres de la Sangre que existen en Tramórea. En aquel entonces no estaba destinada a ser prisión, sino cuartel de las criaturas abominables que pululaban por la tierra.

—¿Quién construyó la Torre de la Sangre?

—Sin duda has oído hablar del dios que no se puede nombrar. Nuestros vencedores lo tienen siempre en la boca. En secreto, lo llaman Ariseka, que significa destructor de la Humanidad. Ha recibido muchos apodos y epítetos, pero su verdadero nombre es Tubilok, el hermano rebelde de Manígulat, que duerme en el corazón fundido de una roca. —Istrumbas se dio cuenta de que había subido la voz, y se acercó a Darkos para susurrar—: Los demás dioses no aceptaron a Tubilok como soberano, y por eso se levantaron contra él, acaudillados por Tarimán. El fue quien acabó con el poder de Tubilok, al forjar la Espada de Fuego y entregársela al primer Zemalnit.

—Esa historia no la cuentan en la escuela. Nunca había oído hablar de ese dios.

—Es un dios loco, un engendro de tres ojos que sólo se complace en la sangre, la suciedad y la destrucción. Por suerte, aún duerme, pero si despierta no descansará hasta exterminar a la Humanidad. Su nombre está maldito, así que no mienten los Aifolu cuando dicen que no debe ser nombrado. Los únicos templos que conserva en Tramórea son las Torres de la Sangre, que hace siglos debieron ser destruidas. Pero el olvido y la necedad son aún más peligrosos que la maldad.

—¿Por qué lo adoran los Aifolu si quiere exterminarnos a todos? Ellos también son humanos.

—Por lo que tú has dicho, hijo: porque son humanos, y la capacidad del ser humano para la estupidez es infinita. Creen que si limpian Tramórea de la plaga que somos los hombres, el dios loco los llevará de vuelta a la tierra de la que partieron hace siglos, en el continente austral, y allí serán recompensados con placeres sin cuento hasta que las estrellas se apaguen. ¡Insensatos! La única recompensa que hallarán será la aniquilación.

—Dime —preguntó Darkos—. La estatua que vi en la Torre de la Sangre, ¿representa a ese dios?

—Tal vez. No quiero saberlo, y ya no lo sabré.

Darkos no volvió a hablar con Istrumbas. Apenas una hora después, se abrieron cuatro trampillas en el techo y entraron más de cien soldados Aifolu, armados y blindados de pies a cabeza. Rhumi tenía fiebre y apenas se podía levantar. Toro y Darkos la cogieron en brazos y consiguieron esconderla en un rincón oscuro, aunque para ello tuvieron que sumergirla en agua estancada hasta la barbilla. La muchacha vomitó encima de Darkos.

—Déjame ir con mi madre —musitó.

—Enseguida irás, pero cuando te pongas bien.

—Eres un cabrón, Darkos. Te odio.

Darkos sonrió en la oscuridad. Era la primera vez que oía una palabrota en boca de Rhumi. Sin duda se debía a la fiebre. Pero le encantó oír aquellas dos palabras. Te odio. Sólo hacía falta cambiar una.

Cuando los Aifolu se marcharon, Istrumbas ya no estaba en la catacumba. Ni tampoco Urkhuna. Darkos se dio cuenta de que estaba perdiendo su pasado. Sólo le quedaba el presente: Rhumi y el Toro.

Cuando se llevaron a Istrumbas, también escogieron a Urkhuna. Había enflaquecido mucho en el cautiverio, y aun a la escasa luz de aquella lóbrega bóveda, sabía que estaba orinando sangre. No le extrañó, pues, que lo seleccionaran.

Cuando lo sacaron a la luz del día, parpadeó deslumbrado, y como los demás que desfilaban delante y detrás de él se llevó las manos a la cara. Después se fue acostumbrando, y se dio cuenta de que no había tanta luz como había creído. Unas nubes extrañas colgaban sobre la ciudad, como grandes copos negruzcos que casi rozaban la cúspide de la Torre de la Sangre. De ésta se elevaba una columna de humo negro que se mezclaba con las nubes. Urkhuna nunca había sospechado que en lo más alto de la torre hubiera una chimenea.

No era la única columna de humo. La ciudad que se había enorgullecido de la blancura de sus fachadas se veía ahora negra de hollín, y aún había humaredas e incendios por todas partes. La columna de prisioneros caminó por la Isla de la Seda y Urkhuna contempló con tristeza las ruinas de mansiones y templos. El minarete del templo de Pothine seguía en pie, pero habían arrancado el chapitel que lo coronaba para plantar en su lugar un asta con el estandarte del Enviado. Había cadáveres sembrados aquí y allá, putrefactos y mutilados casi todos ellos, pero Urkhuna ya no percibía el hedor. Sobre una columna derribada, dos Glabros violaban a una mujer, mientras sus monturas escarbaban entre los huesos de un cadáver. La mujer no se movía ni gritaba. Urkhuna pensó que tal vez estaba muerta.

Cruzaron por el mismo puente que él, como miembro del Concejo, había aconsejado reconstruir para que la legación Aifolu pudiera llegar a Islamuda. Los prisioneros avanzaban en una lamentable ringlera, cabizbajos, arrastrando los pies y hablando en murmullos. A los lados formaban soldados Aifolu y T’andri, que apaleaban con las lanzas a aquellos que se rezagaban. No hacían falta cadenas. A unos cinco metros de Urkhuna, un joven que tenía una herida purulenta en la pantorrilla trató de escapar. Antes de que pudiera llegar a la orilla, lo detuvieron y lo tiraron al suelo. Allí le patearon las costillas, y luego le amputaron la nariz y las orejas, le ataron las manos a la espalda y lo devolvieron a la hilera, con el rostro ensangrentado.

—¡Esto es lo que le ocurrirá a todo aquel que rompa la disciplina!

Urkhuna se volvió para ver quién había hablado. El rostro le era familiar, pero estaba tan débil que le costó enfocar el recuerdo. Sí, aquel jinete montado sobre un caballo enorme no era otro que el embajador Rimas-ulumi-Milair. Pero ahora su corcel no llevaba gualdrapa, sino una barda plateada, y él mismo vestía loriga y tenía una espada a la cintura. Urkhuna levantó la mano y pidió ayuda, con voz débil.

—¡Honorable Urkhuna! —le saludó el embajador, acercando su caballo. El animal era tan grande que su grupa quedaba muy por encima de la frente de Urkhuna—. No había vuelto a verte desde ese tumulto que se organizó cuando vuestras tropas nos agredieron sin previa provocación.

—Por favor, sácame de aquí. Recuerda que yo voté a vuestro favor en el Concejo.

—No te inquietes. No he olvidado los favores que nos has hecho. No tienes nada que temer. —Milair señaló hacia la Torre de la Sangre, que ya estaba tan cerca que había que torcer el cuello para verla entera—. Cuando llegues allí serás purificado ante el dios que no debe nombrarse, y luego, una vez que pertenezcas a nuestra fe, yo mismo intercederé ante el Enviado para que te otorgue un lugar de honor.

—Estás mintiendo…

—Te veo tan demacrado que no te tendré en cuenta la grosería. Me dijeron que tu joven y bella esposa murió. ¿Es cierto?

Urkhuna asintió, sin dejar de arrastrar los pies para no perder el paso.

—Es una pena. Toma.

Milair descolgó un pequeño odre que llevaba colgado del borrén y se inclinó sobre la silla para dárselo a Urkhuna. Este bebió. Era una especie de cerveza, tibia y muy amarga, pero le reconfortó.

—¡Quédatela! —le dijo Milair, alejándose—. Pronto nos veremos.

Urkhuna bebió más. A su lado, una mujer le miró con ojos implorantes. Debía de tener menos de treinta años. Aunque no se parecía a Irdile, le hizo pensar en su mujer.

—Toma —le dijo, entregándole el pellejo—. Termínalo tú.

Pero cuando la mujer iba a beber, un Aifolu se acercó, le arrebató el odre y lo atravesó con un cuchillo. El líquido se derramó sobre las baldosas hexagonales que llevaban a la Torre de la Sangre.

Caminaban tan despacio que era una tortura para talones y lumbares. Atravesaron el muro que cercaba la Torre de la Sangre por una puerta de herradura. Los ladrillos que habían tapiado aquella puerta yacían amontonados a un lado. Por la rampa que rodeaba la torre subía una procesión de cautivos que más parecían espectros.

Cuando Urkhuna llegó al pie del edificio, ya se estaba haciendo de noche. Los Aifolu encendieron antorchas clavadas con argollas a la pared. Los prisioneros subían en fila de a uno. Bajo cada antorcha había un soldado firme, con la espalda pegada a la pared y el arma desenvainada. Pero no volvió a producirse ningún incidente como el del muchacho al que mutilaron el rostro.

Mientras subía, a Urkhuna se le ofrecía un panorama más amplio de su ciudad. Era para llorar, contemplar aquella ruina negruzca y humeante. Tres puentes comunicaban ahora Islamuda: uno con los Cien Arboles, otro con la Isla de la Seda y un tercero con el barrio Ritión. Por todos ellos desfilaba la misma procesión.

Con el cielo tan encapotado, la oscuridad cayó enseguida. Las lunas ni se intuían tras aquellos nubarrones. A sus pies, la ciudad se veía como un montón de rescoldos a punto de extinguirse. Aquél era el fin de Ilfatar, pensó Urkhuna. Una voz interior le dijo que él tenía la culpa. Yo y muchos otros, se defendió. No tenía más remedio.

—¡No me sacrificaréis a vuestro inmundo dios!

Urkhuna torció el cuello para mirar hacia arriba. El grito había sonado en la siguiente vuelta de la rampa, que ya era la última. Reconoció la voz solemne y agorera de Istrumbas. Pero allí arriba sólo se atisbaban sombras confusas.

—¡No blasfemes, perro pagano!

—¡Yo maldigo a vuestro dios!

Un bulto cayó desde arriba. Urkhuna se echó hacia atrás. Un cuerpo humano chocó braceando contra el borde de la rampa. Fue una visión fugaz, pero Urkhuna reconoció a Istrumbas, aunque el corpulento sacerdote había perdido mucho peso. Se oyó un crujido de huesos astillados, y luego el cuerpo rodó como un guiñapo por la empinada pared y al chocar con la siguiente vuelta de la rampa arrastró en su caída a otro prisionero.

—¡Camina!

Un guardia Aifolu le propinó un fustazo sobre la oreja. Urkhuna agachó la cabeza para evitar más golpes y siguió subiendo. Pensó que Istrumbas era un estúpido. No había que renunciar a la esperanza hasta el último segundo. Siempre está uno a tiempo de morir.

No hay que perder la esperanza. Siguió repitiéndose la misma letanía cuando le hicieron pasar al templete que coronaba la torre. El interior era una galería circular, iluminada por antorchas. Un pequeño parapeto separaba la galería de un gran pozo central, del que brotaba un resplandor rojo y una columna de humo negro que subía hasta la cúpula del techo. En la galería había seis altares, y junto a cada uno de ellos un Aifolu provisto de una segur y con la cabeza cubierta por un pañuelo negro.

Un guardia hizo pasar a los prisioneros, contó hasta seis y detuvo a Urkhuna, que era el séptimo, con una mano en el pecho. El mercader sintió un alivio absurdo. Delante de él, los seis cautivos, tres mujeres, un niño y dos hombres, se repartieron por la galería, siguiendo las instrucciones del sacerdote enmascarado al que Urkhuna había conocido en la aciaga reunión del Concejo. Cada uno se acercó a su altar, subió los dos escalones y apoyó la cabeza sobre el ara.

A una voz del sacerdote, las seis hachas bajaron. Urkhuna estaba tan fascinado que ni siquiera parpadeó. El oficiante que estaba más cerca de él, a poco más de dos metros, tuvo que repetir el golpe. Después cogió la cabeza de la mujer por la cabellera y la arrojó al pozo central. El cuerpo quedó inclinado sobre la pila durante un rato. Cuando el cuello dejó de chorrear sangre, el Aifolu empujó el cadáver, que se volteó sobre el pretil y también cayó al vacío.

No hay que perder la esperanza. El guardia hizo pasar a Urkhuna, que tuvo que rodear toda la galería. Olía a sangre, y a hedores indefinibles. Cuando llegó ante el sexto altar, subió los escalones y apoyó la cabeza en el seno del degolladero. Algo tibio le chorreó por la pierna izquierda. Sin duda, era por la cerveza que le había dado Milair.

Algo tiene que suceder. Esto no me puede estar pasando a mi. Mientras hay vida…

Con voz ronca de tanto repetirla, el sacerdote pronunció una orden seca.

—¡Cortad!