Después del día de descanso, la Horda levantó su campamento y se puso en marcha hacia Yamesha. En teoría, debían estar en camino una hora después de la puesta de sol. En la práctica, siempre tardaban más, pues Forcas tendía a pecar de imprevisión y optimismo.
Al principio el camino fue igual que el de las jornadas anteriores. A su izquierda se levantaban los montes Crisios, ocres y rugosos. A la derecha se extendía la meseta de Malabashi, de suelo rojizo y sembrado de piedras. La vegetación era escasa: arbustos, espinos, una hierba dura y raquítica. Las bestias de carga apenas podían pastar al final del día, y estaban consumiendo todo el grano que cargaban. La expedición sufría también el racionamiento del agua. A lo largo del camino que llevaba de la Ruta de la Seda a Malib había aljibes recubiertos de almagra en los que se guardaba el agua que bajaba desde las montañas por canales subterráneos. Pero estaban preparados para abastecer a pequeñas caravanas, no para saciar la sed de una multitud errante.
Según los guías Malabashares, aquella tierra era fértil cuando se regaba. En los enclaves más feraces, junto a los ríos y en los oasis que crecían sobre las aguas freáticas, se levantaban las aldeas y ciudades de los Atavi, la población sedentaria. El resto del territorio lo pastoreaban los nómadas Khrumi.
Yurto, el guía que acompañaba al batallón Narval, le había dicho a Kratos que los Khrumi eran la escoria de la tierra. Sucios, holgazanes y mentirosos, se acostaban con sus propias madres cuando no podían hacerlo con sus cabras. A los soldados de la Horda les gustaba oír que el enemigo contra el que tendrían que ganarse el pan y la tierra era tan despreciable. Pero Kratos no lo creía así. A veces se apartaba de la ruta y acompañaba a los exploradores que recorrían las inmediaciones para prevenir emboscadas, y había visto a los Khrumi de lejos. El jefe de los batidores solía prestarle el catalejo. Con él llegó a ver a toda una tribu nómada en marcha, viajando con sus rebaños de cabras, ovejas y avestruces. De lejos, le dio la impresión de que los hombres llevaban la cabeza cubierta, y Yurto se lo confirmó. Un Khrum, le explicó, se tapa la boca y la nariz cuando cabalga, para no respirar el polvo de la meseta, y jamás se quita el turbante, que es su orgullo y su distintivo.
A Kratos no le parecieron tal escoria. Los guerreros a camello tenían buen porte y parecían organizados. Aun así, le preocupaba más el otro enemigo con el que tendrían que enfrentarse para defender las caravanas de la divina Samikir: las Atagairas. En persona, sólo había conocido a una. Pero si las guerreras Atagairas eran la décima parte de bravas que Tylse, la Horda Roja iba a encontrar al adversario más temible de su historia.
A mediodía el sendero giró hacia la izquierda y se acercó a las montañas. Paradójicamente, el terreno descendió y el suelo empezó a verse más húmedo y cubierto de una vegetación más espesa. Poco después llegaron junto a un río llamado Guijarral, y acamparon en una explanada delimitada por un meandro.
Dominando aquel llano se alzaba una colina donde los ingenieros construyeron una atalaya de madera. Cuando estuvo terminada, Kratos subió a otear el panorama con el médico Zagreo y el sargento Gavilán. Por primera vez en muchos días, los tonos verdes predominaban sobre el ocre y el gris. Mirando hacia el norte, al pie de las montañas, divisó Yamesha. Por el perímetro de las murallas, calculó que la ciudad tendría tres o cuatro mil habitantes. Pero al este encontró un paraje que llamó más su atención. El suelo aparecía roto por unos picos rojizos, recortados con relieves caprichosos, que debían elevarse más de cien metros sobre la vegetación que los rodeaba.
—Parece la dentadura de un dragón enterrado —comentó Gavilán.
—Tienes una imaginación desbocada, sargento.
—No me digas que eso de ahí no parece un colmillo, capitán, y ese monte más romo, una muela.
Kratos entrecerró los ojos. En verdad, aquellos picos podían parecer la mandíbula de una bestia gigantesca, fulminada en tiempos remotos por el rayo de Manígulat y puesta a secar al sol.
—Me han dicho que ese paraje se llama el Aural —comentó Zagreo.
—Ese nombre me resulta familiar —dijo Kratos.
—Allí hay un oráculo de la diosa Eleris. Es tan célebre que no sólo acuden los Malabashares, sino también gentes de Abinia y del propio Ritión. Según me han dicho, la sibila es una anciana que tiene más de cuatrocientos años.
—En cada pata —contestó Gavilán.
—No hables con esa ligereza de las cosas sagradas. Es mejor andarse con cuidado con los oráculos.
—Esto es lo que opino de los oráculos. —Gavilán escupió desde la atalaya—. La única forma de acertar prediciendo el mañana es decir: «El futuro es una mierda». Así no se puede fallar.
El sonido de tambores y trompetas interrumpió la diatriba del sargento. Se volvieron hacia el sur. Una pequeña caravana se acercaba al campamento.
—¿Khrumi? —aventuró Gavilán.
—No —dijo Kratos—. Los Khrumi nunca utilizan las calzadas, según me han contado. No, mirad ese carromato alargado: me parece que lo que viene ahí es nuestra paga.
Aidé seguía enojada con Forcas, que ese día la había obligado a viajar en carroza. El duque sostenía que para ser su esposa antes debía convertirse en una dama, y que las damas no viajaban a caballo.
—No tengo por qué ser una dama —volvió a protestar Aidé, mientras se preparaban para recibir a Urusamsha—. ¡Soy la hija de Hairón!
—Querida, tu padre era un gran hombre, sin duda. Pero me temo que descuidó un poco tu educación.
—¡Me enseñó lo que me tenía que enseñar!
—Sí, a montar a horcajadas, disparar el arco y escupir como un soldado. Magníficas enseñanzas para convertirse en la concubina de alguien como Ihbias. Pero no en la esposa de un gobernante.
Aidé se mordió el labio para no contestar. A Forcas le encantaba recordarle que, de no haber aparecido él en la Horda, Ihbias se habría convertido en caudillo y tal vez en su amante.
—Vamos, compórtate y ponte esto.
Cuando Forcas le tendió la ropa, Aidé se quedó mirando su mano. El duque tenía los dedos muy blancos, pues cuando salía al aire libre siempre se ponía guantes. Las uñas estaban limpias y limadas, y se depilaba cada tres días las falanges y el dorso de las manos. Aidé pensó en los dedos de Ihbias, que eran tan gruesos, renegridos y grasientos como las salchichas a la brasa que le habían ofrecido los soldados, y se estremeció al pensar que pudieran rozarle la piel. Luego recordó las manos de Kratos tal como las había visto a la luz de la hoguera. Aunque estaban llenas de arañazos y un poco sucias, eran hermosas a su manera. La izquierda tenia una peculiaridad, un pliegue de más en el dedo meñique. Sonrió al pensarlo, como si fuera un secreto que sólo ella conocía, y se preguntó si aquellas manos, además de empuñar la espada, sabrían acariciar.
—Vamos, ¿a qué esperas?
Forcas la sacó de su ensoñación. Aidé tomó el vestido y cruzó la cortina. Ulura ya le había preparado el baño. Se dejó restregar la espalda y lavar y desenredar el pelo mientras la criada le contaba chismes del campamento. Ulura era una mujer muy flaca, con unas caderas tan escurridas que parecía mentira que hubiese parido cinco hijos. A partir de media tarde solía oler a vino, y muchas noches se escapaba de la tienda para darle gusto al cuerpo, pero Aidé se lo perdonaba porque sus anécdotas eran divertidas y además tenía buen corazón.
Después de secarla, Ulura la ayudó a ponerse el vestido, que era claro y hacía un bonito contraste con la piel morena de la muchacha. Después le hizo una trenza, se la ciñó con un aro de plata y le puso unos pendientes con perlas verdes. Aidé se miró en el espejo y se encontró guapa, aunque el justillo le levantaba mucho el pecho.
—¿Esta soy yo? —se preguntó, observándose de perfil.
Ulura, que estaba recomponiendo el vestido por detrás, le agarró los pechos con ambas manos y se los subió aún más.
—A los hombres les gusta más la abundancia que la escasez.
—¡Suelta, desvergonzada! Yo no quiero gustarle más a Forcas —añadió. Llevaba varias noches apartándose al otro lado del lecho cada vez que el duque le ponía la mano encima. Sabía que Forcas estaba cada día más irritado, pero no podía evitar rehuirlo, pues empezaba a concebir una auténtica repugnancia física por él.
—Pero hay otros hombres, señora, no sólo el duque —susurró Ulura.
Es cierto, pensó Aidé, y se miró de frente en el espejo. Aunque ese surco vertical que había aparecido entre sus senos no fuese natural, tal vez atraería la atención del capitán Kratos.
Forcas entró a pasarle revista. Como al desgaire, retocó algunos detalles del vestido y le cambió las perlas verdes por unos zarcillos de oro con diminutas piedras negras. Mientras le componía las arrugas del tejido para que su caída fuera armoniosa, sus manos le acariciaron las pantorrillas y los muslos. A Aidé le daba repeluzno, pero aguantó. No podía negar que Forcas era un amante atento. La primera vez, hacía más de un año, cuando ella tenía sólo dieciséis, le resultó doloroso y desagradable, pero después se acostumbró a él y aprendió a encontrar placer en el lecho.
El problema provenía de las novelas. Forcas era muy aficionado a ese tipo de relatos, que compraba a mercaderes que venían de Ritión. Tenía más de quince novelas, en volúmenes copiados e ilustrados con todo primor, y se complacía en leerle fragmentos en la cama. Aidé acabó aficionándose hasta tal punto que algunas noches, allá en Mígranz, se levantaba del lecho cuando Forcas se quedaba dormido y leía a la luz de una vela junto a la ventana de la alcoba. Encuentros y desencuentros, raptos, piratas, caballeros que salvaban a sus amadas de las garras de inhumanos o coruecos. Le habían hecho concebir un amor ideal, novelesco y fantasioso que Forcas no llenaba. Al duque no se lo imaginaba viajando a los infiernos por recuperar a su amante perdida, como había hecho el legendario Minos Iyar con Asheret. En cambio a Kratos…
Aidé pensó en la amante de Kratos, Shayre. Era una mujer muy bella, y Aidé recordaba, sobre todo, su larga melena negra de brillos caoba. Una vez le pidió que se la dejara peinar, y Shayre se rió. «Debería peinarte yo a ti, hija de Hairón». Pero al final cedió, y Aidé le cepilló la cabellera junto a un ventanal que dominaba la llanura.
Luego Aperión hizo decapitar a Shayre por odio a Kratos. Aidé estaba encerrada en sus aposentos, guardando el luto por su padre, pero Ulura se lo contó. Las mujeres de Mígranz estaban escandalizadas por lo que había hecho aquel bárbaro. Cuando corrió la voz de que Kratos había escapado matando de paso a unos cuantos esbirros de Aperión, Aidé se alegró como tantas otras. Y luego, meses más tarde, supo que Kratos había cortado la cabeza de Aperión para vengar por fin a su amada.
Aquél sí era un hombre.
Ya empezaba a caer el sol cuando desplegaron el toldo del pabellón de mando. Forcas y Aidé aguardaron juntos sobre una larga alfombra roja que se desplegaba bajo las columnas de ébano y oro que sujetaban el toldo. A su lado formaban los cuatro generales de la Horda: Vurtán, Ihbias, Alpenor y Halokas. No faltaban Moloso, el perrazo de Forcas, tan blanco como su corcel de guerra; y al otro lado, para que no se pelearan, Torko, el monstruoso mastín de Ihbias.
El invitado que merecía tales honores llegó en un carro de guerra de dos ruedas, del que tiraban dos nerviosos caballos negros.
—No parece gran cosa —susurró Aidé—. Tiene mejor planta su auriga.
—El que conduce el carro es el propio Urusamsha —le corrigió Forcas.
Tras el carro venía una nutrida comitiva. Había dos carrozas cubiertas, veinte camellos cargados de equipaje y una escolta de más de treinta jinetes. Todos se detuvieron en el claro que rodeaba la tienda de mando, mientras el carro de Urusamsha avanzaba unos metros más. Forcas se adelantó e hizo una seña para que Aidé lo siguiera a unos pasos.
Urusamsha entregó las riendas del carro a su auriga y desmontó de un salto. Después se acercó a Forcas y le hizo una reverencia. El duque se acercó un paso más y le saludó con una imitación de abrazo, rozándole apenas los hombros con los dedos. Forcas le había explicado a Aidé que los Pashkriri no gustaban demasiado del contacto físico y que lo reservaban para los miembros más cercanos de la familia.
—Adelántate, Aidé —le dijo Forcas—. Urusamsha, ésta es la hija de Hairón, el difunto Zemalnit.
Ambos se saludaron con una reverencia. Después, Urusamsha la miró a los ojos y sonrió. Tenía los dientes grandes y blancos, rodeados por unos labios carnosos. Todo en aquel rostro de piel aceitunada era grande: la nariz, los ojos, la boca. Vestía ropas tan lujosas como las de Forcas, pero de colores más austeros. Aidé pensó que no era un hombre guapo, pero resultaba difícil dejar de mirarle. Cada vez que sus pupilas se cruzaban, las de Urusamsha parecían sonreírle como si compartieran una broma secreta.
—Tuve el honor de conocer a tu padre, hace muchos años —dijo Urusamsha—. Tal vez aún no habías nacido. Era un gran hombre.
—Sí —intervino Forcas—. Eso es lo que siempre dice ella.
Aidé observó que por el cuello de Urusamsha asomaba un tatuaje. Le pareció que era la cabeza de un dragón, pero entonces se dio cuenta de que el Pashkriri había vuelto a sorprender su mirada, y bajó los ojos, sonrojada. Aquel hombre parecía desnudarla, pero no como el general Ihbias, que la miraba como si le arrancara la ropa a cuchilladas. No, los ojos de Urusamsha eran más discretos, casi acariciantes, y prometían levantar cada prenda con la suavidad casi inocente de la brisa.
No le mires más, se dijo Aidé, o caerás en su hechizo. Aquel hombre debía de ser una especie de mago del Sur.
Pasaron al pabellón, donde les habían preparado una mesa con copas de vino y un aperitivo. Urusamsha les explicó que traía saludos de la Divina Samikir.
—Los saludos de la reina nos reconfortan —respondió Forcas.
—A mí me reconfortarán más si vienen con el dinero prometido —intervino Ihbias.
—Por favor, Ihbias —dijo Forcas—. Agradecería que fueras más sutil.
—Las sutilezas os las dejo a vosotros, duque. Yo soy un guerrero.
—Admiro tu franqueza —respondió Urusamsha, abriendo las palmas ante Ihbias. Aidé observó que tenía los dedos anchos, pero tan limpios y cuidados como los de Forcas—. Mañana llegará Aulamugdán, rey consorte de la ciudad de Malib. Con él vendrá la paga de tres meses.
Forcas miró de reojo a Aidé. «Vete», decía su gesto. Ella frunció el entrecejo y meneó la barbilla. Pero Forcas fingió acariciarle la cintura y le dio un pellizco. Aidé se resignó.
—Señores, estoy muy fatigada por la jornada de hoy. Tremendamente fatigada. ¡Viajar en carroza es agotador! Espero que me disculpéis.
—¿Ya te retiras, señora? —preguntó Urusamsha—. Rimom se pone cuando tú te alejas.
—Eres muy gentil, noble Urusamsha. ¿En tu país todo el mundo posee el don de la elocuencia?
—No somos tan charlatanes como los Ritiones. Nos agrada más la concisión de la poesía.
—¿Eres poeta, Urusamsha?
—A ratos, señora. Me siento poeta cuando presencio algo bello, como la puesta de sol bajo las tres lunas, o unos ojos tan azules en un rostro tan dorado como el vuestro.
—Espero que algún día me deleites con tus poesías.
—Sin duda lo hará, Aidé —los interrumpió Forcas—. Espero que descanses bien.
Aidé hizo una última reverencia y se retiró. Cuando Ulura corrió la cortina tras ella, aún tuvo la impresión de que la mirada de Urusamsha se había quedado pegada a su cuello.
Al día siguiente, como había prometido Urusamsha, llegó Aulamugdán, rey consorte de la Divina Samikir. Si de la reina se decía que tenía más de cien años, su regio marido sin duda los aparentaba. Cuando se bajó del carro adoselado, los sirvientes desenrollaron alfombras a su paso, pues andaba descalzo, exhibiendo anillos enjoyados en los dedos de los pies. Vestía una hopalanda de seda blanca, y sobre ella un manto dorado que crujía con su lento y trabajoso caminar. Llevaba las sienes afeitadas, como era costumbre entre los Atavi, los habitantes sedentarios de Malabashi, y el escaso cabello teñido de negro y untado de aceite. De su rostro arrugado colgaba una larga barba postiza, de rizos prietos y ordenados como las launas de una loriga. Forcas y sus generales le presentaron sus respetos y lo acompañaron hasta una tarima que habían montado en la explanada para presenciar la revista militar.
Pese a las quejas de Ihbias, el batallón elegido para la maniobra fue el Narval. La compañía Terón, que mandaba Kratos, ocuparía el centro de la falange. Minutos antes de la exhibición, el Tahedorán se equipó con la panoplia. Sentía un raro placer en cubrirse de cuero y hierro mientras a su alrededor sus hombres hacían lo propio. Cada hebilla que se cerraba y cada placa de metal que caía pesada sobre su cuerpo le robaban un poco de su individualidad, pero a cambio le permitían fundirse en el espíritu colectivo del batallón y de la Horda y sentirse guerrero de nuevo. En la formación, en la apretada falange, uno podía creerse inmortal.
Primero se ajustó las grebas, dos piezas de metal forradas de fieltro que se cerraban sobre las pantorrillas sin necesidad de correas. Después dejó que el sargento Gavilán le ayudara a colocarse la coraza. Era un peto de placas de hierro unidas por garfios, que se ataba por detrás con hebillas. Los infantes de la Horda no llevaban metal en la espalda, sólo cuero. La razón era doble: reducir el peso y evitar la desbandada. Los Invictos no ignoraban que su única salvación radicaba en mantener la formación, incluso si tenían que retroceder ante el enemigo.
Kratos aseguró a su vez la coraza de Gavilán, y después se ajustó el casco, un yelmo de bronce con carrilleras que podían subirse para oír mejor. También estaba forrado de fieltro, y bajo el sol de Malabashi bastaba con ponérselo durante medio minuto para empezar a sudar. Kratos dejó las carrilleras alzadas. Cuando llegara el momento, las bajaría, y todos los sonidos quedarían amortiguados como si buceara. Eso era un problema durante la batalla, pues las órdenes debían impartirse a trompetazos; pero la semisordera otorgaba a cambio una extraña sensación de invulnerabilidad, como si cuerpo y espíritu no compartieran el mismo espacio.
Después tomó el escudo de roble pintado de rojo. El broquel central de bronce representaba un narval, símbolo del batallón. Estaba rodeado por un reborde de hierro, y en el interior tenía un diámetro de metal que servía para reforzar la zona donde corría el brazo, además de una argolla para el codo y asas de cuerda y lana para la mano. Mantener en alto aquel escudo redondo de diez kilos era agotador; por ello, su forma cóncava no sólo servía para desviar los impactos, sino que ofrecía un hueco para encajar el hombro izquierdo y sostener el peso cuando no había combate directo.
Una vez acorazado, Kratos empuñó la pica. Los fogosos, los infantes que combatían en las primeras líneas, llevaban lanzas de fresno o tejo de más de tres metros de longitud, con punta de hierro y una contera de bronce rematada en un pincho que también podía servir como arma. Su arma secundaria era una espada de dos filos. Kratos, sin embargo, conservaba a su vieja amiga Krima, aunque en vez de ceñirla en posición horizontal como un Tahedorán dejaba que cayera junto a su pierna, sujeta por una sola trabilla, para evitar que incomodase a los soldados de la siguiente fila. Por detrás, los verdugos que cerraban la falange llevaban picas aún más largas.
—¿Les dirás algo, capitán? —preguntó Gavilán.
—¿Qué hay que decirles, sargento? Cada hombre sabe lo que tiene que hacer.
—Sí, pero ya sabes que aman la dulzura de tu voz de Ainari.
Kratos se volvió hacia sus hombres. Cien fogosos y cien verdugos. Los conocía a todos de vista y por su nombre, y también por sus vicios y por alguna que otra virtud. Los había más jóvenes y más viejos, más guapos y más feos, algunos incluso de rasgos delicados como doncellas. Pero por debajo del yelmo, todos se convertían en personajes siniestros de miradas torvas. Los mejores infantes del mundo. Sus hombres. Sus camaradas.
Kratos levantó la mano para pedir silencio.
—¡Invictos! No esperéis una arenga de mí. Esto sólo es una demostración. Pero espero que sirva para que no olvidéis por qué lado pincha la lanza.
—¡La lanza pincha por los dos lados, capitán! —gritó un soldado.
—Pues acuérdate bien para no saltarle el ojo al compañero de detrás. —Hubo un coro de carcajadas, pero Kratos las acalló con la mano—. Dejad en buen lugar a nuestro general. Que nadie se adelante, que nadie se retrase. ¡Qué vuestros escudos cubran a vuestros camaradas!
—¡¡¡Cada hermano en su puesto!!!
Los soldados rugieron, entrechocando las astas de las lanzas contra los broqueles. El gigante Trescuerpos levantó el estandarte azul, donde un terón con las alas extendidas sobrevolaba el torreón de Mígranz. A Kratos le pareció que aquel terón volaba tan alto como un águila, y se le erizó el vello de los antebrazos. Que los dioses le perdonaran, pero estaba deseando llevar a esos hombres a la batalla y verlos romper las filas de los enemigos.
El hombro derecho le envió una punzada de dolor. Sí, pensó, un capitán con tales soldados sería un hombre completo si pudiera usar de verdad su brazo. Los guerreros de la compañía Terón ignoraban que su capitán era prácticamente un inválido, y así debía seguir siendo, por más miserable que él se sintiera.
La compañía Terón formó en la explanada junto a las otras seis compañías del batallón Narval. Vurtán, montado a caballo, pasó revista antes de empezar la maniobra. Había ordenado formar de a cuatro en fondo. Kratos sabía que en una batalla habrían utilizado una formación más profunda y de penetración más potente, con un fondo de ocho hombres. Pero el general había decidido perder profundidad para extender el frente a una línea de más de trescientos hombres. Sin duda, si cada uno se mantenía en su puesto, el efecto sería espectacular.
La compañía de Kratos ocupaba el puesto central de aquella falange de mil doscientos hombres. El mismo formaba en primera fila, el penúltimo de su compañía por la derecha. En una simple parada militar no era necesario, pero en una batalla los infantes tendían a desplazarse hacia la derecha, pues buscaban cubrir su hombro desprotegido con el sobrante del escudo del compañero. Kratos, como otros capitanes, ocupaba aquel lugar para evitar que su falange se desviara, aunque fuera a costa de desprotegerse a sí mismo.
Delante de ellos, a unos trescientos metros, se levantaba un estrado de madera cubierto por un toldo. Desde allí contemplaría la exhibición el rey consorte, acompañado por Forcas y Urusamsha. Kratos se preguntó si estaría también Aidé, o si la habrían recluido en su tienda; y de pronto sintió el deseo casi infantil de que la hija de Hairón presenciara aquella maniobra.
Vurtán se apartó a un lado. Al otro lado del campo, el estrado parecía vibrar tras las ondas de calor que se alzaban del suelo ocre. Una gota de sudor resbaló por la frente de Kratos y pasó rozándole el ojo. A veces sería conveniente tener algo de pelo, pensó, mientras respiraba el olor a sudor, cuero y metal recalentado al sol.
A su espalda sonó la primera señal de la trompeta. A los flancos de la falange, la caballería del batallón cargó, dividida en dos escuadrones. Los jinetes pasaron por delante de la infantería, levantando una nube de polvo y haciendo retemblar el suelo con sus cascos, y se dirigieron hacia el estrado. Cuando estaban a unos cien metros, ambos escuadrones giraron en ángulo recto y cargaron de frente el uno contra el otro. Parecía que chocarían como olas contra un malecón, pero ambas formaciones se atravesaron como por arte de magia, volvieron grupas y cabalgaron al amparo de la falange, tras haber intercambiado sus puestos.
Antes de que llegaran los jinetes, los arqueros del batallón se adelantaron al paso ligero. Eran dos compañías de ciento cincuenta hombres. Rápidamente se repartieron por delante de la falange y clavaron en el suelo cinco de las treinta flechas que llevaban en las aljabas. Sus arcos eran tan altos como ellos, y de una sola pieza de madera de tejo o de fresno. Para tensarlos se necesitaban brazos muy fuertes y dedos firmes y encallecidos.
A una señal, los arqueros dispararon la primera andanada. Trescientas flechas subieron silbando en una altísima parábola, y se clavaron en el suelo a doscientos metros de distancia. Cuando aún no habían llegado, partió la segunda descarga, y las tres siguientes las siguieron en rápida sucesión. Después, los arqueros se abrieron a los flancos y se refugiaron detrás de la caballería.
—¡Falange! —gritó Vurtán.
Kratos adelantó el pie izquierdo, separó el escudo del hombro y lo mantuvo en vilo, a la vez que ponía horizontal la pica y la sostenía junto a la cadera, con cuidado de mantenerla en el sitio preciso para no clavarle la contera al hombre de atrás. En una batalla, una vez pasada la primera carga, habría tenido que invertir el agarre para golpear con la lanza por encima del hombro, algo que su lesión le impedía hacer.
La trompeta tocó una breve melodía, cinco notas que entre los soldados era conocida como arrollar. Las cuatro filas arrancaron a correr a la vez, las dos primeras con las lanzas proyectadas hacia el frente y las siguientes con las picas alzadas casi en vertical. Mientras trotaban, y el bronce, el hierro, la madera y el cuero resonaban, los soldados entonaron la canción Como el viento aplasta la hierba. Kratos se encontró deseando que, en vez del estrado, frente a ellos hubiera un ejército enemigo contra el que estrellarse, y comprendió de nuevo la ilógica euforia del combate.
Miró a derecha e izquierda para comprobar que la primera fila avanzaba recta. Una línea de hoplitas como aquélla sólo era eficaz si formaba un bloque sólido, una auténtica muralla de madera, bronce y hierro. El estandarte que enarbolaba Trescuerpos estaba en línea con los demás. Un soldado llamado Grimo se estaba adelantando un poco a su izquierda. Kratos le advirtió con una orden seca. Grimo le miró un segundo y refrenó el paso.
La carga enfiló hacia el estrado, sin dejar de cantar. Sobre el hombro derecho de Kratos vibraba el asta de la lanza empuñada por el soldado de atrás, a sus lados repiqueteaban las hebillas y los broches de metal, los pies aporreaban el suelo al ritmo de los versos de Barjalión. Bajo el palio que cubría el estrado ya se distinguían personas individuales. La figura dorada a la izquierda de Forcas debía de ser el rey consorte, y un poco más allá había otra silueta más baja que tal vez fuera Aidé. Kratos sintió una oleada de calor, y cuando creía que ya no podría sostener más tiempo el escudo, lo alzó un par de centímetros más y subió la voz en los últimos versos de la canción.
Pasaron por encima de las flechas que sus propios arqueros habían disparado, arrancándolas con las grebas o tronchando las astas con los escudos.«…Y en su escudo recogerán al valiente…», recitaron, y después contaron los pasos: «Uno, dos, tres, cuatro… ¡HAIRÓN!». La falange de mil doscientos hoplitas se detuvo como un solo hombre, y toda la explanada retembló con su grito.
Cuando el eco de sus voces se apagó, hubo un instante de silencio, en el que pudo oírse cómo los flecos del toldo flameaban por el viento. El batallón se había clavado a diez metros del estrado. Kratos pudo distinguir el gesto asustado de Aulamugdán, la sonrisa de satisfacción de Forcas y el ceño envidioso de Ihbias. Aidé parecía mirarle directamente a él; pero se dijo que era imposible, que ella no podía distinguirlo debajo del yelmo.
Algo reclamó su atención. Junto a Aulamugdán había soldados Malabashares, armados con corazas de cuero, adargas ovaladas, lanzas y cimitarras. Esos escoltas parecían tan impresionados como su señor. Sin embargo, más atrás se veía a dos mandatarios vestidos con largos mantos de colores y con los rostros embozados, que cuchicheaban entre sí y señalaban hacia la formación de la Horda muy interesados, pero sin ningún temor. El ojo crítico de Kratos descubrió que bajo los mantos, al lado izquierdo, ocultaban sendas espadas de Tahedo, y que además tenían la piel más clara que los Atavi. Aquellos hombres entendían más de milicia de lo que sus ropas bordadas de grecas y orlas daban a entender.
Al parecer, los Invictos no eran los únicos mercenarios que servían a la Deseada y Divina Samikir, reina de Malib.
Al anochecer, poco antes de la cena con la que Forcas iba a agasajar al rey consorte, un criado Pashkriri se presentó ante Kratos y le comunicó que su señor Urusamsha quería verlo en su tienda. Kratos despachó unos asuntos con Gavilán y el furriel y acudió, intrigado.
La tienda de Urusamsha, aneja a un carromato, era mucho más pequeña que el pabellón de Forcas, pero no menos lujosa. En la penumbra de su interior reinaba un aroma dulce. El Pashkriri, sentado sobre un cojín, fumaba de un narguile y de vez en cuando exhalaba anillos de humo. Más atrás, en un amplio diván, se recostaban dos mujeres, una rubia y otra morena, de piernas largas que asomaban bajo sus breves túnicas.
—¡Ah, tah Kratos! Llegas a tiempo. He de acudir a la invitación de tu duque, pero dispongo de un rato y me gustaría charlar contigo. Siéntate.
Kratos buscó con la mirada. Sólo encontró un cojín de cuero como el del propio Urusamsha, pero no le gustaba ese tipo de asiento, de modo que se acomodó en el suelo con las piernas cruzadas.
—¿Quieres vino, tah Kratos? —El Tahedorán asintió, y un criado le sirvió en una copa de vidrio—. Yo prefiero beber leche de cabra endulzada con miel. Si mezclo el vino con el narguile, se me nubla la mente.
Kratos dudaba de que a ese hombre se le nublara la mente alguna vez, pero se abstuvo de comentarlo. Le inquietaba estar allí, entre vaharadas de humo que se subían a la cabeza, taladrado por los ojos oscuros de Urusamsha y observado desde las sombras por aquellas hembras espléndidas que se entretenían acariciándose los cabellos por turnos y se desperezaban como panteras.
—En tiempos conocí a Hairón, al que consideraba el mayor Tahedorán de Tramórea —dijo Urusamsha—. Pero luego supe que tú eras un maestro aún más grande que él. ¿Cómo es que no te convertiste en Zemalnit a su muerte?
Kratos carraspeó y bebió un trago de vino para disimular su turbación.
—No es sólo la habilidad con la espada la que hace al Zemalnit. Los caprichos del azar tienen mucho que ver.
—Pero es cierto que tienes nueve marcas de maestría.
Kratos se arremangó y le enseñó el brazalete con las nueve estrías azules. No añadió que desde hacía más de un año era incapaz de manejar la espada por culpa de aquella lesión en el hombro derecho que no hacía sino empeorar.
—Entonces conocerás los secretos de las aceleraciones…
—Como cualquier Tahedorán.
—¿Cuántas son esas aceleraciones? ¿Tres? No, quizá he contado de más. Protahitéi y Mirtahitéi, así se llaman, ¿no es así?
Kratos sospechó que Urusamsha conocía la existencia de Urtahitéi, la aceleración secreta que estaba prohibido revelar a los maestros por debajo del noveno grado. ¿Adonde querría ir a parar el Pashkriri?
—Veo que estás bien informado.
—Soy un hombre que posee intereses muy variados. Según tengo entendido, para entrar en aceleración tenéis que pronunciar mentalmente una clave secreta.
—Así es. Pero conocer esa clave no es suficiente.
—No pretendía que me la revelaras. Me han dicho que eres hombre que sabe guardar un secreto.
—Los secretos están para guardarlos.
—Bebe vino y relájate, por favor. No te estoy interrogando, tah Kratos. —Urusamsha se volvió hacia sus concubinas—. Por favor, Zanides, Sirmi, cantad algo en Ainari para nuestro invitado.
La joven morena se enderezó en el diván, tomó una lira de nueve cuerdas y rasgueó un suave arpegio que a Kratos le era familiar.
—Entonces, aunque tú o algún otro maestro me revelara esa clave secreta —prosiguió Urusamsha—, no por eso podría acelerar mi cuerpo como el de un Tahedorán.
—Antes deberías pasar la prueba del Espíritu del Hierro, que sólo supera uno de cada siete candidatos.
—Prueba que, además, sólo puede pasarse en Uhdanfiún…
—Si no te revelo nada nuevo, tal vez esté malgastando tu tiempo.
—Por favor, ¿hay alguna manera de que te relajes?
—Llevo toda mi vida dedicado a las armas, Urusamsha. Las únicas fintas que conozco las hago con la espada. Me gustaría saber adonde nos lleva esta conversación.
—Si te digo que tan sólo quería conocerte, no me creerías, ¿verdad?
Kratos soltó una carcajada.
—Es posible —contestó—. Pero también creo que eres un hombre que en cada acción se mueve por al menos tres motivos diferentes.
—¿Cuál es tu salario como capitán?
Kratos se enderezó, sobresaltado por la crudeza de la pregunta.
—Seguro que también lo sabes. Cuatro imbriales al mes.
—Eso, cuando los recibes.
—El que los reciba depende en parte de ti.
—Ya sé que me culpáis de los retrasos. Pero yo sólo soy un intermediario. Es la Divina Samikir quien debe pagaros. —Urusamsha jugueteó con un anillo de oro que tenía engastado un grueso rubí—. Soy un hombre viajero, tah Kratos. Suelo llevar conmigo escoltas, pero me sería más cómodo tener a un solo hombre que valiera por veinte.
Urusamsha se quitó el anillo de oro y se lo tendió a Kratos.
—Ese hombre, por supuesto, ganaría mucho más de cuatro imbriales al mes.
—Me temo que el hombre al que te refieres ya prestó un juramento de lealtad al duque Forcas —respondió Kratos, rechazando el anillo. Pero Urusamsha le cerró la mano sobre él. Tenía los dedos fuertes como tenazas.
—Esto no significa nada, tah Kratos. Sólo es un regalo que no espera nada a cambio, para un hombre al que admiro.
Se quedaron en silencio un momento. Zanides seguía acariciando la lira, mientras Sirmi cantaba. Urusamsha le explicó que era una cortesía para él, una traducción al Ainari de uno de sus propios poemas. Kratos apenas había prestado atención, pero le parecía que la canción hablaba del amor adúltero entre una reina y un cortesano. Ahora escuchó el final. En un muladar a las afueras de la ciudad, la reina era enterrada viva y el amante lapidado. De sus cuerpos nacían un rosal y un espino que entrelazaban sus ramas.
—Lo prohibido siempre ofrece una oscura fascinación —comentó Urusamsha—. Me pregunto si el cuerpo de esa reina era tan hermoso como para compensar al noble por las piedras que le rompieron los huesos.
Kratos se levantó. El humo y la mirada penetrante de Urusamsha hacían que la cabeza le diera vueltas. Con una breve disculpa, salió de la tienda. Justo antes de salir vio como la rubia Sirmi acariciaba con las uñas el largo cuello de la morena Zanides. Por un momento, le había parecido que el rostro de Sirmi era el de Aidé.