Si Darkos pensó que sus visiones de sangre y fuego convencerían a los magnates de que no debían abrir las puertas de la ciudad a los Aifolu, se equivocó. Istrumbas, el sacerdote ciego de Anurie, escuchó con atención su relato, y también la descripción de los relieves que decoraban la Torre de la Sangre y de su interior, aún más siniestro.
—Jovencito —concluyó el anciano—, has cometido una falta contra las leyes de la ciudad. Pero tal vez tu yerro sea beneficioso para todos nosotros. El arconte tendrá que convencerse. ¡No podemos permitir que los Aifolu entren en la ciudad y derramen sangre humana en esa torre impía!
Pero el arconte Masmuda meneó la cabeza, sin dignarse a posar sus ojos en Darkos.
—Paparruchas. Cuentos de críos. —La papada le temblaba en cada negativa—. Lo que pretende este mozalbete es impresionarnos para que no lo castiguemos por su infracción.
—¡No te tomes a la ligera las visiones enviadas por los dioses! —amenazó Istrumbas, agitando su bastón en el aire.
—Aunque el muchacho haya visto algo —repuso el arconte, con tono displicente—, ¿cómo sabes que su visión no proviene de la puerta de marfil?
Todo el mundo sabía que los sueños más numerosos brotaban por la puerta de marfil, y que eran vanos o engañosos. Las verdaderas visiones debían proceder de la puerta más estrecha, tallada en cuerno.
—Tampoco hay por qué desdeñar la visión de mi hijo —terció Urkhuna—. Ese lugar es, sin duda, ominoso, y es muy posible que sus efluvios malignos inspiren presagios veraces. Pero mi interpretación es que las visiones de muerte que ha tenido Darkos sólo se cumplirán si nos negamos a las peticiones de los Aifolu.
El arconte cruzó los dedos sobre la tripa, pensativo.
—Humm. Puede que tengas razón. En ese caso, se trataría de un augurio que corrobora mi intención de pactar con los Aifolu.
—¡Insensata bola de sebo! —estalló Istrumbas, levantándose con tanta furia que derribó la silla de madera maciza—. ¡Aunque el propio Manígulat derramara en tus oídos bolas de plomo fundido, ni siquiera entonces comprenderías su señal!
Istrumbas salió de la estancia a grandes zancadas, seguido por un criado que llegó justo a tiempo de evitar que se estrellara contra la jamba de la puerta. Los cinco magnates presentes en aquel conciliábulo se miraron en silencio. El primero en romperlo fue el arconte.
—Le respeto por sus años, pero os juro que Istrumbas no volverá a asistir a una reunión del Concejo. No permitiré que un ciego senil menoscabe mi autoridad.
Después miró a Urkhuna.
—Tu punto de vista es muy interesante. —Sus ojillos se posaron por primera vez en Darkos—. Mozalbete, tal vez esa visión que has tenido sea el acicate que necesitábamos para tomar la decisión correcta. No debemos oponernos a los Aifolu. Les permitiremos celebrar su inmolación.
—¡No podéis dejar que entren en la Torre de la Sangre! —exclamó Darkos—. ¡Istrumbas tiene razón!
Su padrastro le apretó el codo, con una fuerza que no sospechaba que tuviera.
—Disculpa a mi hijo, honorable Masmuda. Está muy alterado.
—Yo no…
Urkhuna apretó aún más fuerte.
—Calla. —Y añadió, dirigiéndose a todos—. Esto es lo que interpreto yo: si no permitimos a los Aifolu celebrar su sacrificio, arrasarán Ilfatar a sangre y fuego. La vida de una sola criatura es un precio muy barato por salvarnos a todos.
Darkos sacudió el brazo y se libró de la presa.
—¡No dirías lo mismo si esa criatura fuera tu hija Bru!
Urkhuna le golpeó con el dorso de la mano. La piedra de su anular, la esmeralda de la prosperidad, arañó el pómulo de Darkos. El muchacho se llevó la mano a la cara y salió corriendo de allí.
Vagó por las calles hasta que se hizo de noche, y cuando volvió a casa pensó que lo iban a castigar. Pero su madre debió interceder por él, porque nadie mencionó el incidente. O tal vez la razón era que todos estaban demasiado preocupados con la amenaza que se cernía sobre la ciudad.
*
Durante los días siguientes, todos continuaron haciendo sus vidas normales, o al menos lo fingieron. Hubo familias que empacaron sus posesiones más valiosas y abandonaron la ciudad por la Puerta de Ritión, o en dirección al mar. Pero la mayoría de la gente se quedó, y la población de la ciudad aumentó aún más con las oleadas de refugiados que llegaban día tras día buscando la protección de sus gruesas murallas, que tantos asedios habían resistido.
La legación de los Aifolu llegaría el último día de Himdanil. El Concejo decretó que fuera día de fiesta, para que los Ilfataríes salieran a las calles y demostraran a los visitantes su amistad. Pero también se ordenó la movilización de todos los ciudadanos varones entre veinte y cincuenta años. El contingente reclutado debía ascender a más de ocho mil hombres. En la práctica, muchos utilizaron triquiñuelas diversas para evadir la milicia, desde herirse y mutilarse dedos y pies hasta hacerse pasar por muertos, mientras los más ricos sobornaban a los funcionarios para que los borraran del censo por unas semanas. El Concejo no se preocupó demasiado por erradicar esa corrupción, ya que la ciudad sólo disponía de armas para tres mil hombres. Pasados unos días, el arconte hizo ahorcar al jefe de levas y a su subalterno directo. El escarmiento sirvió para que los funcionarios a sus órdenes entregaran al erario de la ciudad al menos parte de los cohechos recibidos. El dinero recaudado se sumó al fondo de emergencias confiscado a los templos, y con todo ello el Concejo puso a trabajar a los herreros durante dieciocho horas al día. Las fraguas humeaban y los martillos repicaban por toda la ciudad, mientras las calles estaban atestadas por los refugiados que huían del campo y las villas vecinas para cobijarse tras los gruesos muros de Ilfatar.
La víspera de que llegara la legación Aifolu fue el último día de escuela de Darkos, y tal vez el último de su niñez.
La escuela a la que asistía Darkos era la más cara de Ilfatar. El maestro Baelor había pertenecido a la orden de los Numeristas. En unos segundos calculaba áreas, volúmenes, porcentajes y probabilidades que a sus alumnos les llevaban horas. A ellos les explicaba las fórmulas, pero no las técnicas secretas. Darkos se sentía estafado y más de una vez se había quejado de ello ante sus compañeros. Siluna, la mujer de Baelor, le reprendió una vez por ello, pues Darkos tenía la mala costumbre de hablar demasiado alto.
—Está prohibido revelar los secretos de los Numeristas. Si mi marido lo hiciera, lo matarían.
—¡Ja! —En vez de amilanarse, Darkos se envalentonó más delante de sus compañeros—. No me digas que Baelor tiene miedo de una pandilla de filósofos vejestorios.
Siluna, que les enseñaba danza y canto, tenía una mirada dulce y una sonrisa lánguida; pero esa vez contestó a Darkos con un tono muy duro.
—Hasta los vejestorios pueden pagar asesinos a sueldo, Darkos. No lo olvides, por si acaso.
Aquel día, la víspera de la llegada de los Aifolu, Siluna volvió a hablarles de los Numeristas. Nunca se lo había contado a sus alumnos, dijo, pero Baelor había dejado la orden por amor. Los Numeristas hacían voto de celibato; pero cuando Baelor conoció a Siluna, que estudiaba para ingresar en la orden, la chispa de la pasión saltó entre ellos. Baelor quería casarse con Siluna, pero no podía hacerlo hasta que encontrara a alguien que lo reemplazara, pues la cifra de los Numeristas siempre debe mantenerse en 167. Baelor había alcanzado el grado de Cuarto Profesor, una posición bastante elevada en la orden, así que tardó cinco años en adiestrar a su sustituto.
—Y durante esos cinco años, yo lo esperé —terminó Siluna, con una sonrisa.
—Qué tierno —susurró Rhumi, junto a Darkos.
Rhumi era hija de Karuhum, amigo y vecino de Urkhuna. Darkos la conocía desde niña, pues ambas familias solían celebrar juntas fiestas y banquetes. Le había gastado todas las bromas posibles: enredarle arañas en el pelo, dispararle al trasero con un tirachinas o echarle pimienta en los dulces. Pero desde el último verano Darkos se mostraba mucho más cortés con ella, incluso tímido. Tal vez influyera en su nueva conducta que la ropa de Rhumi ya no le caía recta hasta los pies, sino que ahora topaba en el camino con obstáculos y redondeces; turgencias que el cíngulo que le ceñía la blusa muy por encima de las caderas no hacía sino resaltar.
Darkos se volvió hacia Rhumi para burlarse de la terneza de su maestra. Pero al toparse con los ojos almendrados de la muchacha, se le antojó que brillaban oscuros como las aguas del lago Hatâr cuando Rimom se reflejaba en ellas, y se sonrojó al pensarlo.
Después de componer y escandir versos con Siluna, tuvieron clase de matemáticas en el pórtico. Baelor resolvió en la pizarra un complicado problema de álgebra que había planteado el día anterior. Estaba un poco distraído y tuvo que borrar y corregir un par de términos, pero al final resolvió el problema, dejó la tiza sobre la bandeja, se sacudió las manos y se volvió hacia sus alumnos. Era un hombre alto, moreno y delgado, aunque la piel de los brazos empezaba a colgarle con la flacidez de los años. A sus sesenta y seis años, conservaba todo el pelo, más blanco que la tiza que usaba para dar clase. En la frente llevaba tatuada una estrella de siete puntas, símbolo del número místico. Aquélla era la marca de los Numeristas, una señal indeleble que incluso quienes habían abandonado la orden conservaban.
—Y bien —dijo—, ésta ha sido nuestra última lección.
Sus doce alumnos, siete chicos y cinco chicas de las mejores familias de Ilfatar, se miraron sorprendidos. Se oyeron un par de gemidos, y también una voz que decía, con la nariz tapada: «Por fin». Una muchacha preguntó:
—Maestro, ¿es por culpa de los Aifolu?
—Mi esposa y yo abandonamos Ilfatar. Pero no quieras saber por qué, Druna.
Siluna, que acababa de salir de la casa, se acercó a su marido, sin decir nada. Entre los muchachos corrió un rumor de desánimo. Si sus maestros, que todo lo sabían, habían decidido huir de la ciudad, el peligro era mucho mayor de lo que sus padres daban a entender.
—Estad tranquilos —dijo Baelor—. Las murallas de Ilfatar os protegerán bien. Los Aifolu son un pueblo nómada, acostumbrado a hacer incursiones y a robar ganado, no a asediar ciudades.
—Entonces ¿por qué os vais? —insistió Druna.
—No penséis tanto en nuestros motivos. Es la hora de las despedidas, no de las preguntas. Ya os hemos atormentado con nuestras preguntas los últimos años, ¿verdad, Siluna?
Ella sonrió y apretó la mano de su marido. Rhumi le susurró a Darkos:
—Siluna tiene sangre Aifolu. Por eso conoce bien a los suyos y les tiene miedo.
No hacía falta que la muchacha lo recordara. Las córneas de Siluna eran marfileñas. Darkos había visto algunos Aifolu puros en la ciudad, y las tenían de color limón. Se decía que los ojos les fosforescían en la oscuridad, pero él no lo había comprobado.
—En esta ciudad hemos pasado los años más felices de nuestra vida —prosiguió Baelor—. Aunque Himíe no ha querido concedernos hijos de la carne, durante estos años hemos tenido muchos hijos del espíritu. Ahora…
A Baelor se le quebró la voz y se llevó la mano a la boca. El maestro se dio la vuelta y entró en la casa. Darkos comentó:
—Ahora resulta que el viejo arenque tiene lágrimas. ¡No me tritures!
—Conmigo no utilices ese vocabulario que usas con tus amigotes —le advirtió Rhumi.
Siluna entró en la casa detrás de su marido. Mientras los alumnos cuchicheaban, Rhumi bajó las escaleras que llevaban al jardín. Este era pequeño, pero el césped y los arriates que cuidaba la propia Siluna lo hacían encantador. En el centro, entre tres palmeras, había un pozo, en cuyo brocal se representaba la lucha del dios Manígulat contra un dragón de tres cabezas. Rhumi se acercó al pozo y tiró de la cuerda para sacar el cubo. Darkos corrió a ayudarla. Cuando apoyó el cubo en el pozal, se dio cuenta de que la muchacha tenía los ojos empañados.
—No te pongas así, Rhumi. No es para tanto. ¡Por Anfiún, cuánto me aburrían las cuentas de ese viejo mezquino!
—El maestro Baelor no es ningún mezquino. —Rhumi se enjugó las lágrimas con un pañuelo—. Me da mucha pena que se vaya Siluna.
—Lógico. Tú eres una chica.
—¿Y qué?
—Que aprender danza y poesía está bien para ti.
—¿Y qué cosas están bien para ti?
—Yo voy a ser un guerrero —alardeó Darkos, aunque Rhumi sabía tan bien como él que para llegar a guerrero tendría que pasar sobre el cadáver de su padrastro—. Ya he aprendido suficientes números y canciones para el resto de mi vida. Aquí no he hecho más que perder el tiempo.
—Mañana dejarás de perderlo —contestó Rhumi. La rabia encogió sus pupilas como cabezas de alfiler.
—Bueno, no quería decir… Me gusta venir porque…
—¡Quita!
Rhumi dio un tirón del cubo y se apartó del pozo, derramando casi la mitad del agua. Siluna, que acababa de salir de la casa, tomó el cubo y lo vació en un cántaro, tras darle las gracias a Rhumi. Esta se volvió hacia Darkos y le miró levantando la barbilla.
La cortina de la puerta se descorrió y apareció Baelor, con una cesta de juncos. Siluna se acercó a él. Formaban una pareja curiosa, él tan alto y flaco y ella bajita y regordeta. Baelor depositó la cesta sobre una mesita y fue llamando a sus alumnos. Como siempre que se dirigía a ellos, lo hizo por orden alfabético: ni siquiera en el día de la despedida dejaba de ser metódico.
Cada alumno recibió un regalo. A Darkos le tocó el penúltimo.[1] Baelor le entregó un paquete rectangular, envuelto en papel de seda amarillo. Después, se inclinó y le besó en la frente. Tenía los labios secos y crujientes como pergamino.
—Tú y Rhumi sois los mejores —le susurró—. Debéis aprovechar vuestros dones.
Después se despidió de Siluna. La maestra se puso de puntillas para besarle. Luego le dio un pellizco en la barbilla.
—Suerte. Seguro que la tendrás si no sigues siempre tan enfurruñado.
Darkos se apartó un poco, azorado. Cuando desenvolvió el regalo, descubrió que era un libro encuadernado en piel blanda, tan pequeño que casi cabía en su mano. El título rezaba en Ritión: Posturas del Tahedo. Dentro había pequeños espadachines dibujados a plumilla, que página tras página practicaban las posturas de las tres primeras Inimyas, las series elementales. El trazo era directo y preciso. El guerrero era siempre el mismo: un hombre con una trenza en la nuca y los ojos estrechos y concentrados, como dos rendijas.
Absorto en el libro, a Darkos le sobresaltó la voz hueca de su maestro.
—Espero haber acertado.
Darkos levantó la mirada. Baelor estaba sonriendo, un gesto inusitado. Tal vez, pensó, fuera de las horas de clase ese hombre tenía más gestos, incluso una vida propia.
—Mira al final.
Darkos leyó al final:
—«Este libro se copió en los talleres de Cuiberguín Gorión, en Zirna, el 3 de Rimondanil del año 999. La humilde mano de Derguín Gorión da gracias a los dioses por haberle llevado con bien al final de su tarea». ¡Vaya! ¡Derguín Gorión, el Zemalnit!
—El también fue hombre de letras, antes de convertirse en guerrero. La espada no tiene por qué embotar la pluma.
—Muchas gracias, maestro Baelor —dijo Darkos, con voz sincera.
—Tú crees que tu vocación son las armas, y puede que tengas razón. En los tiempos que vienen, tal vez los guerreros tendrán más papel que los sabios. Pero si quieres sobrevivir, debes usar también tu cerebro. —Baelor se tocó la estrella de la frente y luego se rozó los labios—. Recuerda que eres «señor de tus silencios y siervo de tus palabras».
Baelor se alejó para hablar con otro alumno. Darkos se quedó mascando la frase. Señor de tus silencios y siervo de tus palabras…
Rhumi estaba tan contenta que por un momento olvidó su pena y también su enfado con Darkos. Su regalo era una flauta dulce, de marfil, con una bailarina tallada en finísimas líneas.
—Estas no son las chucherías que se reparten el día de los Calderos —le dijo Darkos—. Son regalos muy caros.
—Eso demuestra que somos importantes para ellos.
—O que han hecho una buena fortuna a nuestra costa.
—¡Eres un majadero!
Rhumi volvió a apartarse. Darkos empezaba a comprender el aforismo de su maestro.
Por la tarde hubo mucho ajetreo en casa de Darkos. El repique de la campana de la puerta era constante, y no dejaban de entrar invitados o mensajeros con misivas. Urkhuna se encerró varias veces en su despacho. Después salió de casa una hora, y regresó con otros tres magnates, todos muy acalorados. Por la puerta trasera también había tráfago de amigas y vecinas que venían a hablar con Irdile, o de simples conocidas que acudían a pedir favores. Todo eran conversaciones misteriosas, susurros, cajas arrastradas de una habitación a otra, crujir de papeles…
Darkos jugó un rato con Bru y su mono Gabrinu, pero no tardó en aburrirse. Los juegos de su hermana eran tan repetitivos como el canto de una chicharra, y él estaba demasiado nervioso para seguirle la corriente, así que al final la dejó con el aya Basia.
—Pero hoy no te he veído con la espada —protestó Brukanda, porque su hermano solía practicar movimientos de esgrima en el jardín delante de ella.
—Te prometo que mañana me verás, Bru.
Darkos se acercó a la puerta del despacho fingiendo que hojeaba su libro nuevo, por capturar alguna conversación. Pero el ecónomo no tardó en salir para decirle que se fuera a jugar al jardín y que no molestara a Urkhuna.
Visto el poco caso que le hacían, Darkos fue a la cocina. El viejo Sulmu estaba muy ocupado preparando conservas en aceite y en salazón, por si se producía el temido asedio. Al ver a Darkos, lo despachó con un bollo de pan y un pincho de cordero especiado. Mientras merendaba, el muchacho salió a la calle y tomó la calle norte.
Darkos cruzó un puente de madera roja y azul y entró en Fretal, el distrito norte de Ilfatar. Allí las casas eran más humildes, aunque seguían siendo blancas, pues el Concejo multaba a los ciudadanos que tenían sucias las fachadas. Las calles eran tan estrechas que los vecinos las cubrían tendiendo toldos de colores de un lado a otro. Darkos pasó entre carretas y carretillas, tiendas de refugiados que venían del campo, puestos de venta, barberos que trabajaban al aire libre. Había también malleros entretejiendo anillos para fabricar cotas y lorigas, y por todas partes resonaba el inquietante repiqueteo de los martillos golpeando las hojas de metal que se convertirían en espadas, corazas y yelmos. Aquella vía era de las principales del Fretal. De ambos lados partían callejones sin empedrar donde jugaban niños desharrapados. Incluso de día, el barrio podía ser peligroso. Darkos se había vestido con ropas sencillas y no llevaba joyas encima, salvo el pequeño rubí encastrado en la empuñadura de la daga que guardaba bajo el cinturón.
Llegó a la Guja, el mogote donde se levantaba el alcázar que dominaba las murallas de la ciudad. Darkos subió por una rampa de piedra que ascendía en zigzag hasta el castillo. Había mucho tráfico. Milicianos que subían y bajaban de la ciudadela, aporreando el empedrado con las conteras de sus lanzas como si el sonido del metal los hiciera más aguerridos. Mercenarios que se distinguían de los milicianos porque se cubrían con menos cuero y con más hierro, y, sobre todo, porque tenían mas cicatrices. Peones que acarreaban carretillas con maderas, piedras, sacos de provisiones y toneles de cerveza. Darkos culebreó entre ellos como pudo. Cuando se iba a colar por las puertas de la ciudadela, un centinela lo agarró del pelo y tiró de él.
—¿Adonde vas?
—¡Aaaay! Vengo a buscar a Asdrabo.
—Claro. Anda, ve a tu casa a que te limpien los mocos.
—Déjalo —dijo otro guardia—. El chico es amigo del capitán.
El primer centinela lo soltó, lo miró de arriba abajo y escupió a la izquierda. El segundo empujó a Darkos con suavidad para hacerlo pasar bajo el rastrillo.
—Vamos, pasa, no te entretengas aquí.
No tardó en encontrar a Asdrabo. Estaba en un baluarte de la parte noroeste, oteando el horizonte. Darkos cruzó un matacán, saltando entre las aspilleras sin mirar a los huecos del suelo.
—¡Darkos! ¡Qué sorpresa!
Asdrabo, segundo por su rango en la guarnición de la ciudad, estaba sin duda más atareado que cualquier otro en Ilfatar. Sin embargo, cuando vio al muchacho su alegría fue sincera, y le estrechó la mano al modo de los Ritiones del norte.
—¿Qué tal Urkhuna?
—Bien, dentro de lo que cabe —respondió Darkos.
—Como todos en estos días. No te olvides de presentarle mis respetos a tu madre.
Asdrabo siempre le preguntaba por Irdile. Cada vez que Darkos contaba en casa que había estado con Asdrabo, Urkhuna fruncía el ceño. En cambio, Irdile sonreía y asentía. Una vez le dijo a Darkos que Asdrabo era una buena influencia para él. Cosa que al muchacho le extrañó, pues tenía entendido que el padre que los abandonó era también un guerrero, y que Irdile sentía ojeriza contra todos los guerreros. Pero su madre nunca quería hablar de eso.
—Cuando tengas dieciocho años, te diré quién era tu padre —le había prometido hacía tiempo, dejando zanjada la cuestión.
Darkos siguió a Asdrabo por el adarve. Durante un rato no dijeron nada. Asdrabo era poco más alto que Darkos. Flaco, con el rostro estrecho y surcado por dos arrugas rectas y hondas como cuchilladas, con el tabique de la nariz torcido y el pelo áspero y cubierto de canas, no era un hombre guapo. Pero tenía los ojos grandes y brillantes y miraba la cara al hablar, y hablaba con vocabulario y entonación de hombre cultivado. Cuando Darkos se quejaba de lo que tenía que estudiar, Asdrabo reponía:
—¿Y crees que yo, en Uhdanfiún, no tuve que memorizar libros y libros? Hasta los Tahedoranes estudian, Darkos.
Asdrabo se había despojado de la loriga de placas y del yelmo, pues hacía calor y el peligro no era inminente. A unos pasos de él lo seguía su asistente, Drulo, que cargaba a la espalda con el armamento de su superior, a la vez que se afanaba en anotar todo lo que decía.
Asdrabo llevaba la espada a la cintura, colgada de dos trabillas para mantenerla horizontal. Su muñeca izquierda lucía un brazalete con cinco estrías azules. Era un Ibtahán, la única persona en Ilfatar que conocía el secreto de la primera aceleración. A veces, Darkos lo convencía para que entrara en Protahitéi y realizara alguna acrobacia con la espada.
—Así que tu honorable padrastro anda muy ajetreado —comentó Asdrabo, sin dejar de inspeccionar las fortificaciones y los puestos. De vez en cuando le dictaba notas a su asistente: dos arqueros aquí, más tablas allá, cubos de agua sobre el matacán…
—Todo el mundo está muy revuelto en casa. ¿Habrá batalla?
Asdrabo se encogió de hombros.
—La ciudad ha cedido a todas las exigencias de los Aifolu. Deberían quedarse satisfechos.
—O sea, que no habrá batalla.
—Espero que no. Los milicianos son demasiado bisoños. Sólo tenemos trescientos soldados de verdad.
—Capitán… —protestó el asistente.
—Tranquilo, Drulo. Darkos no es un espía, y además todo el mundo de aquí a Pashkri sabe cuántos somos en esta guarnición.
—Qué pena —dijo Darkos, pensando en que tal vez no habría combate—. Me gustaría verte en acción.
Asdrabo soltó una carcajada. Después giró a la izquierda, entró en una estrecha torre adosada al muro y subió a zancadas por una escalera de caracol. Darkos le siguió. Después de incontables vueltas, aparecieron en lo alto de un torreón. Allí el viento soplaba con fuerza y hacía ondear el estandarte de la ciudad, una bandera amarilla con un cinturón azul cuajado de estrellas. Aquél era el ceñidor que volvía irresistible a Pothine, diosa del deseo y patrona de Ilfatar.
Asomado a las almenas había otro guerrero, un gigante rubio de ojos azules con un mandoble colgado a la espalda. Al oírlos llegar se dio la vuelta y saludó a Asdrabo. Darkos lo conocía. Era un bárbaro del Norte, un Équitro cuyo nombre nadie conocía, pues todos lo llamaban Équitro, sin más.
—¿Zanganeando aquí arriba? —le dijo Asdrabo.
—No querrás que malgaste mis fuerzas antes de tiempo, capitán.
Desde allí arriba se divisaba toda la ciudad. Asdrabo fue señalando el perímetro, y le explicó a Darkos todos los datos sobre las murallas. Los lienzos medían quince metros de altura, y los ciento doce baluartes se alzaban cinco metros más. Darkos siguió el contorno de la muralla, una enorme serpiente de piedra que se enroscaba alrededor de la ciudad. Al mirar hacia el sur sus ojos toparon con Islamuda. De día, la Torre de la Sangre se veía anaranjada, casi inofensiva, pero aún así se le erizó la piel de los brazos.
—Los muros se conservan en buen estado —dijo Asdrabo—. Los Aifolu son nómadas. Si intentan tomar esta ciudad, no tardarán en aburrirse.
Équitro le pasó una bota de vino.
—No estés tan seguro, capitán. Pashkri les ha entregado catapultas, balistas, trabucos, torres de asedio…
—Ya, ya. Eso dicen. Pero las murallas de Ilfatar son las más gruesas con las que se han topado hasta ahora. Mucho más que las de Sattûk.
El bárbaro hizo ademán de pasarle la bota a Darkos. Asdrabo le agarró por la muñeca. La tenía tan gruesa que los dedos del capitán no se cerraban.
—Si su madre se entera de que le hemos dado vino puro, me matará.
—Deja al chico. Tal como están las cosas, lo mejor es que se vaya haciendo hombre cuanto antes.
Asdrabo cedió con un gruñido. Darkos tomó la bota y bebió. El sabor era áspero. Hasta entonces sólo había probado vino aguado y endulzado con canela. Aún así, se tragó el vino y le devolvió la bota a Équitro. Para disimular que los ojos le lagrimeaban, se acercó a las almenas y miró al oeste.
Bajo la muralla, a su derecha, salía el río Bhildu, que culebreaba durante muchos kilómetros hasta llegar al mar, más allá del horizonte de colinas. Entre éstas y la ciudad se extendía una llanura que las últimas lluvias habían pintado de verde. Darkos sabía que era un terreno traicionero, sembrado de pozas y tremedales. Más de una vez había viajado río abajo en la chalana de Urkhuna, para llevar marfil y seda al puerto de Haida. Los habitantes de las orillas vivían en palafitos, para alejarse del agua y de los caimanes que la poblaban. Ahora, ante la amenaza Aifolu, evacuaban sus moradas. Darkos calculó que habría más de veinte piraguas remontando la corriente. Cuando cayera la noche, la guarnición bajaría el enorme rastrillo que cerraba la Puerta Marina. Los ribereños que no se hubieran refugiado ya en Ilfatar tendrían que huir a otra parte o rezar para que los Aifolu pasaran de largo.
—Míralos —le dijo Asdrabo—. Están allí, al suroeste.
Darkos miró hacia aquella zona, haciéndose sombra con la mano, pues el sol estaba bajo. Más allá de los sembrados y aldehuelas que rodeaban la ciudad se veía una mancha oscura que antes no estaba allí.
—¿Eso que parecen hormigas?
—Sí. Mira con esto.
Asdrabo le dejó el catalejo. Era un instrumento mágico de bronce y cristal que el capitán había comprado a un mercader Pashkriri a cambio de la paga de tres meses. Se lo acercó a Darkos al ojo, pero no llegó a soltarlo del todo.
Darkos se asomó a aquel túnel maravilloso. De pronto todo estaba mucho más cerca. La mancha se convirtió en un hervidero de tiendas y hombres, animales, carromatos y pabellones. El aire se veía turbio por el humo de cientos, miles de hogueras.
—¿Están incendiando el terreno?
—No. Sólo son fuegos para cocinar. Pero un ejército de cien mil hombres levanta tanto humo como un incendio.
El bárbaro se acercó a las almenas, que le llegaban poco más arriba de la cintura. Olía a establo, pero Darkos no se atrevió a apartarse por miedo a ofenderle.
—Pasarán de largo —dijo Équitro arrugando las rubias cejas, pues el sol le deslumbraba—. Sí, seguro que pasarán de largo —añadió, tratando de convencerse a sí mismo—. El arconte les ha ofrecido hasta las tetas de Pothine.
Sin dejar de murmurar que pasarían de largo, se despidió y bajó por la escalera de caracol, llevándose con él su bota. Darkos se volvió hacia Asdrabo.
—¿Seguro que no habrá guerra?
—No lo creo —dijo Asdrabo. Se frotó la barbilla y añadió—: No, no la habrá. El año que viene los mercaderes de Ilfatar tendrán que apretarse más las fojas, pero les vendrá bien. Los niños de los pobres morirán de hambre, los campesinos se rebelarán y tendremos que quemar un par de aldeas. A mí me dejarán a deber seis meses de paga, pero ya me ha ocurrido otras veces y he sobrevivido.
—¿No prefieres luchar? ¡Eres un Ibtahán!
Asdrabo le miró con tristeza.
—Una cosa es la esgrima, Darkos. Incluso matar a un hombre en duelo. Lo he hecho un par de veces, y no he tenido malos sueños por ello. Pero la guerra es muy distinta. En ella de poco vale el Tahedo. Reza a los dioses para que la guerra pase de largo esta vez, Darkos. Rézales con ganas.