Ciudad libre de Ilfatar

El último día del mes de Himdanil, entraron en Ilfatar setenta Aifolu. A doscientos metros de la Puerta de la Seda les salió al encuentro un destacamento de milicianos, pues Laghetas, el general que mandaba las tropas de la ciudad, no quiso arriesgar a los profesionales. Cuando atravesaron las puertas, unos estridentes trompetazos los saludaron desde el adarve, para obligarlos a mirar hacia arriba y comprobar que más de cien arcos les estaban apuntando. Aquello no pareció impresionar a los visitantes.

Era poco más de mediodía cuando la comitiva entró en la ciudad. Unos estratos grisáceos manchaban el cielo, pero incluso a través de ellos el sol apretaba. Los Aifolu tenían que atravesar Riturmu, el barrio Ritión, en su camino hacia la Isla de la Seda, donde los recibiría el arconte. En ese barrio las casas eran altas y estrechas, y tenían ventanas cubiertas con mica y pergamino. La gente se apelotonaba en la Avenida de la Seda, elegida para el desfile por ser la calle más ancha de la zona sur.

El ambiente era extraño, tal como no se recordaba en Ilfatar. El temor colectivo es una sensación mucho más opresiva e inquietante que el miedo individual. Nadie hablaba en voz alta. Todo eran cuchicheos, gestos, miradas nerviosas, como si algo muy pesado se cerniera sobre la ciudad, como si aquellas nubes grises fueran un telón de plomo que de un momento a otro fuera a caer sobre las cabezas.

Hubo vítores a los Aifolu, pero sonaron desmayados y falsos. Los pregoneros llevaban días recorriendo las calles con sus bocinas para proclamar que el último día del mes no se trabajaría ni se llevaría a cabo ningún negocio público, y que todos los Ilfataríes sanos debían salir a las calles para recibir a los amigos e invitados Aifolu. La Avenida de la Seda fue engalanada con guirnaldas de flores, globos de papel pintado y cortinas de colores que colgaban de las paredes. Aquel abigarramiento parecía más chillón y absurdo en contraste con los rostros tensos y las voces mortecinas.

Darkos había acudido a ver el desfile con su hermana Bru, que llevaba al hombro a Gabrinu. El monito gris no dejaba de menear el rabo y parlotear al oído de la niña, que se reía como si pudiera entenderlo. Por el camino se encontraron con Rhumi y su madre. Las acompañaban unas amigas y dos fornidos esclavos, y ahora todos juntos aguardaban el paso de la comitiva.

Al parecer, a Rhumi ya se le había pasado el enfado de la víspera. Agarrando a Darkos por el codo, le preguntó en susurros:

—¿Qué te parece lo del maestro Baelor?

Darkos se quedó pensando. El día anterior se había comportado como un botarate. Tenía que arreglarlo.

—Es una lástima. Bueno, espero que les vaya bien.

—¿Cómo que les vaya bien?

—¿Y ahora qué he dicho?

—Pero ¿es que no te has enterado?

—¿De qué?

Rhumi se acercó aún más. Darkos sintió que algo tibio y blando se hundía contra su brazo, y empezó a sudar.

—El maestro y Siluna han muerto.

—¿Cómo?

—Fue anoche. Los vecinos empezaron a oler a quemado y a ver humo y chispas. Cuando saltaron la tapia de su jardín, descubrieron que habían levantado una pira y se habían prendido fuego en ella. Apagaron las llamas para evitar que el incendio se propagara, pero ellos ya estaban muertos. Abrasados.

—Por Pothine… —susurró Darkos, olvidándose de su dios habitual, Anfiún.

—Aunque estaban humeando, se podía ver que habían muerto agarrados de la mano. ¿No te parece hermoso? Quiero decir, es terrible, pero demostraron que se amaban hasta el final. Parece mentira, con lo viejos que eran.

A Darkos no le pareció hermoso, sino un mal augurio. Entre las imágenes que intuyera en la Torre de la Sangre y que volvían a sus pesadillas, incluso despierto, había dos figuras humanas envueltas en llamas y agarradas de la mano.

—¿Tú crees que se drogaron antes de prenderse fuego? —preguntó Rhumi, con voz ansiosa.

—Eso espero. Sí, seguro que sí.

—¿Por qué lo crees?

—Es lo que habría hecho yo… si me diera por quemarme, cosa que dudo.

—¡Niños, silencio! —les chistó la madre de Rhumi—. ¡Ya vienen!

Darkos se amoscó al oírse llamar niño, pero el primer trompetazo le hizo olvidar el enfado. Tenía a Rhumi delante, pero como era más baja que él se asomó por encima de su hombro. Ella se giró un poco y le sonrió. El cuello de Rhumi le olió a pan de anís recién horneado. La habría besado, pero sólo la idea le hizo marearse.

Primero desfilaron los milicianos. Los Ilfataríes, al ver a sus paisanos armados los aplaudieron, pero algo raro debía flotar en el aire, porque los aplausos sonaban como si las palmas estuvieran forradas de fieltro. Los milicianos habían bruñido sus yelmos, los ribetes de sus escudos y las puntas de sus lanzas. Pero parecían patéticos comparados con los hombres del Martal, pues sobre éstos flotaba el aura inconfundible de quienes han matado, como si el olor caliente y metálico de la sangre derramada se les hubiese incrustado bajo la piel.

En cabeza venían quince guerreros negros y nudosos como tallas de ébano. Sus frentes exhibían los tres círculos del dios cuyo nombre no puede pronunciarse, pero en rojo, pues en negro no se habrían distinguido de la piel. Vestían coseletes de lino y faldellines rojos adornados con plumas. Por armas llevaban azagayas, arcos cortos y flechas con plumas de colores, hondas de cuero y escudos de mimbre recubiertos de pieles blancas. En vez de desfilar trotaban, pero lo hacían con pasitos muy cortos para no rezagar al resto de la comitiva, y mientras tanto canturreaban entre dientes.

Asdrabo le había contado a Darkos todo tipo de pormenores sobre las tropas del Martal. El muchacho los aprovechó para impresionar a Rhumi.

—Esos son los T’andri —les explicó—. Vienen del extremo suroeste de Tramórea. ¿Ves lo delgados que son? Aguantan horas y horas corriendo. Sirven en la vanguardia y en los flancos, como escaramuceros y exploradores.

—¿Qué quiere decir escaramuceros? —preguntó Bru.

—Pues que se adelantan al ejército para pelear en escaramuzas.

—¿Y qué quiere decir escaramuzas?

—Cállate un rato, anda.

Tras los T’andri pasó un sacerdote, que caminaba apoyándose en un bastón negro que más parecía el fragmento de una lanza rota. Vestía gruesas pieles de color negro, y por debajo de ellas asomaba una mano pintada de rojo que sujetaba el bastón. Llevaba una enorme máscara de madera, sin más abertura que una ranura para la boca. Tres gruesos rubíes hacían de ojos, y cada uno de ellos tenía tres perlas negras a modo de pupilas. El sacerdote caminaba en línea recta, aunque era imposible que viera con aquella máscara. Cojeaba de la pierna izquierda, y no era extraño, pues tenía todos los dedos de aquel pie amputados.

—Ese debe de ser el que va a sacrificar al bebé —comentó Darkos, con un escalofrío de extraña fascinación.

—No digas esas cosas delante de tu hermana —dijo Rhumi.

—Mirad —señaló Darkos—. Esos son los auténticos Aifolu, el corazón de su ejército.

A continuación del sacerdote venían diez jinetes de caballería ligera, armados con corazas y morriones de cuero, y con arcos y lanzas de fresno. Montaban animales robustos, de crines erizadas como cepillos.

Tras ellos desfilaron otros diez jinetes, la representación de la caballería pesada. Los gigantescos corceles, que martilleaban el pavimento con sus cascos, estaban acorazados con bardas de placas y testeras adornadas con cuernos cortos que los hacían aún más amenazantes. Los jinetes eran la flor de los Aifolu, los Primevos, nobles de antigua estirpe. Llevaban largas lorigas, grebas y cascos cerrados con rejillas que no dejaban ni entrever los ojos. Cada yelmo era diferente, pero todos imitaban rasgos demoníacos, con cuernos, picos o colmillos. A su lado, sosteniendo las riendas, caminaban palafreneros casi tan orgullos como los Primevos, pues eran sus hermanos o primos. Cuando un caballero moría, era su palafrenero quien, como pariente más cercano, lo sustituía.

Entre los Primevos, a cabeza descubierta, marchaba el embajador, Rimas-ulumi-Milair, acompañado por un portaestandarte con una máscara de plata. Detrás de Rimas, en el corcel más impresionante de todos y sin palafrenero, cabalgaba un joven apuesto que sujetaba en una mano las riendas y en la otra un yelmo negro adornado con alas picudas. Sus ojos eran tan amarillos que Darkos pensó que debían fosforescer en la oscuridad.

—¿Quién es este hombre tan guapo? —le preguntó Rhumi.

—¿Cómo te puede parecer guapo un tipo con los ojos que parecen yemas de huevo?

Darkos no quería reconocer que ignoraba la identidad de aquel hombre. Más tarde, para su mal, descubriría que estaba ante Bintra-muguni-Rhaimil, hijo del general en jefe del Martal, el gran Ulisha. Ibtahán con seis marcas de maestría. Hermano de Darnil-muguni-Rhaimil, que había competido por la Espada de Fuego dos años atrás, que muriera a manos de Togul Barok, príncipe de Ainar. Sin la grandeza de su padre Ulisha ni la habilidad de su hermano Darnil, pero más cruel que los dos juntos.

En ese momento se oyó un insulto dedicado a la madre del Aifolu. Un nabo más grueso que un puño cayó desde las alturas y golpeó en la testera de su caballo. El animal se encabritó, más por el ruido del metal que por el daño. Hubo carcajadas nerviosas entre la muchedumbre, pero Bintra dominó a su animal y le obligó a dar una vuelta sobre sí mismo, mientras se ponía de pie en los estribos y saludaba a la gente como si estuviera en una exhibición de doma. Eso le ganó una ovación espontánea, y hasta el monito de Bru batió palmas. Qué voluble es la chusma, pensó Darkos.

Tras los jinetes desfilaron veinte soldados de infantería, que marcaban el paso golpeando el suelo con las conteras de sus lanzas. Llevaban yelmos cónicos que dejaban ver los rostros curtidos y barbudos y las frentes tatuadas con los tres círculos negros, que también adornaban los escudos ovalados.

Después se oyó un extraño gorjeo, áspero y potente, junto con gemidos y exclamaciones ahogadas. Darkos se asomó aún más, pero al ver lo que se acercaba reculó un paso.

—Esos son los pájaros del terror —susurró en el oído de Rhumi.

Los milicianos que acompañaban a la embajada habían separado sus filas, de tal manera que rozaban a la gente que rodeaba la calzada, y aun así no dejaban de vigilar inquietos a las bestias que se acercaban. Rhumi clavó los dedos en el brazo de Darkos y tiró de él hacia atrás, pero era imposible retroceder con la presión de la gente. El mono de Bru soltó un chillido, pero la niña seguía mirando, con los ojos muy abiertos.

—Qué pollitos más grandes —exclamó.

Darkos soltó una carcajada seca. Pollitos no parecía el término más adecuado. Los dos pájaros del terror recordaban a avestruces, pero eran aún más grandes. Sus cabezas, recubiertas por testeras de metal y coronadas por penachos de plumas de color cobalto, se alzaban a más de tres metros del suelo. El pico, de color naranja, se parecía al de un loro, pero era de un tamaño desmesurado y terminaba en una punta curvada y tan aguzada como una hoz. Lo abrían y cerraban con un crotorar más sordo que el de las cigüeñas, que acompañaban con un gorjeo grave, casi un estertor. Las patas, recubiertas de escamas grises, eran tan largas como el cuerpo de un hombre y tenían unos músculos gruesos que se contraían como manojos de culebras. Darkos pensó que una sola de esas patas debía pesar más que él. Los tres dedos estaban armados de garras amarillas que rechinaban al pisar el pavimento. Los pájaros miraban a los lados con movimientos bruscos, casi espasmódicos. Sus ojos eran como malignas cuentas de ámbar.

A lomos de ambas bestias montaban sus jinetes Glabros, tan siniestros como ellas. Llevaban las cabezas afeitadas y pintadas para asemejarse a sus cabalgaduras: amarillo alrededor de los ojos, naranja la nariz y la boca, rayas rojas rodeando el cráneo. Llevaban en el brazo derecho una lanza de metro y medio, y un machete a la cintura. Vestían de cuero y montaban una silla con los borrenes tan altos que casi quedaban encajados en ella.

—Sólo los Glabros pueden montar a los pájaros del terror —susurró Darkos, mientras los pájaros se alejaban.

—No me extraña. Yo no lo haría ni aunque me mataran.

—Los pájaros del terror y los Glabros se crían juntos. Para fortalecer su vínculo, en cuanto un Glabro tiene el primer hijo, sea niño o niña, se lo entrega al pájaro para que se lo coma.

—¡Qué horror! —exclamó Rhumi, y le tapó las orejas a Bru, pero ésta sacudió la cabeza para librarse y seguir escuchando.

—Y cuando un pájaro del terror muere, normalmente sacrifican a su jinete y se lo entregan como alimento a las otras aves, pues un Glabro sin montura no puede seguir viviendo. Aunque hay algunos que, para conseguir otro pájaro del terror, matan a su jinete y luego le arrancan la piel para vestirse con ella y así engañar al ave con el olor.

—¡Es asqueroso, Darkos! ¡Cállate ya!

Bru dio palmadas y le pidió que siguiera. Pero al hacerlo soltó a Gabrinu, que dio un brinco hasta el suelo y corrió a cuatro patas para cruzar la calle. Bru quiso salir detrás del mono, pero Rhumi la agarró por la cintura y la levantó en vilo para impedirlo.

—¡Voy yo! —se ofreció Darkos, sin pensárselo.

El mono se escabulló entre las piernas de un miliciano, que dio un respingo al sentir el roce de su cola entre las piernas y se volvió agitando la lanza como si fuera un matamoscas. Darkos se agachó justo a tiempo de que el astil no le abriera una brecha en la frente, y corrió detrás del mono.

—¡Vuelve aquí! —le gritó el miliciano.

Cuando quiso darse cuenta, Darkos estaba en el centro de la Avenida de la Seda, rodeado por dos filas de milicianos que lo miraban con incredulidad. Uno de los pájaros del terror se dio la vuelta al percibir el movimiento, y sus ojos amarillos se clavaron en Darkos. El estúpido mono, que correteaba detrás de las aves como si formara parte del desfile, se dio cuenta por fin del peligro y volvió grupas para huir hacia el muchacho. Un rumor de angustia surgió de la multitud. Por un segundo Darkos sólo tuvo ojos para el mono y oídos para el grito lastimero de Bru, y clavó la rodilla en el suelo y abrió los brazos para recoger al animalito.

El pájaro del terror arrancó a correr. Darkos pensó que una bestia tan grande no podía ser tan rápida. El mono debió sentir sus pasos tras él, porque hizo un quiebro y giró a la izquierda para salir de la calle. El pájaro lanzó el cuello como un látigo y sus mandíbulas se abrieron buscándolo. El animalejo estuvo a punto de huir, pero su largo rabo lo traicionó. La fiera lo atrapó por la cola, y en un solo movimiento se enderezó y lanzó al mono hacia arriba. La pobre criatura chilló y manoteó un par de veces en el aire antes de caer de nuevo, directo a la boca abierta del ave, que lo engulló sin masticar.

Darkos se había puesto de pie, pero era incapaz de decidir adonde huir. El monstruo estaba tan cerca que le llegaba su aliento a sangre y carne cruda. Con fascinado terror, el muchacho observó cómo el bulto de lo que había sido la mascota de Bru bajaba por el cuello del pájaro. Después, aquel pico naranja bajó hacia él, y Darkos cerró los ojos y trató de protegerse la cara con las manos.

El olor a sangre se hizo aún más intenso. Una voz áspera gritó: «¡Kashuúk!». Algo zumbó junto a su oreja y luego chascó en el aire. Cuando Darkos miró de nuevo, vio a través de sus propios dedos cómo el pájaro del terror giraba a la derecha, obligado por su jinete, que había dado un violento tirón de las riendas en el último instante. Mientras la bestia gorjeaba, frustrada, el Glabro miró a Darkos y soltó una carcajada. Tenía los dientes negros y limados en forma de sierra.

—Te queda un día más, renacuajo —le dijo en Nesita.

El pájaro del terror se alejó, buscando al resto de la comitiva, no sin antes dejar una deposición negruzca en el pavimento. Darkos se dio cuenta de que las piernas no le sostenían y se agachó para apoyarse en el suelo con las manos. Un miliciano lo agarró por el codo, lo puso en pie y lo sacó de la calzada a empujones.

—¡Debería haberte comido, por imbécil! —le espetó.

La gente que rodeaba la calle no fue mucho más misericordiosa, y unos le insultaron, otros se burlaron de él y algunos incluso le reprocharon haber puesto a más gente en peligro por llamar la atención del monstruo. Por fin, una mujer más compasiva le ayudó a sostenerse en pie y le dio un poco de vino aguado. Al segundo trago, Darkos sintió una arcada y tuvo que alejarse para no vomitar encima de la buena mujer. Tapándose la boca, se escabulló hasta una esquina y allí vació su estómago.

«Te queda un día más», le había dicho el Glabro. Los Aifolu no eran más que sesenta, pero Darkos comprendió que, de un modo u otro, iban a atacar.

Por desgracia, lo que él supiera o intuyera carecía de importancia. Nadie iba a hacerle caso.

A media tarde, la legación Aifolu entró en la Isla de la Seda. Allí, el embajador Milair y Bintra-muguni-Rhaimil fueron recibidos por Laghetas, el general que mandaba la guarnición de la ciudad. Laghetas era primo hermano del arconte Masmuda. Con eso se agotaban sus méritos militares, fuera de alguna campaña de castigo contra las aldeas que rodeaban la ciudad de Ilfatar. Pero aquel día lo que le faltaba de marcialidad lo compensó de sobra con la riqueza de su armadura. Llevaba una coraza de electro con pectorales y abdominales tallados, una capa púrpura con ribetes de oro y un yelmo también de oro cuya visera representaba el rostro de Anfiún, dios de la guerra. Convencido de su papel de estadista en aquella jornada, no había querido compartirlo con Asdrabo, al que había dejado encargado de vigilar la muralla.

—Una coraza preciosa —le dijo Bintra, inclinando la cabeza. Su sonrisa era venenosa como la de una víbora, pero el general no era hombre de sutilezas.

—Muchas gracias.

—Espero que me la prestes algún día, general.

Laghetas enarcó las cejas, que eran tan hirsutas y puntiagudas como sus bigotes.

—¿Cómo?

—Es una broma, mi querido colega —respondió Bintra, palmeándole la espalda, que resonó como un gong.

Pasaron junto al templo de Pothine, el orgullo de la ciudad. Sus seis paredes estaban plagadas de estatuas, relieves y pinturas, pues los artistas de aquel lugar sentían horror por las superficies vacías. Sobre el templo se elevaba un alminar de setenta metros que remataba un chapitel recubierto de oro. Según aseveraban los Ilfataríes, desde el mar se alcanzaba a ver el reflejo del sol en sus placas, sobre todo al amanecer. Si hubiesen arrancado de raíz las altas colinas que separaban la ciudad del mar, tal vez habrían tenido razón.

El grueso de la comitiva Aifolu aguardó en un pórtico rodeado de columnas y sombreado de plátanos. Allí se quedó Laghetas, que ordenó a cada uno de sus arqueros que eligiera a un Aifolu como blanco. El embajador Milair y Bintra serían recibidos por el Concejo. Escoltados por siete soldados y el sacerdote cojo, atravesaron una galería delimitada por setos altos como muros y subieron una escalera de madera de veinte peldaños. Llegaron así ante una gran concavidad natural en el seno de una roca que se levantaba más de cincuenta metros sobre la orilla del lago. En el interior de aquel cuenco, que parecía excavado por la cuchara de un titán celeste, se habían tallado cinco hileras de escalones a modo de estrado para acomodar a los cincuenta magnates del Concejo. En un extremo del semicírculo así formado se sentaba Masmuda, el arconte de la ciudad, en un sitial de madera construido a medida para acomodar sus enormes posaderas. Detrás de él y enfrente, junto a los bordes del hemiciclo natural, vigilaban no menos de cien soldados, entre arqueros y lanceros, al mando de un teniente.

En la tercera fila de estrados se sentaba Urkhuna. En los últimos años había ganado suficiente influencia para merecer un puesto en la primera fila, pero conservaba su sitio por costumbre y porque desde allí gozaba de un punto de vista más ventajoso.

—Mira —le señaló a Badir—. Ese joven apuesto de la armadura debe de ser el hijo de Ulisha.

—El general de los Aifolu.

—Sí. Es el único hijo varón que le queda.

—Hum. Entonces lo mejor será que nos lo quedemos como huésped hasta que el ejército de su padre esté a cien leguas de aquí.

Masmuda besó las mejillas de Bintra y de Milair, y luego volvió a encajarse en su asiento. Después chasqueó los dedos. Un ujier trajo un canastillo de mimbre cubierto con una sábana blanca e hizo ademán de entregárselo a Milair, pero éste señaló al sacerdote, que aguardaba cuatro pasos por detrás de ellos. El funcionario se acercó al siniestro personaje y le dio la cesta. El sacerdote, sin quitarse la máscara, levantó una esquina de la sábana, salmodió algo casi inaudible y después de un rápido examen asintió.

—¿Cómo puede ver con eso? —susurró Badir.

Urkhuna se tocó los genitales con la mano izquierda y, con disimulo, escupió unas gotas de saliva. Hasta ahora, aquello le había salvado de muchos maleficios. Aunque sospechaba que él, como todos los magnates, tendría que ofrecer a los dioses alguna expiación más sincera que ese simple gesto apotropaico para lavar el miasma de aquel crimen.

Es sólo un bebé, se dijo. Y, como si quisiera darle la razón, la criatura rompió a llorar cuando el sacerdote tomó el canastillo en sus brazos. Algunos magnates carraspearon y se miraron a los pies, mientras otros elevaron la vista hacia el cielo. Era la primera vez que en el Concejo se oía el llanto de un niño, y no en una situación muy honrosa. Antes de que llegara la legación Aifolu, los más morbosos se habían acercado para ver al bebé. Urkhuna no tuvo estómago, pero Badir sí.

—Se parece a Masmuda —le dijo luego—. El muy granuja se está librando de su propio bastarzuelo.

El sacerdote se dirigió hacia la escalera para abandonar el Concejo. La contera de su bastón repiqueteó veinte veces, una por cada escalón, y por fin el llanto del bebé se amortiguó en la distancia.

Solucionado el negocio más desagradable, el Concejo y la legación intercambiaron regalos. A otra seña del arconte, unos sirvientes trajeron una arqueta taraceada y repleta de joyas. También una reproducción de la torre de Pothine, tan alta como un hombre y tallada en un solo colmillo de tetradonte. El embajador y Bintra la colmaron de elogios.

—Masmuda quiso encargarle a mis eborarios la Torre de la Sangre —comentó Urkhuna, arrimándose a Badir—, pero le convencí para que la cambiara por la de Pothine.

—Mucho mejor. Habría sido un mal augurio.

Un soldado Aifolu traía un alfanje de oro, con empuñadura de ébano y joyas encastradas. El soldado se lo entregó al embajador sobre un almohadón de seda, el embajador se lo dio a su vez a Bintra, y éste, tomando el almohadón en ambas manos, se acercó a la silla curul de Masmuda.

—Mi padre te envía esto, con todos sus respetos —dijo el joven guerrero.

Bintra se detuvo a tres pasos del arconte, que no tuvo más remedio que hacer un esfuerzo para izarse de nuevo sobre los brazos del sitial.

—Va a ser la primera vez que veamos una espada en manos del gordo —comentó Badir.

Masmuda tendió sus manos de bebé hipertrofiado hacia el alfanje. Bintra hizo un movimiento extraño y el almohadón pareció resbalarse de sus manos. Mientras el cojín caía hacia el suelo, el Aifolu se movió a una velocidad imposible, agarró la empuñadura del alfanje, dio una patada al arconte para empujarlo hacia atrás, alzó la espada en el aire y la descargó contra su cuello.

Durante unos segundos un espeso silencio se adueñó del Concejo. El arconte retrocedió manoteando como una marioneta sin dueño, la capa de seda se le enredó entre las piernas y cayó de espaldas. Estaba tan gordo que los pies le quedaron en alto, pero siguió braceando en el aire. Bintra desenvainó su propia espada y, con la misma celeridad inhumana, saltó sobre Masmuda, le clavó el acero en el abdomen y lo removió dentro de él. El arconte exhaló un chillido de rata, pataleó una vez más y ya no volvió a moverse.

Los magnates reaccionaron por fin. Todos se levantaron a la vez y quisieron salir corriendo en direcciones opuestas, lo que creó un caos en los estrados. Bintra desapareció por la escalera, veloz como un guepardo, y el embajador le siguió a la carrera antes de que nadie se decidiera a cerrarle el paso. Los demás soldados Aifolu desenvainaron sus armas y se arrojaron sobre los guardias Ilfataríes, que los superaban en diez a uno. Los arqueros dispararon contra ellos, pero eso aumentó la confusión, pues muchos magnates que habían bajado al centro del hemiciclo y corrían hacia la salida se interpusieron y recibieron los flechazos destinados al enemigo.

Urkhuna prefirió agazaparse en el estrado de piedra, con el rostro vuelto hacia el suelo y la cabeza protegida por los codos. Una mano le agarró por la ropa y tiró de él.

—¡No me mates!

—Soy yo, idiota —le dijo Badir.

Cuando miró, los soldados Aifolu habían muerto en el sitio; pero sus cuerpos estaban rodeados de cadáveres de magnates, soldados y sirvientes. Los honorables miembros del Concejo se empujaban unos a otros por entrar en la estrecha escalera. Badir agarró a Urkhuna por la manga.

—Espera. Los Aifolu pueden estar ahí abajo, aguardando a que bajemos para ensartarnos como pichones.

Levantando los pies por encima de los cuerpos, que eran al menos treinta entre muertos y heridos, se acercaron al arconte. Masmuda se había quedado panza arriba, con los ojillos fijos en el cielo y el alfanje de oro aún clavado en el cuello. Badir miró a los lados para comprobar que nadie lo observaba, y después se agachó sobre el cuerpo para arrancarle la espada de la carne.

—¿Qué haces?

—Es un arma, y además de oro. Tal como están las cosas, de una manera o de otra nos servirá.

Badir se guardó el alfanje bajo las ropas y se dirigió hacia la escalera. Bajaron con precaución, pero no había nadie entre los setos. Cuando llegaron al pórtico donde habían quedado esperando los Aifolu, encontraron más de veinte cadáveres, caídos y retorcidos en grotescas posiciones entre las flores y los bancos de piedra. Había muchos más Ilfataríes que Aifolu. Urkhuna vomitó junto a un rosal. Cuando terminó de dar arcadas, vio que Badir había incorporado a un herido para reclinarlo sobre la base de una columna.

—¿Qué ha pasado?

—Nos atacaron, señor —contestó el soldado, con voz débil. Tenía el brazo cubierto de sangre desde el hombro hasta los dedos, y una brecha en una ceja—. De pronto.

—¿Y no hicisteis nada?

—Son como bestias…

Urkhuna se acercó, pero unos pasos antes de llegar junto al soldado encontró un banco de piedra y se sentó en él. Las piernas apenas lo sostenían.

—¿Adonde han ido? —preguntó Badir.

El soldado levantó el brazo izquierdo y señaló de forma imprecisa, sin levantar la cabeza.

—A… Iban allí. A Islamuda. A la Torre de la Sangre.

Darkos llegó a su casa muy pálido, y resoplando por la nariz para librarse del olor a sangre y vómito. Bru no dejaba de llorar por la suerte de su mono, mientras Basia intentaba consolarla prometiendo que le comprarían dos mascotas a cambio de ésa. Irdile se disgustó mucho al ver a sus hijos en tal estado.

—Ya os dije que no salierais de casa —regañó a Darkos—. Esos espectáculos son para la plebe.

Pero después se compadeció de la mirada vidriosa y la palidez de su hijo, y lo mandó a los baños. Un siervo restregó a Darkos con piedra pómez, lo untó de aceite aromático y le puso ropas limpias.

Cuando el muchacho salió de los baños, empezaban a oírse trompetazos lejanos. Su madre tenía los labios apretados y las cejas fruncidas, y muchos sirvientes se habían congregado en el patio interior entre cuchicheos.

—Algo pasa —dijo Irdile.

Madre e hijo subieron al terrado, acompañados por Talo, el más fornido de los sirvientes. Desde allí arriba se divisaban varias humaredas en la Isla de la Seda. En la base de la más oscura y espesa de todas se distinguían llamaradas rojas.

—Es el almacén de la seda, madre —dijo Darkos, y añadió sin necesidad—: Está ardiendo.

—¡Por Taniar! Tu padrastro está allí…

Los mastines ladraron en el jardín, con aquellos ladridos secos y graves que más parecían toses. Darkos se volvió hacia la verja. Urkhuna entraba por ella, junto con Badir. Sin molestarse en saludar a los perros, el mercader corrió hacia la casa, mientras el portero cerraba la verja y la candaba.

Urkhuna no tardó en aparecer en el terrado, acezante. Tenía la túnica manchada con cuatro trazos rojos de sangre y había perdido el manto. Badir no traía mejor aspecto, aunque parecía más calmado.

—¡Terrible, terrible! —decía Urkhuna—. ¡Ha sido terrible!

Irdile se asomó a la trampilla del terrado y mandó que les subieran vino y paños hervidos. Después consiguió que su marido se tranquilizara un poco y le explicara lo que había sucedido. Mientras el mercader desgranaba a trompicones su relato, Darkos observaba fascinado las lenguas de fuego que se extendían cada vez más voraces por la Isla de la Seda.

En Islamuda también había movimiento. Unas figuras diminutas subían por la rampa de la Torre de la Sangre. Había muchas, treinta o quizá más.

—Ya ha empezado —musitó Darkos, y se sentó en la azotea para abrazarse las rodillas, pues de pronto tenía frío.

El vino animó un poco a Urkhuna. Irdile quería saber cuántos magnates habían muerto.

—No lo sé. Al menos diez.

—¿Quién manda ahora en la ciudad?

—Masmuda está muerto.

—Eso ya me lo has dicho. ¿Quién es el siguiente en la jerarquía?

—Garmukes, el vicearconte —contestó Badir.

—¿Y dónde está ahora?

—No creo que se haya movido desde que lo vi. Por lo menos su cabeza. —Badir soltó una carcajada seca y explicó su chiste—. Se la han separado del cuerpo.

Irdile le dirigió una mirada furibunda, y luego agarró las manos de su marido.

—Tienes que tomar el mando.

—Yo no nací para guerrero. Sólo soy un honrado mercader.

—Todos los mercaderes son honrados y todas las mujeres son virtuosas —dijo Badir, bebiendo un trago de vino.

—Debes convertirte en el hombre fuerte de Ilfatar —insistió Irdile—. Aprovecha esta ocasión.

—¡No! —contestó Urkhuna—. Lo que vamos a hacer es empaquetar todo lo que podamos reunir ahora mismo y salir de la ciudad.

—Es demasiado tarde, Urkhuna —le dijo Badir—. Debes hacer lo que sugiere tu esposa.

—¡No quiero esa responsabilidad! Tú eres más resuelto que yo, Badir. Hazlo tú.

—Mi padre era forastero, mientras que tu familia es Ilfatarí por más de quince generaciones. Aceptarán mejor tus órdenes.

—Haz caso a Badir.

Darkos los escuchaba, pero con la mirada clavada en la Torre de la Sangre. Los primeros hombrecillos, diminutos como soldados de plomo, ya habían alcanzado la cúpula. Cuando llegaban, desaparecían de la vista. Darkos recordó que pretendían sacrificar a un bebé y alzó la vista. Por encima del pálido velo que manchaba el cielo, se intuía el triángulo formado por las tres lunas. Rimom y Shirta apenas destacaban, pero Taniar era más visible, como un pequeño sol en un crepúsculo borroso. Sospechaba que no era casual realizar el sacrificio en el cambio de mes, con la conjunción de las lunas.

Entonces oyó pronunciar el nombre de Asdrabo y se levantó. Su madre seguía agarrando las manos de Urkhuna, que intentaba desviar la mirada.

—Debes avisar a Asdrabo —insistía ella—. Pero que quede claro que eres tú quien lo llama, y no otro. Que vea que alguien toma decisiones. Si no, las tomará él mismo y tú perderás la ocasión.

—Bien pensado —dijo Badir.

—Tal vez deberías tomar tú el mando, Irdile.

Ella enarcó las cejas.

—Ten por seguro que lo haría si las leyes de esta estúpida ciudad lo permitieran.

*

Asdrabo ya tenía noticia del caos desatado en la zona del lago. Desde la almenara de la Guja, estudió la situación con el catalejo. En la Isla de la Seda había tres incendios, que estaban juntándose en uno solo. Los infiltrados Aifolu habían llegado a la Torre de la Sangre y, tras subir por su rampa, se habían encastillado arriba. Un círculo de soldados, mercenarios y milicianos, rodeaba la base del alminar. Entre ellos destacaba el reflejo de una figura dorada.

—Al menos nuestro general sigue vivo —comentó entre dientes Asdrabo, sin demasiado placer.

Era evidente que aquel golpe de mano estaba planeado. Media hora antes, sobrevolaron la muralla dos cayanes que se dirigían hacia el campamento del Martal. Los arqueros habían abatido a uno, pero el otro había escapado. Asdrabo sospechaba que los atacantes Aifolu habían soltado más, pues aquellos pájaros mensajeros se confundían con el color del cielo y eran muy difíciles de avistar.

A Asdrabo no le preocupaban demasiado los infiltrados en la Torre de la Sangre, pues de ahí ya no se moverían. El problema se hallaba fuera de la ciudad.

El Martal había empezado el avance. Desde hacía una hora no dejaba de crecer un sordo rumor, y ya empezaba a distinguirse la batahola de las trompas y los tambores. Los Aifolu avanzaban por ambas márgenes del río, pero el grueso del ataque se aproximaba por los campos del sur. Asdrabo hizo una barrida con el catalejo. En vanguardia venían los T’andri. Los Aifolu solían enviarlos por delante, al paso ligero. Detrás de ellos se adivinaban los batallones Aifolu y, destacando de ellos, los bultos de las máquinas de guerra. Asdrabo se acercó a la almena y acodó los brazos para evitar que el catalejo oscilara. Distinguió varias torres de asalto, y también trabucos, hondas gigantes que se servían de contrapesos para arrojar piedras tan grandes como vacas a más de cien metros. Sin duda, a la altura del suelo habría balistas y arietes, pero por el momento las filas de los soldados se los ocultaban de la vista.

Asdrabo echó cuentas a toda velocidad. Había que cubrir varios kilómetros de perímetro. Al parecer, el ataque se produciría por el sur y por el oeste, pero no se podían desguarnecer las demás zonas de la muralla. En ese momento tenía a dos mil hombres de servicio y, de ellos, tan sólo confiaba en los doscientos mercenarios. Los cien profesionales que le faltaban habían acompañado a Laghetas y cercaban la Torre de la Sangre. Ahora harían más falta en la muralla, pensó, pero aquella decisión no estaba en su mano.

Asdrabo ordenó al trompeta que llamara a las armas. Había tres mil milicianos más, y los necesitaban a todos, más cualquier hombre o mujer que estuviera en condiciones y decidido a defender los muros de su ciudad. En cuestión de segundos, el toque se transmitió por las murallas, de un baluarte a otro.

Asdrabo bajó a la carrera por la escalera de caracol, seguido por Drulo. Al llegar al adarve interior, que se asomaba al interior de la ciudad, se topó con Darkos, que venía sudando y con el rostro sofocado.

—¿Qué haces tú aquí? ¡Vuelve a tu casa ahora mismo!

—Me manda mi padrastro —jadeó el muchacho—. Bueno, él te ha enviado a un esclavo, pero le he adelantado.

—Explícate.

Darkos le contó lo que había sucedido en el Concejo. El muchacho fue breve y preciso. Al terminar, Asdrabo le apretó el hombro.

—Has sido valiente al venir hasta aquí. Ya sospechaba lo que había pasado, pero es bueno conocer los detalles de la situación. Ven conmigo.

Asdrabo entró en el castillo y lo atravesó a zancadas, sin dejar de impartir órdenes precisas, asignando hombres y oficiales a cada baluarte de la muralla. Cuando salieron al otro lado, sacó el catalejo y se asomó al adarve exterior.

—Apenas han avanzado. No creo que la primera línea llegue antes de dos horas —comentó, mientras recorría aquellas filas lejanas con la mirada—. Es curioso que se lo tomen con tanta calma.

—Entonces llegarán al anochecer —dijo Drulo, su asistente—. Mal momento para atacar, bueno para defender.

—Eso asegura el manual de Uhdanfiún —asintió Asdrabo, con tono distraído.

—¡Al anochecer, claro! —exclamó Darkos—. ¡Es cuando las tres lunas se harán visibles del todo! ¡Entonces sacrificarán al niño!

La llegada de un mensajero interrumpió al muchacho. El soldado se cuadró ante Asdrabo entre un tintineo de placas y le informó de que el general Laghetas reclamaba su presencia.

—¿De dónde vienes? —preguntó Asdrabo, aunque lo sabía de sobra.

—De Islamuda, capitán. Los Aifolu se han hecho fuertes en la Torre de la Sangre.

—¿Cuántos son?

—Deben quedar unos treinta. Hemos neutralizado al resto, aunque con muchas bajas.

—Si está el general allí, ¿para qué quiere que vaya? ¿Quién va a organizar las defensas?

—Son mis órdenes, capitán.

—¿Acaso hacen falta un general y un capitán juntos para sacar de la guarida a treinta ratas? Para eso basta con una comadreja.

El mensajero agachó la cabeza. Asdrabo abandonó el adarve a zancadas, mientras su asistente le iba abrochando la coraza sobre la marcha.

—Drulo, avisa a Rukef para que asuma el mando hasta que el general o yo volvamos.

—Capitán, ¿podrías parar un momento? No puedo cerrar las hebillas.

—Perdona. —Asdrabo se paró y respiró hondo. De pronto se acordó de Darkos, que no se había despegado más de dos metros de él—. Vuelve a casa.

—Mi madre me ha pedido que me quede contigo. Dice que estaré más seguro.

Asdrabo se quedó mirándolo. El gesto del muchacho era serio, como si de pronto hubiera madurado cinco años. Recordó que había estado en Islamuda, y aún más, dentro de la Torre de la Sangre. Tal vez les sería útil.

—¿Eso piensa tu madre? Desde luego, no vas a combatir. Y harás lo que te mande…

—¡Te prometo que no trituraré, Asdrabo!

—¿Cómo?

—Quiero decir… que no seré un estorbo.

El sol se dejaba caer ya y su luz cansina empezaba a teñir de rojo la Torre de la Sangre. Alrededor de ella, entre la pared negra que la rodeaba y el inicio de la rampa, se extendía un círculo de mercenarios y milicianos. En el suelo yacía un pájaro del terror con cuatro flechas clavadas en el cuerpo, pero antes de morir había dejado a su alrededor un reguero de cadáveres. Uno de ellos era un miliciano que aún aferraba la lanza que había clavado en el pecho del ave. Tenía el cráneo reventado como una sandía madura.

En la rampa de la torre, a más de cien metros de altura, un puñado de Aifolu y T’andri agitaban lanzas y arcos y soltaban improperios contra sus improvisados sitiadores, que en ningún momento se acercaban a menos de cincuenta pasos de la torre.

Asdrabo se cuadró ante el general, que seguía luciendo su coraza de electro como si estuviera en un desfile. Laghetas le miró levantando la barbilla.

—Has tardado.

—Lo siento —contestó Asdrabo, sin pizca de remordimiento—. ¿Cuál es la situación, general?

—Es inútil asaltar la torre. Ya hemos comprobado que la parte inferior no tiene puertas. Sólo se puede acceder por la rampa, que es estrecha y de fácil defensa. Un puñado de arqueros pueden acabar con todos los que suban. ¿Por qué se habrán encerrado allí?

—Este muchacho estuvo en el interior de la Torre de la Sangre, general. Tal vez pueda explicar algo.

Laghetas clavó la mirada en Darkos. Para hacerlo, tenía que entornar los párpados y levantar la barbilla, pues era miope como un topo.

—¿De veras has estado ahí dentro?

—Sí… señor.

—¿Hay algún pozo, alguna fuente?

Darkos cerró un segundo los ojos y trató de hacer memoria. Huesos, un suelo en forma de embudo que caía hacia el centro. La estatua que se abrazaba a las baldosas con sus cuatro brazos inhumanos. Recordar aquellas visiones y el aire frío y mohoso de la torre le espeluznaba, pero ser consultado por el comandante de la ciudad era emocionante.

—Hay un gran pozo en el medio, pero no creo que sea de agua. El borde del pozo es tres o cuatro veces más alto que yo. No, no creo que sirva para sacar agua.

—¿Por qué no? Abre los ojos para hablarme.

Darkos pareció despertar.

—No hay… No había poleas en el brocal, señor. Yo creo que…

—¿Qué crees?

Darkos recordó otra visión. No sabía si la había soñado ya en su cama o junto a aquella estatua. Pero la imagen era indeleble: cuerpos humanos que caían descabezados desde el techo de la torre, se precipitaban en el pozo y se perdían en una sima insondable que llegaba a las entrañas de la tierra.

—Que no tienen agua dulce, señor.

—Hum. Si no tienen agua, aún aguantarán menos. Seguiremos vigilándolos. ¿Cuál es la situación en las murallas, capitán?

Asdrabo le informó de que los Aifolu progresaban hacia las murallas de la ciudad.

—En ese caso, asumiré personalmente el mando de las defensas. ¿Cuántos efectivos calculas?

—Según nuestros informadores, cien mil. Pero yo creo que disponen del doble de tropas. La buena noticia es que no tenemos suficiente perímetro para todos ellos.

—¿Qué quieres decir?

Darkos se dio cuenta de que el general no captaba el humor negro de Asdrabo.

—Nada, general. Sólo que no había visto un ejército tan grande en mi vida. No sé cómo vamos a enfrentarnos a ellos.

Laghetas carraspeó.

—Pues tendrás que averiguar alguna forma, capitán. Yo debo seguir vigilando a los infiltrados. Eh… hay personajes importantes entre ellos, el embajador y el hijo de su general, así que la máxima prioridad es atraparlos. El destino de la ciudad puede depender de ello.

—¿He de volver a las murallas entonces, general?

—Así es. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!

Mientras abandonaban Islamuda por un puente de madera construido para los invasores, Darkos preguntó a Asdrabo si era verdad que ignoraba cómo defenderse de los Aifolu.

—En cierto modo, sí. Es verdad que jamás he visto una horda tan inmensa.

—¿Tienes miedo?

—¿Bromeas? Estoy aterrorizado.

—Pero te da más miedo que el general se encargue de organizar las defensas…

Asdrabo miró a Darkos y sonrió. Al hacerlo, las arrugas verticales de su angosta cara se difuminaron un poco.

—Estás creciendo de golpe, Darkos. No te he querido preguntar esto delante del general, pero ¿crees que hay algún túnel secreto en la torre?

Darkos intentó recordar. La base de la torre era muy amplia, más de treinta metros de diámetro. El círculo que alumbraba su luznago no pasaba de cuatro metros de radio. Por otra parte, había recorrido el fondo en espiral…

—Las paredes eran lisas, seguro. Estaban escritas, plagadas de letras raras, pero no había junturas. En el suelo… no sé, había muchos huesos, y estaba esa estatua. No vi nada que pareciera una entrada.

—Una trampilla es muy fácil de disimular. Reforzaré todas las puertas y la entrada y la salida del río. Si es necesario, utilizaré a civiles. Hasta los civiles tienen dos ojos bajo la frente. Gracias por tu ayuda, Darkos.

—¿Gracias?

—Sí. Es hora de que vuelvas a casa.

El sol rozó el horizonte, y a partir de ese momento todo ocurrió con rapidez. Darkos había vuelto a subir al terrado de su casa, y su madre fue tras él para convencerle de que se pusiera un capotillo.

Un chillido les saludó desde las alturas. El cayán que Irdile envió media hora antes regresaba con un mensaje atado a la pata. El ave se posó sobre una de las alcándaras del terrado. Irdile acudió corriendo, desató el papel y lo desenrolló para leerlo. Darkos se acercó para leer por encima de su hombro, pero ella se giró y apretó la nota contra su pecho. Por primera vez, el muchacho sospechó si no habría más que amistad entre el Ibtahán y su madre.

—Es de Asdrabo —explicó ella, sin necesidad—. Los Aifolu están ante las murallas. Pero dice… dice también que resistiremos. Que las murallas de Ilfatar son sólidas.

El sol terminó de ponerse. El triángulo de las lunas se mostró en todo su esplendor: la roja Taniar debajo y, en paralelo sobre ella, Rimom y Shirta. Aún alumbrarían una hora en el cielo antes de hundirse a su vez en las moradas del oeste. Una brisa húmeda empezó a soplar desde el río. No era fría, pero Darkos empezó a temblar y se apretó la tripa. Su madre guardó el papel bajo la túnica drapeada y lo abrazó.

—No va a pasar nada, hijo.

—Algo va a salir mal. Muy mal, madre.

Irdile le miró a los ojos. Intentaba animarle, pero a ella misma se le torció el gesto, como si algo se hubiera descompuesto en su vientre. Bajo sus pies se oyó un lamento que brotaba de las gargantas de los criados de la casa, y ese mismo gemido sonó en las casas de los vecinos, por toda la isla de los Cien Árboles, y a lo ancho de toda la ciudad. Fue un grito largo, modulado, preñado de una desesperación animal. Darkos lo oyó salir de su propio pecho, y del de Irdile, y pensó que era el sollozo de una madre por su hijo muerto. La queja de la ciudad por todos sus hijos muertos.

Darkos se volvió hacia la Torre de la Sangre y la señaló con el dedo. Sabía lo que acababa de pasar. Después de mil años, los Aifolu habían vuelto a celebrar un sacrificio humano en su altar.

El Martal había terminado su despliegue y ahora empezaba a encender hogueras y antorchas. Asdrabo había bajado del castillo para acudir a la Puerta de la Seda, pues el grueso de las fuerzas Aifolu se había concentrado allí delante. Desde el adarve, miraba a izquierda y derecha, y no encontraba fin a los batallones enemigos, que formaban innumerables cuadros oscuros sin apenas pasillo entre ellos. Cien mil hombres, doscientos mil… Pensó que daba igual. Eran incontables, un ejército tan numeroso que él no habría sabido manejarlo. Pero tal vez no hacía falta manejarlo, tal vez sólo bastaba con desatar su furia contra las murallas.

—No atacarán aún —insistió Drulo, a su lado—. Va a ponerse el sol, y en poco más de una hora no se verá nada. Nosotros no tendremos más que disparar al bulto, y aún así acertaremos.

—Si no van a atacar, ¿por qué se despliegan así? ¿Qué pretenden?

Drulo no supo contestar a eso. Asdrabo volvió a contar las torres de asedio. Había siete, más las que pudieran haber llegado por la parte del río. Cada una de aquellas bastidas tenía veinte metros de altura, suficiente para dejar caer su rampa sobre las almenas de la muralla. Los trabucos se acercaban, traqueteando entre las compañías que se abrían para dejarles paso. Había al menos catorce. Asdrabo maldijo entre dientes a los Pashkriri por haber entregado a los bárbaros Aifolu aquellos artefactos diabólicos.

Asdrabo desplegó el catalejo y recorrió con él las filas Aifolu. La luz empezaba a ser demasiado tenue para distinguir bien los colores, pero comprobó que los T’andri se habían replegado hacia la retaguardia y que los batallones de infantería desplegados a unos trescientos metros de la muralla eran de los propios Aifolu. Por todas partes se levantaban estandartes escarlata con tres círculos negros y otros signos de la ilegible grafía Austral que sin duda servían para identificar a las unidades.

—Las tropas que están en primera línea son de élite —murmuró Asdrabo—. No es normal desperdiciarlas en un primer asalto.

—Será porque no va a haber primer asalto —respondió otro oficial a su lado.

—Los Aifolu se guardan algo…

Dos compañías de infantes habían abierto un hueco, y por él se adelantó un escuadrón de caballería. Entre sus pendones ondeaba una bandera amarilla que no lucía el ubicuo triángulo negro, sino un intrincado diseño cuyos detalles Asdrabo no alcanzaba a distinguir ni con el anteojo. Pero el color le bastó para saber quién cabalgaba junto a aquel estandarte. Binarg-Ulisha-Rhaimil, el Puño del Destructor, el Adalid del Enviado. Asdrabo lo había conocido diez años atrás, en un viaje a Marabha, cuando nadie hablaba del dios que no debe nombrarse y Ulisha sólo era un señor de la guerra nómada que había enviado a sus hijos a estudiar las artes bélicas en Ainar. Entonces le impresionaron su capacidad de organizar y decidir a toda prisa, su valor personal y, sobre todo, su fiereza implacable. Como buen nómada, Ulisha sólo albergaba desprecio por la molicie de los habitantes de las ciudades. Años después, había conseguido arrasar Marabha y Sattûk, las únicas ciudades Aifolu dignas de tal nombre.

—Con Ilfatar no lo conseguirás, hijo de puta —masculló Asdrabo.

El escuadrón siguió acercándose a la muralla, hasta que Asdrabo consiguió identificar al propio Ulisha. Montaba un enorme caballo negro y se cubría la cabeza con un yelmo coronado por un penacho amarillo que dejaba su cara libre. A su lado, dos jinetes sacudieron sendos globos de papel para encender luces rojas en su interior. Al ver así señalado al caudillo del Martal, Asdrabo levantó el catalejo para calcular la distancia a ojo. No, por desgracia ningún arquero alcanzaría con sus flechas a Ulisha.

Asdrabo miró a su derecha. El sol terminó de hundirse tras las colinas del oeste. En aquel momento sintió una extraña paz, un instante de quietud, como si todo se hubiera detenido, como si el mundo entero fuera un inmenso estanque liso, esperando a la primera piedra.

Fue sólo un segundo. Un soplo de viento recorrió el adarve, y se llevó la paz consigo. Asdrabo sintió un vahído, y un dolor en el pecho y el abdomen, como si una piedra llena de aristas hubiera atravesado su esófago. Se le escapó un suspiro, y no fue el único. Por toda la muralla corrió una queja, un lamento sin esperanza. Después, todos se miraron perplejos. Nadie comprendía el porqué de aquel gemido.

A la derecha de Ulisha, las filas Aifolu volvían a abrirse. Algo había salido de una torre de asedio, o tal vez estaba escondido detrás; la luz era engañosa. Una gran sombra avanzó entre los invasores, que se apartaban a su paso. Al principio Asdrabo pensó que era un tetradonte, por el tamaño y el bamboleo de su caminar. En las propias filas Aifolu se levantó vocerío, y para sorpresa de Asdrabo no eran gritos de guerra ni de ánimo, sino el rumor del miedo.

Si los Aifolu temían a aquello que salía de sus propias filas, ¿qué no deberían temer los Ilfataríes?

La sombra llegó hasta la tierra de nadie que se extendía entre la muralla y el frente de asedio, y siguió avanzando. Asdrabo sostenía el catalejo en la mano, pero sentía una rara renuencia a utilizarlo. A lo largo del adarve corrían bisbiseos, rumores, voces preocupadas.

—No pasa nada, Drulo —dijo Asdrabo, tratando de animarse más a sí mismo que a su ordenanza—. Ninguna criatura de ese tamaño puede hacerle daño a la muralla.

Nadie le contestó. Asdrabo miró a derecha e izquierda. Los milicianos alternaban con algunos mercenarios en los puntos críticos. Todos iban armados con arcos, o lanzas, pero las puntas de metal apuntaban al suelo, rendidas de antemano. En sus cuarenta y cinco años, Asdrabo había vivido situaciones críticas, como el sitio de Ghim, en el que conoció al propio Hairón, el gran Zemalnit. Pero ni ante los inhumanos había experimentado un miedo tan generalizado y oscuro como aquél. Cuando los hombres protegen una muralla existe una sensación de compañerismo y hermandad que los aglutina con un vínculo más sólido que la propia argamasa. Sin embargo, Asdrabo se sentía solo ahora, y al mirar a los soldados que formaban a ambos lados encontraba en ellos la misma desorientación. No somos un ejército, pensó. Sólo una multitud asomada a una muralla. Y lo peor era que no entendía por qué, cuando aún no se había disparado una sola flecha.

La criatura seguía acercándose. Asdrabo se decidió a usar el catalejo. Sus lentes aumentaban la imagen, pero a cambio la oscurecían, y sólo consiguió ver un extraño bulto, como un toro deforme y gigantesco.

Luego, la criatura empezó a iluminarse. De su interior brotó un débil resplandor rojo, como el del metal que se calienta en la fragua. Abrió los brazos, que no terminaban en manos, sino en un hacha y una maza de pinchos, y luego abrió otros dos brazos por encima de los anteriores, y uno estaba rematado por una mano monstruosa y el cuarto por un muñón. A la espalda empezaron a desplegarse dos alas, siniestras como las de un enorme murciélago de metal. Se abrieron una, dos, tres veces, como si detrás de cada pliegue se guardara otro, hasta que alcanzaron una envergadura de más de diez metros.

Bajo los pies de la criatura brotó un chorro de fuego, y con dos batidas de las alas se levantó en el aire. Una fracción de segundo después, un bramido estridente llegó a la muralla. Muchos soldados se taparon los oídos, mientras la criatura se elevaba hacia la Puerta de la Seda y por encima de ella.

—¡Un dragón! —gritaron algunos.

—¡Es un demonio! —chilló Drulo, a la espalda de Asdrabo.

Asdrabo guardó el catalejo, se bajó las carrilleras del casco y desenvainó la espada. La criatura voló sobre la muralla y durante unos segundos quedó suspendido en el aire, por encima de las cabezas de la guarnición. Después se dejó caer hasta el adarve, lento como la hoja de un otoño monstruoso. De las plantas de sus pies brotaron dos chorros de llamas, que abrasaron a los dos hombres que había debajo. La criatura se posó junto a un bastión a quince metros de Asdrabo, recogió las alas y, con un rugido, empezó a barrer la muralla con los brazos. Del primer golpe tres defensores cayeron al interior de la ciudad. Los demás retrocedieron, apelotonados en el parapeto.

—¡Disparadle! —ordenó Asdrabo.

El rugido de la bestia y el clamor de cien mil gargantas que gritaban desde las líneas Aifolu no le dejaron oír su propia voz. Entre dientes, pronunció la fórmula de la Protahitéi. Un latigazo partió de sus ríñones y recorrió sus venas, y de pronto todo fue más lento y menos confuso. El monstruo avanzaba hacia él por el adarve, barriendo hombres a diestro y siniestro. Todo su cuerpo relucía como lava, y estaba recubierto de placas y pinchos de metal. No tenía cuello: las sienes, coronadas por cuernos espirales, se ensanchaban hasta llegar a los hombros. Los ojos, dos ranuras incandescentes, se clavaron en él, y Asdrabo creyó leer en ellos una inhumana comprensión. «Conozco tu maniobra», parecían decirle, «y es inútil».

Asdrabo sabía que no debía abusar de la aceleración, pero si aquél no era un momento crítico, se dijo, que vinieran todos los dioses del Bardaliut a verlo. Con un grito, arremetió contra aquella pesadilla.

El monstruo se irguió sobre sus piernas, gruesas como las columnas de un templo, abrió los cuatro brazos y profirió un rugido atronador. A su espalda, un mercenario que a su lado parecía un gnomo intentó clavarle una pica. La criatura se volvió y con un golpe de la mano-hacha lo rebanó del hombro a la cadera. Olvidándose de Asdrabo, cambió de dirección y avanzó hacia el bastión. Los defensores retrocedieron ante él. El monstruo les señaló con el brazo manco y rugió. Un chorro de fuego azulado brotó del muñón. Los cuatro primeros hombres, entre gritos de agonía, se arrojaron por la muralla abajo. En su aceleración, a Asdrabo le pareció que caían lentos como las pavesas de una hoguera. Después, la bestia levantó el vuelo y se lanzó hacia el interior de la ciudad. Las llamaradas que brotaban de sus pies señalaban su posición. Se dirigía hacia el lago, pero por el camino se posaba en algunas casas y vomitaba el fuego azul de su brazo para incendiarlas.

En ese momento sonó una trompeta, que entonó cinco notas separadas por extraños semitonos, en una inquietante amenaza. Asdrabo se olvidó del monstruo y volvió su atención al frente de los Aifolu.

Los trabucos habían disparado. Sus proyectiles trazaron una lenta parábola hacia la muralla. Asdrabo recordó que seguía en Protahitéi y pronunció la fórmula para desacelerarse. Aún así, el proyectil que pasó sobre su cabeza y entre los bastiones que flanqueaban la puerta volaba demasiado despacio para ser una piedra.

El objeto pasó de largo y cayó al otro lado de la muralla, sobre el terrado de una casa. Al chocar con el techo, reventó en llamas. Asdrabo oyó un grito de advertencia y volvió la cabeza hacia el exterior, a tiempo de ver cómo otro proyectil se dirigía hacia su posición. Saltó sobre los cadáveres que había sembrado el monstruo sobre el parapeto, entró por la puerta que daba al bastión y se echó a la izquierda para protegerse tras la pared de piedra. Hubo más chillidos, y un chorro de llamas que pasaron a un palmo de su cara.

Asdrabo se abrió paso entre los hombres que se habían refugiado en el bastión y subió por la escalera que conducía a la parte superior.

—¡Salid a defender la muralla! —gritó, a sabiendas de que no le obedecerían.

Desde lo alto del baluarte pudo ver lo que ocurría a lo largo de la muralla sur. Los Aifolu habían acercado a la primera línea más de diez trabucos, y todos ellos disparaban la misma y mortífera munición. Eran grandes bolas de tela que estallaban en llamas al chocar contra los muros o las casas. Asdrabo había visto aquella magia incendiaria en el sitio de Ghim, y sabía que aquellos globos casi tan grandes como un hombre contenían una armazón de madera y, atadas a ésta, bolsas rellenas de una mezcla diabólica hecha de sulfuro, betún y otras sustancias inflamables.

Algunos de aquellos proyectiles se estrellaron en el exterior de los muros, sin causar grandes daños. Otros cayeron en los adarves y sembraron el caos. El líquido se esparcía con el choque, y seguía ardiendo después. Los defensores alcanzados por el impacto morían al instante, pero los que se encontraban al lado se convertían en antorchas humanas y se arrojaban desde las almenas. Cuatro de las bolas pasaron por encima del muro y reventaron en llamas sobre las casas del otro lado. Las ordenanzas prohibían edificar a menos de veinticinco metros de las murallas, pero los funcionarios eran venales, de modo que entre la muralla y los edificios había un pasillo por el que apenas cabía un carro. Varios terrados se convirtieron en piscinas ardientes, y el fuego se propagó a las casas vecinas.

—¡Capitán, esto es un infierno!

Asdrabo se volvió. Allí estaba Drulo, con las cejas chamuscadas y los ojos enrojecidos. Le palmeó la espalda.

—¡Me alegro de que aún sigas vivo! No te preocupes, que saldremos de ésta.

Frente a las murallas, las filas del Martal empezaron su avance. Las ruedas de las bastidas traqueteaban mientras se oía el «¡aauúmmff!» de los esclavos que tiraban de ellas. Por todas partes se encendían antorchas, y entre los defensores cundía el desánimo al ver que las luces parecían abarcar todo el horizonte. Los trabucos volvieron a cargar. Asdrabo se fijó en el más cercano. Los operarios acercaban al gran cucharón una bola inflamable, y lo hacían con mucha lentitud. Era obvio que tenían miedo de aquella carga mortífera.

—Tú —dijo Asdrabo a un soldado—. Dame tu arco.

El arco era un arma compuesta, de madera y marfil. Asdrabo no había practicado sólo Tahedo en la academia de Ainar, sino también el manejo de muchas otras armas. Cargó una flecha con estopa y pidió al arquero que se la prendiera. Después apuntó. Calculó casi cien metros de distancia, pero el blanco era grande. La bola inflamable ya estaba en el cucharón del trabuquete, apuntando hacia el baluarte donde él se encontraba. Veremos quién apunta más rápido, se dijo, y soltó.

La flecha trazó un arco solitario y cayó sobre el trabuco. Asdrabo no llegó a ver el impacto: la bola inflamable estalló en el mismo cucharón. Las llamas rugieron voraces y prendieron toda la estructura de madera del trabuquete, abrasaron a sus servidores y saltaron al trabuco cercano y a una torre de asedio que pasaba con parsimonia a su lado. Los tres artefactos ardieron como yesca, entre los aullidos de los hombres que se revolcaban a su alrededor, intentando en vano apagar las llamas contra el suelo.

Un rugido brotó del adarve. Era el primer éxito de los defensores, y varios trompetazos lo celebraron. Asdrabo le devolvió el arco a su dueño. Las flechas incendiarias empezaron a volar desde el muro, como enjambres de luznagos. Tres trabucos y dos catapultas estallaron en llamas. Asdrabo estudió el frente con el catalejo. Los operarios alejaban a toda prisa las bolas inflamables. Ahora tendrían que arrojar piedras. Peligrosas, sin duda, pero no tan destructivas, y mucho menos desmoralizadoras.

*

Desde el alminar del templo de Pothine, Urkhuna contemplaba la situación junto con otros magnates. El anciano Istrumbas había acudido allí, a pesar de su ceguera, y Urkhuna trataba de describirle lo que estaba sucediendo. Había llamas a sus pies, en la propia Isla de la Seda, aunque aquellos incendios ya estaban casi apagados. Pero también se veían fuegos junto a la muralla sur, y ahora también en la parte oeste, cerca del castillo de la Guja.

—Nos están atacando por todas partes —comentó un magnate detrás de él—. No podremos resistir.

—Las murallas aguantarán —repuso Urkhuna—. Mientras los enemigos no entren en la ciudad, no tenemos nada que temer.

—Los enemigos ya entraron en la ciudad —dijo Istrumbas—. Fuisteis vosotros, insensatos, los que les permitisteis entrar.

—Mirad —dijo Badir—. ¿Qué es eso?

Una luz roja venía volando sobre los tejados del barrio Ritión. Al principio Urkhuna pensó que era un proyectil ígneo, pero cuando cayó sobre una casa no reventó allí, sino que volvió a elevarse y saltó sobre el lago, directo hacia la Isla de la Seda.

Directo hacia ellos…

Entre gritos de «¡Dragón, dragón!», los magnates se apartaron del parapeto del alminar y se apelotonaron en la salida que conducía a la escalera de caracol. La puerta se abría hacia fuera, y con la propia presión de sus cuerpos la bloquearon.

El suelo retembló. Urkhuna se volvió, sin dejar de forcejear con Badir por alcanzar la puerta. Una figura de pesadilla se había plantado en la cúspide de la torre. Bajo sus pies, dos cuerpos humanos aplastados agitaron los brazos una, dos veces. Urkhuna miró hacia arriba y vio un rostro demoníaco con ojos como ascuas que coronaban un cuerpo de pinchos y placas de metal casi incandescente. El pánico se multiplicó. Una mano gigante avanzó hacia la puerta. Urkhuna se agachó, y los cuatro dedos pasaron sobre su cabeza, se cerraron sobre el cuerpo de Badir y lo levantaron. El Ritión pataleó en el aire y gritó. Sus costillas crujieron al estallar una tras otra, y un chorro de sangre brotó de su boca. El monstruo lo arrojó sobre el parapeto como un juguete roto, y después, con otra mano en forma de maza, aplastó dos cabezas más. Urkhuna sintió el calor que emanaba de la armadura al rojo vivo que recubría a la criatura, y también la tibieza de su propia orina resbalándole entre las piernas. Sólo quedaba entre él y la puerta un magnate llamado Gruba. Le tiró del pelo para apartarlo, pero Gruba se giró hacia él y le arañó en las mejillas.

Mientras, Istrumbas, al sentir el calor de la bestia, se plantó ante ella enarbolando el báculo como una espada.

—¡Atrás, criatura del infierno! ¡Soy un servidor de Anurie y no te apoderarás de mí!

El monstruo soltó una carcajada que sonó como una esquirla de cristal rayando mármol, y de un manotazo apartó al anciano. Istrumbas voló varios metros, se golpeó la cabeza contra el pretil de piedra y no se movió más.

Desesperado, Urkhuna agarró por la cintura al magnate que le cerraba el paso, lo levantó en vilo y giró con él. Los dedos del monstruo, que buscaban a Urkhuna, encontraron en su lugar a Gruba, pero tampoco despreciaron aquella presa. Lo último que vio Urkhuna antes de salir de la terraza convertida en matadero fue cómo la criatura estrellaba al desdichado magnate contra su propio pecho y lo ensartaba en dos agujas de metal al rojo.

Urkhuna se precipitó por la escalera de caracol. Dio un traspiés con la capa y cayó rodando un par de vueltas. Si se rompió algún hueso, ni siquiera reparó en ello. Se levantó a toda prisa, se arrancó la capa furioso y siguió corriendo. Un soldado que venía detrás lo aplastó contra la pared sin ningún miramiento y lo adelantó. Urkhuna miró a su espalda. Unos peldaños más arriba venía corriendo Tarim, otro magnate, con gesto de terror. Tras él apareció un chorro de llamas que le prendió el pelo como si fuera una tea. Urkhuna corrió escalera abajo, huyendo del fuego, mientras oía a su espalda los gritos de Tarim y los golpes furiosos del monstruo, que en vano intentaba entrar por la puerta del alminar.

Huir, huir, se repetía Urkhuna. Pero ¿adonde?

Asdrabo siguió el vuelo del demonio con el catalejo. Como un gran pajarraco de la mala suerte, se dirigía hacia el alcázar de la Guja. Detrás de sus ataques había una inteligencia poderosa y maligna. Había precedido a la ofensiva de los trabucos, y después de sembrar el caos sobre la Puerta de la Seda se había dirigido al templo de Pothine, el punto más alto de la ciudad después de la propia Torre de la Sangre. Allí, sospechaba Asdrabo, debían estar los principales magnates.

—No es una gran pérdida —reflexionó en voz alta.

—¿Perdón, capitán? —le preguntó Drulo.

Asdrabo se volvió a su asistente y le apretó el hombro.

—Quédate aquí y dirige la defensa de la puerta. Si cae, estamos perdidos.

—¿Adonde vas tú, capitán?

—A la Guja. Soy el único aquí que puede acabar con ese engendro del infierno.

Asdrabo bajó del baluarte y corrió por el adarve. Había más de mil metros desde la Puerta de la Seda hasta el alcázar de la Guja. Pero no se atrevía a entrar en Protahitéi y malgastar energías antes de encontrarse de frente con el monstruo. «Oh, diosa roja de la sangre, hermosa llama de los cielos», canturreó mientras corría. «Dale coraje a tu servidor. Haz que mi kisha sea cegadora como el relámpago de Manígulat en la oscura noche».

Por el camino fue recogiendo soldados. «Tú, tú, tú», les decía. Corrió sin mirar atrás, aunque el rítmico entrechocar de mallas y launas de metal a sus espaldas le decía que los escogidos le seguían. Atravesó tres bastiones, y los defensores se apartaban a su paso y al de su espada desenvainada. Pasó por encima del río. Una piedra se estrelló contra la muralla detrás de él. Una almena se resquebrajó y un soldado cayó con un grito. Asdrabo giró la vista un segundo. Los demás le seguían, saltando sobre los cascotes.

—¡Bravo, guerreros! —los animó.

El adarve se desvió a la izquierda y empezó a subir, de camino a la Guja. Por delante de Asdrabo, una torre de ataque había llegado junto a la muralla. Su plancha de abordaje cayó sobre las almenas, y varios T’andri salieron corriendo y aullando del interior de la bastida.

Asdrabo decidió confiar en su habilidad como Ibtahán y no acelerarse aún. Un T’andri le tiró un lanzazo a la cara. Asdrabo hurtó el cuerpo a la derecha y le cortó la mano de un tajo. El siguiente, que había dejado su lanza ensartada en el cuerpo de un defensor, le atacó con un machete. Asdrabo se agachó y lanzó un tajo de abajo arriba. La hoja se hundió en la ingle desprotegida, y el guerrero negro se desplomó con un espantoso grito de dolor. Asdrabo pasó sobre él y saltó sobre la plancha de asalto. Tajó a derecha e izquierda y sintió un par de veces cómo su acero rasgaba carne. Una punta de azagaya resbaló en las placas de su peto, otra le hizo un rasguño en la espinilla, pues se había quitado las grebas para correr más ligero. Logró abrirse paso entre los T’andri y siguió subiendo por el parapeto. A su espalda, los hombres que le seguían quedaron atascados, luchando contra el enemigo.

Da igual, se dijo.

Una flecha silbó sobre su cabeza. El alcázar ya estaba a menos de veinte metros. Había luces rojas en las ventanas y las troneras. La bestia debía de haber sembrado de llamas el interior.

Hubo un estallido frente a él. El dintel y el marco de la puerta que unía el adarve con el castillo saltaron en pedazos. Asdrabo se arrojó al suelo y agachó la cabeza. Un cascote rebotó en su yelmo, y a su alrededor se oyeron más gritos de dolor.

Ahora es el momento, se dijo, y pronunció de nuevo la fórmula secreta. Se levantó de un salto. Las flechas volaban sobre él, pero ahora sus silbidos sonaban cansados. Los gritos de los soldados se prolongaban como el ululato del viento en sus bocas abiertas. El mundo entero se había vuelto más lento y viscoso.

El monstruo bajaba por el adarve, barriendo a los defensores con el hacha y la maza de sus brazos inferiores. Su cuerpo candente era aún más rojo a la luz de las llamas que se alzaban por doquier. A pocos metros de Asdrabo, la maza enganchó a Jumef, un mercenario Trisio, y lo estrelló contra una almena. Para desclavarlo de los pinchos, el monstruo tuvo que usar otra mano. Jumef ya no se movió: su cabeza y sus piernas sobresalían del torso, que había quedado aplastado y adherido a la piedra como el cuerpo de un insecto pisoteado.

Asdrabo ya estaba sobre la bestia. El hacha pasó sobre su cabeza y el aire sonó como un suspiro. El Ibtahán vio las placas que cubrían sus piernas y le pareció que al lado de la rodilla había un hueco. Lanzó un tajo de derecha a izquierda, con todas sus fuerzas, pero la hoja dio de lleno en metal con un impacto que sacudió las muñecas y los hombros de Asdrabo. Apartó el arma y se coló rodando entre las piernas del monstruo. Después se volvió y buscó algún punto vulnerable en la espalda. Pero la criatura se estaba girando ya y la punta del ala metálica golpeó en la cabeza a Asdrabo. El Ibtahán chocó contra la almena, los dedos se le abrieron y la espada cayó al suelo. Aturdido, retrocedió por instinto. La maza de pinchos golpeó la almena donde una fracción de segundo antes estaba su cabeza. Asdrabo buscó la espada, pero fue un error. En un movimiento de revés, la maza le golpeó en el pecho. En Protahitéi, el golpe le pareció casi lento, pero la fuerza no por eso fue menor. Se vio a sí mismo volando sobre el adarve, y durante unos instantes tuvo a su derecha el mar de antorchas Aifolu que se estrellaba contra la muralla, y a su izquierda el río Bhildu y las casas que ardían a su alrededor. Después cayó sobre un montón de cuerpos y el aire terminó de escapar de sus pulmones, y supo que lo que escupía era sangre.

—Dhnéske, pugmaie —bramó la criatura, y le señaló con el brazo del muñón. Asdrabo vio que terminaba en un agujero oscuro, y supo que ahí estaba su destino. Una luz se encendió allí dentro y una lengua de fuego buscó rugiendo el cuerpo del Ibtahán.

En la Puerta de la Seda, la muralla tenía quince metros de espesor. Por la parte exterior la cerraban dos enormes batientes de madera, reforzados en el interior con placas de bronce y asegurados con dos trancas de acero tan gruesas como el cuerpo de un hombre. Un túnel con techo abovedado unía esa puerta con la cara interior del muro, donde un rastrillo de hierro forjado formaba la segunda línea de defensa.

Frente al rastrillo formaban más de cincuenta hombres, profesionales y milicianos al mando del rubio gigante Équitro. Éste despachó mensajeros para pedir refuerzos, pues la puerta exterior ya retemblaba con los golpes de los arietes enemigos. Pero no había lugar en toda la muralla que pudiera prescindir de hombres armados, así que los enviados de Équitro volvían, a lo más, con ciudadanos reclutados a la fuerza y armados con palos, piedras, tridentes e incluso cazuelas y sartenes.

El bárbaro subió al adarve que dominaba la puerta. Allí, los defensores disparaban sus flechas contra los T’andri que manejaban los arietes, pero por cada uno que caía acudían dos más.

—¡Son como demonios! —le informó un soldado, entre el silbido de los proyectiles que venían en andanadas de las balistas y los arcos de los defensores—. ¡Ni siquiera se cubren la cabeza con los escudos!

Équitro asomó la cabeza entre dos almenas y miró hacia abajo. Dos arietes montados sobre ruedas aporreaban las puertas sin descanso, primero un batiente y después el otro. Équitro recogió una piedra del hueco entre las almenas y la tiró hacia abajo. Era casi imposible fallar entre tal aglomeración de guerreros. Un T’andri que llevaba una antorcha levantó la mirada y lo maldijo agitando las llamas sobre su cabeza.

—No son demonios —dijo Équitro, refugiándose tras el parapeto—. Lo que pasa es que están drogados.

—¡Yo me he bebido una botella de vino y aun así no me he vuelto suicida! —respondió el soldado, y lo cierto es que Équitro pudo oler el vino en su aliento.

—No creo que sea alcohol lo que los hace tan temerarios.

—Pues en mi tierra los…

El soldado se calló de repente, y abrió los ojos empavorecido, mirando hacia el interior de la ciudad. Équitro se dio la vuelta. La sombra alada y rojiza del monstruo venía hacia ellos, planeando sobre las casas. Pero en vez de encaramarse al adarve que ya había devastado una vez, se posó abajo, entre los hombres que defendían el rastrillo, y empezó a masacrarlos.

—¡Hijo de puta, deja a mis hombres! —rugió Équitro.

Pensó que bajar por la escalera era lento y corrió hacia una de las cuerdas por las que subían cestas con municiones desde el pie de la muralla. Se deslizó por la soga con un grito de guerra que se convirtió en un aullido de dolor cuando las fibras de cáñamo le quemaron las palmas. Se soltó a dos metros del suelo y al caer con sus ciento treinta kilos sobre el pavimento, su tobillo izquierdo soltó un chasquido. «Si te has roto, peor para ti», gruñó, mientras cojeaba hacia el monstruo.

—¡Mandad al infierno a ese bastardo!

El monstruo avanzaba entre los soldados como un niño que chapotea en la marea. Sus brazos inferiores barrían cuerpos, cortaban miembros, aplastaban cabezas. Las armas rebotaban en su cuerpo, aunque algunas flechas se quedaban clavadas en las junturas que separaban sus placas. Incluso los pies le servían para matar. Levantaba una pierna, tan alta como un hombre, y la abatía sobre el cuerpo de alguien, y con los tres dedos que parecían garras de metal estrujaba a sus víctimas contra el suelo. Mientras mataba, entonaba un canto salvaje y se reía a carcajadas.

—¡Me hacéis cosquillas, gusanos! —rugía en Nesita.

Équitro se plantó frente a él, furioso por aquella burla sangrienta. El monstruo le lanzó un hachazo que le pasó rozando la cara. Équitro descargó un golpe contra la cintura de su enemigo, y la hoja de la espada resbaló en el metal despidiendo chispas. Antes de que pudiera preparar otro tajo, la maza del monstruo cayó sobre la espada, quebró su hoja y le machacó los nudillos. Es injusto luchar contra un enemigo que tiene cuatro brazos, pensó, a la vez que otra mano se cerraba sobre su cintura. Los dedos candentes empezaron a apretar. Équitro aulló al sentir cómo un testículo se le reventaba. El monstruo lo alzó en el aire y lo miró con ojos como brasas que tenían tres pupilas negras, y entreabrió una boca plagada de colmillos puntiagudos y triscados como dientes de sierra.

—Acaba de una vez, engendro —masculló Équitro.

—No, hombrecillo —respondió el demonio en Nesita—, Gankru ofrece tu alma a su padre y señor, para que te torture por siempre en el infierno.

El monstruo apretó a Équitro contra su pecho y lo dejó clavado en las púas que recubrían su caparazón. Équitro sintió el calor de varios hierros candentes que le atravesaban el cuerpo. Después se hundió en la negrura.

El demonio siguió matando, con el cuerpo del gigante rubio clavado en su torso como una mariposa. Llegó por fin al rastrillo, introdujo sus cuatro manos en los huecos enrejados y tiró hacia arriba. Por detrás, los defensores le arrojaban lanzas y flechas que rebotaban en sus alas plegadas. El rastrillo empezó a subir con un áspero rechinar. Un miliciano, un voluntario llamado Baurgas, hijo de Istrumbas, animó a los demás.

—¡Detenedlo, o nuestra ciudad caerá!

Él mismo se abalanzó sobre el monstruo con una pica. La criatura ni siquiera se volvió, pero la mano de la maza giró en un ángulo imposible y golpeó a Baurgas. El joven voló contra una pared y se estrelló de cabeza. Allí quedó, inerte, mientras por debajo del yelmo brotaba la sangre.

El rastrillo estaba ya tan alto que el monstruo no podía levantarlo más. Con grandes zancadas, cruzó el túnel que lo separaba de los batientes de madera. Los defensores vacilaron. Algunos comprendieron que, si las puertas se abrían, sería el final, y entraron en el túnel. El monstruo no hizo caso de sus golpes, y arrancó primero una tranca y después la otra. Luego retrocedió unos pasos, rompiendo varios pies con sus pisotones, y se volvió.

Las puertas se abrieron de golpe, empujadas por dos arietes. Los T’andri que los manejaban los soltaron y entraron en el túnel, rodeando al demonio que les había abierto camino. Los defensores retrocedieron desesperados.

Pero los refuerzos habían acudido, por fin. Una línea de cien hombres aguardaba a los invasores al otro lado del rastrillo, parapetados tras sus escudos. Por detrás de ellos, el general Laghetas los exhortaba a contener al enemigo.

—¡Morid por vuestras mujeres y vuestros hijos, Ilfataríes!

El monstruo avanzó hacia ellos, y la línea de defensa retrocedió un paso. Pero una vez fuera del túnel, la criatura desplegó las alas y se elevó de nuevo sobre los tejados. Los defensores se quedaron cara a cara con los T’andri, que enarbolaron las lanzas por encima de sus cabezas y los desafiaron con un canto guerrero.

—¡Hacedlos retroceder, hijos de Ilfatar! —bramó Laghetas, desde la retaguardia de la improvisada falange.

Pero los T’andri, en vez de embestir contra los escudos de los defensores, se abrieron hacia los lados. Se oyó un coro de graznidos, y un centenar de Glabros entraron en la ciudad, cabalgando a sus pájaros del terror entre gritos de «¡Kashúuk!» y entonando un cántico de matanza. El pánico se adueñó de los defensores, pese a los gritos del general. La primera fila se desplomó, los escudos cayeron arrojados al suelo, las espaldas se volvieron. Los pájaros del terror se desparramaron una y otra vez, bajando sus monstruosas cabezas para golpear. Solamente picaban una vez, indiferentes a si mataban o herían. Desde sus lomos, los jinetes alanceaban y remataban a las víctimas sin dejar de cantar y reír.

Así entró el Martal en Ilfatar.

Apenas había pasado una hora desde la puesta de sol, y el caos ya se había enseñoreado de la ciudad. Tras la Puerta de la Seda cayó la del Río, y luego la de Pothine. Entre gritos, trompetazos, rechinar de acero, piedras que se desplomaban y paredes que rugían era imposible entenderse. Pero los atacantes no necesitaban ya instrucciones. Cuando un pájaro del terror picoteó las tripas del general Laghetas junto a la Puerta de la Seda, Ilfatar se convirtió en un enorme rebaño sin perro, y los Aifolu, en lobos.

Por segunda vez en pocas horas, Urkhuna llegó a su casa jadeando y ensangrentado.

—¡Recoged lo que podáis! ¡Nos vamos de la ciudad ahora mismo!

Esta vez Irdile no le discutió. Desde el terrado, Darkos y ella habían presenciado cómo las llamas se propagaban por toda la ciudad y cómo una riada humana huía por las calles y acudía a las orillas del lago Hatâr, huyendo de las murallas. Sabía que la ciudad había caído ya, o estaba a punto de caer.

—¿Por dónde saldremos? —preguntó Irdile.

—Desde la torre de Pothine vi que la puerta de Malabashi aún estaba libre —jadeó Urkhuna.

Se echó a la espalda un saco con oro y joyas que ya tenía preparado, mientras reclamaba a voces a los criados. Sólo acudieron Talo, el musculoso esclavo Vilblaukí, y cuatro mujeres. Los demás habían huido, salvo Basia, que no soltaba a la pequeña Bru.

—Talo —dijo Urkhuna—. Si nos ayudas, te daré la libertad y veinte imbriales.

El esclavo, que era de pocas palabras, se limitó a asentir. Salieron al jardín. Urkhuna le pasó el saco a Talo y él mismo cargó con otra bolsa más pequeña. Irdile y Darkos habían preparado provisiones, y Basia llevaba en brazos a Bru.

—¿Adonde vamos? —preguntaba la pequeña.

—Tranquila, Bru —le dijo su madre—. Es una excursión.

—¿Vamos a la casita de campo?

—Sí, hija. A la casita de campo. Allí encontraremos otro monito más guapo aún que Gabrinu.

No fue una buena idea recordar a Gabrinu. Bru empezó a llorar y a decir que lo echaba de menos.

—¿Por qué salimos de casa, si hay hombres malos fuera?

—Por eso mismo —se impacientó Irdile—, porque queremos irnos al campo para que los hombres malos no nos molesten.

—¡Quiero llevarme a Táfila!

Táfila era una muñeca de madera tuerta y con el pelo de color zanahoria. Bru sólo dormía si era abrazada a ella. Mientras la niña y la madre discutían, Darkos decidió solventar el asunto por la vía rápida y corrió hacia la casa. Subió de dos en dos las escaleras hasta el piso de arriba y encontró la muñeca en el suelo, junto a la cama de Bru.

Por lo menos a tu muñeca sí la salvaré, se dijo, recordando al desdichado mono. Durante un segundo su recuerdo del pájaro del terror fue tan vivido que incluso creyó oír su peculiar gorjeo.

Y luego se dio cuenta de que lo estaba oyendo de verdad.

Abrió el postigo de la ventana y se asomó. Al otro lado de la tapia pasaban dos Glabros, montados sobre sus pájaros. Sólo se veían las cabezas de los jinetes y los penachos de plumas de las aves. Urkhuna había llegado junto a la verja y estaba a punto de abrir el candado.

—¡No! —le advirtió Darkos—. ¡No salgáis!

Su padrastro se volvió hacia él y gritó desde el jardín:

—¿Qué pasa?

—¡Apartaos de ahí!

Desde arriba, Darkos vio cómo uno de los pájaros corría hacia la verja y lanzaba un picotazo a la mano de Urkhuna. El mercader retrocedió con un grito, y se salvó por poco de la lanzada del Glabro, que coló su arma entre los barrotes. Todos dieron la vuelta y arrancaron a correr hacia la casa. Los dos Glabros se juntaron y conferenciaron un momento. Luego, se perdieron de vista tras el muro. Darkos suspiró aliviado.

De pronto, uno de los pájaros apareció sobre la barda de la tapia. Darkos pensó que el ave debía haberse apoyado en algo al otro lado de la pared. No quería creer que tuviera tal capacidad de salto. ¿Adonde podrían huir entonces? El pájaro chilló al clavarse los cristales en las patas y saltó al césped. Sobre él, el Glabro entonó un cántico de guerra y enarboló la lanza sobre su cabeza pintarrajeada.

Darkos, paralizado, observó cómo su familia corría por el jardín. Basia, que llevaba a Bru en brazos, se había quedado rezagada, y aún le quedaban más de diez metros para llegar a la puerta. El pájaro no necesitaba más que unas zancadas para alcanzarla.

—¡¡¡Correeed!!! —chilló Darkos, clavándose las uñas en las palmas.

Cuando el pájaro ya estaba a unos pasos de sus presas, dos sombras negras lo embistieron. Eran los mastines de la casa, Diente y Lambión. Diente, el más robusto, agarró al ave por la pata, mientras Lambión le saltaba al cuello. El pájaro era demasiado grande y Lambión se quedó corto en el salto, pero logró morderle en el pecho y le arrancó varias plumas. El jinete se inclinó sobre el costado y tiró un lanzazo a Lambión. Consiguió clavarle el arma en una pata, pero el perro se revolvió con tanta fuerza que desmontó al Glabro. Darkos aplaudió desde su ventana al ver cómo el mastín apresaba el cuello del guerrero entre las mandíbulas y lo sacudía con violencia.

La lucha entre perro y ave era desigual. El mastín, que a Darkos siempre le había parecido gigantesco, se antojaba una mascota al lado del pájaro del terror. Este consiguió soltar la pata izquierda, la plantó sobre el lomo de Diente y lo aplastó contra el suelo. El mastín forcejeó un instante, pero el pájaro le clavó el pico en la tripa, la desgarró y al tirar hacia arriba le sacó los intestinos.

Lambión, que ya había dado cuenta del Glabro, aprovechó que el ave bajaba la cabeza y se agarró a su cuello. El pájaro intentó sacudírselo de encima, pero trastabilló con el cadáver de su propio jinete y cayó hacia atrás. Lambión siguió mordiéndole. En ese momento, Talo aprovechó para acercarse, recogió la lanza del Glabro y la clavó en el cuerpo del ave.

Pero ya había otro pájaro saltando la tapia, y un grupo de Aifolu montados a caballo que, al presenciar lo que ocurría en el jardín, habían enganchado garfios y cuerdas a la verja y tiraban de ella. El segundo Glabro galopó hacia Talo y le arrojó la lanza. El esclavo consiguió esquivarla por menos de un palmo y corrió hacia la casa.

Darkos no esperó a presenciar el final del segundo duelo entre ave y mastín. Se apartó de la ventana y bajó corriendo al piso inferior. Irdile, que no sabía por qué había desaparecido del jardín, le dio un bofetón y luego se abrazó a él.

—Pensé que ya no te vería… —sollozó.

—Tranquila, madre.

—¡Ayúdame! —le gritó Urkhuna.

Entre él, Darkos y Talo atrancaron la puerta de la casa, arrastraron un escaño de madera para bloquearla y apilaron sobre el escaño dos pesados baúles.

—Esto sólo los retrasará un rato —dijo Irdile—. Tenemos que ir al escondrijo.

Atravesaron el pórtico y corrieron al patio interior. Darkos llegó el primero, y cuando iba a bajar una pequeña escalera de piedra para atravesar el patio, vio dos piernas negras que se descolgaban desde el saledizo. Un instante después, un guerrero T’andri saltó al jardín y se levantó flexible como un gato. Al ver a Darkos sonrió, blandiendo un machete en la diestra, y dijo algo que el muchacho no entendió.

Después del primer T’andri aparecieron tres más. Ágiles y sin armas pesadas, debían haber trepado por la fachada. Al ver al enemigo dentro de la casa, las esclavas se dispersaron entre gritos histéricos. La familia, en cambio, siguió a Darkos, que corrió hacia la derecha. La puerta que tenían más cerca era la del despacho, una pieza de sólida acacia. La última en entrar fue Irdile. Tras ella apareció una mano negra que casi la atrapó del pelo. Urkhuna cargó todo su peso contra la puerta y pilló los dedos del T’andri, que dio un aullido y los sacó. Urkhuna corrió la tranca y jadeó.

—Nos hemos metido en una ratonera —dijo Irdile—. Por aquí no podemos llegar al escondite.

Dos semanas atrás habían construido un compartimento secreto, tabicando con piedra un rincón de la bodega. Sólo se podía acceder a él desde el cuarto de costura, donde habían practicado una trampilla casi invisible. Por desgracia, la única salida del despacho era la puerta que acababan de atrancar.

—¿Y qué querías que hiciéramos, mujer?

—Tenemos que salir de aquí.

—Es imposible, madre —le dijo Darkos.

—¡Tenemos que salir! —chilló ella.

Fuera se oían gritos, golpes de metal, maderas astilladas. Hubo un chillido muy agudo que se apagó enseguida, y todos supieron que alguien había muerto en la casa.

—Demasiado tarde —dijo Urkhuna.

Se miraron con gesto sombrío. Al otro lado de la puerta sonó un ruido extraño, como si alguien arañara el suelo con un rastrillo de madera. Darkos ya había aprendido a temer ese sonido: eran las garras de un pájaro del terror caminando sobre las losas.

La puerta del despacho tembló. Urkhuna y Darkos se apoyaron contra ella, pero hubo un segundo porrazo y el cerrojo, que era muy débil, saltó de sus armellas.

—¡Ayúdanos, Talo! —ordenó Urkhuna.

El esclavo apoyó las manos en la puerta. De pronto sonó otro golpe, y la punta de una lanza apareció como de la nada, atravesó a la vez la madera y la mano de Talo y asomó ensangrentada entre los huesos del dorso. El esclavo, gruñendo de dolor, usó su mano izquierda para desclavar la derecha y se apartó.

La puerta se abrió de golpe, derribando a Darkos, que era el único que seguía empujándola. Una garra escamosa apareció al otro lado. Después de forzar la puerta, el pájaro del terror intentó entrar, pero era demasiado grande para el vano de la puerta. Su jinete Glabro desmontó y entró al despacho con paso cauteloso, mientras la familia retrocedía. Talo, aun con la mano herida, se adelantó para cubrir a sus amos con su corpachón. El Glabro esperó un momento, con la lanza enhiesta, y estudió a su oponente. Su mirada se topó con Irdile, y al verla se relamió los labios. Tenía los dientes limados como una sierra y la lengua negra.

En el exterior sonó una orden seca. El Glabro retrocedió, sin dejar de apuntar con la lanza a Talo, y miró a su derecha. Tras un diálogo rápido y cortante, el jinete se apartó y tiró de las riendas de su cabalgadura. Antes de retirarse, el pájaro agachó el cuello, se asomó por la puerta y los miró con sus ojos amarillos. Bru dio un chillido y escondió la cabeza entre los pechos de Basia.

—Sagrada Himíe, ¿qué pasará ahora? —gimió la esclava.

En la puerta apareció un hombre alto, vestido con una armadura negra y embutida con filigranas de oro. Su rostro estaba oculto por un casco también negro y adornado con alas rojas. Pero Darkos lo recordaba. Era el hombre del desfile, que tan apuesto le había parecido a Rhumi.

El guerrero se quitó el yelmo y los estudió con sus grandes ojos de córneas amarillas. Tenía la barba corta y untada de aceite, la nariz afilada y los labios carnosos.

—Honorable Urkhuna —saludó en Nesita—. Me alegro de haber llegado a tiempo.

El mercader, llorando de alivio, se puso de rodillas frente al Aifolu y le besó la mano.

—¡Noble Bintra! ¡Por favor, salva a mi familia!

—Levanta, por favor. No es decoroso que un magnate se arrodille de este modo.

Darkos observó que Bintra lucía un brazalete de Ibtahán en la muñeca derecha. Contó hasta seis franjas azules. Una más que Asdrabo. Yo también me alegro de que hayas llegado a tiempo, pensó. Un guerrero que practica el Tahedo siempre debe defender a los débiles: así se lo había enseñado Asdrabo.

Urkhuna se levantó y le presentó a Bintra a los miembros de su familia. El Aifolu le escuchó con una sonrisa, e incluso se acercó a Bru para pellizcarle la mejilla. La niña, que no había dejado de llorar, volvió a esconder la cabeza.

—No se me dan bien los niños —comentó el Aifolu. Con voz más seria añadió—: Haz salir a los esclavos, Urkhuna. Quiero hablar contigo y con los tuyos.

Talo se interpuso entre el Aifolu y el mercader.

—Yo no abandonaré a mis amos.

Algo relampagueó en el aire. La cabeza del esclavo cayó a un lado, mientras un chorro de sangre saltaba como un surtidor de su cuello cercenado. Las piernas de Talo aún aguantaron unos segundos antes de desplomarse.

El Ibtahán agitó la espada en el aire para sacudir las gotas de sangre y la envainó, sin alterar el gesto. Darkos sintió que se le ablandaban las tripas. Asdrabo le había enseñado a practicar la Yagartéi, pero era la primera vez que contemplaba su auténtico y devastador efecto.

—¿En Ilfatar consentís que vuestros esclavos os hablen así, Urkhuna?

El mercader apretó los puños y rechinó los dientes.

—Lo siento, noble Bintra. Basia, sal ahora mismo.

Sollozando, la esclava besó a Bru en la frente y en las mejillas y se la entregó a Irdile. Después salió de la estancia, procurando no rozar al Aifolu, que no hizo el menor esfuerzo por dejarle paso. Bru seguía llorando, pero estaba tan cansada que ya lo hacía con hipidos cortos y enronquecidos.

—¿Qué querías decirnos, noble Bintra? En esta casa hay bastante dinero, pero puedo disponer de mucho más si…

Bintra lo acalló con un gesto de la mano.

—Vuestra ciudad ha caído por ese afán tan Ilfatarí de reducirlo todo a lo material. Tus riquezas pertenecen desde ahora a mi señor, el Destructor, el dios que no puede nombrarse, y a su Enviado.

—Desde luego, noble Bintra. Lo que quería decir es que…

—Chisss. Esto no es vuestro Concejo, donde cualquiera puede interrumpir a los demás.

—Pero yo…

—Cállate, Urkhuna —le espetó Irdile.

—Tu mujer es más sensata que tú. Urkhuna, he venido a tu casa a propósito para brindarte la posibilidad de salir con bien de esta difícil situación a la que te ha llevado tu propia falta de seso.

Darkos, por poco cariño que le tuviera a su padrastro, pensó que las palabras de Bintra eran injustas además de crueles. Urkhuna había sido uno de los magnates que más abogaran por ceder a las exigencias de los Aifolu. Claro que, como le había enseñado Baelor: «Es inútil ser bueno con el malvado, razonable con el obtuso y gentil con el cruel».

—Nosotros, los Aifolu, somos un pueblo nómada. Aborrecemos las ciudades porque sabemos que son un nido de corrupción, de idolatría y de lujuria.

A la vez que pronunciaba la palabra «lujuria», un grito desgarrador sonó no muy lejos. Darkos reconoció la voz de Nilub, la más joven de las esclavas, y también la más bonita. Junto al grito se oyeron unas carcajadas. Bintra chasqueó la lengua.

—Los Glabros son aliados valiosos, pero es difícil inculcarles los principios de la templanza y la castidad. Os decía que aborrecemos las ciudades, y procuramos erradicar el mal que suponen para la tierra. Pero no albergamos el deseo de matar a sus habitantes.

—Gracias a…

—Cállate o blasfemarás, Urkhuna, mencionando a algún dios que no existe. Aunque estáis contaminados por el miasma de las ciudades, os voy a dar la oportunidad de purificaros. Así podréis seguir al Martal en su peregrinación para salvar el mundo.

—¿Qué debemos hacer para purificarnos, noble Bintra?

El Aifolu extrajo un estilete dorado de debajo de su manga izquierda. Después se lo ofreció a Urkhuna.

—El dios que no puede nombrarse ve dentro del corazón de los hombres, y sólo valora aquello que les es más preciado a ellos.

Urkhuna miró al puñal con ojos desencajados y tragó saliva.

—No te entiendo, noble Bintra.

—Todo pagano que quiera purificarse debe presentar al dios una ofrenda de sangre. De su propia sangre.

—Entonces yo…

—No me refiero a que te cortes una arteria, honorable Urkhuna. Si quieres salvarte, deberás sacrificar ahora mismo al dios a uno de los miembros de tu familia. Ellos tienen esa misma opción.

—¡Pero eso es una barbaridad!

—Sois cuatro, Urkhuna. Por tanto, dos de vosotros pueden purificar sus almas.

Urkhuna miró primero a Irdile, y luego a Darkos. Bru, con la cabeza escondida en el pecho de su madre, había dejado de llorar. Nilub volvió a gritar en el patio, ahora con menos fuerza.

Fue Irdile quien se decidió. Dio un paso al frente y tomó el estilete que le ofrecía Bintra. El Aifolu sonrió.

—Las mujeres de Ilfatar son más corajudas que sus hombres.

—Yo soy de Áinar —repuso ella, mirándole a los ojos.

Irdile, sosteniendo a Bru en el brazo izquierdo y con el estilete en la diestra, le dio la espalda al Aifolu y miró a su marido con dureza. Darkos pensó que su madre era muy capaz de clavarle la daga a su padrastro, y lo mismo debió pensar él, pues retrocedió dos pasos con las manos en alto. Irdile se agachó y dejó a Bru en el suelo. La niña volvió a llorar y extendió los bracitos, intentando agarrarse a su madre, pero ella insistió en apartarla con la mano izquierda, mientras con la derecha aferraba el estilete.

—Te quiero, Brukanda.

Darkos, horrorizado, trató de impedir que su madre apuñalara a la pequeña. Pero Bintra se interpuso en su camino con un movimiento fulgurante, le retorció el brazo a la espalda y le obligó a clavar la rodilla en el suelo. Darkos comprendió que el Aifolu había entrado en aceleración.

—No te muevas, chico —le dijo Bintra, y su voz se desaceleró en el segundo que tardó en pronunciar la orden.

Sonó un grito muy agudo. Irdile estaba arrodillada junto a Bru, y la besaba en la frente, mientras la niña seguía chillando. Había sangre goteando entre ambas.

—No, madre… —gimió Darkos.

Irdile se apartó un poco. Sus manos aún agarraban las de Bru, y éstas aferraban sin quererlo la daga clavada en el pecho de su madre. Irdile tiró de ellas para arrancarse el estilete, sonrió débilmente a la niña y se desplomó de lado. Bru se quedó de pie, sin comprender lo que pasaba, con la daga ensangrentada aún en sus manitas.

Bintra soltó a Darkos. El muchacho se agachó junto a su madre y le sujetó la cabeza. La túnica de Irdile estaba empapada de sangre, que se expandía como una flor desplegando sus pétalos rojos.

—Lo siento, Darkos —musitó ella—. Tú puedes apañarte mejor que Bru.

Darkos empezaba a ver borroso el rostro de su madre. Pensó que era importante que la viera bien en ese último momento, y se enjugó las lágrimas.

—Habla con Asdrabo… Tu padre…

Darkos se acercó más para oír a su madre, que apenas tenía ya aliento.

—¿Asdrabo es mi padre? —le susurró en el oído.

—No… La espada de tu padre… Él la tiene…

—¿Quién es mi padre? Por favor, dímelo… —Encuéntralo… El me vengará…

La voz de Irdile era casi inaudible. Darkos la apretó con fuerza y, contra su propia voluntad, la sacudió un poco. —¡El nombre, madre! ¡Dímelo ya!— Kratos… Eres hijo de Kratos May.

Así, con sus últimas palabras, Irdile adelantó la promesa que le había hecho a Darkos de revelarle el nombre de su padre.