Narak

Derguín acababa de bañarse tras entrenar con los Ubsharim, cuando Korima le dijo que un visitante le aguardaba en el vestíbulo.

—¿Quién es?

—No lo sé, pero se parece a ese arconte gordo que viene a verte y siempre se marcha borracho.

Derguín regañó a Korima por su falta de respeto y la viuda le contestó con un bufido. Pero su descripción le había bastado para imaginar que se trataba de Rustaq, el sobrino de Krust. Lo recibió con genuino placer. El joven parecía discreto y modesto, y demostraba destellos del sentido del humor de su tío, aunque más refinado.

—¡Qué alegría verte por este nido de buitres!

—Te traigo un mensaje de parte de mi tío.

Derguín lo llevó hasta la biblioteca. Rustaq le entregó una carta enrollada y lacrada, que Derguín dejó sin abrir sobre el escritorio.

—¿Vino o cerveza?

—Si tienes de ambos… a pesar de lo que diga mi tío, prefiero cerveza.

—¡Ariel!

Ariel, que estaba en un rincón hojeando un libro con ilustraciones de armas, se levantó como un resorte y se dirigió a la bodega. Derguín pensó en las ganas de ser útil que tenía aquel crío de cabello negro y ojos verdes. Era un personajillo curioso; a veces podía ser de lo más obtuso, como en todo lo relacionado con letras o números, pero en otras cuestiones demostraba habilidades insospechadas.

—¿Qué tal tu brazo? —preguntó Derguín.

—Oh, va curando bien —respondió Rustaq, tocándose el hombro allí donde se le había clavado la estrella de metal destinada a Derguín—. ¿Crees que haber sufrido una herida por ti es una buena recomendación para convertirme en Ubsharim?

—No necesitas recomendación. Tan sólo pasar una prueba… que alguien que ha estado en Uhdanfiún sin duda superará. ¿De veras quieres pertenecer a los Ubsharim?

—Sería un honor para mí.

—¿A tu tío qué le parece?

—No demasiado bien —se rió Rustaq—. Dice que él te ayuda ya lo bastante, y que eso está bien para otros, no para mí, que pronto tendré que ser jefe de la familia Barustán.

—No te preocupes por eso. Los Ubsharim hacen promesa de obedecer al Zemalnit, pero es una fórmula que se puede rescindir. ¡No quiero siervos de por vida! —Ariel llegó con dos jarras de cerveza, y Derguín brindó con Rustaq. Cada vez le era más simpático aquel joven barbudo, de hombros anchos y remos finos. Además, tenía la tentación de hacerle una jugarreta a ese manipulador innato que era su tío—. Puedes hacer la prueba mañana mismo, si quieres.

Rustaq se rascó la nariz.

—Bueno… Quizá no tan pronto. Antes debería resolver unos asuntos. Tenemos unas tierras que vender en la parte este de la isla.

—Cuando tú quieras.

Derguín advirtió que la mirada del joven pasaba de largo los libros y se iba hacia la única pared sin estanterías, donde tenía colgadas las espadas. Más amante del acero que de las letras, como su tío, pensó. Hasta que también dejara de amar el acero y se consagrara al vino y a las mujeres rollizas.

—¿Quieres que te las enseñe?

—Por favor…

Derguín le mostró su pequeña colección. Allí estaba la espada que tenía cuando lo expulsaron de Uhdanfiún. Una hoja bien equilibrada, con una línea de templado sencilla, sin adornos en la empuñadura. Diez imbriales, a lo sumo.

—Un arma adecuada para aprender.

Después desenvainó una espada recta y de doble filo, con mango para mano y media. Era el arma que utilizaba para las prácticas reales con espada y escudo.

—Una hoja sólida y fiable —comentó, hendiendo el aire con un par de tajos.

—¿Te las arreglas bien con una espada Ritiona?

—Sólo tengo que recordar que la técnica es distinta. De hecho, intento olvidar que es una espada y pensar que es otra arma, e incluso que tiene otro nombre. De lo contrario, puedo caer en la tentación de intentar un ataque o una defensa de Tahedo y equivocarme. Me ha sido muy útil aprender a utilizarla, porque la Espada de Fuego también es recta, y corta con ambos filos.

—¿Es ésa Zemal? —preguntó Rustaq, señalando otra espada que tenía la empuñadura negra y el pomo en forma de cabeza humana, con los rasgos borrados por años de roce.

—Sí —contestó Derguín, rozando la vaina negra y los gavilanes—. Espero que me disculpes si no la desenvaino ahora. Zemal es como… un vino muy añejo. En otra ocasión, tal vez.

—No te preocupes —contestó Rustaq, aunque su mirada delató cierta decepción.

Para compensarle, Derguín desenvainó a Brauma, la espada que su padre le regaló antes de partir al certamen por Zemal, y dejó que la empuñara. Rustaq la tomó con cuidado y estudió la línea del forjado y las incrustaciones de la empuñadura. Aún así, cuando se la devolvió, Derguín pensó que el sobrino de Krust podría ser buen guerrero, mas nunca un Tahedorán. Ni en sus ojos ni en sus dedos había descubierto el amor lujurioso que un maestro del arte siente por una espada.

—¿Y esa espada rota? —preguntó Rustaq.

—Ah. Era el arma de Togul Barok. Creo que se llamaba Midrangor. La partí en dos con Zemal. Es un recuerdo de aquella lucha.

—Debió de ser épica.

Derguín sonrió.

—Más bien angustiosa. Tuve mucha suerte.

—La suerte sonríe a los héroes.

En su paseo habían llegado al final de la pared. Casi en el rincón, medio oculta por una viga maestra, había una armadura, tan oscura que sus detalles no se distinguían en las sombras. Derguín encendió una lamparilla y se la mostró al joven, mientras le explicaba cómo había llegado a su poder.

Después de conseguir la Espada de Fuego, había vuelto a atravesar la extraña sala donde había peleado con Togul Barok. Allí había más de treinta nichos cerrados con puertas de cristal. En su interior se conservaban esqueletos y momias, y también armaduras vacías. Había cuerpos de coruecos armados, Fiohiortói de diversas variedades y otras criaturas de aspecto vagamente humanoide.

—Cuando me acerqué a contemplar esta armadura y apoyé la mano en el cristal, éste se rompió en añicos tan diminutos como diamantes. Lo interpreté como una señal de los dioses y me la llevé.

Rustaq se inclinó para estudiarla mejor. La armadura era de color casi negro, con reflejos de obsidiana, y estaba recorrida por un tupido entramado de signos y motivos geométricos que Derguín no había conseguido descifrar. Era una panoplia de cuerpo completo, con el peto aquillado y relieves ondeados y afilados por todas partes. Derguín sospechaba que servían para desviar los golpes, aunque no estaba muy seguro de que aquella armadura se hubiese empleado alguna vez en un combate real. El casco ofrecía un aspecto amenazador, con seis largas espinas en la parte superior y prolongaciones afiladas a modo de mandíbulas de depredador.

—¿Cómo te la pudiste llevar?

Derguín levantó la armadura sin apenas esfuerzo. Después la golpeó con los nudillos. El sonido era mate, sin el tintineo del metal. Aún desconocía el material del que estaba forjada.

—Como ves, apenas pesa.

—¿Te la has puesto?

—Confieso que la primera vez que lo intenté no pude, porque es estrecha y no cabía dentro. Pero desde que tengo la Espada de Fuego, he perdido algo de peso. Hace unos meses volví a probar, y me encajaba a la perfección.

Después, le señaló a Rustaq el visor del yelmo. No había barras en el ventalle, como en otras armaduras, sino que la pieza parecía tan negra y opaca como el resto.

—Con esto es imposible ver.

—Desde dentro es diferente. Es como un cristal ahumado. Se puede ver perfectamente, aunque todo aparece con colores extraños.

—¿De verdad una pieza tan ligera protege?

—Aún no me he atrevido a ponerla a prueba.

Colgada en la parte posterior de la armadura había una espada larga, un mandoble guardado en una funda que a su vez estaba sujeta al espaldar con broches y argollas.

—¿Eso estaba con la armadura?

—Así es —dijo Derguín.

Derguín apretó un cierre bajo la empuñadura. La vaina se abrió en dos mitades, y Derguín extrajo el arma con facilidad. La hoja, oscura como el resto de la panoplia, despedía a la luz destellos verdosos. Derguín la blandió con una sola mano y trazó un par de molinetes, aunque el arma debía medir casi seis palmos.

—Es muy ligera, pero tampoco me he atrevido a probarla nunca por miedo a quebrar su hoja. El filo corta, eso me consta.

Derguín volvió a guardar la espada.

—Sospecho que esta armadura era decorativa. En cualquier caso, me parece demasiado valiosa para arriesgarme a hacerle un solo arañazo.

Rustaq terminó su cerveza y la dejó sobre un aparador.

—Tengo que irme. ¿Podré decirle a mi tío que has leído la carta?

Derguín se volvió hacia la mesa, donde el rollo lo esperaba aún con el lacre intacto. No tenía la intención de leerla delante de Rustaq, pero al parecer no le quedaba otra salida. Rasgó el sello, se apoyó en el escritorio y desenrolló la carta:

Cuando leas esta nota, destrúyela. Hazla trizas, cómetela, quémala o escóndela en algún orificio discreto de tu cuerpo.

Este Krust, pensó Derguín. Pero luego comprobó que el asunto era serio.

Agmadán está tramando algo. En los últimos días se han celebrado conciliábulos entre miembros de los Agmadánidas, los Mirtúnidas y los Zarastanes. Ya sabes que esas familias son las que más se oponen a los demócratas. Según una filtración que he recibido, en la próxima asamblea organizarán una algarada con agentes infiltrados entre los ciudadanos. Es posible que el motivo de esa algarada sea el reparto de harina.

Cuando se produzcan los disturbios, Agmadán esperará inactivo a que haya unas decenas de muertos y ardan unas cuantas casas. Después enviará a los vigiles a reprimir la revuelta que él mismo ha organizado, y presentará una moción como politarca para restringir los derechos cívicos a tan sólo cuatrocientos ciudadanos, los que demuestren tener más patrimonio o pertenezcan a las siete familias. O sólo a seis de ellas, pues sospecho que nosotros, los Barustanes, seremos públicamente reprobados como instigadores del motín.

Aún existe una posibilidad de obstaculizar sus planes. Debes ganarte su confianza. Para ello, en la fiesta que celebrará mañana tu amiga Neerya…

—¿Cómo? —se le escapó a Derguín al leer las líneas siguientes. Rustaq le miró con gesto preocupado—. ¿Pasa algo?

—No, no. —¿De verdad pensaba Krust que él estaba dispuesto a organizar un espectáculo así?—. Puedes decirle a tu tío que lo he leído. —¿Debo transmitirle alguna respuesta?— Que ya veremos.

Viejo truhán, se dijo, esta vez no me vas a manipular.

Las fiestas de Neerya eran célebres en Narak. A ellas asistía lo más selecto de la ciudad, aunque sólo la parte masculina. A las esposas legítimas de los nobles Ritiones no las hacía muy felices que sus maridos asistieran a aquellas veladas, y desde luego ellas no asistían ni invitaban jamás a Neerya a las reuniones de matronas que celebraban durante los festivales de Himíe y de Anurie. Sólo unos cuantos jóvenes y artistas con deseos de provocar traían a sus concubinas y amantes, pero la mayoría de las mujeres que había en esas fiestas eran las propias sirvientas de Neerya.

La casa de Neerya tenía un jardín rodeado de árboles, que habían iluminado para la ocasión con velas y farolas. En el centro del jardín se abría una piscina ovalada, en torno a la cual se habían dispuesto mesas con manjares y bebidas. Los criados cocinaban la comida en planchas y parrillas, y las sirvientas llevaban los platos y las bebidas en bandejas decoradas con pétalos y hierbas de río a los asistentes que paseaban y se juntaban en corrillos, pues Neerya no quería que sus reuniones fueran solemnes. En vez de estar sentados, los invitados saltaban de un cenáculo a otro; y en esos círculos se cerraban muchos negocios y se discutía de política con más sinceridad que en las reuniones del Consejo y de la Asamblea.

A la caída del sol se celebró una pelea de moles, un deporte ritual de Pashkri que Neerya ofrecía como atracción especial para sus invitados. Baobab, el guardaespaldas al que había traído cuando vino de Pashkri tres años antes, era uno de los luchadores. A los otros dos los había hecho venir en barco para la ocasión. Las moles competían tan sólo con taparrabos y el cuerpo pintado de rayas azules, y todo su afán era derribar al contrario o sacarlo fuera de un círculo marcado en el suelo.

Derguín había pensado que ese espectáculo no tendría mucho éxito entre los Narakíes, que, como casi todos los Ritiones, amaban la belleza y el equilibrio físico, y no podían sino aborrecer la fuerza desmesurada de esas masas de músculos enterradas bajo rollos de manteca trémula. Pero se equivocó. Al contemplar cómo se aporreaban con manotazos de bebé gigante capaces de desjarretar a un novillo, percibió murmullos admirados y una fascinación morbosa mezclada con cierta repulsión. Baobab, el luchador de Neerya, tenía menos técnica que las otras dos moles, o estaba más desentrenado, pero gracias a su masa de más de doscientos kilos logró más puntos que ellos y recibió un brazalete de plata y oro.

Aparte del premio, traer a aquellos dos luchadores desde Pashkri era un gasto más que respetable, pero Derguín sabía que Neerya se lo podía permitir gracias al dinero y los regalos valiosos que había acumulado en sus años de oficio.

La cortesana sólo tenía veintisiete años, pero su cuerpo, sometido a mil cuidados y mimado por una naturaleza generosa, parecía aún más joven. Derguín sospechaba que las miserias que había presenciado Neerya, las bajezas que sin duda había sufrido y las veces que se había vendido a quien no quería tenían que haberle dejado arrugas en el alma. Sin embargo, encontraba en ella una ingenuidad infantil que brotaba en pequeños detalles. Neerya se reía a carcajadas con los chistes más ingenuos. Se emocionaba con una puesta de sol, o la otra noche al escuchar versos de amor en labios de Ariel. En casa tenía varios gatos que campaban a su antojo, y un cachorrillo de dientes de sable llamado Edón. Derguín insistía en que se trataba de una fiera y que habría que sacrificarla cuando creciera, pero Neerya decía que sabría domarlo y no quería ni oír hablar de que alguien lo matara. Le horrorizaban la violencia y la guerra, y sin embargo le pedía a Derguín que practicara las Inimyas, y era la única persona por la que desenvainaba la Espada de Fuego cada vez que se lo pedía.

Después de la pelea de moles, Derguín se apartó de los demás invitados y, acodado sobre la balaustrada en un mirador protegido por un seto, pensó en Neerya. Verla desnuda dos días atrás había sido una tortura. No había sido buena idea invitarla a casa para el masaje. De no haber estado delante Ariel, tal vez no se habría controlado.

Pero controlarse era la única forma de no condenarla. Dos años y medio atrás, durante el certamen por la Espada de Fuego, había hecho el amor con Tylse a orillas del Haner. A las pocas horas, una multitud de serpientes de río los atacó y la Atagaira murió por el veneno de sus mordeduras. En aquel momento Derguín tuvo la convicción de que era una venganza de Tríane, pues la mujer-ninfa ya le había advertido de que era una amante celosa. «Eres mi campeón», le había dicho. «Recuerda que debes serme fiel».

Después, con la euforia de convertirse en el Zemalnit, olvidó aquella desgracia. Mientras hibernaban con los Gaumas, Derguín cedió una vez a la tentación y se acostó con una joven ancha de caderas y de hermosos ojos azules llamada Haushabba. A la mañana siguiente, cuando la joven lavaba ropa a orillas del río, un cocodrilo la atacó. Sólo recobraron un brazo y parte del torso. Derguín pensó que aquélla era una señal y se convenció de que cualquier mujer que se acostara con él moriría. Tríane convocaría malignos poderes desde las aguas, como las serpientes del Haner, como las tres ninfas que habían estado a punto de hundirlo en una oscura poza o como aquel cocodrilo, y se vengaría de sus amantes.

Derguín había llegado a estar enamorado de Tríane, o al menos obsesionado con ella, pero ahora la aborrecía. Ni siquiera podía pensar: Ojalá no la hubiera conocido. Cuando tomaba el sol, en su piel quedaban cuatro pequeños círculos sin broncearse, justo donde se clavaron las flechas de los proscritos que lo atacaron en el puente de la Hoz. Un recordatorio de que ella le había salvado la vida y lo había curado.

Pero ahora quería librarse de ella. Se lo había contado al Mazo en el Albatros, una de aquellas noches en que intentaba en vano beber para aliviar el hormigueo nervioso que le provocaba la Espada.

—Ahora hemos cruzado el mar —le dijo el gigante—. Esa bruja siempre te ha atacado en ríos o lagunas. No hay agua dulce que pueda cruzar el agua salada, así que su poder no alcanza hasta aquí.

—No me fío.

—Vete a un burdel del puerto y prueba con la ramera más barata que encuentres. Si se muere, no se perderá mucho. Pero si sigues sin desahogarte, vas a reventar.

Derguín no quería cargar en su conciencia con la muerte de más mujeres. Sus sueños ya eran lo bastante inquietos, con los rostros de Tylse y Haushabba mezclándose con los rasgos furiosos de Tríane, y convirtiéndose luego en los ojos dobles de Togul Barok.

Y en ningún caso arriesgaría la vida de Neerya. No sabía si la amaba. Ni siquiera se atrevía a pensarlo, por temor a que Tríane pudiera leer sus pensamientos y sus sensaciones a través de mil kilómetros de agua salada y se vengara de la hermosa cortesana.

Bajo él, la ciudad brillaba con una miríada de luces que ardían dispersas en las paredes de la caldera y densas como una colmena al nivel del mar. Las voces de los invitados sonaban distantes, sobre la música de la pequeña orquesta que había contratado Neerya. Derguín oyó el rozar de unos pasos suaves y un tintineo metálico a su espalda, y su mano buscó la empuñadura de Zemal. Le bastó sacar un poco la hoja para captar el perfume de Neerya. Unos brazos rodearon su cintura y una barbilla afilada se clavó traviesa en su hombro.

—Neerya, no…

Se volvió de medio lado y se apartó con suavidad. Por Pothine, no estaba seguro de amar a Neerya, pero la deseaba tanto que le dolía pensarlo. Más de dos años sin tocar a una mujer, y tenía que insinuársele la más hermosa y codiciada de toda Narak.

Neerya llevaba el cabello recogido en un moño que resaltaba la longitud de su cuello y el óvalo de su cara. Llevaba un chal transparente, y bajo él una pieza de platino y electro en forma de serpiente sinuosa que se enroscaba en torno a su cintura y sus pechos mostrando más de lo que ocultaba.

No era ropa para una mujer decente, pensó Derguín. A él le encantaba que Neerya no lo fuese. Pero no esa noche.

—¿Sabes por qué celebro esta fiesta, Derguín?

—No. Pensé que no necesitabas ninguna razón.

—Esta vez sí la tengo. Hoy se cumple un año desde la última vez que me acosté con un hombre.

—¿De veras?

—¿No me crees?

Ella se volvió a acercar, y Derguín retrocedió un paso más.

—Yo siempre te creo, Neerya. Pero ¿cómo puedes vivir si no…?

—Tengo suficientes riquezas para invertir, Derguín. Incluso tú y yo somos socios en la naviera de tu amigo Narsel. ¿Lo sabías? Además, hay hombres que aún me hacen regalos con la esperanza de obtener su recompensa. ¿Ves esta prenda?

—¿Te refieres… a la serpiente?

—Es una atención de nuestro politarca Agmadán. Me la he puesto hoy por complacerle. Es todo lo que obtendrá de mí. Por cierto, ¿te gusta?

—¿Por qué celebras llevar un año de castidad? Mucha gente haría un funeral por eso.

—Tú deberías saberlo.

Derguín calculó y se dio cuenta, pero no dijo nada.

—Hace un año que te conocí —insistió Neerya—. ¿No lo recuerdas?

Derguín lo recordaba perfectamente. Una fiesta parecida a ésa. Le había invitado Krust. Cuando vio a Neerya, Derguín pensó que no había conocido a una mujer más bella jamás. Ni siquiera Tríane, porque había llegado a concebir tal odio por ella que en su recuerdo la afeaba cada vez más.

Pero también pensó que la cortesana era una mujer inalcanzable, y que no le traería más que quebraderos de cabeza.

Al parecer, había causado en Neerya una impresión más honda de lo que creía.

—No me gusta por dónde llevas la conversación —dijo Derguín, meneando la cabeza.

—Ya no puedo más, Derguín —susurró ella, acercándose a su oído. La cercanía de aquel cuerpo que palpitaba bajo una tenue gasa era un suplicio—. Mi piel arde. Cuando estoy cerca de ti me tiemblan las piernas, y casi no puedo respirar.

—Yo no lo merezco.

—¡No me digas que no lo mereces, Derguín Gorión! —se enojó ella, apartándose—. Si hay algo que sabe hacer Neerya na-Bazu es elegir a un hombre.

—Neerya, por favor. Ya te he hablado de Tríane…

—Sí, y de esa estúpida maldición que crees que ha arrojado sobre ti. ¡Poséeme de una vez y luego deja que esa bruja venga a por mí! Ya descubrirá que yo también sé morder.

—No, Neerya, no voy a poseerte.

—¿Por qué?

Derguín apretó las mandíbulas y practicó la mentira antes de pronunciarla.

—Te aprecio como amiga, Neerya. Es más, te quiero como a una hermana. Pero no te deseo.

Una luz de cólera atravesó aquellos ojos de ámbar. Neerya sabía que era una mentira, pero sólo el hecho de que Derguín se atreviera a decirla en voz alta hería su orgullo. Y si había algo que le sobraba era orgullo.

—Yo tampoco te deseo, Derguín Gorión. De hecho, he dejado de desearte en este mismo momento. Ahora mismo volveré con mis invitados, y me acostaré gratis con el primero que me plazca, o con todos ellos, uno por uno. Salvo contigo.

Derguín supo que las palabras que estaba pronunciando Neerya eran puñales que ella misma se clavaba, y sintió un impulso casi irrefrenable de abrazarla. Pero no lo hizo.

Neerya se alejó, tan enojada que ni se molestó en contonear las caderas como solía hacer. Derguín se quedó mirando, con un nudo en la garganta. Se le pasará, pensó. Neerya tenía a veces esos arrebatos de cólera. Pero luego recordó otro verso del Elogio de lo efímero.

La mujer que ama de verdad sólo ofrece su amor una vez…

Pasado un rato, Derguín se acercó de nuevo a la fiesta. Las conversaciones sonaban más animadas, mientras la orquesta tocaba sobre una tarima al borde de la piscina. Algunos invitados, ya medio borrachos, les hacían arrumacos a las camareras, y ellas los rehuían, pero sin demasiado afán. Derguín pensó con un injusto rencor que Neerya no incluía a sus pupilas en su voto de castidad.

Había allí representantes de las Siete Familias de Narak; Agmadánidas, Barustanes, Habirunes, Mirtúnidas, Ytómidas, Myrgílidas y Zarastanes. Derguín había conseguido aprenderse los nombres, pero no los escudos que lucían en los sellos, y de vez en cuando equivocaba a un Zarastán con un Habirún, lo que le granjeaba miradas de gélida reprobación. Las técnicas mnemotécnicas que le había enseñado el Numerista Ahri le permitían memorizar largas retahílas de datos, pero nunca encontraba ganas para adentrarse en las complejidades de la alta sociedad Narakí. Tal vez por eso no era aceptado en aquel lugar donde, según una frase muy típica en los aristócratas, se conocían todos.

Hasta su manera de hablar lo señalaba. Tenía buen oído para los idiomas y podía imitar cuando quería la aspiración de las silbantes y el énfasis de las sonoras, y pronunciar T’erguín K’orión, como los Narakíes distinguidos. Pero el Ritión era su lengua natal, y hablarla en tono afectado le resultaba violento. Su acento norteño hacía que a veces lo señalaran como Ainari. Una ironía, cuando lo habían expulsado de la academia de la guerra de Ainar por ser Ritión.

Derguín paseó junto a la piscina. En una mesa alargada se sentaba el politarca Agmadán, y junto a él el almirante de Narak, varios notables más y un par de muchachas que le reían las gracias. Al pasar a su lado, Derguín sintió que sus ojos opacos se clavaban en él. Se volvió y le saludó con una inclinación de cabeza, pero Agmadán no le respondió.

Según Krust, Derguín tenía que buscar un acercamiento a Agmadán. Pero el procedimiento que sugería era tan drástico como usar a Zemal para cortar una barra de pan, así que llevaba rehuyendo a Krust toda la noche. Pensó que era un buen momento para abandonar la fiesta.

—¡Derguín!

Con su inconfundible voz de oso desperezándose después de la hibernada, Krust le hacía aspavientos desde el pórtico. Derguín resopló resignado y se acercó. Al lado de Krust estaban su sobrino y también su hijo Barust. Era éste un muchacho delgado y aún imberbe, demasiado alto para su edad, que se sentía incómodo con las multitudes y no se recataba de demostrarlo.

—No te había visto llegar a la fiesta —dijo Derguín, después de besarles las mejillas a todos. El prefería estrechar la mano, como se hacía en la parte continental de Ritión, pero no quería desentonar más en Narak.

—Tienes gesto serio, Derguín. Hijo, tráele una copa de vino al Zemalnit.

El muchacho partió a obedecer la orden, mientras rezongaba que él no era ningún camarero.

—Mi hijo es un auténtico botarate. A veces me pregunto si su madre no me engañó con algún carbonero. —Krust rodeó con el brazo el hombro de Rustaq, que se quejó de la herida—: Tengo más confianza en mi buen sobrino. Será un buen cabeza de familia cuando llegue el momento.

—Gracias, tío.

—Bueno, Derguín, ¿me vas a decir qué te pasa?

—Humm… Yo diría que no me pasa nada.

Barust trajo el vino y se lo entregó a su padre, que a su vez se lo dio a Derguín. Después, Krust susurró a Rustaq:

—Sobrino, ¿por qué no llevas a mi hijo a que le dé un pellizco a una camarera, para que se lleve el bofetón que me apetece darle a mí?

Rustaq sonrió con gesto de comprensión y se llevó a su primo arrastrándolo del codo. Una vez solos, Krust habló muy rápido y en Ainari.

—¿Qué te pareció mi carta?

—El plan, una insensatez. Pero la información, si es cierta, interesante.

—Claro que lo es. —Krust bajó la voz, lo que para él suponía cierto esfuerzo—. Ese cabrito de politarca no hace más que reunirse con gentes de su clan, y también con Mirtúnidas y Zarastanes. El colmo para ellos es la ley que conseguí aprobar en el último consejo, la paga de dos búhos a cada ciudadano por asistir a la asamblea.

Derguín asintió. Los oligarcas se quejaban de que aquella dieta era un soborno al populacho para que abandonara el trabajo por un día y asistiera a la asamblea. Un soborno que podía dar el puesto de politarca a Krust al final del año.

—¿Cómo te has enterado de que piensan organizar una algarada?

—Mi sobrino es amigo de un hijo de Agmadán. Ya sabes que en Narak sólo se callan los muertos, y eso si se les entierra con la boca llena de arena. Todo se acaba sabiendo.

—¿Por qué no denuncias en público sus planes?

—Eso sería hacer las cosas por el camino recto. ¿Tú has visto alguna calle recta en esta ciudad? No, cuando los demás intrigan hay que adelantarse a sus intrigas. ¡Nadie dirá que Agmadán es más listo que Krust el Grande, y más cuando éste tiene como amigo al Zemalnit!

—No me parece que pelearnos en público sea un plan muy sutil.

—¿Me estás llamando estúpido? —preguntó Krust, abriendo mucho los ojos.

—No, sólo que…

—¡A mí no me insulta un niñato de tierra adentro! —gritó Krust, ya en Ritión.

Derguín se volvió, para comprobar si alguien los miraba. De pronto, unas manazas lo zarandearon y lo empujaron con la fuerza de un mulo. Derguín corrió de espaldas, tratando de mantener el equilibrio, hasta que topó con una mesa cargada de viandas. Rodó con las piernas en alto entre bandejas de canapés y copas de cristal que se hicieron añicos contra el suelo, y al caer metió la mano izquierda en una fuente de caviar. Además, el borde de la mesa, de hierro forjado, se le incrustó en la espalda. Cuando se levantó no tuvo que fingir demasiado su furia.

Krust ya volvía a la carga, a grandes voces.

—¡Hijo de perra! ¡Me juraste que no ibas a tocarla!

Así que se trataba de fingir que peleaban por Neerya. Derguín se limpió la mano izquierda en el faldón de la casaca y trató de improvisar. Todas las conversaciones habían cesado, y sólo se oía el son de la orquesta.

—¡No vas a decirle al Zemalnit a quién tiene que tocar o no, saco de sebo!

Krust, con el rostro rojo, se acercó a Derguín e hizo ademán de desenvainar la espada, pero se detuvo a una distancia estudiada. Derguín desenfundó a Zemal y dio un paso atrás. Al verla hubo murmullos de temor y de admiración. La hoja zumbaba en el aire, y por los bordes de su hoja brotaban zarcillos de plasma que volvían a enroscarse sobre ella.

—Yo sí te diré lo que tienes que hacer —dijo una voz clara—. Vete de mi casa ahora mismo, Zemalnit.

Derguín miró a su izquierda. Neerya le observaba con los brazos cruzados y un gesto de ira casi humeante. No era una consecuencia que hubiera previsto ni que deseara, pero ya no tenía remedio, así que volvió su atención a Krust.

—Ya te perdoné la vida una vez, Krust el Grande, a orillas del mar Ignoto. Vuelve a ponerme la mano encima y te juro que te convertiré en rodajas de cerdo.

Rustaq y Barust habían acudido a sujetar a Krust. Su sobrino le tenía agarrada la mano que sostenía la espada e intentaba tranquilizarlo. Derguín sabía que Krust tenía fuerza suficiente para librarse de ellos de un manotazo, pero ahora fingía con bastante convicción que le impedían lanzarse contra él.

—¡Cochino extranjero! —vociferó Krust—. A pesar del inepto de Agmadán, conseguiré que la asamblea vote tu destierro. ¡El pueblo de Narak no te quiere aquí!

Derguín sentía los ojos de Neerya como dos clavos en su sien. Pero la excitación de la farsa y la ira por aquella caída tan humillante le podían. Se adelantó un par de pasos, apuntando con la punta de Zemal hacia Krust. Este abrió dos ojos como platos, y Derguín sonrió. Fue acercando la Espada, hasta que todo el mundo pudo ver cómo su campo de energía levantaba en el aire las barbas del grueso Tahedorán. Hubo alguno carcajada extemporánea, pero casi todos guardaban un silencio asustado o morboso. Derguín sintió la tentación de guiñarle un ojo a su amigo, pero todas las miradas estaban fijas en él, y además no estaba de más hacer sufrir un poco a Krust por haberlo metido en aquel embrollo.

—¡He dicho que te vayas! —gritó Neerya.

Derguín se volvió hacia la cortesana, que ahora lo miraba con genuino desprecio. Derguín escupió hacia Krust, enfundó la espada y tomó el camino de la puerta, no sin antes despedirse de Neerya con una reverencia.

En el vestíbulo, Baobab le entregó la capa. El gigante siempre había tratado a Derguín con indiferencia, pero ahora casi le tiró la capa y además le dedicó un gruñido ininteligible.

Cuando ya salía, alguien le chistó. Era Agmadán. Derguín aguardó, y el politarca se le acercó con una sonrisa.

—Es posible que, como ha dicho ese mequetrefe de Krust, el pueblo de Narak no te quiera, tah Derguín. Por suerte, no todos opinamos como la chusma.

Derguín enarcó una ceja.

—Creía no ser de tu agrado, politarca.

—Es posible que te haya juzgado mal, pero debes culparte a ti mismo, por andar en malas compañías. —Agmadán chasqueó los labios para desentumecer la lengua. Sin duda había bebido lo suyo—. ¿Por qué has tenido ese altercado con Krust?

Derguín contestó tal vez demasiado rápido.

—Por Neerya.

El politarca apretó los labios y le miró con frío enojo.

—¿Sois amantes?

—No. Pero Krust cree que sí. Neerya siempre lo ha rechazado, y él me echa la culpa a mí. Me temo que ella tiene buen gusto y no le agrada la compañía de ese odre de vino.

—¿Odre de vino? Para haber sido su amigo hasta hace cinco minutos, no hablas con mucha amabilidad de él.

—Estoy harto de que intente manipularme. —Derguín no mentía del todo. Ahora se veía dentro de una partida de ajedrez que jugaba Krust, y no él.

—Eres joven y de temperamento ardiente —le dijo Agmadán, poniéndole una mano en el hombro—. A los guerreros y a los jóvenes es fácil manipularlos. Te conviene aprender el arte de la alta política, Derguín. Tal vez debamos conocernos mejor. Vente a cenar a mi casa pasado mañana, y te presentaré a unas cuantas personas cuya compañía debes frecuentar más.

Derguín asintió, pues el tono de Agmadán, aunque estuviera algo ebrio, era el del gobernante poco acostumbrado a escuchar negativas. Ya que había participado en aquella farsa con Krust que lo había dejado en una posición tan poco airosa con todos y, sobre todo, con Neerya, mejor sería que siguiera adelante.

—Será un honor, politarca.

Cuando ya se retiraba, Agmadán le preguntó.

Tah Derguín, ¿puedes jurarme que no te has acostado con Neerya?

Derguín le miró a los ojos y respondió con toda sinceridad.

—Por todos los dioses del Bardaliut, si es necesario.

El politarca sonrió con la boca, aunque sus ojos miraban fríos como cuentas de vidrio.

—Bien. En ese caso, aquí puede empezar una amistad provechosa para ambos.