Derguín volvía a ser niño, y no llevaba a Zemal envainada en la cintura, sino un machete, y a la espalda, el arco que se había fabricado él mismo para cazar conejos. Caminaba por el sendero que conducía al bosque de los pinos aguja, a las afueras de Zirna, cuando se levantó un vendaval. El viento era tan fuerte que empujaba a Derguín como si fuera un pequeño velero de tierra. Al principio corrió y se dejó llevar, riendo a carcajadas, y cada vez que daba un salto y tardaba más en pisar el suelo que la vez anterior, se reía con más ganas.
Pero entonces el viento arreció, y sus pies apenas rozaban el suelo. Por el camino venía una comitiva de encapuchados con antorchas y túnicas blancas. Derguín les pidió que lo sujetaran para que el aire no lo arrastrase como a una cometa, pero no le oyeron. Una racha fría y violenta lo elevó sobre las copas de los árboles.
Dentro del sueño, Derguín se dio cuenta de que había caído en la vieja pesadilla que lo había atormentado desde que tenía uso de razón. La noche había caído y las tres lunas aparecían juntas en el cenit. Aquélla no era la visión que había suplicado a los dioses. Ahora el viento lo arrastraría hasta una llanura estéril, al pie de una cordillera negra y picuda como carbón desmenuzado, y allí el ojo de las tres lunas le atormentaría con su mirada implacable.
Pero el viento no lo llevó a esas montañas, sino a otras de laderas boscosas y cumbres nevadas. Sus alas de aire lo transportaron al otro lado, y a miles de metros bajo sus pies vio el reflejo de las tres lunas sobre un mar liso como un espejo. Cayó en picado y gritó, pero no se despertó como en otros sueños. Cuando ya rozaba las aguas, movió los brazos y pasó sobre ellas, y entonces descubrió que su sombra no era su sombra, sino la de un enorme murciélago.
El viento seguía empujándolo. Ahora lo arrastraba hacia una cúpula tan grande como una montaña en cuya cúspide se elevaba una torre aún más alta que taladraba el cielo. El viento era cada vez más rápido, más rápido, hasta que se convirtió en un remolino de aguas oscuras que devoró al murciélago que era y no era él. Se hundió con un grito en el que reconoció la voz de Mikhon Tiq gritando:
¡¡¡Derguíiiiin!!!
En la siguiente escena del sueño dejó de ser el murciélago, y dejó también de ser Mikhon Tiq. Tan sólo era un testigo que caminaba por una sala rodeada de cristal y estrellas que brillaban como diamantes.
Sácame de aquí…
Derguín se volvió al centro de la sala. Mikhon Tiq flotaba entre dos discos de metal grandes como ruedas de molino. Estaba desnudo, tan flaco que los huesos de sus rodillas se veían más gruesos que sus muslos. En realidad no era del todo él, sino una imagen translúcida suspendida entre los discos, retorcida y deformada por unas cintas de luz que tiraban de sus miembros como si fueran las correas de un potro de tortura sobrenatural. De su ombligo brotaba un cordón de luz que lo unía a una pequeña perla negra. Derguín comprendió que la perla era su syfrõn, y que aquellas cintas de luz pretendían arrancarlo fuera de ella. Los gritos de su amigo eran aterradores, infrahumanos, como si sufriera un dolor más allá de toda comprensión.
Sácame de aquí, Derguín… Por lo que más quieras… No me abandones… Aquí todo es muerte y dolor… ¡Ven a salvarme!
—¿Dónde? —le preguntó.
Los labios de su amigo se retorcieron, y de su boca brotaron burbujas de sangre que flotaron en el aire.
Etemenanki… Búscame en Etemenanki…