Meseta de Malabashi
Campamento de la Horda Roja

Al día siguiente, tras la partida del rey consorte y del propio Urusamsha, que volvería a reunirse con la Horda en Malib, se procedió al reparto del dinero. Fue entonces cuando se descubrió que la paga que Aulamugdán había traído en varios cofres no cubría tres meses, sino apenas cinco semanas. Aquello estuvo a punto de provocar un motín entre la soldadesca, y el general Alpenor tuvo que convocar una asamblea y comunicar, de parte de Forcas, que cuando llegaran a Malib dos días después se les liquidarían todos los atrasos.

A media tarde, mientras los corrillos y alguna que otra pelea alborotaban el campamento, Vurtán hizo llamar a Kratos a su tienda.

—Quiero que tomes a unos cuantos hombres y vayas al oráculo que hay en el Aural.

—Lo haré, general. ¿Qué debo consultarle al oráculo?

—Nada en concreto. Quiero que eches un vistazo.

Kratos enarcó una ceja.

—¿Un vistazo?

—Un explorador me ha informado de que ha visto humo por esa zona, y a un hombre que corría alejándose de allí.

—¿Qué ha contado ese hombre?

—Nada. Al ver a nuestro explorador, ha huido de él como si se hubiera topado con un demonio y se ha arrojado al río. Quiero que cuando vuelvas me informes a mí directamente, sin hablar con nadie más.

Kratos escogió a diez jinetes y se llevó también al sargento Gavilán y al guía Yurto, junto con una mula de carga con avíos para cocinar y alumbrarse por si les caía la noche. Cuando se alejaban del campamento, el sonido de unos cascos de caballo a su espalda los alertó. Un hombre desarmado cabalgaba tras ellos.

—Esperad. Quizá traiga algún mensaje.

El jinete era Ahri, al que todos llamaban el Numerista, aunque él insistía en que había dejado la orden; y también el Búho, por lo saltones que tenía los ojos. Era un hombre alto y flaco, tan huesudo que parecía tener el doble de codos y rodillas que una persona normal. Había llegado a la Horda con el duque Forcas, a quien servía como asesor y contable, pero Kratos nunca había tenido ocasión de hablar con él.

—¿Vais al Aural? —le preguntó a Kratos.

—¿Quién te lo ha dicho?

—El general Vurtán. Me ha pedido que te acompañe.

—¿Qué te ha pedido que me acompañes?

—Bueno… —Ahri sonrió y lució unos dientes tan blancos como negro era su cabello—. En realidad, le he pedido yo que me permita acompañaros. No temas, tah Kratos. No le contaré a nadie mas que lo que tú me permitas contar.

Kratos miró a los ojos de Ahri, y le agradó que le sostuviera la mirada. Qué demonios, pensó; tengo que fiarme de alguien si no quiero volverme loco.

—Está bien.

Cabalgaron un rato en silencio. Ahri se las arregló para interponerse con su caballo en el camino de Kratos y apartarlo poco a poco de los demás.

—Yo conocí a Derguín Gorión —le dijo, por fin—. ¿Es cierto que te hirió y luego mató a Togul Barok?

—¿De dónde ha salido esa historia que me repiten por todas partes? ¿Te lo contó él?

—No. Lo leí en un libro escrito por alguien que se hace llamar «el Gran Barantán», la Crónica del Año Mil. Nunca he sabido si tomármelo como una crónica de verdad o como un cuento de viejas.

—Tómatelo como un cuento de viejas. Derguín y yo nunca llegamos a pelear. ¿Cuándo lo conociste?

—Hace ya unos años, en Koras. El era muy joven. Estudiaba en la academia de Uhdanfiún, pero de vez en cuando se pasaba por la gran biblioteca de Hindewom a consultar libros raros.

Kratos se rascó la cabeza.

—Claro. Derguín me habló de un Numerista llamado Ahri. Pero fue una noche que bebimos más de la cuenta. ¿Qué tal tu tobillo?

—Hace tiempo que no me duele. Así que también te contó ese oscuro episodio de mi pasado…

Kratos soltó una carcajada.

—Cuando me contó que tomaste lecciones de esgrima con él y que te lesionaste saltando del balcón de una mujer casada, te imaginé con una planta más atlética.

—Debes saber que no tengo una gota de grasa en el cuerpo.

—Salta a la vista. He visto espadas más gruesas que tus brazos.

—¿Eres amigo de Derguín?

—¿Por qué lo preguntas?

—Hablabas con él, te contaba cosas. Así es como se comportan los amigos, ¿no?

Kratos se quedó pensativo.

—Yo era su maestro. Entre maestro y discípulo no puede existir amistad.

—Era un buen muchacho. Espero que no se le hayan subido a la cabeza las llamas de la Espada de Fuego. ¿A ti no te parecía un buen muchacho?

Kratos clavó los ojos en los picos del Aural, cada vez más cercanos, por rehuir la mirada de Ahri. Durante el certamen por la Espada de Fuego, Derguín había acudido a salvarlo al castillo de Grios, cuando podría haber seguido camino con su unicornio Riamar, ganando así tiempo y sin arriesgar su vida.

—Sí, lo era.

—Entonces ¿por qué no eres su amigo?

—Yo no he dicho que no lo sea.

—Tampoco has dicho que lo seas.

—Eso es cierto.

—No te apetece mucho hablar de esto, ¿verdad?

Kratos miró a Ahri y sonrió de medio lado.

—No.

—No eres muy conversador, ¿verdad?

—El capitán Kratos sólo usa cuatrocientas palabras al día —saltó Gavilán, que se había ocultado detrás de un árbol para esperarlos—. Y hoy ya las ha gastado todas.

—Sargento, no te metas en mis conversaciones.

—¡Desde luego que no, capitán! —respondió Gavilán, y picó espuelas para alejarse unos metros.

—El sargento es un exagerado —dijo Ahri—. En esta pequeña conversación conmigo has usado ciento cuarenta palabras.

—¿Tantas? ¿Las has contado?

—No olvides que soy un Numerista. Lo memorizo y lo enumero todo, incluso sin darme cuenta. ¿Has sabido algo de Derguín recientemente?

Kratos suspiró.

—Desde que volví a la Horda, me ha escrito cuatro cartas.

—¿Cuatro? Por Diazmom, él sí que se considera amigo tuyo. ¿Qué te contaba?

—Está organizando un cuerpo de guerreros escogidos en Narak. En sus cartas me ha pedido varias veces que me una a él como instructor.

—¿Y qué le has contestado?

—No le he contestado. Es evidente que sigo en la Horda.

—¿Por qué no has aceptado ir con él? Es un honor ser aliado del Zemalnit.

—No lo sé.

—Claro, tal vez no soportarías bien que él no fuera tu discípulo, sino tu superior jerárquico. Aunque aquí en la Horda te dejas mandar por otros que son inferiores a ti.

Kratos soltó un bufido.

—¿Seguro que no vas a contar nada que yo no te dé permiso para contar?

—Reconozco que hablo bastante, pero lo hago con conocimiento, capitán. Nunca soy indiscreto.

—¿De veras? —repuso Kratos, enarcando una ceja.

Siguieron cabalgando hacia el norte, remontando el curso del río Guijarral. El terreno ascendía entre meandros y montículos arenosos, hasta que avistaron las elevaciones rojizas y ásperas del Aural. Ahri decidió cambiar de asunto y obsequió a Kratos con una disertación sobre el origen de aquel extraño paraje.

—Hace siglos, los Ainari, que bajo el emperador Minos Iyar conquistaron media Tramórea, descubrieron que había oro por estas tierras y decidieron explotarlo.

—Capitán —intervino Gavilán—, sale humo de allí delante. ¿Crees que es prudente seguir?

—Creo que es una orden.

—¿Puedo continuar, capitán? —preguntó Ahri.

—Qué remedio.

Los Ainari, prosiguió el erudito, excavaron túneles y minas en los montes para debilitar su estructura. Después construyeron diques sobre sus cimas y, a través de conducciones de madera y plomo, subieron el agua del río Guijarral con bombas y norias. Una vez embalsada el agua sobre los montes auríferos, hicieron reventar los diques y las tuberías. La corriente liberada bajó con furia y al hacerlo arrasó vegetación, rocas, tierra, arena, y de paso se llevó por delante a varias brigadas de esclavos. Los montes, desnudos de su cubierta, quedaron convertidos en aquellos dientes rojizos de caprichosas formas. El aluvión arrancado por las aguas fue a parar a grandes albercas, donde los mineros lo filtraron a través de tamices cada vez más finos.

—Según se cuenta —explicó Ahri—, bastó con cuatro carros para transportar hasta Koras todo el oro que extrajeron de los montes. Pero el paisaje del Aural cambió para siempre.

Ya estaban ante el resultado de la codicia de los antiguos. El río bajaba plácido por su lecho de arena y guijarros, mientras a ambos lados se alzaban aquellos abruptos montículos rojos con sus formas caprichosas. Habían perdido de vista el humo, pero la brisa traía olor a quemado. Kratos desmontó del caballo y se remojó la cabeza en el río. Después se acercó a una de aquellas paredes verticales. Tenía aspecto arcilloso. Ahri le mostró las señales que había dejado el agua al bajar, unos grumos similares a los que quedan en una vela cuando se deshace la cera. Gavilán arañó con su cuchillo un poco de tierra y la estudió en la palma de la mano, buscando brillos reveladores. Ahri soltó una carcajada.

—Insiste si quieres, sargento. Pero te diré que los Ainari abandonaron esta explotación cuando llevaban ya dos años sin extraer ni una mísera partícula de oro.

Gavilán tiró la tierra al suelo y se frotó las manos.

—Dos míseros imbriales —refunfuñó—. Dos míseros imbriales es todo lo que me han pagado, y ya los tengo gastados.

—Los dados van a ser tu perdición, sargento —le dijo Zagreo, con voz fúnebre.

—Y las mujeres —añadió un soldado. Gavilán le tiró un puñetazo, pero se lo esquivó.

—Y el vino —añadió otro.

—Capitán, ¿es ésta la disciplina que reina en tu compañía? —se quejó Gavilán.

—Me temo que el encargado de mantenerla eres tú, sargento.

Al doblar un recodo del río, se encontraron ante las paredes de un barranco rojizo en forma de herradura. A su amparo había una aldea, no más de quince cabañas. De allí provenía el humo. Las casas habían ardido enteras. Aún quedaban rescoldos, y pequeñas llamas que lamían perezosas los restos carbonizados de puertas y techos. Kratos ordenó desmontar, y dejaron los caballos junto al río.

Entre las casas había un espacio abierto, una especie de tosca plazuela. Los atacantes, fuesen quienes fuesen, habían amontonado allí los cadáveres de los aldeanos para quemarlos. Kratos se tapó la boca con un pañuelo y se acercó a la pila, que aún humeaba. Calculó que había más de cuarenta cuerpos. El fuego había ennegrecido sus rasgos, pero aún eran reconocibles, pues los asesinos habían sido cicateros con la leña y las llamas se habían extinguido pronto.

Zagreo encontró un cadáver apartado de los demás, junto a la puerta de una choza, y se agachó para examinarlo.

—Capitán, éste no lo han quemado.

Kratos se acercó. Era un niño de unos diez años, que yacía boca abajo y con los dedos arañando el suelo. Tenía una herida en la espalda, al parecer de una lanza. Pero Zagreo le señaló otra en el costado.

—Esto es el tajo de una espada.

—Eso parece.

—Observa el brazo, capitán. Es más interesante aún.

Con cuidado, Zagreo le dio la vuelta al cadáver. En el interior del brazo izquierdo faltaba un trozo de carne. El médico espantó las moscas que zumbaban sobre la herida, y Kratos vio que algo le había arrancado de cuajo parte del bíceps.

—¿Crees que pudo ser un perro?

—Con las mandíbulas así de grandes, capitán.

Zagreo hizo un gesto con las manos, para indicar el tamaño de la boca que podía haber hecho eso. Kratos meneó la cabeza. Un mastín de guerra. Como los que le daban nombre al batallón Jauría que mandaba Ihbias.

—No digas nada aún, Zagreo. Es pronto para hacer conjeturas.

Había varios cuerpos más dispersos por el lugar. Algunos eran de mujeres jóvenes, con las piernas abiertas y las faldas tapándoles el rostro. Kratos sospechaba que encontrarían más cadáveres dentro de las cabañas, pero no tenía intención de entrar a comprobarlo.

—¿Crees que esto es obra de los Khrumi? —le preguntó al guía.

—Mira esta huella, capitán —contestó Yurto, señalándole al suelo con una verdasca—. Es una bota claveteada. Los Khrumi no usan botas.

—Ya. Y esa otra que hay al lado…

—Es de un perro muy grande. No puede ser un perro pastor.

Se alejaron de la aldea, hacia una garganta que se abría entre las paredes del barranco, en la parte norte. La angostura los condujo a otro claro en forma de círculo, de unos veinte metros de diámetro. En las paredes rojas se abrían cinco cuevas, excavadas por el agua o por los hombres. Sus entradas estaban cerradas por rejas, que ahora se veían arrancadas. En el interior encontraron estatuillas de terracota, derribadas y mutiladas. Algunas mostraban los agujeros donde encajaban placas e incrustaciones de metal, pero los adornos habían desaparecido. Las paredes estaban quemadas con tizones, y en una cueva había excrementos. Kratos ordenó a un soldado que encendiera una antorcha y examinó la pared.

—«Berrum, de la compañía Negra, estuvo aquí» —leyó Ahri, a su lado—. Esa compañía pertenece al batallón Jauría, ¿no es así?

Kratos asintió, con los dientes apretados. Sentía cómo la ira le subía como un ácido desde el estómago, y prefería no hablar aún.

—Me parece que la Horda Roja no va a entrar con muy buen pie en Malib —añadió Ahri.

—¿Por qué no? —dijo Gavilán—. A mí me encantaría que alguien viniera a mi pueblo, lo quemara, matara a mis hijos, violara a mis mujeres y se llevara mis tesoros.

—Ahórrate los sarcasmos, sargento —le ordenó Kratos.

Salieron de la gruta y siguieron caminando. Tras pasar por otra angostura, volvieron a encontrarse ante el río, que allí formaba un remanso rodeado de sauces. Al otro lado se levantaba una cresta vertical que medía al menos doscientos metros. Había una escalera formada por travesaños de madera incrustados en la pared, que subía diez metros en zigzag hasta desembocar en la entrada de una cueva que a Kratos se le antojó una boca abierta en un lamento de dolor.

—Ahí está el oráculo —le dijo el guía.

Kratos tragó saliva. Tenía el presentimiento de que no debía entrar allí, pero conocía bien a Vurtán y sabía que el general querría toda la información posible.

Tras cruzar el remanso, dejó a varios hombres al pie de la pared y subió con Ahri, Zagreo, Gavilán y un soldado. Kratos quería ir el primero, pero el sargento le dijo que de ningún modo permitiría que su capitán se arriesgara, y que él subiría por delante.

—Para eso me pagan la fortuna que me pagan —concluyó.

Las vigas clavadas en la roca crujían al pisarlas, pero parecían sólidas. Subieron despacio, con las armas desenvainadas. Kratos llevaba en la mano izquierda su diente de sable, preparado para entrar en aceleración si era necesario.

—«Penoso es el camino del saber» —dijo Ahri.

—¿Cómo?

Ahri señaló hacia arriba. Sobre la entrada de la cueva se veía una inscripción tallada en la roca. La lengua era Ainari, y también los caracteres, grandes como la palma de la mano, aunque tan antiguos que resultaba difícil descifrarlos. A Kratos le reconfortó un poco ver aquellas palabras escritas en su propio idioma, allí, tan lejos de Ainar.

Cruzaron la hendidura agachando las cabezas y entraron en un túnel excavado en la arenisca. Gavilán tomó la antorcha del soldado y caminó por delante, con Kratos a su lado. Enseguida les llegó olor a sangre. La galería giró a la izquierda y bajó por una pendiente tallada con escalones desgastados por las pisadas de cientos de años. Al pie de la escalera se toparon con el primer cadáver. Era una mujer, con el abdomen desgarrado, y los jirones de la túnica arrollados en el cuello de forma que apenas se le veía el rostro. Pasaron a su lado, con cuidado de no pisarla. Unos metros más allá encontraron los cuerpos de cinco hombres, a los que les habían bajado las calzas hasta los tobillos; sin duda por mofarse de ellos, pues eran los eunucos que guardaban el santuario. En las paredes había hornacinas vacías. Las imágenes de los dioses habían sido mutiladas y arrojadas por los suelos.

—Si hemos sido nosotros —dijo Zagreo—, los dioses van a castigarnos por esto.

—De momento, los dioses no han sabido defenderse —respondió Gavilán.

—Aguardan el momento propicio.

—Pues están tardando en elegirlo —intervino Ahri.

—¡Silencio! —ordenó Kratos.

Había varias estancias que se abrían a ambos lados del túnel, y en todas hallaron sacerdotisas muertas y con indicios de haber sido violadas. Encontraron otra escalera, más empinada que la anterior, y bajaron hacia el resplandor que se vislumbraba al fondo. De nuevo vieron una reja de metal con el candado arrancado, y la cruzaron.

Estaban en una gran sala natural, con el techo cóncavo cuajado de estalactitas. El resplandor que habían visto procedía del fondo de la gruta. Allí, tallado en la pared del fondo, había un sitial de piedra. Una mujer estaba sentada en él, con las manos abiertas y en ellas unos carbones que resplandecían al rojo vivo, alumbrando sus rasgos, que estaban surcados por una intrincada red de arrugas. De su vientre brotaba el asta rota de una lanza, que se movía al compás de su lenta respiración.

—Ésa debe ser la Sibila —susurró Ahri.

La mujer alzó la barbilla y abrió los ojos. Todos dieron un respingo y retrocedieron.

—Quedaos aquí —les ordenó Kratos, aunque tenía tantos deseos de huir como los demás.

Se acercó con paso cauteloso, pues el suelo de la gruta era irregular y la humedad lo hacía resbaladizo. Zagreo lo siguió, y cuando estuvo al pie del sitial se arrodilló. Los demás siguieron su ejemplo, excepto Kratos.

La Sibila empezó a entonar un canto con voz áspera como esmeril. La música era muy antigua, modulada en una escala Ainari que se había dejado de usar siglos atrás.

Conozco de Kartine los senderos,

los caminos del cielo y de la tierra,

y de hombres y dioses los designios.

De las estrellas el número conozco,

y como vosotros recordáis ayer,

así el mañana yo recuerdo

y leeros puedo vuestra lápida.

Todos se estremecieron, incluso el descreído Gavilán, y Zagreo salmodió un conjuro contra aojos y execraciones. La Sibila giró el cuello como un gozne oxidado y miró a Kratos. El sintió el impulso de arrodillarse, pero no lo hizo, y soportó la mirada de aquellas pupilas sin iris, dos motas de ceniza flotando en dos globos rojos.

Guerrero de Áinar, persevera en tu espada,

la espada que tu brazo se niega a sostener.

El camino del dolor es tu esperanza.

Sólo en la sombra de la noche encontrarás luz

cuando corran sangrientos los pájaros de la guerra.

La Sibila cantó las últimas palabras con tal poderío que la gruta retembló con su eco. Después, sus ojos se cerraron, su cuello se venció y los carbones proféticos se apagaron en su mano. Trescientos años después de su fundación, el oráculo de Eleris había dejado de existir.

Cuando Kratos informó a Vurtán de la destrucción del santuario, ya se había hecho de noche. El general se alojaba en el viejo pabellón de Hairón, una tienda hexagonal con la lona descolorida por la intemperie. Vurtán, sentado en una silla de tijera, escribía a la luz de una vela; llevaba años enfrascado en la redacción de un tratado militar que no dejaba de corregir. El único lujo que se permitía era la música de un laúd que alguien rasgueaba al fondo de la tienda. Kratos sabía que el intérprete era Partágiro, un apuesto joven que servía al general como copero, asistente personal y, según los rumores, amante. No era esclavo, sino un Ritión de noble cuna que llegada la hora de combatir servía en la caballería del batallón.

Vurtán escuchó en silencio el informe de Kratos, y después interrogó a Ahri y a Zagreo para conocer más detalles. Al terminar, despachó a estos dos últimos y se quedó a solas con Kratos.

—¿Qué opinas, capitán?

—El oráculo de Eleris era muy respetado en esta región. Cuando se sepa lo ocurrido, nuestra reputación quedará por los suelos.

Vurtán asintió con gesto grave. Se puso en pie para salir, y Partágiro acudió a abrocharle la capa con alfileres de auricalco.

—A las gentes de Malib no les agrada nuestra llegada —dijo Vurtán—. Aún estamos de camino, y me consta que muchas voces han susurrado en los oídos de la reina que somos unos parásitos que arruinaremos la ciudad. Ahora, para colmo, esta salvajada. Espero que consigamos cuanto antes una victoria sobre los nómadas. Tenemos que convencer a los Malabashares de que nos necesitan.

Cuando se presentaron ante Forcas, el duque estaba solo, sentado en su sitial, con los pies en un escabel forrado de terciopelo y leyendo un libro encuadernado en cuero rojo. Kratos observó que se trataba de una novela, Las aventuras del caballero Braugas y la hermosa Khinarba, y pensó por enésima vez cuán diferentes eran Vurtán y el jefe de la Horda. Mientras les servían una copa de vino y Vurtán informaba de los hechos.

Kratos venteó el aire con discreción. El perfume de Aidé seguía flotando en la tienda.

Kratos meneó la cabeza para alejar la imagen de la joven, que le obsesionaba más de lo que quería reconocer.

—Siento no poder ofreceros más hospitalidad —dijo Forcas—, pero he de resolver este asunto cuanto antes. Voy a hablar con Ihbias ahora mismo. ¡Sus días como general se han terminado!

Forcas parecía tan indignado que Kratos albergó esperanzas de que empezara a comportarse como un auténtico jefe. El duque se puso en pie, le apoyó la mano en el hombro derecho y apretó. Sin quererlo, sus dedos encontraron los tendones. Kratos se mordió los labios y empalideció de dolor.

—Eres un hombre en quien se puede confiar, tah Kratos —susurró Forcas, casi a su oído—. Pronto tendrás los honores que te mereces.

Cuando se alejaban del pabellón de mando, Vurtán le dijo:

—Enhorabuena, capitán. Con suerte, mañana serás colega mío, y nos habremos librado de Ihbias.

Kratos sonrió. Por fin, su fortuna estaba empezando a cambiar.

Al oír la voz de Kratos, Aidé se levantó de la cama y se acercó a la gruesa cortina que separaba la parte común del pabellón de los aposentos privados. En la lona había varias rendijas y costuras que ella conocía bien, y si se mantenían apagadas las luces de la alcoba podía espiar sin que nadie se diera cuenta. Su intención era tan sólo ver al Tahedorán, pero al escuchar la conversación se percató de que el asunto era grave. Los hombres de Ihbias, según parecía, habían cometido una atrocidad. Le alegró saberlo, pues llevaba tiempo deseando que aquel hombre zafio y maloliente cayera en desgracia.

—Señora —susurró Ulura, a su lado—. ¿No te acuestas ya?

La intención de la criada, bien lo sabía Aidé, era curiosear también.

—Enseguida lo haré. Retírate.

—Puedo esperar a que…

—He dicho que te retires.

Cuando Kratos y Vurtán se marcharon, Forcas se dedicó a murmurar paseando con las manos a la espalda y la vista en el suelo. Sus pisadas hacían crujir la tarima bajo las gruesas alfombras. Poco después, un guardia anunció a Ihbias. Forcas se apresuró a sentarse en el sitial y ordenó que lo hicieran pasar y que los dejaran solos. Los guardias del duque desfilaron en silencio.

Ihbias entró a continuación, ataviado con el uniforme de general y con el yelmo recogido bajo el brazo izquierdo.

A través de la rendija, Aidé podía contemplar a Ihbias casi de frente, mientras que de Forcas sólo veía la mano izquierda, crispada sobre el brazo del sillón. El duque fue directo al grano y resumió en pocas palabras el informe de Kratos, sin revelar su fuente.

—¿Tienes algo que ver con eso, general? —preguntó al finalizar.

Ihbias apartó la mirada y se rascó la nariz antes de contestar.

—Es la primera noticia que recibo, duque. Me parece algo horrible.

—Me alegro de saberlo. Tenía el temor de que hubieran sido tus hombres.

—¿Por qué?

—Me han dicho que algunos aldeanos tenían mordeduras de mastines de guerra. Y en el santuario se ha encontrado la firma de un soldado que pertenece a una compañía de tu batallón. Sin duda es una prueba falsa, urdida por alguien que quiere manchar el prestigio de tu batallón, ¿no crees?

Ihbias agachó la barbilla y miró a Forcas a través de sus hirsutas cejas, como un toro aprestándose para embestir. El instinto de Aidé percibió la tensión a punto de estallar, y el corazón empezó a palpitarle tan rápido que temió que la delatara.

—El prestigio de mi batallón sólo puedes mancharlo tú, si das crédito a las calumnias de los envidiosos, duque.

—No te he hecho llamar para que me juzgues, general. No es ésa tu prerrogativa.

—¿Para qué me has convocado entonces? Tú sí que me has juzgado antes de escucharme.

Los dedos de Forcas se engarfiaron sobre el brazo del sitial.

—No tolero que me mientan, general. Tus hombres han sido los autores de ese sacrilegio que nos va a acarrear la ira de los dioses. Por negligencia o malicia, tú eres el responsable.

La calva de Ihbias enrojeció, y su espeso bigote empezó a temblar de ira.

—¿Y qué, si han sido hombres de mi batallón? ¿Acaso tengo yo la culpa? Los Malabashares han reclutado al mejor ejército de Tramórea, pero pretenden hacerlo gratis y que nosotros nos resignemos.

—Ihbias…

—¡Mis hombres llevan días comiendo pan duro y patatas mohosas! Los ejércitos viven de quien les paga la soldada, y si no, del saqueo.

Forcas se levantó del sillón y se acercó a Ihbias, pero tuvo buen cuidado de ponerse a su lado izquierdo, y no de frente. Señalándole con el dedo, le recriminó:

—¡Tú, como general, tienes el deber de controlar a tus hombres! Deberías aprender de Vurtán. Su batallón es un ejemplo de disciplina, aunque a sus hombres se les adeudan los mismos atrasos que a los tuyos.

—¡Mi batallón está formado por guerreros, no por espantajos que sólo saben agitar la lanza para impresionar a los visitantes!

—Cada vez que hay una trifulca o un motín en el campamento, tus hombres están por medio. ¡No pretenderás que además los recompense eligiendo a tu batallón para una parada militar!

Ihbias bajó la mirada y resopló, mientras Forcas caminaba a su alrededor. Aidé pensó por un momento que se iba a rendir. Pero el general, sin alzar los ojos, masculló:

—Mis hombres tienen la sangre caliente, como yo. Pueden cometer actos violentos, lo sé, pero por eso mismo no les tiemblan las rodillas cuando hay que acometer al enemigo.

—No se trata de un vulgar saqueo, o de la violación de unas aldeanas. ¡Estamos hablando de un sacrilegio atroz! —Forcas volvió a plantarse a la izquierda de Ihbias—. En ese santuario había tesoros. ¿Dónde están?

Ihbias giró el cuello para mirarle a la cara.

—¿Me acusas de ladrón, duque?

Forcas retrocedió un paso.

—No he dicho eso. Pero quiero que te encargues de que sean restituidos.

—Intentaré encontrarlos.

—No, no lo intentarás. Los encontrarás. Además, en tu batallón se hará un escarmiento ejemplar. Quiero que esta misma noche entregues a los culpables, para que mañana sean azotados y ahorcados delante de todo el ejército.

—No —susurró Ihbias.

—¿Cómo has dicho?

—He dicho que no.

—Te atreves a…

—¡Esos tesoros son un anticipo de lo que se nos debe, y pertenecen a mi batallón!

—¡Ahora reconoces tu culpa! ¡Eres un… canalla!

—Más canallas los hay en este campamento, y tú los recibes en tu tienda.

—¿Qué insinúas?

—El asesino de mí primo Aperión acaba de salir de aquí. Es él quien te ha hablado contra mí. ¿Crees que no me doy cuenta? ¡Dame la cabeza de Kratos May, duque, y tal vez te entregue la parte que te corresponde del botín!

Forcas, rojo de ira, dio un bofetón a Ihbias. Este ni siquiera pestañeó. El duque, aún más furioso, levantó la mano para pegarle de nuevo, mientras Aidé se tapaba la boca para sofocar un grito. Ihbias atrapó la muñeca de Forcas en el aire y la retorció con sus dedazos, mientras le miraba desafiante a los ojos. El duque tuvo que ladearse para que el general no le dislocara la mano.

—Con tu permiso, mi señor duque, tu humilde sirviente se retira —dijo Ihbias, y luego escupió a un lado, soltó la muñeca de horcas y salió de la tienda con furiosas zancadas.

Forcas se quedó solo en la tienda. Detrás de la cortina, Aidé temblaba, pero no tanto como lo hacían las manos de su amante. El duque se sentó en el sillón y durante un rato Aidé sólo vio sus dedos, arañando las tallas del cedro. Tengo que volver a la cama, pensó, pero algo la mantenía pegada a la cortina.

Forcas se levantó, se acercó a un velador de mármol en el que había una jarra de barro y se sirvió una copa de vino. La apuró de un trago, y luego la llenó de nuevo y volvió a beber. Después se dirigió hacia la cortina que daba paso a la alcoba.

Aidé salió corriendo y se refugió bajo la manta de piel, como cuando era niña y en las noches oscuras volvía asustada de la letrina que había en el torreón de Mígranz. La cortina se abrió y Forcas entró en el aposento con un candelabro de dos velas. Lo dejó sobre un arcón, apartó el mosquitero que rodeaba la cama y dio un tirón de la manta. Aidé apretó los ojos fingiendo dormir. Sabía que la respiración apresurada la delataba, pero Forcas estaba demasiado agitado para darse cuenta. De pronto sintió sus manos sobre su cuello, y un violento tirón que le rasgó la túnica. Aidé abrió los ojos, sorprendida, y vio a Forcas a horcajadas sobre ella, intentando arrancarle la ropa. Durante un momento, se sintió excitada, pero Forcas se atascó al llegar a la costura sobre las caderas, y sus esfuerzos por romperla le resultaron tan patéticos que estuvo a punto de soltar la carcajada. Cuando intentó ayudarle, Forcas lo interpretó como una señal de resistencia, le abrió los brazos, le puso las rodillas encima y empezó a manosearle los senos.

Estoy pagando los platos que ha roto Ihbias, pensó Aidé, pero decidió que era mejor no oponerse y aprovechar la situación.

Cuando Forcas terminó y se venció exhausto sobre ella, Aidé le acunó la cabeza entre los pechos, como si él fuera el niño y ella la mujer adulta.

—¿Te ha pasado algo, mi señor? Te he notado más impetuoso que otras veces.

—¿Es que no te ha gustado? —preguntó Forcas, incorporando la cabeza un poco.

—No es eso… Sólo sentía curiosidad.

Forcas rodó sobre ella y se quedó boca arriba. Los dos sudaban. Aidé tiró de la manta hacia arriba para no quedarse fría, pero Forcas no le dejó.

—He tenido un problema con Ihbias —empezó.

Aidé se acercó más a él, se volvió sobre el brazo derecho y le rozó el hombro con la piel desnuda. Después de tantos días de frialdad, aquel contacto animó a Forcas. Sin apartar la mirada del dosel que los cubría, le explicó una curiosa versión de su discusión con Ihbias, en la que no había ninguna violencia física y su propio papel era mucho más airoso de lo que Aidé había presenciado. Ella se rozó contra él y ronroneó como un gato sumiso. Tenía que reconocer que su fingimiento la excitaba más de lo que habría sospechado.

—Se empeña en encubrir a sus hombres, ¿puedes creerlo? —se quejó Forcas—. Estoy convencido de que los culpables han sido miembros de su batallón, pero él no lo quiere reconocer. ¡Qué insolencia!

Aidé se tapó la boca con el hombro de Forcas para que no le viera la sonrisa. Bien sabía ella que la insolencia de Ihbias era mucho más grave de lo que insinuaba Forcas, pero no convenía humillarlo más.

—¿No has pensado en arrestarlo? —preguntó.

—Es lo que debería haber hecho en vez de hacerle venir por su propio pie. Pero ahora estará bien protegido por sus hombres, en su propio sector del campamento.

—Sin duda hay generales que te son más leales que él. Puedes recurrir a ellos.

—Tú no lo entiendes. No puedo provocar una reyerta entre batallones. Y menos, cuando estamos en territorio desconocido. Además —añadió, volviéndose hacia ella—, nadie debe saber lo que ha sucedido. Eso podría menoscabar mi autoridad.

¿Aún más?, pensó Aidé.

—De todas formas, deberías protegerte. —La joven jugueteó con el dedo índice en el pecho de Forcas. Pensó que tenía el vello un poco largo y que, conociéndolo, no tardaría en depilarse de nuevo— Ihbias es un hombre muy violento.

—Dispongo de mi propia guardia personal.

—Hay un hombre que vale más que cien escoltas. Con él a tu lado, nadie se atrevería a intentar nada contra ti.

Forcas volvió a recostar la cabeza sobre el almohadón.

—Creo que ya sé en quién estás pensando. Precisamente, Ihbias me ha pedido su cabeza.

—¿Sí? Razón de más para acercarlo a ti. Eso demostrará que no haces caso a sus bravatas.

—Hum… Un Tahedorán con nueve marcas de maestría. Lo cierto es que es un desperdicio tener al mando de una compañía a un combatiente individual de la calidad de Kratos May.

—Tienes toda la razón.

—Pero si ahora lo nombro mi escolta… Ihbias lo verá como un gesto de debilidad.

—Le atribuyes demasiada sutileza a ese botarate, Forcas.

—Sutileza… Esa es la clave —dijo Forcas, hablando más para sí mismo que para Aidé—. Si uno quiere gobernar a una caterva de brutos como ésta, debe ser sutil.

De pronto, se giró hacia Aidé, se puso encima de ella y la agarró por los hombros.

—Voy a nombrar a Kratos tu protector personal.

El corazón de Aidé se aceleró tanto que temió que sus latidos sacudieran las costillas de Forcas. Pero el duque estaba demasiado absorto en sus propios planes.

—¡Sí! Así lo haré. Nadie podrá interpretarlo como muestra de debilidad, y yo lo tendré cerca. Ihbias verá que no puede exigirme nada, y mi autoridad quedará restaurada.

¿Restaurada?, pensó Aidé. Forcas parecía haber olvidado que había un castigo pendiente por una profanación, y que los tesoros del oráculo de Eleris debían estar escondidos en el cuadrante suroeste del campamento, donde estaba instalado el batallón Jauría.

Pero el pensamiento del duque era siempre volátil. Ahora reclamaba su atención el cuerpo desnudo de Aidé. Se volvió hacia ella con las narices dilatadas como ollares de caballo y la muchacha supo que aquella noche no le valdría de nada apartarse al otro extremo del lecho.

—¿Puedes apagar el candelabro, por favor? —le pidió.

A oscuras y con los ojos cerrados, Aidé se imaginó que no eran los brazos de Forcas los que ceñían su cuerpo. Y cuando Forcas terminó y se quedó dormido boca abajo, pensó que tenía que pedirle a Ulura el bebedizo del que le había hablado. Lo que menos deseaba ahora era concebir un hijo del duque.