Dos días después de su llegada a Narak, Narsel se despidió de Derguín y embarcó en otra de sus naves para un viaje a las Islas de la Barrera. El Bizarro, que llevaba varios meses navegando en alta mar, se quedó en el puerto para su carenado y para que el arquitecto de la compañía de Narsel lo aderezara con diversas mejoras que el navarca estimaba imprescindibles. Antes de irse, le hizo un regalo a su amigo Derguín.
—Ariel se quedará contigo.
El Zemalnit enarcó ambas cejas, sorprendido, mientras que a Ariel se le aceleraba el corazón.
—Creo que no está preparado para la vida en un barco —se explicó Narsel—, ni para seguirme en todos mis viajes. Te hará mejor servicio a ti. Ya has comprobado que sus dedos poseen magia para los masajes. También canta como un ruiseñor, pero sin chillar, y sabe hacer la manicura.
Derguín le revolvió el pelo a Ariel.
—Te agradezco mucho esta atención. Cuidaré bien de tu criado, siempre que él quiera. ¿Tú que opinas, Ariel? ¿Quieres quedarte a hacer compañía al Zemalnit?
Ariel asintió con los ojos muy abiertos.
—¡Será un honor para mí, señor! ¡Quiero ser escudero del Zemalnit!
—Este es el agradecimiento que se obtiene de los jóvenes —se quejó Narsel, con los brazos en jarras, voz grave y mirada severa. Ariel temió que el navarca se arrepintiera y lo llevase de nuevo a bordo.
—Mi señor Narsel, perdóname, para mí…
—Calla —respondió Narsel. Su sonrisa, con aquellos dientes grandes, cuadrados y blancos en su rostro atezado, a veces parecía más amenazadora que su enfado.
Pero al despedirse, Narsel le entregó a Ariel dos monedas grandes de plata y tres pequeñas.
—A ver si te entra en la cabeza. Las grandes se llaman soles, y equivalen a los radiales —le explicó—. ¿Ves este sol representado en la cara? Las pequeñas son leones, pero aquí en Narak las llaman búhos por esta imagen que se ve aquí acuñada. No te confundas y entregues un sol por un búho. Cada sol vale cinco búhos. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor.
—Repítelo.
—No debo confundirme y entregar un sol si me piden un búho.
—Muy bien.
—Si me piden un búho, tengo que entregar cinco soles.
—¡Por Ubshar, qué cabeza más dura tienes para los números, Ariel! Recuérdale a tah Derguín que te enseñe bien a echar cuentas.
Para Ariel fue una sorpresa agradable que Narsel lo dejara en casa de Derguín. La vida en el Bizarro era mucho más interesante que el encierro anterior; pero al final el barco, por grande que fuese, se había convertido en un encierro, y la inmensidad del mar rodeándolo le creaba una sensación de ahogo. Prefería quedarse en aquella casa de piedra encaramada a la Buitrera, ver la enorme bahía que se abría a casi mil metros bajo sus pies y caminar sin sentir el bamboleo de la tablazón bajo sus pies.
Ariel sentía fascinación por la Espada de Fuego y por todo lo que rodeaba al Zemalnit. Aun antes de que Narsel decidiera que se quedaría con Derguín, Ariel se había agenciado una espada con un palo de escoba al que talló muescas para que hicieran de empuñadura, y practicaba siempre que podía. Alrededor de la gran palestra corría una galería con una barandilla de madera de gruesos balaustres, tras los que Ariel se escondía para presenciar el entrenamiento de los Ubsharim. Memorizó las posturas, los ataques y las defensas elementales de tanto verlos, pues Derguín insistía en empezar siempre las sesiones con técnicas básicas. «Es la única forma de que no adquiráis vicios», decía a sus hombres cuando protestaban. Ariel echaba en falta un escudo, hasta que descubrió que la tapa de un cesto de mimbre podía ser un sustituto bastante apañado y la escondió entre el jergón y el colchón.
A Ariel le habían asignado su propio cuarto en casa de Derguín, una habitación espaciosa si la comparaba con el cubículo en el que había dormido durante la travesía en el Bizarro. No tenía ventanas, pero la puerta se abría a la galería del segundo piso que rodeaba el patio interior. Ariel no tenía más que cruzar al otro lado de esa galería para llegar a un mirador que se asomaba sobre la bahía y desde el que se podía contemplar toda la ciudad; un panorama del que nunca se cansaba, pues cada matiz del sol, las lunas o el propio Cinturón de Zenort hacían que Narak pareciera una ciudad distinta.
En su cuarto había un arcón tan grande que cuando metió en él su única y triste muda, aquellas ropillas quedaron como perdidas en las tinieblas de un rincón. Derguín debió compadecerse al ver aquello, pues encargó a Kybes que acompañara a Ariel a los bazares de la parte baja de la ciudad para comprar ropa nueva. A Ariel le llamaron la atención las prendas de colores más chillones y abigarrados, y Kybes no hacía más que reírse cada vez que elegía algo extravagante. Al final, fue el joven Aifolu quien eligió toda la ropa, y sólo dejó a Ariel quedarse con un gorro verde que tenía una pluma amarilla muy graciosa.
Aparte de dar masajes a Derguín después de los entrenamientos, Ariel no tenía muy claras sus funciones en la casa. No había más servicio en ella, salvo Korima, la viuda de hombros macizos y mano larga que limpiaba, cocinaba cuando Derguín cenaba en casa y además lavaba, planchaba y remendaba su ropa. Korima pretendía que Ariel la ayudara, y de vez en cuando le daba ánimos con algún pescozón. Pero un día Derguín volvió de la academia a deshora para buscar algo en su biblioteca y encontró a Ariel barriendo. Enojado, le quitó la escoba y le dijo a Korima que aquélla no era su función.
—Esta casa es muy grande —protestó la viuda—. No pasa nada porque él me ayude.
—Si la casa se te hace grande, trae contigo a alguna de tus hijas.
—Como si mis hijas no tuvieran nada que hacer.
—Te pagaré más, y ya está. Pero no andes todo el día refunfuñando, que tengo otras cosas en las que pensar.
—Eres buena persona, señor, pero perdona si te digo que eres un manirroto. Así no te va a durar la fortuna ni dos años.
Ariel pensó que Derguín se enojaría con el descaro de la criada, pero el joven soltó una carcajada y volvió a su entrenamiento. No volvió a hablarse del asunto, y Korima siguió limpiando la casa a solas. Más tarde, Ariel le dijo a Derguín que no le importaba ayudar en la casa, pues así se sentía más útil.
—Prefiero que no lo hagas. Me gusta cómo son tus manos, pero llevo un par de días notando que tienes callos y no están tan suaves.
Ariel se mordió los labios. Sólo había barrido un rato durante esa mañana, pero era cierto que, de practicar con la espada de madera, le estaban saliendo durezas en la palma de la mano derecha y en el borde exterior del dedo índice.
Al día siguiente decidió comprar unos guantes y bajó a los puertos sin pedirle permiso a nadie. Le habría gustado usar el funicular, pero recordaba que costaba un buen dinero, así que bajó trotando por más de cien tramos de escaleras que zigzagueaban entre peñas, grietas y terrazas hasta llegar a la altura del mar. Cuando llegó al paseo marítimo que corría por la playa de la Espina, descubrió que la línea de tenderetes se perdía de la vista, y había ropas, chismes y chucherías de todos los tipos. Recorrió los puestos sin prisas, hasta que le llamaron la atención unos guantes negros que se parecían mucho al que llevaba Narsel en la mano izquierda.
—¿Cuánto cuestan?
—Dos búhos, pero por ser para ti te los dejo en un búho y ocho ases.
Ariel abrió la bolsa que llevaba atada a la cintura y contó monedas. Sólo tenía cinco, y le daba la impresión de que le habían pedido más de cinco. Se las puso en la palma de la mano y se las enseñó al mercader.
—¿Vale con esto?
Al hombre se le abrieron mucho los ojos, y ya estaba estirando la mano para coger las monedas cuando la punta de una espada se materializó de la nada junto a sus dedos. El mercader retiró el brazo como si le hubiera picado una víbora. Ariel se volvió. A su espalda tenía a Kybes, con el acero desenvainado; esta vez el joven Aifolu no sonreía.
—¿Te llevo al inspector de mercados para que te haga cortar la mano por ladrón, o te la corto yo mismo?
—¡Perdón, señor! Sólo quería contar bien el dinero de este joven, y le iba a ofrecer un cinturón monedero para que lo guardara con más discreción, porque en este mercado hay mucho garduño y mucho sinvergüenza.
—No lo dudo. ¿Cuánto decías que costaban esos guantes, ocho ases?
—Eh… Sí, señor. Ocho ases.
Kybes dejó las monedas sobre el tablero que hacía de mostrador, cogió los guantes y se los dio a Ariel. Después, compraron en otro puesto dos hojaldres de cabello de ángel y caminaron por el paseo, pues Kybes tenía que hacer un recado en el puerto de la Seda de parte de Derguín.
—Gracias por ayudarme, señor. ¿Cuánto dinero debo pagarte por los guantes? —preguntó Ariel, exhibiendo de nuevo sus cinco monedas.
—Guarda eso, insensato. Los guantes son un regalo. ¿Tú sabes lo que estabas a punto de hacer?
Durante el camino, Kybes se empeñó en enseñarle el valor del dinero, pero Ariel confundía los ases con los leones, los radiales y los imbriales, y para colmo las monedas tenían nombres distintos en muchos lugares. Viendo que era imposible, Kybes se resignó.
—¿Confías en mí? —le preguntó a Ariel.
—Sí, señor.
—Dice un proverbio de aquí que un tonto y su dinero nunca duran mucho tiempo juntos, y no es que te quiera llamar tonto, pero… Mejor será que me des tu dinero para que te lo guarde, y cuando necesites algo me lo pides.
—Gracias señor.
—Y no me llames señor, que no lo soy. Llámame Kybes.
—Sí, tah Kybes.
El joven soltó una carcajada.
—Ni siquiera soy Ibtahán, aunque Derguín dice que va estaría preparado para superar el examen en Uhdanfiún. Pero esos viejos carcamales jamás admitirán a un alumno que ha sido preparado por este Zemalnit al que ellos no querían.
A Ariel se le escapaban esas sutilezas. Aunque al principio le asustaban las córneas amarillas de Kybes, ahora confiaba en él, y le dio el dinero. Pero no pudo resistir la tentación de preguntarle:
—¿Por qué tienes los ojos así? ¿Es que estás enfermo?
Kybes soltó una carcajada.
—Son la marca de mi pueblo. Los Aifolu tenemos el blanco de los ojos amarillo, y más amarillo cuanto más de pura sangre somos. —Kybes se tiró del párpado derecho para que Ariel pudiera verle bien el ojo—. Yo soy lo que llaman un Limón.
—¿Ser Aifolu es malo?
—¿Por qué lo preguntas?
—He visto a gente que escupía al pronunciar ese nombre.
Kybes se rascó la perilla, pensativo.
—Tal vez no sea buena época para ser Aifolu…
Derguín opinaba que Ariel debía emplear el tiempo en algo útil, así que se empeñó en que aprendiera a leer. Para ello contrató a un gramatista llamado Martarepo, un filósofo venido a menos, con la voz cascada y la nariz surcada de venillas rotas.
Cuando comprobó que por más capones y palmetazos que le diera era imposible enseñar a Ariel, pues confundía todas las letras y las olvidaba, no al día siguiente, sino a los pocos minutos de haberlas aprendido, Martarepo le dijo:
—Como afirma el divino Baryún en su Elogio de lo efímero, «las palabras de amor que brotan de la boca de una mujer hermosa están grabadas en el agua del arroyo y en el viento ligero». Pues inculcar algo en tu dura mollera es una tarea tan condenada al fracaso como escribir en el agua.
Al día siguiente el gramatista llegó apestando a vino revenido y no se acordaba bien de lo que había dicho la víspera. Cuando Ariel fracasó una vez más con el alfabeto, Martarepo empezó con su letanía de reproches:
—Ya lo dice Baryún en su Elogio de lo efímero…
—«Las palabras de amor que brotan de la boca de una mujer hermosa están grabadas en el agua del arroyo y en el viento ligero» —citó Ariel.
Martarepo se llevó las manos a la cabeza, ya fuera por la sorpresa o por la resaca. La biblioteca de Derguín estaba bien surtida de libros, y entre ellos encontró una crestomatía de poesía Ritiona que recogía el Elogio de lo efímero. El gramatista le enseñó el fragmento citado, pero para Ariel aquello seguía siendo un amasijo de letras sin sentido alguno.
—¿Te acuerdas por habérmelo oído?
Ariel asintió. Martarepo quiso comprobarlo y le recitó tres versos. No hizo falta más para que Ariel los repitiera de memoria. El gramatista siguió haciendo pruebas, cada vez con tiradas de versos más largas. Al final, Ariel se aprendió el poema entero, y lo recitó de corrido dos veces seguidas sin equivocarse en una sola palabra.
Al atardecer, cuando Derguín volvió de entrenar, quiso comprobar los progresos de Ariel. Siguiendo las instrucciones de Martarepo, Ariel recitó los versos con voz titubeante, mientras su dedo seguía los renglones escritos en el libro. Pero incluso las mayúsculas rubricadas en rojo que el gramatista le había señalado como referencia empezaron a bailarle delante de los ojos, y no tardó en perder la coordinación entre el dedo y las palabras. Derguín interrumpió la supuesta lectura, y pasó un par de páginas.
—Aquí. Lee esto.
Ante aquel nuevo océano de letras, Ariel no fue capaz ni siquiera de arrancar. Pensando que Derguín se enojaría y le daría sus buenos capirotazos, como haría el gramatista, empezó a llorar. Pero el Zemalnit no se enfadó con Ariel, sino con el maestro.
—Recoge tu manto y márchate de aquí ahora mismo.
—¡La culpa no es mía! Este muchacho es el mayor zoquete que me he topacio en mi vida, y mira que los he visto burros.
—Largo de aquí —insistió Derguín. En la sien se le marcaban las venas.
—Antes debes pagarme lo concertado. Un imbrial.
—Llévate un sol y no sigas por allí, si no quieres que te demande en juicio público.
—¡Ja! Hazlo si te atreves. Bien sabes que soy un filósofo y te supero en oratoria como el caballo supera al asno en prestancia. Además, aunque pobre, soy honrado y Narakí, mientras que tú no eres más que un sucio extranjero. ¡Si piensas que el jurado va a fallar a tu favor, vas muy descaminado!
Derguín sacó al gramatista a empujones. Ariel nunca lo había visto tan furioso.
Había comprobado que el Zemalnit era un hombre reconcentrado, y su vista solía perderse en la nada, o tal vez en el pensamiento de algo muy lejano, pero tenía buen carácter; sin embargo, la menor sospecha de embaucamiento o injusticia lo sacaba de quicio.
Aquella noche, Derguín se quedó en casa, en contra de su costumbre. Sacó de la alacena jamón, queso curado, pan, aceitunas y un poco de vino, y cenó con Ariel en su habitación. El cuarto de Derguín era más espacioso que el de Ariel y tenía una ventana. La noche era agradable, así que Derguín abrió los postigos y dejó tan sólo la celosía, que dejaba pasar la luz violácea formada por la mezcla de Taniar y Rimom. Después de cenar, Derguín se empeñó en enseñar a leer a Ariel. Fue imposible que distinguiera las letras. Sin embargo, comprobó con deleite que su nuevo paje era capaz de recordar poemas enteros con oírlos recitar a lo sumo tres veces. Al descubrir que podía hacer algo valioso, Ariel se alegró tanto que improvisó una melodía para cantar el Elogio de lo efímero.
—Cantas muy bien —le dijo Derguín—. Pero esa música me recuerda a algo. Juraría haberla oído…
Ariel se turbó y cambió a otra melodía de tono más parecido a la música que había oído en Ritión. Al cabo de un rato, comprobó que a Derguín se le empezaban a caer los párpados.
—¿Te aburro, señor?
—¡Al contrario! Tienes una voz tan relajante como tus manos, Ariel. No debes decirle esto a nadie, pero me cuesta mucho trabajo quedarme dormido. Tu canto es como una bendición.
—Si lo deseas, puedo cantarte hasta que te duermas.
Por toda respuesta, Derguín se descalzó y se tumbó sobre el lecho, con la túnica de estar en casa y los brazos cruzados tras la nuca. Ariel siguió cantando, saltando del Elogio a otro poema que acababa de aprender de labios de su nuevo amo. Derguín cerró los ojos, y su respiración no tardó en sonar más profunda y pausada. Ariel observó su rostro. Al principio los rasgos de Derguín se relajaron, y por un momento pareció mucho más joven. Pero luego su ceño se frunció como si le doliera algo, y las pupilas empezaron a bailarle bajo los párpados. Ariel lo tapó con el cobertor y se sentó al borde de la cama, vigilando el inquieto sueño de su señor. Pero luego empezó a bostezar, y decidió acostarse en el suelo, sobre la estera de junco.
A la noche siguiente vino a cenar una mujer. Era la misma que Ariel se había encontrado su primer día en casa de Derguín, cuando se dedicó a fisgonear lo que hablaban él y Narsel.
—Esta es la dama Neerya —le presentó Derguín.
—Encantada, Ariel —dijo ella con una sonrisa, sin dar a entender que ya se conocían.
Neerya y Derguín cenaron en privado en el mirador. Ariel les sirvió el vino y también les cantó, lo que le valió los elogios de Neerya. Según Korima, aquella mujer era una cortesana. Ariel le había preguntado qué era una cortesana y la viuda había puesto los ojos en blanco.
—Mira que eres ignorante. Es una mujer que se acuesta con los hombres por dinero, sólo que por mucho más dinero que el que cobran las rameras del puerto. Pero lo único que quiere ésta es sacarle los cuartos al amo Derguín.
A Ariel no le daba esa impresión. El vestido de color lavándula de Neerya debía de ser muy caro, porque no había visto nada tan exquisito en los tenderetes del puerto; y sus delicadas orejas lucían pendientes de oro en forma de campana, y en el cuello lucía un collar cuajado de piedras preciosas, y en el antebrazo desnudo se enroscaba una ajorca en forma de serpiente labrada. También olía a una mezcla de perfumes combinada con tal arte que Ariel venteaba con discreción cada vez que pasaba junto a ella.
No, aunque Ariel no supiera contar las monedas, le resultaba evidente que aquella mujer llevaba tanto dinero encima que no necesitaba el de Derguín. Además, sólo había que ver cómo contemplaba al Zemalnit cuando éste hablaba de cualquier cosa mirando hacia la bahía. Neerya sonreía con arrobo, y parecía que se lo quería beber con sus pupilas grandes y oscuras. Ariel no entendía mucho de amor, salvo lo que había oído en poemas y canciones; pero si el amor no era aquella luz húmeda que bailaba en los ojos de la cortesana y aquel pálpito casi imperceptible en las aletas de su nariz, entonces no podía imaginarse qué otra cosa podía ser. Neerya tenía la voz grave, pero la enronquecía aún más cuando hablaba con Derguín, y siempre procuraba enderezar la barbilla para mostrar su cuello, sinuoso y oscuro como el de un cisne negro.
Derguín le contó maravillas a Neerya sobre los masajes de Ariel, así que a la tarde siguiente la cortesana acudió para probarlos en su piel. Derguín tenía en su casa una sala de baños, con una pileta redonda, de mármol y encastrada en el suelo. Bajo éste había una cámara de aire, un hipocausto que servía para calentar el agua y toda la estancia. Derguín derramó en el baño unas sales de color verde, probó la temperatura del agua con la mano y le dijo a Neerya que la dejaba a solas para recibir el masaje.
—No seas bobo —dijo la cortesana—. Quédate y báñate tú también.
Derguín agachó la cabeza y enrojeció. Neerya se burló de él.
—¿Acaso eres un bárbaro Trisio, que tiene miedo de mostrar su cuerpo? Se dice que no hay nadie en Tramórea que se quede en cueros con más facilidad que un Ritión.
Ariel estaba de acuerdo con esa afirmación, al menos por lo que había visto en Narak. Después de entrenar, los Ubsharim se bañaban juntos en una pileta al aire libre, sin ningún pudor. Pero Neerya demostró que el dicho citado por ella no era del todo cierto, pues ella, que era Pashkriri, se quitó sin pensárselo un par de prendedores, y la túnica tostada que llevaba cayó a sus pies. Luego se despojó del quitón interior y de las bandas que rodeaban su cintura y su pecho. A Ariel se le fueron los ojos a su cuerpo, que le pareció una versión más oscura y estilizada de las diosas que aparecían esculpidas por toda la ciudad. Neerya tenía las piernas tan largas y cinceladas que a Ariel le dio la impresión de que le llegaban hasta el ombligo. Antes sólo había visto a otra mujer desnuda, su madre; era quizá más hermosa, pero no tan alta como Neerya, que le sacaba a Derguín un par de dedos, ni de proporciones tan equilibradas. La cortesana no tenía un solo pelo en el cuerpo, fuera de la cabellera, negra y brillante como la noche, que se recogió en un moño antes de entrar en el agua.
Derguín se desnudó también, a regañadientes, y se metió en la bañera tapándose con desmaña. Se sentó frente a Neerya, separada por un metro de agua que poco a poco se teñía de verde. Ariel se acercó y les frotó la espalda a los dos con piedra pómez. Después de un rato, Neerya salió del agua y Ariel la recibió con una toalla de algodón. La hermosa cortesana se tumbó en la camilla, boca abajo, y se dejó hacer, perezosa como un gato.
Ariel untó la espalda de Neerya con aceite de romero y luego la recorrió con los dedos. A través de las yemas aprendió muchas cosas de Neerya. Su cuerpo era tibio y parecía emitir una tenue vibración, un armónico tranquilo y curvado en un equilibrio casi perfecto. En cambio, el de Derguín siempre ardía, y su vibración interior era más desequilibrada, como una cuerda de laúd a punto de romperse.
Al pasar los dedos por las vértebras de Neerya, notó que había dos que no seguían la línea correcta. Por instinto, apoyó ambas manos cruzadas sobre los omóplatos de la mujer y apoyó su escaso peso.
—¡Ay! —gritó Neerya, a la vez que sonaba un chasquido.
Neerya se incorporó un poco sobre el codo, como si fuera a regañar a Ariel. Pero su gesto de contrariedad se mudó por una sonrisa.
—Llevaba días sin poder girar el cuello a la derecha, y ahora… ¡Qué manos tienes! ¿Dónde has aprendido eso?
—No lo sé, señora. ¿Es que hay que aprenderlo?
Neerya soltó una carcajada que sonó como un cascabel de plata y se volvió a tumbar. Llevaba el cabello recogido en un moño con tres palillos de marfil tallado. Ariel le recorrió el cuello y la cortesana ronroneó.
—¿Cuánto pides por Ariel, Derguín?
—No te lo puedo vender. No tengo escrituras de él. Digamos que es mi… pupilo.
Yo quiero ser tu escudero, pensó Ariel, pero no dijo nada. Ya le daría una sorpresa a Derguín el día que viera cómo empuñaba la espada.
—¿Cuántos años tienes, Derguín? —preguntó Neerya, mirando hacia la bañera.
—Ya lo sabes. Veintiuno.
¡Veintiuno! Ariel no sabía juzgar muy bien las edades, pero había creído que Derguín tenía por lo menos treinta.
—A veces parece que tienes cuarenta —exageró Neerya.
—¿Tan desmejorado me ves?
—Estás demasiado delgado, pero no es eso. Es por tu gesto. Si sonrieras más a menudo… Estás más crispado que de costumbre, y eso es decir mucho.
Derguín empezó a hablar de otra forma. Ariel tardó un instante en darse cuenta de que había cambiado de idioma. A veces ni se daba cuenta de que la gente hablaba en idiomas diferentes, pues seguía entendiendo sus palabras.
—Mejor hablaremos en tu lengua, en Pashkriri. Quiero consultarte algo.
Ariel sintió tentaciones de confesar que lo entendía todo; pero luego se dio cuenta de que si no decía nada, podría escuchar cosas que no estaban destinadas a sus oídos.
—¿Qué te atormenta? —insistió Neerya.
Derguín agachó la mirada hacia el agua, donde aún burbujeaban las sales. Tenía los brazos abiertos sobre el borde de mármol; entre los pectorales y los hombros se le marcaba una sombra cortante, pues estaba tan delgado que ni una tenue capa de grasa suavizaba el fibrado de sus músculos.
—Sueños.
—¿Pero tú sueñas, tah Derguín? Para soñar hay que dormir, y para dormir hay que relajarse un poco.
—No te burles de mí, Neerya. Tú sí que te estás quedando dormida. No quieres escucharme.
—No seas niño, Derguín. No me burlo de ti, ni me estoy durmiendo. Te escucho, pero los dedos de tu pupilo son mágicos y me gusta cerrar los ojos para disfrutarlos más. Háblame de tus sueños.
—Empezaron hace tiempo. Yo acababa de conseguir la Espada de Fuego, y aún estaba entre los Gaumas. Empecé a tener un sueño que se repetía cada tres o cuatro noches, y a veces más a menudo.
—¿Qué soñabas?
—Soñaba con un lugar muy profundo y oscuro. Estaba bajo tierra, muy lejos de la luz del sol. Viajaba con una gente extraña. Eran bajos, tanto que apenas me llegaban al hombro, y estaban desnudos, aunque tenían largas cabelleras que les cubrían el cuerpo. Había niños, hombres y mujeres, y también ancianos con el pelo tan largo que se lo anudaban en las piernas para no tropezar con él.
—¿De qué color era su piel?
—Allí abajo no existían colores. Sólo negros y grises. Ellos veían en la oscuridad, pues tenían ojos enormes y sin córneas, todo pupilas. Yo también veía, pero en mi sueño nunca me pregunté por qué.
—¿Y qué más pasaba?
—No pasaba nada. Sólo viajábamos. Viajábamos por túneles que se retorcían, subían, bajaban y se bifurcaban como un laberinto infinito. Cada vez que llegábamos a una encrucijada, el más anciano de ellos, al que llamaban el Sabio Cantor de la Tribu, nos señalaba el camino que había que seguir con una lanza rota.
—¿Quiénes eran esos hombres con estatura de niños?
—Al principio no lo sabía, pero cada noche que soñaba con ellos entendía algo más de lo que cantaban.
—¿Cantaban? ¿Qué quieres decir?
—No hablaban como la gente normal. Siempre cantaban. Con el tiempo me di cuenta de que utilizaban versos y estrofas diferentes para expresar sus estados de ánimo. Había versos para informar, para lamentarse, para pedir algo, para hablar de comida, y también para aparearse.
—¿Cuántos eran?
—Una vez los conté, y eran ciento diecisiete. Noches después, los volví a contar, y seguían siendo ciento diecisiete. Es extraño, porque en los sueños nada permanece. Pero en éste, sí. Cada noche, cuando volvía a encontrarme en aquellas cavernas, veía las mismas caras, oía las mismas voces…
—Y eso te hizo pensar que tu sueño era fidedigno…
—Sí, pero yo jamás había estado allí. O soñaba mi propio futuro, o veía por los ojos de otra persona.
—Cuéntame más.
—Seguí soñando con esa gente durante toda mi estancia entre los Gaumas. Después embarqué con Narsel, y en su barco aún soñé con ellos. Y por fin me instalé aquí… y el sueño me seguía visitando, noche tras noche. Aprendí tanto de esa gente que llegué a cantar como ellos cuando necesitaba comer o pedirles algo.
—¿Y para copular? —preguntó Neerya con malicia.
Ariel miró de reojo a Derguín. El Zemalnit se había sonrojado.
—También… Pero ni en sueños fue una experiencia satisfactoria. Sólo lo hice una vez.
Derguín prosiguió con su relato, mientras Ariel se dedicaba a masajear las piernas de Neerya. La Tribu, que así se llamaban a sí mismos, vivía de las aguas subterráneas y de animalejos de carnes magras y ojos tan saltones como los suyos. El Sabio Cantor de la Tribu gobernaba e impartía justicia con su lanza negra, un arma que fascinaba a Derguín, tan oscura que se recortaba contra las sombras más profundas de aquel mundo subterráneo.
Una vez dos mujeres disputaron por un hombre, y una de ellas mató a la otra con un puñal de sílex. En el juicio de la asesina, el Sabio Cantor la adoctrinó entonando la historia del pueblo en unos larguísimos versos. Desde hacía mucho tiempo la Tribu buscaba un lugar prometido, un paraíso de luz, la luz que habían perdido mucho tiempo atrás por sus faltas. Lo paradójico era que en busca de ese paraíso peregrinaban a las profundidades de la tierra en vez de ascender a la superficie. Cada vez que topaban con un camino que los obligaba a subir, surgían murmullos de angustia entre ellos. En cambio, cantaban complacidos cuando daban con un sendero que descendía hacia el destino anhelado. Cuando llegaran ante la luz que les aguardaba, su fulgor les abrasaría los ojos, y entonces, al fin, podrían contemplarla con ciego arrobo por el resto de los eones.
Mientras los demás miembros de la Tribu cantaban melodías de esperanza y nostalgia por aquel paraíso perdido, el anciano tocó a la asesina en la frente con el asta rota de la lanza. La mujer se desplomó en el suelo, se retorció un instante y murió. Dentro del sueño, Derguín percibió que de la lanza brotaba un gran poder, y concibió el deseo de poseer aquel objeto, aunque tuviera que matar para ello.
—¿De verdad querías matar? —preguntó Neerya.
—Sí. Por apoderarme de la lanza, estaba dispuesto a asesinar de una forma tan fría y a la vez tan ávida que me despertaba sudando, culpable por albergar un sentimiento así.
Estaba navegando ya por el mar de Ritión en el barco de Narsel, prosiguió Derguín, cuando tuvo un sueño aterrador, aún más vivido que otras veces. Viajaban por un angosto pasadizo, que los condujo a una vasta caverna. Derguín llegó a sentir el soplo de una brisa fría y por un instante creyó que habían salido a la superficie.
El Sabio Cantor alzó la lanza negra y entonó unos versos de poder. De la lanza brotó una luz violeta que lo tiñó todo de colores extraños y espectrales. El lugar en el que se encontraban era un túnel cuyo techo se hallaba a más de treinta metros sobre sus cabezas, y cuyos extremos se perdían de la vista. Entre la Tribu cundieron cantos de miedo y desazón, pues por alguna razón que a Derguín se le escapaba, aquel lugar era peligroso. El Sabio Cantor señaló a la otra pared del túnel, donde se advertía otra abertura, justo enfrente de la galería que los había llevado hasta allí. Corrieron guiados por la luz fantasmal de la lanza y se apelotonaron ante la entrada del nuevo pasadizo.
Derguín no comprendía el motivo de tanta premura, hasta que un enorme estrépito empezó a sacudir el suelo y las paredes de aquella vasta caverna y comprendió que algo enorme, alguna criatura de proporciones inconcebibles, venía arrastrándose por el túnel.
Angustiados, los miembros de la Tribu intentaban entrar en tropel y se empujaban, se mordían y se pisaban unos a otros. Derguín aprovechó que era más grande y fuerte que ellos para apartarlos de su camino y entrar de los primeros en el estrecho refugio. A su espalda se oía un estrépito enorme y las paredes de roca se estremecían como si llegara el fin del mundo. Derguín se agachó y corrió por un pasadizo que subía en un estrecho caracoleo, alejándose del túnel. Detrás de sí oyó gritos de terror. Luego, el suelo tembló con tal fuerza que Derguín cayó de bruces y escondió la cabeza entre las manos.
El fragor llegó a su paroxismo, y después de unos minutos, empezó a bajar de volumen, y por fin se extinguió en la distancia. Derguín se puso en pie y volvió con los miembros de la Tribu, que yacían apelotonados alrededor del Sabio Cantor mientras entonaban versos de adoración y miedo por el paso de aquel gran dios de las profundidades que había estado a punto de aplastarlos. Al contarlos de nuevo, Derguín comprobó que faltaban once. Aquella noche, y también durante las siguientes, hubo un frenesí de cópulas colectivas, como si la Tribu se esforzara por recuperar su número prístino.
Durante varias jornadas después de eso, la Tribu no tuvo más remedio que ascender entre cantos de angustia y pesadumbre, pues no encontraba ningún sendero que bajase; y, por alguna absurda razón, para ellos era inconcebible desandar los túneles ya recorridos.
En la vigilia, Derguín ya había desembarcado en Narak, pero el sueño persistía, como una doble existencia que viviera por las noches. Tras largas jornadas de desazonador ascenso, la Tribu llegó a una cueva en forma de domo natural. Sobre su cabeza, Derguín atisbo una luz blanca e intuyó que allí estaba la superficie. La gente de la Tribu empezó a entonar versos de pánico y todos se arremolinaron en torno al Sabio Cantor. Este encendió de nuevo la luz espectral y, con un breve verso de alegría, les señaló un pasadizo estrecho y tortuoso, casi un pozo, tan abrupto que para bajarlo tuvieron que agarrarse con manos y pies a las ásperas paredes.
Derguín quería escapar a la superficie, pues pensaba que sólo así podría salir de aquella pesadilla siniestra y recurrente. Pero antes se había empeñado en apoderarse de la lanza negra. Al final del pozo, la Tribu encontró una cueva plagada de columnas, y allí se liberaron de la tensión de tantos días de caminos ascendentes con una nueva sesión de cópulas desenfrenadas. Cuando terminaron, todos quedaron exhaustos y se durmieron.
Derguín caminó entre los cuerpos tumbados y se acercó al Sabio Cantor, que había compartido los favores de dos mujeres. El anciano abrió los ojos, y sus pupilas negras y redondas como pozos lo miraron casi con pena. Levantó la lanza negra para dirigirla a la cara de Derguín, pero éste fue más rápido y le agarró la muñeca, y al apretar los dedos sintió cómo se chascaban bajo ellos los huesos del anciano. No recordaba haber tenido nunca tanta fuerza. Puso la mano sobre la boca del anciano y apretó. El Sabio Cantor entonó versos de trece sílabas que antes nunca había usado, y aquellos versos poderosos quemaron la mano de Derguín como una antorcha. Pero él no soltó, y siguió apretando con la furia vesánica del sueño hasta que el viejo se ahogó con un último estertor.
Muchos se habían despertado con los ruidos de la lucha. Rodearon a Derguín, lo agarraron, le dieron mordiscos y pellizcos. Pero Derguín era muy fuerte, y golpeó con la lanza, y sintió cómo su punta negra desgarraba carnes y quebrantaba huesos. Matando y pisoteando, se abrió un pasillo entre ellos y huyó hacia el pozo por el que habían bajado.
Escaló poseído por una fuerza que era a medias suya y a medias de aquella lanza negra que parecía trepidar en su mano. Fue una subida angustiosa por la urgencia y la estrechez, pero llegó al domo donde había visto el rayo de luz.
Allí estaba, sobre su cabeza, pero mucho más tenue que antes. Quizá sólo era una fosforescencia que lo había engañado. Derguín sintió un instante de desesperación y pensó que jamás volvería a sentir el cielo sobre su cabeza. Pero levantó la lanza y entonó un verso de mando, para encender aquella luz extraña y examinar mejor la cúpula de roca.
Algo no funcionó bien. Tal vez el verso, tal vez la mano de Derguín. De la punta de la lanza brotó una ondulación azulada, y un segundo después el techo de la caverna se vino abajo con estrépito.
Derguín se despertó en su lecho de Narak, con un grito y empapado de sudor. Estaba convencido de que había muerto en su sueño, y por alguna razón pensó que si volvía a dormir y el sueño se repetía, moriría de verdad. Aguantó varias noches de vigilia, bebiendo tazas de café negro y entrenando con la Espada de Fuego hasta que los nervios le ardían como mechas prendidas.
Pero al final cayó rendido, leyendo en su biblioteca. La barbilla se le venció sobre la mesa, y al momento el sueño retornó…
Estaba encerrado en las tinieblas, rodeado de tierra y piedras que le oprimían el pecho y la espalda. Pero no le poseía la ciega desesperación que había esperado, sino una determinación tan fiera que no podía ser humana. Movía brazos y piernas con furia, sin hacer caso de las aristas que rasgaban su piel ni de los huesos que se habían roto y que dolían aún más al recomponerse dentro de su cuerpo. Luchó en la oscuridad, respiró polvo, empujó contra las piedras invisibles que querían aplastarlo.
«¡Madre, ayúdame!», se oyó decir, aunque la tierra llenó su boca y ahogó sus palabras.
Y entonces dio un último empujón, y su cabeza salió a la luz.
Sobre él brillaba Rimom, en su cenit, pero después de tantos meses enterrado su luz le pareció más intensa y cegadora que la del sol.
Derguín sacudió los hombros, agitó las piernas y emergió del suelo como una criatura telúrica. Después se enderezó y levantó el brazo derecho. En él sostenía la lanza negra, y la había aferrado durante tantos días que tenía los dedos agarrotados sobre el asta.
De pronto Derguín salió de sí mismo, arrancado fuera de sus propios ojos, como si un soplo de viento le hubiera arrebatado el espíritu. Se miró desde fuera, y al hacerlo descubrió al hombre que había creído ser. Un gigante de cabello oscuro y desgreñado, con jirones de ropa colgando de su cuerpo delgado, pero ancho y duro como el de una estatua. El gigante intuyó su presencia y lo buscó con ojos de doble pupila que podían ver en la oscuridad.
Togul Barok levantó la lanza negra al cielo y gritó:
—Sé que estás ahí, hermano. ¡Te encontraré!
Derguín terminó su relato con los ojos perdidos, y abrazándose las rodillas. Ariel se había quedado con las manos paradas sobre los tobillos de Neerya, pero ésta seguía tan absorta el relato de Derguín que no se dio cuenta. La cortesana se levantó sin cubrirse con la toalla, se acuclilló junto a la bañera y sacudió los hombros del Zemalnit.
—¡Ahora no estás soñando, Derguín! ¡Vuelve!
Derguín movió la cabeza y miró a Neerya.
—Perdona. Desde entonces sueño con ese rostro jurándome venganza. No, no sueño. Lo veo de día, a todas horas. Estoy convencido de que Togul Barok sigue vivo.
Neerya se metió en el agua y tomó las manos de Derguín.
—Si estuviera vivo, ya se habría sabido de él. Un hombre como él no puede pasar desapercibido.
—Estoy seguro de que fue él quien envió a esa mujer a asesinarme.
Derguín y Neerya se miraban a los ojos, muy cerca. Ariel no sabía qué hacer. Estaba de más allí, pero no se atrevía a retirarse sin permiso y además quería saber en qué paraba la conversación.
—No tienes por qué tener miedo a nadie. Eres dueño de la Espada de Fuego.
—Por eso mismo mis miedos son peores.
—No te entiendo.
—Se supone que soy el guerrero más poderoso de Tramórea. Pero eso significa que mis enemigos no son simples mortales. Zemal fue forjada para combatir contra dioses y demonios, adversarios contra los que puedo perder algo más que la vida.
—¿Te arrepientes de poseer la Espada de Fuego?
Derguín miró hacia el asiento donde había dejado el arma dentro de su funda.
—Da igual que me arrepienta o no. Ya no puedo renunciar a ella. Si la pierdo, moriré. Y si la conservo, me temo que también moriré.
—¡Eres el Zemalnit, por todos los malditos dioses! —restalló Neerya, salpicando a Derguín de un manotazo—. Deja de hablar como un niño asustado.
Ariel frunció el ceño. No le gustaba que nadie hablara así a su señor. Estaba a punto de intervenir, aunque le costara un par de azotes, cuando Derguín empezó a reír con voz queda.
—Tienes razón, Neerya. Soy el Zemalnit. No puedo mostrar debilidad, ni siquiera delante de mis amigos.
—No es eso. Delante de mí puedes… —dijo la cortesana, tal vez arrepentida de su arrebato.
—Eres una mujer inteligente. ¿Qué me aconsejas que haga?
Ella volvió a tomarle las manos.
—Deja de aguardar sin hacer nada hasta que te roben la Espada de Fuego o te maten. No esperes a tener un ejército de diez mil guerreros escogidos, porque eso nunca ocurrirá. Utiliza lo que ya tienes. Actúa. Toma decisiones. De momento, consulta a la oniromante del santuario de Rimom para que interprete tus sueños y te diga si salieron por la puerta de cuerno o por la de marfil.
Derguín asintió y se quedó en silencio. Neerya salió de la bañera y pidió a Ariel que la ayudara a secarse. Después se vistió y se despidió.
—¿No te quedarás a cenar? —preguntó Derguín.
—Hoy no. Tienes cosas en las que pensar.
Al día siguiente de aquella conversación entre Derguín y Neerya, Kybes devolvió a Ariel el dinero con gesto grave.
—Ya no te lo puedo guardar. He de salir de viaje, y no quiero llevarme lo que es tuyo.
—¿Por qué no? Yo me fío de ti. Seguro que no te lo vas a gastar.
El Aifolu le revolvió el pelo.
—Cierto. Pero yo no estoy seguro de si voy a volver.
—¿Por qué?
Ariel se dio cuenta de que había preocupación en los ojos del joven Aifolu, y algo más. Sí, era miedo. Ariel creía que alguien que llevaba una espada colgada al cinto no podía sentir miedo, pero al parecer no era así. De hecho, el propio Zemalnit había confesado a Neerya que tenía miedo.
—Adiós, Ariel. Cuida bien de Derguín Gorión. Le hace falta.
Ariel no volvió a ver al alegre Kybes en Narak.
Después de su conversación con Neerya y un día antes de que Kybes se despidiera de Ariel, Derguín salió de su casa y cruzó el jardín que la separaba del Arubshar. Era de noche, y entre las sombras de la puerta trasera había un joven sentado con las piernas cruzadas y la barbilla caída sobre el pecho. Pero cuando Derguín se acercó un poco más, se levantó como un resorte y desenvainó la espada. Derguín le contestó con el santo y seña, complacido de la rápida reacción del centinela.
Dentro del patio de entrenamiento ardían dos braseros apoyados en altos trípodes de bronce. Los Ubsharim dormían, con las colchonetas tendidas en meticulosas líneas paralelas. Derguín pasó entre ellos, examinando sus rostros. Tras los esfuerzos del día, dormían relajados, una bendición que no podía compartir con ellos. La vida en Arubshar era dura: después de ocho horas de entrenamiento, los cadetes aún tenían que estudiar cuatro horas, dando cabezadas entre manuales de idiomas, antologías poéticas, crónicas de historia, tratados bélicos y un sinfín de disciplinas más.
Cerca de una columna dormían Kybes y Semias; la mano de éste se apoyaba protectora sobre el hombro de aquél. Derguín los contempló un rato, antes de despertarlos. Su sueño era tan apacible como el de los demás, y Kybes incluso sonreía. Los dos amigos eran muy distintos: Semias, pálido, alto y taciturno; Kybes, moreno, de estatura mediana y extravertido. Sin embargo, estaban tan compenetrados que Derguín siempre los relacionaba en su mente y a veces incluso confundía sus nombres. Lo compartían todo, estudiaban juntos, hablaban entre ellos sin cesar y al dormir siempre tendían sus colchonetas al lado. Eran los más hábiles con la espada, y por eso Derguín los estaba adiestrando en el Tahedo, y no sólo con la espada de dos filos.
Entre los demás Ubsharim se rumoreaba que Kybes y Semias eran amantes. De ser cierto, lo que iba a pedirles Derguín les resultaría más penoso. Pero no le quedaba más remedio. Como le había reprochado Neerya, tenía que dejar de esperar y pasar a la acción. Estaba jugando al ajedrez con las piezas negras, enrocado y protegido tan sólo por tres o cuatro peones, mientras unos enemigos invisibles lo atacaban con caballos y alfiles que parecían venir de la nada. Ya era hora de enviar a sus propios peones a que se coronasen reinas.
Los llamó apretándoles el hombro, primero a Semias y luego a Kybes.
—Os espero fuera.
Unos minutos después, los dos jóvenes aparecieron en la puerta, vestidos y armados con sus espadas, pero con paso aturdido y ojos soñolientos. Derguín los guió hasta su casa y los llevó hasta la biblioteca. En un rincón de la izquierda, tras una viga maestra, había una armadura. Derguín la puso a un lado levantándola en vilo, pues era de un material muy ligero, y después apartó un viejo tapiz que colgaba detrás. El tapiz ocultaba una puerta de madera.
—¿Un pasadizo secreto? —preguntó Kybes, divertido.
—Para vosotros, ya no —repuso Derguín, abriendo el cerrojo de madera.
La puerta daba a una bóveda de techo de ladrillo. En aquella especie de trastero había tinajas rotas, barriles vacíos, un rollo de cuerda y otros cachivaches que ya estaban allí cuando Krust le dio la casa y que Derguín no se había molestado en retirar. Pero ahora había un objeto nuevo, apoyado en el rincón más oscuro: la caja que guardaba el cuerpo petrificado de Mikhon Tiq. Al pasar al lado, Derguín la rozó con la mano y susurró un saludo.
Pasada la bóveda, que tenía unos cuatro metros de largo, avanzaron por un túnel excavado en la tierra. No tardaron en llegar a una bifurcación. A la izquierda bajaba una galería de más de quinientos metros de longitud que atravesaba el corazón de la Buitrera y desembocaba en la llanura de Branarak. Pero ellos tomaron la escalera de la derecha, y subieron casi doscientos escalones hasta salir a un repecho, un mirador natural que dominaba toda la bahía.
—Una vista excelente, ¿no os parece?
—Sí, tah Derguín —contestó Kybes.
Por encima de sus cabezas sólo quedaba una pared vertical de diez metros que coronaba el peñasco y era el punto más alto de la caldera de Narak. Durante un rato contemplaron las luces de la ciudad y del cinturón de Zenort en aquella noche sin lunas, y sólo se oyó el flamear de sus ropas al viento.
—¿Cuántos años creéis que tengo? —preguntó Derguín de pronto, recordando las palabras de Neerya.
Semias torció un poco la boca. Derguín casi pudo leer sus pensamientos. ¿Nos ha levantado a medianoche para preguntarnos esto?
—Treinta —contestó Kybes, con decisión.
—Menos.
—¿Veintinueve? ¿Veintiocho?
Derguín soltó una carcajada.
—Veintiuno.
Ambos amigos se miraron, sorprendidos.
—¿Cómo es posible? Siempre hemos creído que eras mucho mayor.
—Porque es lo que yo mismo os he hecho creer. —Y porque la Espada me está consumiendo, añadió para sí—. ¿Entendéis la razón?
—Temes que al saber que eres tan joven como nosotros te perderemos el respeto —dijo Semias—. Pero, si me permites decirlo, te equivocas.
—Estoy de acuerdo con Semias —intervino Kybes—. Te respetamos por ser tú.
—¿Por ser el Zemalnit?
—Por ser Derguín Gorión, el hombre que se convirtió en Zemalnit —añadió Kybes, en tono inspirado—. Yo te admiro, no porque poseas la Espada de Fuego, sino porque la ganaste enfrentándote a guerreros como Togul Barok o Kratos May. Y quiero seguir a un hombre así.
Derguín iba a hacer algún comentario irónico, pero se dio cuenta de que Kybes hablaba en serio, mientras que Semias corroboraba las palabras de su amigo con una vigorosa afirmación Por los dioses, así que era capaz de despertar devoción entre sus futuros guerreros.
Pero pensar eso no le hizo sentirse mejor.
—¿Haréis lo que os encomiende? Una vez que os explique lo que quiero de vosotros, ya no podréis arrepentiros.
—Cuando nos convertimos en tus Ubsharim te juramos fidelidad —insistió Semias.
Derguín se dirigió a Kybes.
—A partir de este momento no revelaréis nada. Ni siquiera lo volveréis a comentar entre vosotros. Tendréis que separaros. Sé que sois muy amigos, así que os diré esto: Es muy posible que uno de vosotros no regrese… tal vez ninguno de los dos.
Semias frunció el ceño y Kybes tragó saliva. Después cruzaron una breve mirada, preñada de miedo, y de dolor, y de muchas cosas que Derguín no pudo ni quiso comprender. Contra lo que esperaba, fue el bullicioso Kybes quien primero movió la cabeza para indicarle a su amigo lo que debían hacer.
Los dos se volvieron hacia Derguín y asintieron silenciosos. Son soldados, se dijo tragando saliva. Tus soldados.
No, se corrigió: Tus peones.
—Kybes, tú eres de Valiblauka. ¿Conoces bien a los nómadas Aifolu?
—Mi padre era Aifolu, tah Derguín. Procedía de una familia nómada, pero cuando se casó con mi madre, que era Ritiona, se asentó en la ciudad de Barniya para comerciar con lana.
—Sin embargo, tienes rasgos de Aifolu casi puro.
—Si te refieres a mis ojos, soy el único de los seis hermanos que salió así. Entre los Aifolu, quienes tenemos los ojos tan amarillos somos conocidos como Limones. Ellos lo consideran un signo de distinción, pero mi madre se burlaba de mí y me decía que me había encontrado abandonado en un canastillo…
—Kybes, a tah Derguín no le interesan tus historias familiares.
—Todo lo contrario, Semias —le corrigió Derguín—. La misión que voy a encomendarle se debe a sus rasgos Aifolu. Kybes, embarcarás mañana a mediodía en una nave de la flota de Narsel. Ya me he encargado del pasaje. Viajarás hasta la ciudad de Ilfatar, y desde ella saldrás al encuentro del Martal.
—¡Me has enseñado mucho, tah Derguín, pero no sé si seré capaz de derrotarlos a todos yo solo!
—Tal vez sí, si obras con astucia. Quiero que te infiltres entre ellos.
—¿Me aceptarán?
—Irás como Tahedorán. —Derguín le tomó el brazo y cerró alrededor de su muñeca un brazalete de oro.
—Yo no tengo derecho a llevar esto, tah Derguín —repuso Kybes, acariciando las siete estrías rojas.
—Un espía debe saltarse las normas a menudo. Cuando llegues como Tahedorán, y siendo Aifolu, te aceptarán en el Martal. Debes convertirte en uno de ellos y hacer todo lo que te exijan, ¿entiendes?
—Sí, tah Derguín.
—Si es necesario que te inicies en uno de sus sangrientos ritos, lo harás.
—Lo haré.
—Si te piden que mates, matarás.
—Mataré, tah Derguín.
—Quiero saber quién es el Enviado, y qué pretende exactamente. Quiero saber por qué hace unos meses mandó a un espía a robarme la Espada de Fuego. Quiero saber quién es ese Ariseka, el dios al que adoran, y en qué consiste esa religión a la que llaman la Voz. De todo ello me informarás. Te entregaré un cayán. Es aún más inteligente de lo habitual en su especie. El me traerá tus mensajes. Pero evita que te sorprendan comunicándote conmigo, o te matarán.
—Es de esperar… —repuso Kybes, volviendo a tragar saliva.
—En cuanto a ti, Semias, tu caso es parecido al de Kybes. Te necesito por tu sangre Ainari. Tu barco zarpará dentro de cuatro días. En doce o trece días estarás en Tíshipan, y de ahí te dirigirás a Koras. Viajarás como un estudioso. Yo te escribiré una recomendación para Tarondas, director de la biblioteca de Koras. Ese lugar te servirá como base de partida para tu investigación. Pero lo que has de averiguar no está en los libros.
»En la academia de Uhdanfiún hay un lugar secreto. Sé que se encuentra bajo tierra, pero tú tendrás que averiguar su emplazamiento exacto, pues a mí me llevaron con los ojos cerrados, como a todos los que tuvimos que pasar el Trago.
—¿El Trago? ¿Te refieres a la prueba del Espíritu del Hierro?
—Así es. En ese santuario recóndito, los sacerdotes de Anfiún custodian desde hace siglos el secreto de las Tahitéis: una pócima conocida por quienes la hemos ingerido como la Mixtura.
—Quieres la fórmula de esa pócima, para poder prepararla aquí en Arubshar.
—No me sirve la fórmula. Yo mismo la averigüé consultando legajos de la biblioteca de Koras. Contiene agua, azúcar y sal, limaduras de hierro, cobre, oro, platino y otros metales, y también sangre humana y algunos ingredientes más. Pero con ellos no basta.
»Entre los montes Khugros y la sierra Eskhate habita un pueblo cuya longevidad es proverbial. Según se dice, conservan la cepa de un hongo que hace fermentar la leche de sus cabras y produce la bebida responsable de que muchos superen los cien años. Esa cepa es sagrada para ellos, y se la pasan de padres a hijos, pues si la perdieran ya no podrían fabricar su brebaje, ya que la clave no está en la leche que da sustento al hongo, sino en el propio hongo.
»Del mismo modo, los sacerdotes custodian una antiquísima cepa que les confió el propio dios Anfiún al entregarles el secreto de las aceleraciones. Cuando la introducen en un líquido preparado según la fórmula correcta, la cepa se alimenta de ese líquido, se multiplica por sí sola y fermenta hasta producir la Mixtura. Así, de la cepa original se obtiene la cantidad de Mixtura suficiente para que decenas de alumnos puedan pasar a la vez la prueba del Espíritu del Hierro.
»Necesito esa cepa, Semias. Tráela, y conseguiremos fabricar la Mixtura aquí, en Arubshar. Sólo de ese modo podré adiestrar a mis propios Tahedoranes».
—Quieres que robe una muestra de la cepa…
—Quiero que te lleves toda la cepa. —Derguín puso una mano en el hombro de Semias—. Si no queremos que Ainar nos invada con un ejército de guerreros tres veces más fuertes y rápidos que los nuestros, debemos robarles el secreto de la aceleración.
Cuando despidió a Kybes y Semias, Derguín se quedó un rato en la bóveda. Como hacía todos los días, abrió la caja y levantó en vilo el cuerpo de Mikhon Tiq. Lo hacía para comprobar su peso, pues era tan liviano como un niño de cinco años. A Derguín lo acuciaba una duda: ¿Mikha había perdido toda esa masa cuando Linar lo hechizó o se iba desgastando con el paso del tiempo? Echaba en falta algún instrumento que pudiese medir el peso con precisión. Cada vez que levantaba su cuerpo, tenía la impresión de que pesaba menos que el día anterior. Pero se repetía a sí mismo que eso era imposible, tan sólo una obsesión suya, pues si Mikha estuviera perdiendo su propia sustancia a ese ritmo, después de más de dos años petrificado ya se habría disuelto en la nada.
Ahora que tenía en casa aquella imagen exánime de su amigo, la inquietud por su destino era aún más acerba. Durante aquellos dos años, el gesto de espanto de Mikhon Tiq se había desdibujado en su recuerdo; ahora lo tenía presente, tallado en rasgos que podía tocar. Se preguntaba qué suplicios le estarían infligiendo Ulma Tor y el oscuro poder al que servía. Sobre todo, se preguntaba dónde lo había llevado. ¿Al Prates, el abismo donde según algunos relatos el alma del gran héroe Minos Iyar sufría también torturas sin cuento? Derguín no había encontrado detalles exactos sobre la situación de aquel paraje infernal. Según cada autor podía estar en un sitio diferente: en las Tierras Antiguas; en el macizo de Halpiam, cuyas cimas rozaban las estrellas; en el extremo oeste de Tramórea; en el continente Austral del que procedían los Aifolu…
Otra duda lo atormentaba aún más: si hallaba alguna pista sobre el Prates, ¿se atrevería a viajar hasta allí? ¿Qué ocurriría si su viaje era en vano y no lo encontraba? Y peor aún: ¿qué ocurriría si lo encontraba? ¿Con qué horrores se tendría que enfrentar?
—No me atrevo a buscarte, Mikha —dijo en voz alta—. Tengo miedo. Pero hoy acabo de mandar a dos chicos que tienen nuestra edad a una muerte probable. Ellos sentían miedo también, lo he visto en sus ojos. Sin embargo, van a partir hacia un destino que desconocen porque yo se lo he pedido.
Derguín se acercó a la estatua. La boca seguía abierta; los ojos, grises y sin embargo tan reales que parecían mirarlo. Derguín le acarició la mano. Estaba fría, y aún lo parecía más al contacto con su piel ardiente.
—Pídeme que vaya a buscarte, Mikha. Mándame una señal. ¿Por qué puedo soñar con mi hermano y con otros horrores de los que no quiero saber, y no contigo? Dime dónde estás, Mikha, y yo iré a buscarte.
Derguín desenvainó a Zemal. Las llamas sin fuego bailaron sobre los rasgos de su amigo y durante un instante tuvo la ilusión de que el juego de sombras y luces animaba su boca, como si quisiera hablarle.
—En esta ciudad hay un templo de Rimom en el que una oniromante llamada Argatil interpreta los sueños. Dicen que acierta con todos, que sabe cuándo un sueño es cierto o falso, y que sabe entender incluso los más extravagantes. He solicitado una visita, Mikha, y para ello he ofrecido un cordero lechal. Sé que te encanta, pero me temo que su grasa se la comerá el dios y sus carnes los sacerdotes. Pero en cuanto volvamos a estar juntos, te traeré a Narak y lo comeremos en una noche de Taniar, asomados a la bahía.
»Dentro de dos noches dormiré en el templo de Rimom. Ayunaré desde el amanecer, ni siquiera podré beber agua. Mi mente estará limpia. Podrás escribir en ella lo que quieras. ¡Tú eres un Kalagorinor, Mikha! No sé dónde te tienen, pero debe haber alguna forma de que me lo digas. «Mándame una señal.