Etemenanki

Cuando recibió la señal de Argatil, Ulma Tor había perdido toda noción del tiempo que llevaba en la gran torre. Al principio, el Rey Gris lo retuvo en la campana de gélido cristal. Después, aquella prisión le debió parecer poco adecuada y lo llevó a otra sala en la cima de Etemenanki, a tal altura que el cielo se veía siempre negro y cuajado de estrellas. Allí le había permitido recobrar su forma humana, e incluso le había extraído la flecha ponzoñosa que rozaba sus vértebras. Pero después lo confinó entre dos grandes discos de metal. Allí no había paredes de cristal, y sin embargo le era imposible salir. Ulma Tor flotaba en el centro de la sala, retenido por una fuerza invisible que lo mantenía suspendido entre los discos y que oponía una viscosa resistencia cuando trataba de moverse.

Esa fuerza no era tan poderosa que no pudiera vencerla. Pero en cuanto se apartaba del eje que unía los centros geométricos de ambos discos, brotaban de ellos unos haces de luz azul que se enroscaban como serpientes alrededor de su cuerpo, penetraban por sus nervios y recorrían su cuerpo, articulación por articulación, vena por vena, vértebra por vértebra. Y en cada uno de esos rincones causaban dolor. Mucho dolor. Un dolor inconcebible.

Ulma Tor, experto en administrar tormentos, había olvidado a cuántos seres inteligentes había torturado en sus largos años de vida. Pero el sufrimiento que producían aquellas cintas luminosas superaba a todo lo que había experimentado o infligido a otros. Era un dolor que penetraba por todas las fibras, ardía en el corazón de cada partícula de carne y se convertía en el centro de su propio ser.

Si se empeñaba, podía separarse del eje y bracear en el campo de fuerza como un buceador, pero el dolor se multiplicaba por cada palmo que avanzaba. Ulma Tor, ducho en las matemáticas de los Numeristas, sabía que aquel aumento era exponencial. No había más que cuatro metros hasta el borde exterior de los discos, pero a la hora de la verdad aquel borde se hallaba más lejano que las estrellas del firmamento. Como mucho, calculaba, se había separado un metro del eje central, y al hacerlo había sufrido un dolor tan intenso que sólo de recordarlo lloraba y palidecía de miedo. Sabía que si avanzaba otro metro, su padecimiento crecería mil veces más, y si se acercaba al borde se dispararía hacia el infinito. La única forma de evitar el dolor era mantener los talones y los dedos de los pies juntos, las manos pegadas a las caderas y la barbilla en ángulo recto con el cuello. Cualquier minúscula desviación de esa postura, para rascarse, torcer el cuello o mirar a un lado, le producía latigazos y punzadas insufribles.

Cuando escape de aquí no destruiré estos discos, se decía. Todo el dolor que le habían producido lo convertiría en placer. El placer de estudiar las reacciones de otros seres sometidos a la misma disyuntiva: prisión o sufrimiento infinito.

El Rey Gris, en su soberbia intelectual, acudía de cuando en cuando a visitarlo y le obsequiaba con largas peroratas acerca de su control absoluto sobre el reino de la materia y sobre las cuatro únicas fuerzas que dominaban el Universo. Bla bla bla, bla bla bla. Por más sabio que se creyera, el Rey Gris despreciaba lo que no conocía. Ulma Tor tampoco podía jactarse de abarcar con su mente las incalculables dimensiones y facetas de la realidad, pero al menos sabía que existían e incluso había explorado algunas de ellas.

Las mismas que le servían para alcanzar sus fines.

Había comprobado que podía extender parte de sus poderes fuera de su encierro, y aunque no podía actuar sobre la materia, sí conservaba cierta influencia sobre el volátil mundo del espíritu. La mente del propio Rey Gris se hallaba fuera de su alcance, pero no era la única presencia consciente en Etemenanki. La mayoría eran débiles, sin duda los humanoides que servían al Rey Gris. Pero había algunas conciencias más poderosas, y que por eso mismo podían serle útiles. Entre ellas, había aprendido a distinguir una. Barbán. Ese era su nombre. El sirviente de confianza del Rey Gris. Era él quien controlaba a los esbirros, quien procuraba que no se agotase la energía que mantenía viva a Etemenanki. Un hombre dotado de una mente rápida y lógica, pero de miras estrechas. No tan inteligente como él mismo creía. El típico peón de ajedrez que se creía alfil, o incluso rey…

Pero cuando le llegó aquella señal remota, Ulma Tor desechó por el momento a aquel peón. Cerró los ojos y se concentró en la inmovilidad absoluta. Una voz lo buscaba…

Argatil. Era una de sus agentes, de tantas que tenía repartidas por toda Tramórea. Los oráculos del sueño, consagrados nominalmente a Rimom, formaban una tupida red que él mismo había empezado a tejer hacía muchos años. Le servían como una perfecta red de espionaje. Cuando los consultantes dormían para incubar sus sueños, Ulma Tor aprovechaba para extraer información de sus mentes, incluso los pensamientos y deseos que no se atrevían a confesarse a sí mismos; y también para manipular su conducta enviándoles visiones modeladas a su antojo. La mayoría de las oniromantes que servían a Ulma Tor eran mujeres, espíritus receptivos para el mundo crepuscular que se extendía entre el sueño y la vigilia, la vida y la muerte, la realidad material y las dimensiones desconocidas a las que ni él mismo podía acceder.

Cuando captó la llamada de Argatil, sonrió sin mover los labios.

Derguín Gorión.

Así que Derguín se había convertido en el Zemalnit. Ulma Tor había intentado impedirlo, apostando por Togul Barok. Ahora, sin embargo, le convenía. Derguín estaba buscando a su amigo Mikhon Tiq. Pues bien: le ayudaría a encontrarlo, y sería el propio Derguín quien vendría a sacarlo de su encierro.

De modo que Ulma Tor buceó en sus recuerdos sobre Mikhon Tiq y Derguín Gorión, y cuando tuvo modelada su visión, la deslizó por el puente de cristal que Argatil le había ayudado a tender hasta la mente del Zemalnit.