Malib, ciudad de la reina Samikir

La primera impresión de Kratos sobre Malib fue que era tan extensa como la propia Koras. Sus murallas rojizas se recostaban contra las paredes del cañón excavado por el río Argatul, un telón de fondo surcado por profundas arrugas horizontales y pintado de ocre y púrpura. Más allá de la ciudad, hacia el este, se adivinaba la mole de las inmensas montañas de Atagaira, tan desvaídas en la distancia que apenas se diferenciaban del azul grisáceo del cielo.

El sol, que ya declinaba, arrancaba reflejos de las torres doradas, y también de los ladrillos vidriados que revestían las doce pirámides de Malib. Después, el camino que los llevaba a la ciudad descendió hasta el nivel del río y las murallas crecieron ante la vista de Kratos, ocultando los edificios que había detrás. Mientras cruzaban el puente y emprendían la subida hacia Malib, el Tahedorán observó el muro defensivo con ojo crítico. Le calculó veinte metros, de la arenisca rojiza que solía verse por aquellas tierras. Las almenas, con su forma de triángulo truncado, eran más decorativas que las cuadradas habituales más al norte, pero cubrían menos porción del cuerpo de los defensores. Bajo ellas corría un friso de ladrillos esmaltados con escenas de combates entre dioses y dragones, varones y Atagairas, humanos e inhumanos.

Ante la puerta oeste de Malib, conocida como la de Manígulat, se extendían casas y almacenes que habían ido creciendo extramuros. En los bordes de la calzada formaba una guardia de honor. Kratos estudió a los soldados Malibíes. Vestían corazas de lino decoradas con placas colgantes de bronce. Los cascos cónicos eran de cuero lacado, y los de los oficiales estaban decorados con colmillos de jabalí. Se protegían con escudos de mimbre forrado y como armas ofensivas portaban lanzas y alabardas. Kratos sonrió con cierto desdén y se volvió hacia la derecha, por inercia. Pero no estaba allí Gavilán para recibir su comentario, sino la joven Aidé, a la que desde el día anterior servía como escolta personal.

La víspera había sido ajetreada. Por la mañana, en el cuadrante del batallón Jauría, aparecieron ahorcados siete hombres y dos mastines. Los rumores se desataron por el campamento, y no tardó en saberse que los ejecutados pertenecían a la compañía Negra. A Kratos no le extrañó saber que entre ellos estaba el capitán, Amuref, y un soldado llamado Berrum; el mismo que había escrito su nombre con tizne en una cueva del santuario de Eleris. Ihbias había hecho justicia, una justicia sumarísima que no dejaba testigos del sacrilegio, evitando que nadie ajeno a su batallón pudiera interrogar a los supuestos culpables.

Los tesoros del oráculo no aparecieron por ninguna parte. Ihbias permitió a los hombres del batallón de Alpenor, el general con quien más amistad tenía, que registraran a conciencia el cuadrante donde acampaba el batallón Jauría. Todas las pertenencias que aparecieron eran las que podían justificar los soldados, con recibos y anotaciones de sus furrieles. Por otra parte, en las inmediaciones del campamento no se encontraron señales de que nadie hubiera excavado para enterrar un tesoro.

Por la tarde, Kratos acudió al pabellón de mando y le propuso a Forcas regresar al santuario con el guía Yurto. Estaba seguro de que encontrarían huellas más claras y podrían rastrear a quienes se habían llevado los tesoros.

—Así podremos devolverlos y reparar en parte la profanación —razonó con el duque—. Es imposible que siete hombres solos organizaran aquella matanza.

—Eso es evidente —dijo Halokas, el general del batallón Carmesí, que aborrecía a Ihbias—, Ihbias es más culpable que el gato de Mirtilo. Se quita a siete testigos de encima y se queda con los tesoros.

Forcas les dio la razón, pero se las arregló para despedir a Halokas y quedarse a solas con Kratos.

—Por el momento, vamos a olvidar el asunto de la profanación.

—¿Lo crees conveniente, duque? Ese oráculo era muy respetado en Malib, y mañana llegaremos a la ciudad.

—He hecho averiguaciones. El oráculo era tan molesto como un forúnculo para la reina Samikir. Este asunto no tardará en olvidarse. Ahora, quiero hablarte de otras cosas.

Forcas hizo que le sirvieran vino y le echó el brazo sobre los hombros con mucha confianza. Kratos sospechaba que no recibiría el mando de Ihbias, puesto que éste no iba a ser degradado, ni siquiera reprendido.

Pero cuando Forcas le dijo que a partir de ese momento se convertía en guardián personal de Aidé, no supo qué contestar.

—Mantendrás el rango de capitán —se apresuró a añadir Forcas—, pero tu paga subirá de cuatro a cinco imbriales.

Ésa era la recompensa que le había prometido Forcas, rumió Kratos, mientras se acercaban a las puertas de la gran ciudad. El duque le había quitado el mando de su compañía para convertirlo en el guardaespaldas de su amante.

—¿Sucede algo, tah Kratos? —le preguntó Aidé. Por encima del velo, sus ojos azules le sonrieron. Kratos suspiró.

—Nada, señora.

—Te he dicho que me llames Aidé —susurró ella.

Los cuatrocientos hombres seleccionados de la Horda desfilaron ante las lanzas y alabardas que los guardias Malibíes levantaron en su honor. En cabeza marchaba el propio Forcas con veinte chalecos morados. Iban junto a él Aidé, Ahri, los generales Ihbias y Vurtán, y capitanes y miembros de todas las armas. El resto del ejército había quedado acampado en un bosquecillo al otro lado del río, a unos ocho kilómetros de allí y separado de la ciudad por un monte.

Cuando salieron del campamento, Kratos había arrugado el ceño al ver que Ihbias marchaba con ellos. Forcas, al advertirlo, le dijo:

—Prefiero tenerlo cerca de mí, y no intrigando en el campamento. Ya conoces el dicho, Kratos: ten a los parientes lejos, a los amigos cerca y a los enemigos en tu propia cama.

Pese a su comentario, Kratos observó que Forcas e Ihbias se evitaban mutuamente y sólo se dirigían la palabra mediante intermediarios. Ignoraba qué había sucedido entre ambos, pero mucho se temía que el duque no había sabido imponer su autoridad sobre el atrabiliario general.

Las puertas de la ciudad, dos enormes jambas adornadas con chapas de auricalco, se abrieron sin un solo rechinar sobre carriles de bronce aceitado. Cuando pasó a caballo bajo el gran dintel de piedra, Kratos sintió un escalofrío en la nuca.

Marcharon por una avenida de casi diez metros de ancho. Las herraduras, las llantas de los carros y los clavos de las botas resonaban sobre adoquines triangulares. A ambos lados se levantaban casas con toldos azules, amarillos y rojos, balconadas de madera engalanadas y terrados floridos desde los que se asomaba el gentío. Urusamsha les había prometido un recibimiento caluroso, y lo cierto era que se oían vítores y a su paso arrojaban papeles de colores y bolsas de pétalos frescos, pero en todo ello Kratos notaba algo frío, calculado. Durante el viaje, se había familiarizado con el Nesita, que era la lengua franca de Tramórea desde Abinia hasta Pashkri. Nesita y Malabashar eran similares, así que captaba palabras sueltas que no le acababan de gustar. Kartine, castigo, profanación… Sin embargo, los demás miembros de la comitiva desfilaban con rostros despreocupados, mientras Forcas saludaba con gesto señorial a la muchedumbre y el propio Ihbias cabalgaba como si aquello no fuera con él.

Las casas aledañas a la muralla eran de adobe y de roca arenisca. Pero conforme se acercaban al centro se empezó a ver estuco, y luego placas de alabastro y columnas de mármol. En los terrados se alzaban frondosas pérgolas, y en las balaustradas, junto a sus maridos y amantes, se acodaban damas cada vez más hermosas y de ropas más caras. Llevaban el rostro cubierto, pero con velos transparentes que parecían más señuelos de tentación que prendas de recato; y no tenían escrúpulos en lucir hombros y cuellos, adornados con joyas y camafeos y con cadenas de oro y plata. Una de ellas, desde una ventana baja, se apartó el velo para sonreír a Kratos y se acarició el escote introduciendo unas uñas largas y rosadas por debajo de la ropa.

No, una ciudad rica no podía ser una amenaza, se repitió Kratos. El lujo, la comida, la seda y los perfumes adormecen a la gente.

Había muchas cúpulas cubiertas de losetas doradas y coronadas por estatuas de divinidades, pues Malib era conocida como la ciudad de los mil y un dioses. También se alzaban aquí y allá torres altas y espigadas, cubiertas por tupidos relieves en los que alternaban figuras humanas, monstruos, diseños geométricos y abigarradas caligrafías. Pasaron junto a la primera de las doce pirámides escalonadas, un edificio de cuatro pisos, cada uno recubierto con ladrillos esmaltados en colores diferentes. Desde el templete que la coronaba, unos sacerdotes ataviados con túnicas negras los observaban en silencio, mientras en el altar superior ardía la hoguera de un sacrificio. Más adelante vieron otra pirámide a la izquierda, ésta de cinco pisos, y a la derecha divisaron otra aún más alta que descollaba sobre las terrazas de las casas.

Anocheció mientras recorrían las calles. La última luz del crepúsculo arrancó reflejos anaranjados de las cúpulas enlosadas, y después se desvaneció. Un cuerno dio una larga llamada, a la que contestaron ecos desde varias torres. A la señal de la anochecida, miles de lámparas y hogueras se encendieron por toda la ciudad, y los olores del sándalo, el incienso y otras hierbas aromáticas impregnaron el aire. Los Invictos atravesaron plazas decoradas con hermosas fuentes de mármol y avenidas sembradas de naranjos y otros frutales de cuyas ramas colgaban globos de luces.

—¿Es que esta ciudad no se acaba nunca? —resopló Aidé.

Ésta, tras mucho discutir con Forcas, había venido montada en su yegua y no en un carro. A cambio le habían encajado unas jamugas en la silla para que cabalgara como una dama, y sobre los pantalones de montar vestía una falda dorada. Como concesión a las costumbres locales, se había recogido el cabello con una redecilla de oro y llevaba el rostro cubierto con un velo; pero al comprobar que las gasas que fingían cubrir los rostros de las Malibíes eran mucho más transparentes se lo quitó, hizo con él un gurruño y lo tiró al suelo.

—Eso es lo que opino del recato de las Malabashares —dijo, cuando observó que Kratos la miraba, y luego repitió—: ¿Es que esta ciudad es infinita?

—No te dejes impresionar, señora. Sin duda eso es lo que pretende la divina Samikir. Tíshipan, donde yo nací, no es mucho menor que esta ciudad. Y sin duda, Koras es el doble de grande —exageró—. Son ellos los que deben temernos a nosotros. Somos la Horda Roja, los Invictos que fundó tu padre.

—Vale, pero ya me duele el culo de ir encajada en esta silla.

Forcas, que iba delante de ellos, se volvió y la miró con gesto severo. Aidé agachó la cabeza para pedir perdón, pero luego le sacó la lengua al duque cuando éste no miraba. Kratos pensó que le habían nombrado nodriza de una cría consentida, pero no pudo evitar una sonrisa.

Atravesaron otra muralla alumbrada con grandes antorchas. Cruzaron un túnel de unos diez metros y se encontraron ante una enorme explanada. En el centro se levantaba la pirámide más alta de la ciudad, un zigurat de nueve niveles consagrado a la propia reina, la Deseada y Divina Samikir. Kratos no había visto jamás un edificio tan grande, pues la pirámide era aún más alta que Nahúpirgos, la torre de los Numeristas en Koras, y mucho más ancha. Al pensar en la cantidad de piedra y ladrillo que debió utilizarse para erigir aquella monstruosidad, se dijo que alguna magia secreta debía sustentar el suelo de la explanada para que no se hundiera bajo tan inconcebible peso. En las terrazas de la pirámide ardían hogueras alumbradas por diferentes mezclas de maderas, carbones y limaduras metálicas, de modo que las llamas de cada piso flameaban con colores diferentes.

Los Invictos pasaron entre dos largas hileras de soldados en formación, tan numerosos que Alpenor preguntó:

—¿De verdad les hace falta contratarnos?

Pasados los soldados, les esperaba un espectáculo variopinto: bailarinas, tragafuegos, derviches que giraban agitando largas faldas blancas, dragones de tela adornados con bengalas y varias bandas que tocaban himnos metálicos y discordantes.

—Ciento cincuenta metros —comentó Ahri, a la izquierda de Kratos.

—¿Perdón?

—La altura de la pirámide. Ciento cincuenta metros.

—¿Lo sabes a ojo?

—Tengo buen ojo.

—¡Eso no lo dudo! —rió Aidé, y el propio Kratos soltó la carcajada.

—La base mide el triple —explicó—, así que son cuatrocientos cincuenta de lado. O sea, una superficie de doscientos dos mil quinientos metros cuadrados. Eso en la base, porque sumando los pisos superiores…

—Por favor, querido Búho —dijo Aidé—, ¿podrías hacer el resto de tus cálculos en silencio?

Las danzarinas y demás celebrantes se abrieron a su paso. Llegaron al pie de la escalinata central, que subía por el exterior del zigurat hasta el tercer piso, se bifurcaba en dos escaleras hasta el sexto y volvía a unirse en una sola para coronar la pirámide. Allí desmontaron, y los palafreneros de las caballerizas reales acudieron a recoger sus monturas. Por la escalinata ya bajaba Urusamsha, y junto a él un personaje alto y corpulento de voz atiplada al que les presentó como Barsilo, eunuco y visir de la corte.

—No podéis hablar directamente con la Divina y Deseada Samikir —les advirtió—. Pero sí debéis mirarla, pues ésa es su voluntad.

—¿Cómo podemos mirarla y hablarle indirectamente a la vez? —preguntó Ihbias.

—Me refiero a que no se le puede hablar como te estoy hablando yo a ti, sino como si se hablara de ella.

Ahri se acercó a Kratos y susurró:

—O sea, lo que en gramática llamamos «hablar en tercera persona».

Mientras subían por la escalinata, Barsilo les explicó que al trono de la Divina y Deseada Samikir sólo se acercarían el duque Forcas y sus más allegados. El resto se quedarían antes, disfrutando de la recepción con el resto de los seis mil invitados. Después añadió varios detalles sobre protocolo.

—Podía haberse ahorrado lo de ventosear y hurgarse las narices —dijo Ahri.

—Recuerda que traemos a Ihbias —respondió Kratos.

La escalinata desembocaba ante una puerta que se abría en la tercera terraza de la pirámide. Anunciados por una fanfarria de trompetas y flautas, la cruzaron y entraron en la sala de audiencias de la reina Samikir. Kratos esperaba que el interior de la pirámide fuera una masa maciza de bloques de piedra, pero ante sus ojos se abría un vasto recinto en forma de trapecio. El lado mayor, de trescientos cincuenta metros, correspondía a la fachada oeste de la pirámide, mientras que el lado menor se estrechaba hacia el centro del edificio. La luz de la sala iba desde el brillo del pasillo central, alumbrado por grandes globos colgantes, hasta la penumbra bajo las columnatas laterales y la oscuridad casi total en los extremos más alejados. El techo se hallaba a más de doce metros de altura, y las columnatas que flanqueaban el amplio pasillo sustentaban sendos entrepisos desde los que se asomaban para contemplarlos cortesanos y dignatarios. Kratos nunca había entrado en un recinto tan inmenso, y sin embargo se sentía sofocado. El lugar estaba abarrotado, y olía a incienso, canela y vainilla, y a todo tipo de perfumes y de efluvios humanos. Hacía mucho calor, pues por todas partes ardían grandes braseros montados en trípodes de bronce; para colmo, de cuando en cuando los criados vertían agua sobre carbones incandescentes y se levantaban siseantes vaharadas de vapor. Alpenor preguntó por qué caldeaban tanto la sala si la noche no era fría.

—Cuando conozcáis a la Divina y Deseada Samikir, lo comprenderéis —respondió Barsilo.

El eunuco les explicó que la reina tenía siete partes de diosa, mas para conservar sus tres partes de mortal seguía unas costumbres muy estrictas. Sólo bebía agua fundida de nieve traída de las montañas de Atagaira —pese a que las Atagairas eran enemigas mortales de su ciudad—; no comía nada sólido por no desgastar las coronas de sus dientes, de modo que todos los alimentos se los trituraban hasta convertirlos en puré; se bañaba en una piscina llena con leche de vicuña; y, sobre todo, jamás permitía que ningún tejido tocara su piel.

—¿Eso quiere decir que…? —empezó Aidé, titubeante.

—La Divina y Deseada Samikir sólo va vestida de cielo.

—¿Desnuda?

—Aidé… —la regañó Forcas, mientras Urusamsha se tapaba la boca para disimular una carcajada.

Los soldados de la Horda se quedaron bajo la columnata de la derecha, donde les habían aparejado cuatro largas mesas rectangulares con viandas y vino. Siempre escoltados por guardias Malibíes y guiados por Urusamsha y Barsilo, los nueve invitados de honor siguieron adelante hacia el extremo más estrecho del trapecio. Forcas, Ihbias y Vurtán con sus respectivos asistentes, Aidé con Kratos y Ahri. El erudito había conseguido convencer al duque de que su memoria perfecta y su mente calculadora le serían muy útiles para no perder detalle de la recepción.

Las columnatas morían frente al extremo estrecho del trapecio. Aquella pared, según el cálculo de Ahri, tenía cincuenta metros de longitud. En ella se alzaban dos enormes placas de piedra, que representaban en altorrelieve dos criaturas mitológicas. A la derecha rampaba sobre las patas traseras un dragón de cuya boca brotaba una serpiente. Frente a él, a la izquierda, había un toro alado con una larga barba rizada y cabezas de demonio en las puntas de los cuernos. Entre ambas figuras colgaba un gran telón, al que se llegaba por nueve peldaños ovalados que formaban una escalinata en forma de concha.

Aulamugdán salió a recibirlos. El rey consorte llevaba una barba postiza, de rizos simétricos que le colgaban hasta el pecho, y vestía una túnica de malla de oro que tintineaba al andar. Caminaba con lenta cadencia, obligado por su decrepitud y por zuecos de más de un palmo de alto. Los saludó en Malabashar y luego en Nesita, y tomó de la mano a Forcas para conducirlo al pie de la escalinata. Los demás lo siguieron en fila de a dos.

Las trompetas volvieron a sonar, y todos los asistentes entonaron al unísono el himno de la reina. Aunque algunas de las palabras que captó Kratos no le sonaban demasiado solemnes (juraría haber oído algo así como «tus nalgas de diosa»), escuchar aquel canto perfectamente concertado en seis mil gargantas no dejaba de impresionar. El telón se abrió a los lados, y brotaron grandes chorros de un vapor azafranado. Detrás del humo se encendió una luz muy potente, como la de mil luznagos encerrados en un solo globo. Recortada contra la luz apareció la silueta de una mujer, y el himno se convirtió en un rugido. «¡Tú incitas el deseo, Divina Samikir!». La mujer levantó los brazos, y era evidente por sus formas que no llevaba nada encima salvo unos zapatos de tacón. «¡Pothine palidece a tu lado!», cantaron los cortesanos, y a pesar de la blasfemia el techo del zigurat no se desplomó sobre ellos.

Los vapores se empezaban a disipar. Ahri le dio un codazo a Kratos y se relamió, pero cuando la silueta desnuda empezaba a rellenarse de algo parecido al color de la carne, dos eunucos aparecieron a ambos lados de la reina y la cubrieron con grandes plumas de avestruz. La luz que alumbraba a Samikir por detrás se apagó, y en su lugar se encendieron dos globos a medías ocultos tras las grandes placas de piedra que rodeaban la escalinata. El trono apareció detrás de ella, moviéndose como por arte de magia, aunque Kratos sospechó que se desplazaba por carriles en el suelo. Al llegar a la altura de Samikir, el respaldo del sitial se desplegó a su espalda como un gran abanico, formado por una tracería de oro tan fina que sugería la transparencia y fragilidad de las alas de una mariposa.

Samikir, sin volver la mirada, dio tres pasos hacia atrás y se acomodó en su trono, seguida por los espadones, que maniobraban las plumas de avestruz de tal manera que la cabeza y los brazos de la reina quedaran al descubierto, pero no se viera nada más. «¡Deseada y Divina, sempiterna Samikir, te amamos!», terminó el himno.

—Malditas plumas —se quejó Ahri.

Urusamsha se volvió hacia él y sonrió.

—A veces un eunuco no llega a tiempo con sus plumas o sufre un traspiés, y los cortesanos tienen un atisbo de una nalga divina o un pecho de diosa.

—Deben de ser momentos muy festejados.

—Ciertamente. Es todo un espectáculo ver cómo al eunuco en cuestión le cortan las manos y luego la cabeza.

Aulamugdán subió los peldaños de la escalinata, se acercó al trono y se sentó en el suelo, a la izquierda. Samikir le acarició la cabeza, y a Kratos se le antojó que al rey consorte sólo le faltaba la cadena para convertirse en una mascota perfecta.

Por encima de las plumas, la mano de la reina hizo una señal. El eunuco susurró a Forcas que podía acercarse a Samikir. El duque, con paso solemne, subió los nueve peldaños. Barsilo le paró con el brazo cuando se acercaba al trono, y le señaló dónde debía quedarse, a unos cuatro metros de la reina. Forcas se detuvo e hizo una reverencia que, merced al flameo de la casaca que había elegido para la ocasión, resultó muy vistosa.

—Nos te saludamos, duque Forcas.

Samikir habló en Nesita, con voz grave y potente, bien fuera por la naturaleza o por algún ingenio de la disposición de la sala. Después hizo una señal, y un chambelán acudió con un regalo para Forcas. El duque lo desenvolvió, y luego se giró para enseñárselo a la concurrencia. Era una capa negra recamada en oro y con pedrería incrustada.

—Nos te nombramos Protector de Malib —prosiguió la reina, y Forcas se lo agradeció con una nueva reverencia.

Siguió un intercambio de cortesías en el que Forcas demostró su galanura. Kratos pensó que el duque se manejaba en el protocolo con mucha más soltura que en la rutina castrense. Aburrido, se dedicó a inspeccionar la sala con discreción. Siempre que se veía confinado entre cuatro paredes hacía lo mismo, buscando puntos débiles y posibles rutas de escape. En los últimos años había tenido que escapar de varios encierros y emboscadas, y sospechaba que aún tendría que volver a hacerlo.

La siguiente en subir la escalinata fue Aidé. Kratos hizo amago de seguirla, pues se suponía que no debía apenas separarse de ella, pero Forcas le indicó que se quedara abajo.

—¿Es tu esposa, Protector?

—Si se le permite al servidor de la Divina Samikir hacer una pequeña apostilla, es mi concubina.

—¿Has traído a nuestra presencia a una concubina?

Desde donde estaba, a Kratos no supo apreciar si el gesto de la reina revelaba enojo, diversión o simple aburrimiento. Forcas carraspeó, buscando una respuesta adecuada, y eso dio tiempo a Aidé a saltarse el protocolo.

—Soy la hija de Hairón, ¡oh, majestad!

—¿Hairón? Acércate un poco, niña. ¿Quién es Hairón?

Aidé dio un par de pasos titubeantes y se detuvo, como si temiera quedar al alcance de los brazos de la reina.

—Es… fue el fundador de la Horda Roja, majestad. El último Zemalnit.

—¿El Zemalnit? ¿Qué cargo es ése, una especie de mayordomo?

—El Zemalnit es el dueño de la Espada de Fuego, majestad. El hombre más importante de Tramórea.

—¡Ah, menos mal que has dicho «el hombre»! Si hubieses dicho «mujer» o «diosa» y nos hubiéramos dado por aludida, tendríamos que haberte hecho cortar la cabeza.

Hubo una carcajada general que reverberó en las paredes de la estancia. Incluso Forcas rió la gracia de la reina. Kratos volvió a sentirse decepcionado de su jefe. Aidé había hablado con el orgullo que la situación requería, pues era la hija de Hairón, un hombre que poseía mucha más majestad en un dedo que aquella mujer en todo su cuerpo.

¿O no? En aquel lugar que lo encanijaba a uno, se dio cuenta de que su pensamiento no era tanto una convicción como el deseo de sentirse importante y poderoso, aunque fuese de forma vicaria por haber compartido parte de su vida con Hairón. Entonces el hombro le recordó: Viejo y tullido Kratos, estoy aquí

—Nos queremos saber por qué no te has casado con una chiquilla tan hermosa que es a la vez la hija de… ¿Cómo ha dicho, el Zumurnit?

Kratos temió, como todos, que Aidé respondiera con algún bufido, pero Forcas se apresuró a contestar por ella.

—El servidor de la Divina Samikir no ha tenido tiempo de celebrar tales rituales, pues en cuanto le llegó su mensaje acudió presuroso. Ahora que ha llegado a la esplendorosa ciudad de Malib, y una vez que le sirva a la reina las cabezas de sus enemigos, podrá casarse… siempre que su divina majestad le otorgue su bendición.

Kratos observó que Forcas le había tomado tal gusto a la tercera persona que ya la utilizaba con él mismo. Pero, debajo de la apariencia lacayuna de sus palabras, había insinuado algo más. Al hablar de casarse no había mencionado, sin embargo, a Aidé. ¿Estaba pensando en desposar a alguna princesa? Según contaban, Samikir tenía decenas de hijas.

—Nos esperamos que pronto nos ofrezcas, como has prometido, las cabezas de esas odiosas mujeres que se atreven a profanar nuestros dominios, las Atagairas. Es sacrílego e innatural que las mujeres se dediquen a las armas como si fueran hombres. ¿Lo has comprendido, chiquilla? Ya puedes retirarte.

Mientras Aidé bajaba los escalones, con el rostro colorado, el visir se acercó a la derecha del trono y se cubrió la boca con las manos para decirle algo a la reina. Desde abajo, a Kratos le pareció que Samikir enarcaba una ceja.

—Hablando de sacrilegios, ha llegado a nuestros oídos cierto incidente que se ha producido no muy lejos de aquí. ¿Sabes algo, Protector de Malib?

Forcas vaciló un momento. Tal vez pensaba en qué contestar, o tal vez lo estaba traduciendo todo a la tercera persona.

—El servidor de la Divina Samikir ignora qué significan las palabras de su reina.

—Cierto oráculo de la diosa Eleris ha sido destruido. No es que eso tenga importancia: hay más dioses en el Bardaliut que conejos en el monte, pero sólo existe una diosa encarnada. Sin embargo, los súbditos se quejan. Volvemos a repetirte, Protector de Malib, ¿sabes algo?

Forcas agachó los ojos un instante, pero luego los levantó y enfrentó la mirada de la reina.

—El servidor de la Deseada y Divina Samikir ha estado tan ocupado preparando la campaña contra las enemigas de su reina que no ha tenido tiempo de escuchar tales rumores.

El eunuco miró a Forcas con los labios apretados, y luego volvió a taparse la boca para cuchichear a Samikir, casi por encima de las plumas de avestruz. La reina asintió.

—¿Son tan buenos los hombres que nos has traído, Protector de Malib? —preguntó de repente.

La pregunta desconcertó a todos, pero Kratos estaba seguro de que la reina no daba puntada sin hilo. Sin saber por qué, le empezaron a sudar las manos, que había mantenido secas a pesar de la humedad sofocante que flotaba en la sala.

—El servidor de la Divina Samikir ha traído a los mejores guerreros del mundo.

—Entonces cada guerrero de los que nos has traído vale, es un suponer, por cuatro de los nuestros.

—Las palabras de la Divina Samikir son certeras.

La reina soltó una carcajada desdeñosa.

—Dudamos de que ningún bárbaro extranjero valga como cuatro de los guerreros consagrados a mi divina persona. Creo que nuestro visir actuó con ligereza al prometeros la paga que os prometió.

Kratos vio cómo, delante de él, los hombros de Vurtán se contraían. El mismo sintió que sudaba cada vez más, y aprovechando que Samikir miraba a Forcas, se volvió de medio lado para contemplar la sala. Había rumores por todas partes, y muchos parecían ajenos a la propia audiencia. Kratos levantó la mirada a las balconadas que corrían sobre las columnatas laterales. Allí había soldados Malibíes, armados con arcos, aunque de momento los llevaban colgados a la espalda. Debajo de una de esas columnatas, a casi cien metros del trono, estaban los guerreros de la Horda, banqueteando alrededor de una larga mesa y, al parecer, ajenos a lo que ocurría. Si la situación se complicaba, sólo tendrían que gritar «¡A mí los Invictos!» y se organizaría una buena carnicería. Sin duda conseguirían escapar de la pirámide, pero ¿saldrían de la muralla interior? ¿Y de la ciudad?

—La Horda Roja que fundó el Zemalnit es el mejor ejército del mundo —argumentó Forcas—. Por eso nos enorgullecemos de llamarnos Invictos, incluso delante de la divina presencia de su majestad.

—Bien por el duque —susurró Ahri—. Ya era hora de hacerse valer.

—En ese caso —prosiguió la reina—, no tendrás inconveniente en hacer una pequeña demostración, para que Nos sepamos que no gastamos en vano los tributos que nuestros súbditos nos entregan para que los administremos por su bien.

—El servidor de la Divina Samikir pide perdón por este atrevimiento, pero la Horda Roja realizó una exhibición delante de su regio esposo y de otras autoridades que quedaron muy satisfechas. Pero si la Divina y Deseada Samikir así lo dispone, mañana los Invictos podrán realizar otra parada similar a aquélla.

—Mañana no. Ahora.

—El servidor de la Divina Samikir pide disculpas, pero no ha traído guerreros suficientes, y una maniobra de ese…

—No queremos una maniobra. Queremos un combate de verdad.

Hubo un murmullo de sorpresa en las inmediaciones del trono. Forcas abrió los ojos como platos y por un momento olvidó el protocolo.

—¡Pero eso no es posible!

—Un duelo singular —intervino el visir. Kratos comprendió que toda la escena estaba preparada, y no fue el único—. Uno de vuestros hombres contra el mejor espadachín de Malib.

—Así que era esto —susurró Ahri, acercándose a Kratos—. Esa bruja quiere ver sangre de cerca.

—El Protector de Malib ha afirmado que uno de sus hombres vale por cuatro de los nuestros —dijo Samikir—, así que no debe tener miedo de que se enfrente en duelo singular tan sólo a un soldado de nuestra ciudad.

—El servidor de la Divina Samikir arguye humildemente que la ventaja de los Invictos se debe a su disciplina cuando combaten en formación, hombro con hombro, y que en…

—Ya hemos expresado nuestra voluntad. Elige a uno de tus hombres.

Forcas se volvió y buscó con la mirada al pie de la escalinata. Kratos comprendió que sus manos habían empezado a sudar porque eran mejores profetas que él. El duque le hizo una seña para que subiera.

—Dales una lección, Kratos —le animó Vurtán, mientras subía los peldaños.

—El servidor de la Divina Samikir le presenta a su señora a Kratos May, capitán de la Horda Roja y guardián de la hija de Hairón —dijo Forcas—. Él luchará para demostrar a su deseada majestad cuán grande ha sido su acierto al contratar los servicios de los mejores guerreros del mundo.

—Pero… —empezó Kratos.

Forcas le miró con asombro, y Kratos comprendió que, de haber podido, lo habría degollado allí mismo por atreverse a objetar algo.

—Acércate, tah Kratos —ordenó Samikir.

Kratos tragó saliva y miró al suelo. Había allí una línea negra, pero la reina le ordenó que la cruzara. Con pasos cortos, avanzó los cuatro metros que lo separaban del sitial, esperando que la orden de detenerse llegara cuanto antes. Pero la reina se puso en pie y se apeó del trono. Los espadones movieron las plumas con habilidad para cubrirla del cuello a los tobillos y la siguieron. Samikir dio un par de pasos, y Kratos no tuvo más remedio que parar para no chocar con ella.

El rostro de la reina era de una belleza sobrehumana. No se trataba de un artificio de maquillaje, como Kratos había sospechado desde allí abajo, sino de una extraña magia que estiraba su piel como porcelana. Samikir apenas hacía algún gesto, y no debía haberlo hecho en su vida, pues no se veía ni la huella de una arruga en su cara. Tenía los ojos verdes, pero lo más inquietante eran sus pupilas, alargadas en un pequeño óvalo como si estuvieran a punto de dividirse en dos. Kratos pensó en las pupilas dobles de Togul Barok. Del príncipe de Ainar se decía que era hijo de los dioses. Así que tal vez fuese cierto que Samikir tenía siete partes de sangre divina. La mirada de los dioses debía de ser así, ausente, superior, sin el menor rastro de empatía. Kratos recordó a Linar, aunque en la mirada del mago, que había vivido cientos de años, había algo más de calidez y de compasión por los hombres que en la de la reina de Malib.

Alrededor de Samikir flotaba un aroma intenso, que penetró por la nariz de Kratos y le bajó directo a las ingles. Alarmado, se dio cuenta de que la sangre fluía en furioso torrente a su entrepierna, y comprendió por qué los dos sirvientes inexpresivos que sostenían las plumas a los lados tenían que ser eunucos. Las pupilas ovaladas de Samikir se dilataron y las aletas de su nariz temblaron un momento, y Kratos supo que ella sabía el efecto que le estaba causando. Expulsó el aire de la nariz como si quisiera arrojar lejos aquel olor y respiró entre los dientes, en pequeñas bocanadas, mientras trataba de pensar en escenas desagradables.

—Hemos leído sobre ti, tah Kratos —le dijo la reina. De cerca, su voz era tan hipnótica como perturbador su perfume—. Las crónicas del Gran Barantán refieren tus hazañas luchando por la Espada de Fuego.

Así que la supuesta ignorancia de Samikir sobre la personalidad del Zemalnit no era más que una farsa para ofender a Aidé. Kratos, incapaz de apartar la mirada de aquellos ojos verdes, pensó que aquella mujer lo sabía todo sobre él.

—¿Cuál era tu «pero», tah Kratos, capitán de la Horda?

—Su… —Kratos se atragantó. Diantre, era incapaz de hablar en tercera persona a la reina teniéndola tan cerca, desnuda tras aquellas plumas—. No sería una pelea limpia, majestad.

—¿Por qué?

—Conozco los secretos de las Tahitéis. Con ellos, puedo derrotar a cualquier hombre con el que me enfrente.

—¿Piensas que sería un combate desigual?

Kratos asintió, sin respirar. La hinchazón delatora empezaba a remitir, pero era mejor que no pensara en ello.

—En tal caso, combatirás sin recurrir a las aceleraciones, tah Kratos. ¿Has comprendido?

He comprendido que me he metido en la trampa yo solo.

—Sí, majestad.

Samikir lo despachó con un gesto y volvió a su trono. Kratos se quedó un instante fascinado por la mano de la reina. Tenía las falangetas cubiertas por unos postizos de oro, rematados con uñas largas y aguzadas de cristal iridiscente. Al parecer, el contacto del oro no desgastaba su inmarcesible belleza.

Kratos reculó hasta la línea negra y allí, tras comprobar que nada parecía delatar los efectos de la magia priápica de la reina, se atrevió a darse la vuelta hacia la sala. Se oían más murmullos que antes, e incluso desde las sombras más recónditas de la gran sala sintió miles de ojos clavados en él.

Forcas bajó la escalera junto a él y le apretó el hombro derecho. Kratos se mordió el labio para no gritar.

—Siempre he oído decir que no hay otra espada en Tramórea como la tuya. Déjanos en buen lugar, Kratos.

Al pie de la escalinata, los siervos habían recogido la alfombra para dejar despejado un cuadrado de unos diez metros de lado. Debajo, el suelo era de losas de granito. Kratos deslizó el pie y comprobó que no resbalaba. Otros maestros recomendaban luchar a pie descalzo sobre superficies desconocidas, pero él confiaba en sus viejas botas.

Incluso el pasillo central, despejado hasta aquel momento, se había llenado de curiosos que querían presenciar el combate más de cerca. Sus filas se abrieron y de ellas salió un hombre armado. Nadie había pedido voluntarios para la pelea, así que Kratos comprendió que todo estaba preparado. Su rival, que llevaba las sienes afeitadas como todos los Atavi, era muy alto, más de un metro noventa, y sus hombros se salían de la coraza de cuero.

Kratos pidió a Ahri que le ayudara a despojarse de la coraza, pues prefería luchar sin impedimento. Vurtán apartó con suavidad al erudito y él mismo desabrochó las hebillas.

—Este lugar apesta a incienso y a ramera —susurró el general—. Acaba cuanto antes para que podamos respirar aire fresco.

Kratos se dejó puesta la almilla, aunque estaba empapada de sudor. Contó las nueve estrías rojas de su brazalete y pensó que con gusto se lo quitaría, pues su peso era un lastre más para un brazo casi inutilizado. Pero no lo hizo.

Los cortesanos aclamaban a su campeón, con gritos de «¡Murtim, Murtim!». El Malibí se había desnudado de cintura para arriba, y lucía un torso depilado y brillante de aceite. Sus músculos amenazaban con reventar la piel. El hombro de Kratos le envió otra punzada, como si ya sufriera la brutalidad de sus golpes.

«¡Murtim, Murtim!», seguía aclamando la gente. Un ramo de flores cayó junto al campeón Malibí, que lo recogió sonriente y lo arrojó de vuelta a la multitud. Después, desenvainó la espada.

Kratos estudió el arma de su rival. Era una hoja recta, de dos filos, con un vaceo central para aligerar peso. Debía medir cerca de cuatro palmos, casi uno más que Krima. La empuñadura, para dos manos, estaba forrada de piel y tenía un engrasamiento central. Los gavilanes, anchos y en forma de cruz, estaban más destinados a enganchar y bloquear otras armas que a proteger la mano. Un arma poderosa, apta para tajar por ambos lados y también para estoquear. Sin duda no cortaba con la limpieza de una espada de Tahedorán, pero sus golpes debían partir huesos como el hacha de un carnicero.

Muy despacio, Kratos extrajo a Krima de su funda, y luego desenganchó ésta del talabarte y se la entregó a Ahri. Las últimas veces que había desenvainado a su vieja amiga había sido para aceitar su hoja, no para combatir. Ligeramente curvada, Krima era un arma destinada sobre todo a cortar con la hasha, la parte final del filo, pero su aguzada kisha también podía pinchar en caso necesario.

—¿Cómo será el duelo? —le preguntó a su rival.

—¿Qué quieres decir?

—Que cuándo acabará.

—Cuando te saque las tripas, perro extranjero —respondió el Malibí, y escupió a un lado.

No había más que hablar. Murtim calentó los brazos tajando el aire a un lado y otro, después realizó varios cambios de guardia y terminó con la espada cruzada sobre el cuerpo y los brazos, exhibiendo sus abultados músculos. Entre el público se oyeron silbidos y murmullos de admiración, mientras un par de voces solitarias animaban a Kratos.

El Tahedorán sostuvo su espada en una guardia baja que en el arte se conocía como guardia del loco. Era una posición defensiva que protegía las piernas, muy apropiada para lanzar contraataques a las técnicas del adversario; pero Kratos no la había elegido por tal razón, sino porque era la única forma en que podía sostener la espada. Al principio puso por delante la mano derecha, en contacto con la guarnición. Se dio cuenta de que no iba a aguantar y cambió el agarre, como si fuera zurdo, con la esperanza de que nadie se diera cuenta. De esa manera el brazo izquierdo era el que dirigía las técnicas, y el derecho se limitaba a estabilizar y apoyar. Pero, a la vez, el nivel de Kratos como esgrimista bajaba de gran maestro al de simple iniciado.

La situación no era halagüeña. No podía entrar en Tahitéi. Su superior dominio de la espada quedaba anulado por el hecho de haber invertido el agarre, y además su enemigo disponía de toda la libertad para golpear y lanzar tajos desde las ocho direcciones principales que componían el círculo de ataque, por no hablar de las estocadas. En cambio, el hombro de Kratos sólo le permitía contar con el tercio inferior de ese círculo y con dos o tres direcciones en el mejor de los casos. Cualquier técnica por encima de las axilas podía bloquearle la articulación y hacer que le fallara la presa y soltara la espada.

Murtim se acercó con la guardia celeste, la espada enarbolada sobre la cabeza, una posición alta y agresiva que dejaba al descubierto su tórax. Kratos sintió la tentación de pronunciar la fórmula de Protahitéi: con la primera aceleración le habría bastado para llegar con la kisha hasta esos abdominales perfectos y abrir un ombligo nuevo en el cruce de las perpendiculares. Pero si lo hacía, estaba seguro de que ningún miembro de la Horda saldría vivo de la ciudad.

Con un grito, el Malibí se lanzó sobre Kratos. Era tan alto que en una zancada le comió la distancia, y lanzó un golpe vertical destinado a partirlo en dos del hombro a la cintura. El aire zumbó como si lo cortara una guadaña. Kratos se apartó a la izquierda y desvió el golpe interponiendo su propia espada. El dolor en el hombro fue instantáneo y salvaje. Se le escapó un alarido, pero lo disfrazó como un grito de combate y se alejó.

Excelentes noticias, pensó: tampoco podía bloquear los golpes. Con el hombro entumecido, bajó la guardia y observó a su rival. Este sonrió un instante y volvió a lanzarse al ataque. Esta vez, Kratos se apartó sin tan siquiera levantar la espada. Murtim, que era muy ágil para su tamaño, se recuperó enseguida a pesar de la inercia del tajo y convirtió la caída vertical de la espada en un golpe diagonal que pasó rozando al Tahedorán. Entre el público sonaron más silbidos y gritos de ánimo.

Kratos se dio cuenta de que sólo dispondría de una oportunidad. No habría fintas, ni amagos, ni bloqueos. Pero antes, tenía que bailar a su adversario para cansarlo. Empezó a jugar con los pies a su alrededor. Al menos, sus piernas estaban en forma, pues durante las marchas solía caminar en vez de ir a caballo, y también corría, atravesaba zanjas y saltaba a la comba con los soldados de su compañía. Murtim se había apoderado del centro del cuadrado, y sólo lo abandonaba para tirar alguna estocada o un tajo capaz de partir un árbol en dos. Pero Kratos no dejaba que se acercara a menos de tres metros y se escurría a los lados cada vez que el Malibí intentaba arrinconarlo.

La gente empezó a insultar a Kratos con lindezas como «calvo cobarde» y «gallina de Ainar». Él ni siquiera cambió la guardia. La punta de su espada estaba a un palmo del suelo, por delante de sus piernas, que no dejaban de brincar de un lado a otro, retrocediendo, hurtando el cuerpo a la derecha, a la izquierda, siempre retrocediendo.

—¿A qué esperas, Kratos? —gritó Ahri—. ¡Ya es tuyo!

—Yo sé a lo que esperas —silabeó Murtim—. A que la reina se apiade de ti y pare la pelea.

Kratos no contestó. Jamás había malgastado energías en esos duelos dialécticos que tanto gustaban a otros espadachines. Miraba a los ojos a su rival, pero con la vista un poco desenfocada, captándolo como un todo y sin ver más allá de él. Pensó que era una pena estar incapacitado, pues en aquel cuerpo tan grande le parecía ver dianas rojas que marcaban el cuello, las axilas, los costados. Pero para llegar hasta esos puntos letales tenía que tirar a fondo, y sabía que el hombro derecho le restaría casi un palmo de movimiento y lo dejaría vendido a mitad de la técnica.

—Perro Ainari —jadeó Murtim, lanzándole tajos en vano—, voy a cortarte la cabeza y jugar a los bolos con ella.

El Malibí era más joven; tal vez veinte años menos que Kratos. Mover tanto músculo requería mucha energía, pero sin duda era capaz de aguantar mucho tiempo así antes de agotarse.

Murtim escupió con desprecio y se enderezó un poco, llevando la espada al hombro derecho, como si quisiera seguirle a su rival el juego de la pasividad. Sólo era un engaño. De pronto saltó hacia adelante con todo su peso y lanzó una estocada al rostro de Kratos. Fue un movimiento mucho más rápido y con más alcance del que el Ainari había esperado. Apenas tuvo tiempo de torcer la cabeza a la izquierda, y sintió cómo el acero silbaba junto a su oreja. Pero esta vez, en lugar de retroceder, Kratos brincó a un lado, rozó el suelo con la rodilla derecha y apoyó el filo de Krima en el muslo adelantado de Murtim. Una vez ahí, debería haber tirado de la espada hacia su propio cuerpo, pero para ello necesitaba doblar el hombro derecho. En vez de eso, dio un paso adelante junto al cuerpo del Malibí y dejó que la hoja se deslizara por su pierna hasta llegar a la empuñadura. En la parte posterior de la espada, el filo no era tan fino como en la kisha, pero bastó para rasgar el pantalón y los músculos de Murtim.

Kratos pasó de largo a su rival, corrió para alejarse de él y se giró, mientras se alzaban más murmullos entre la gente. Murtim se volvió con un grito de rabia y se arrojó sobre él armando los brazos para lanzar un tajo de derecha a izquierda. La pierna derecha le falló a mitad del movimiento y cayó de rodillas al suelo. Un gemido que tenía más timbre femenino que masculino brotó de las gargantas Malibíes.

—¡Acaba con él, Kratos! —gritó una solitaria voz en Ainari.

Kratos, siempre con la guardia baja, giró alrededor de su rival. Del filo de Krima caían gotas de sangre que rodearon a Murtim con un anillo de puntos rojos. Kratos no tenía intención de acercarse más. Sentía el brazo derecho agarrotado del hombro a la punta de los dedos, y sabía que el izquierdo no era lo bastante preciso para rematar a su rival y a la vez evitar un posible contraataque. Además, estaba seguro de que el corte de cirujano que había practicado con el filo sería suficiente. Murtim se levantó, pero antes de dar un paso entero cayó de nuevo, y esta vez soltó la espada. De su muslo brotaban chorros intermitentes de sangre, que trataba en vano de taparse con la mano izquierda.

Por puro automatismo, Kratos estuvo a punto de sacudir su espada para arrojar los restos de sangre, pero el hombro le advirtió a tiempo. Ya limpiaría la hoja en cuanto tuviera ocasión. Por el momento, la guardó en la vaina y se acercó al visir, que había bajado la escalinata para presenciar de cerca el duelo.

—Deberíais hacerle un torniquete a ese hombre antes de que se desangre.

El eunuco entrecerró los ojos y apretó los labios.

—Nosotros sabemos cómo atenderle.

Ahri le ayudó a ponerse la coraza y lo felicitó por su victoria. Aidé se acercó y le sonrió, con los ojos húmedos. Pero Forcas no le dijo nada, y el tono de Vurtán al dirigirse a él fue gélido.

—¿Qué pretendías, tah Kratos? —le dijo—. ¿Por qué has jugado así con ese hombre?

—General…

—Ha sido una pelea sucia. Has ganado, pero no has dejado en buen lugar a la Horda. Espero que tengas alguna razón.

Kratos meneó la cabeza. Si había un hombre a quien no quería decepcionar, ése era Vurtán. Pero tampoco podía explicarle que el brazo derecho le dolía tanto como si una cuadrilla de enanos le martilleara los huesos por dentro.

La gente abandonaba el corrillo entre murmullos y miradas frías. Kratos volvió la mirada hacia el trono, pero el telón había caído de nuevo y la Divina Samikir ya no estaba allí. Tal vez se había aburrido antes de tiempo.

—Una buena pelea, tah Kratos —dijo una voz en Ainari.

Kratos se dio la vuelta. Dos jóvenes le miraban sonrientes. Se parecían tanto que pensó que eran hermanos, acaso gemelos. Vestían largas túnicas de bordados multicolores y fajas de seda, pero bajo ellas se adivinaban hombros y pectorales esculpidos por el ejercicio físico, y las mejillas se veían magras y las barbillas afiladas. Aunque tenían la piel morena y las sienes afeitadas, sus ojos eran rasgados como los de los Ainari. Kratos habría jurado que eran los dos dignatarios a los que había visto cuchichear en el estrado durante la exhibición militar, los mismos de quienes pensó que eran mercenarios.

—Nos ha extrañado que todos tus golpes vinieran desde abajo —dijo uno de ellos.

—De hecho, nos ha extrañado que tu único golpe viniera desde abajo —añadió el otro.

—Sí, parecías rehuir el contacto.

—Una táctica muy astuta para no cansarse si uno está viejo o herido.

—Pero tú pareces en perfecta forma, tah Kratos.

Kratos sonrió y puso los brazos en jarras, aunque hacerlo con el derecho le hizo sudar frío.

—¿Habéis estudiado Tahedo?

—Sólo en libros.

—Hum. Seguro.

—Perdona, tah Kratos, no nos hemos presentado —dijo el primero que había hablado—. Yo soy Biyómides, y mi hermano es Dolmatus.

—Encantado de conoceros. Ahora, tengo que volver con mis superiores.

—Sin duda, tah Kratos —dijo el llamado Dolmatus—. Espero que volvamos a vernos.

—Será un placer.

Biyómides y Dolmatus, pensó Kratos, mientras los hermanos se alejaban. Acababa de escuchar sus nombres, y ya había olvidado quién era cada cual.

Hasta para eso era más sencilla la vida en Mígranz, pensó con melancolía.