Ciudad libre de Ilfatar
Región del Concejo de los Magnates

Escuchemos al honorable Rimas-ulumi-Milair, embajador de los Aifolu.

Urkhuna se rascó la blanca barba, mientras observaba al Aifolu avanzar hacia el centro del Concejo. Algunos magnates se habían opuesto a admitirlo como embajador, alegando que Milair sólo representaba al Enviado y a la horda de fanáticos que habían asesinado al legítimo rey de los Aifolu. La cuestión de la legitimidad le era indiferente a Urkhuna. Como buen mercader, sabía que para llegar a un acuerdo ambas partes tienen que ceder.

Milair, un hombre delgado y de estatura mediana, vestía ropas de jinete, aunque dignas de un príncipe. Tenía las córneas amarillas de un Aifolu puro y una sonrisa que no subía de los labios. En la frente, tres círculos negros formaban un triángulo invertido. Milair había insistido en asistir a la reunión del Concejo protegido por cinco soldados. Musanda, el arconte, había accedido a cambio de traer a su vez al general Laghetas con treinta arqueros. Era la primera vez en más de cincuenta años que asistían hombres armados a una reunión del Concejo.

Uno de sus soldados le acercó al embajador un rollo de papel. Milair lo desenvolvió, estiró los brazos, alzó la barbilla y empezó a leer.

—Mis señores, Yibul Vanash, legítimo Enviado del único dios, cuyo nombre no debe pronunciarse, y Binarg-Ulisha-Rhaimil, Adalid de su ejército, presentan las siguientes peticiones ante el Concejo que gobierna la ciudad de Ilfatar.

—Ciudad libre de Ilfatar —corrigió Badir, a la derecha de Urkhuna.

—Mejor será que no te hagas mala sangre, amigo. Escuchemos.

—En primer lugar —prosiguió el embajador—, desean que se otorgue a sus fuerzas paso libre por los territorios de Ilfatar. Ese derecho de paso no comprenderá el recinto amurallado de la propia ciudad. Para demostrar su buena voluntad, el Martal no se acercará a menos de un kilómetro de Ilfatar, con el fin de evitar la alarma entre sus habitantes.

Urkhuna esbozó una sonrisa. Los Aifolu pretendían acceder a la Ruta de la Seda y a la Vía de Malabashi. Ilfatar llevaba siglos cobrando derechos de paso y de almacenaje a los viajeros que pasaban por allí. Pero la ciudad renunciaría gustosa a cobrar peaje a los Aifolu, si ésa fuera la más enojosa de sus exigencias.

—Mi señor Yibul Vanash tiene una petición más que presentar al Concejo de Ilfatar.

El embajador hizo una pausa para observar a los cincuenta magnates que se sentaban a su alrededor, en estrados excavados en la roca. Urkhuna cruzó una mirada sorprendida con Badir. ¿Sólo una petición más?

—Sabemos que en Ilfatar se levanta un edificio conocido como la Torre de la Sangre. Se trata en realidad de un antiguo templo, erigido hace más de mil años para adorar al único dios, cuyo nombre no debe pronunciarse. Mi señor Yibul Vanash solicita permiso para entrar en Ilfatar con una pequeña escolta y celebrar un sacrificio simbólico en honor al único dios…

Cuyo nombre no debe pronunciarse, completó en voz baja Urkhuna. A su lado, Badir soltó una carcajada seca.

—¿Crees que nos libraremos sin pagar? —preguntó.

—No lo creo —respondió Urkhuna—. Lo más probable es que, para colaborar con ese «sacrificio simbólico», nos pidan cinco mil vacas y veinte mil ovejas, o algo de ese jaez.

El embajador enrolló el documento y se lo entregó a su escolta. Después cruzó los brazos a la espalda y esperó la respuesta, sin apenas pestañear. Todas las miradas se volvieron hacia el arconte Masmuda, pero éste tenía los labios apretados y la barbilla contra el pecho, de manera que se le escondía bajo la primera papada. No parecía muy dispuesto a hablar. Fue el viejo Istrumbas quien se levantó para tomar la palabra. Tenía ya ochenta años y unas cataratas blancas como la leche, pero aún conservaba un porte majestuoso y una voz tonante. Desde hacía generaciones, su familia atendía el templo de la diosa Anurie.

—¡Preveo males sin cuento si atendemos a las maliciosas palabras de este emisario ilegítimo! —Todos los magnates se removieron en sus asientos y se levantó un coro de murmullos. Istrumbas abrió los brazos y agitó el bastón—. Cierto es que esa torre espiral fue erigida hace más de mil años, como también fueron construidas varias más por los reinos de Tramórea. Era la época en que las nubes de ceniza ocultaban el sol y los auténticos dioses no podían ver la tierra ni las tropelías que en ella se cometían. Era la época en que los demonios pululaban por Tramórea y sus esbirros les sacrificaban niños. Era la época de la infamia, de la violencia, del mal.

»¿He de recordaros, honorables magnates, que aquella época terminó gracias a la intervención de los dioses? ¿He de recordaros que Tarimán forjó la Espada de Fuego y se la entregó al primer Zemalnit para que exterminara a los demonios y liberara al género humano de su yugo? ¿Todo para que ahora permitamos que unos invasores vuelvan a derramar sangre en los impíos altares de los demonios a los que llaman dioses? ¡No, honorables magnates, yo os digo que debemos negarnos!

Esta vez no se levantaron murmullos, sino voces airadas que daban o quitaban la razón a Istrumbas. El embajador Aifolu seguía con las manos cruzadas a la espalda y una tensa sonrisa en los labios. Por fin, el arconte se levantó, haciendo fuerza con las manos para desencajarse del sitial. Poco a poco se hizo el silencio.

—Gracias por tus palabras, venerable Istrumbas. Siempre ilustra escuchar a los ancianos. Honorable Rimas-ulumi-Milair, las peticiones de tu señor pueden parecer razonables. La ciudad libre de Ilfatar siempre ha recibido contribuciones de los viajeros que cruzan sus tierras, pero como gesto de amistad, y en una medida excepcional, podría exonerar al pueblo Aifolu de su pago. Ahora bien, a los magnates aquí reunidos y a mí mismo nos interesa saber en qué consistirán la pequeña escolta y el sacrificio simbólico de los que ha hablado el embajador.

—Vuestro interés es lógico, arconte. Mi señor Yibul Vanash se conformará con una exigua escolta de cien hombres.

Hubo otro murmullo general. El embajador soltó una carcajada.

—¡Por favor, honorables magnates! ¿Qué son cien hombres en una ciudad como Ilfatar, que alberga a más de cincuenta mil habitantes?

Urkhuna pensó que los espías de los Aifolu estaban bien informados. También sabrían que la guarnición del castillo que coronaba las murallas era de sólo trescientos soldados. Por supuesto, Ilfatar podía recurrir a la milicia ciudadana. A veces hasta conseguían desfilar sin perder el paso.

—Creo que habrá que discutir esa cifra, embajador —contestó el arconte—. Por supuesto que la ciudad libre de Ilfatar puede acoger a cien invitados Aifolu, e incluso a diez veces más si fuera preciso. Pero ¿es necesaria una escolta de cien hombres cuando se va a entrar en una ciudad pacífica y amistosa? Sin duda, con cuarenta soldados vuestro Enviado tendría más que suficiente.

—Al final —susurró Urkhuna, acercándose a Badir— conseguirán meter a setenta soldados. Que es lo que sin duda querían.

—Chiss —le recriminó su amigo—. Escucha.

—En cuanto al sacrificio —prosiguió el embajador—, debéis saber que el dios único, cuyo nombre no debe pronunciarse, todo lo observa con sus tres ojos, Taniar, Shirta y Rimom.

Urkhuna levantó la mirada. Como el día estaba nublado, no habían levantado el toldo que en días de sol resguardaba las honorables seseras de los magnates. Pero al oeste el cielo estaba despejado, y allí se intuía la luz azul de Rimom. Aunque de día eran casi invisibles, las tres lunas seguían vigilantes en el firmamento.

—Este dios todopoderoso sólo acepta los sacrificios que los hombres le hacen de todo corazón. Nosotros, sus fieles, siempre le ofrendamos la primicia de las cosechas y lo mejor de nuestras reses. Pero en ocasiones especiales le sacrificamos seres humanos.

De nuevo se desataron las voces. El arconte dio cinco palmadas para pedir silencio, y por cinco veces se vio cómo las carnes le temblaban bajo la túnica de seda.

—Observarás, embajador, la inquietud que tus palabras provocan en el Concejo. No vamos a criticar vuestras costumbres, pero en Ilfatar no se han realizado sacrificios humanos desde hace siglos.

—No pretendemos cometer ninguna matanza, arconte. Sería un sacrificio simbólico. Pedimos tan sólo un bebé, un recién nacido que le ofreceremos al dios único en lo más alto de su templo. Antes del sacrificio, será drogado para que ni siquiera se dé cuenta.

—Sacrificar a un solo recién nacido es una acción inhumana.

—¿Cuántos de ellos son sacrificados cada año? Las mujeres de los campesinos ahogan a sus hijos en el lecho cuando no pueden darles de comer, y luego se lamentan de que murieron durmiendo. Vosotros, los urbanitas, abandonáis a los niños no deseados en los callejones. —La sonrisa del embajador había desaparecido y ahora le traicionaba su desprecio nómada por los campesinos y los habitantes de las ciudades—. ¿Acaso no tenéis esclavos, e hijos de esclavos? Tan sólo pedimos un niño de los que no quiere nadie. Mi señor, el Enviado, lo considerará un gesto de buena voluntad.

Badir se levantó al lado de Urkhuna.

—¿Ese Enviado de tan buena voluntad no es el que proclama que no hay más dios que Ariseka, que los demás dioses no son más que demonios y que quienes adoran a los demonios deben ser aniquilados?

—¡No profanes el nombre del dios único, pagano! —gritó el embajador.

El escándalo duró al menos cinco minutos. Milair, que había abierto los brazos para gesticular, volvió a esconderlos detrás de la espalda y miró al suelo. Cuando se restableció el orden, el embajador levantó la vista hacia Badir.

—Pido disculpas al honorable magnate por mis palabras. Han sido motivadas por mi impaciencia al ver malinterpretada la Voz, la doctrina que el dios único inspiró en su Enviado.

Badir se puso en pie, sacó de sus ropas un librito encuadernado en piel roja y leyó en voz alta:

—«Esto me reveló el gran Ariseka en las montañas del Gros, cuando los paganos me expulsaron de Kahurna, cuyo nombre sea siete veces maldito:

»“Una gran destrucción asolará el mundo y las nubes de ceniza se extenderán de horizonte a horizonte, y no quedará ninguna ciudad piedra sobre piedra, pues el mundo se ha vuelto al culto de los demonios y no merece salvación”.»

Badir cerró el libro y volvió a guardárselo.

—¡Esas son las palabras de Yibul Vanash, el Enviado! ¿Vas a negar que éste es su libro En torno a la ley?

—Te ruego que no vuelvas a usar en vano el nombre de mi dios, honorable magnate. Las palabras que has leído son una metáfora que no debe ser tomada en su literalidad. El que una ciudad no quede piedra sobre piedra no significa que deba ser destruida: basta con que sus habitantes expíen sus faltas y miasmas ante el dios único. El sacrificio de un niño tendrá tanto valor para el dios como remover todas las piedras de Ilfatar.

—¿Y qué pasará si no accedemos? —preguntó otro magnate.

—Me resulta inconcebible que personas tan inteligentes se nieguen a peticiones tan razonables.

—Te repito la pregunta: ¿qué pasará?

El embajador acentuó su sonrisa.

—En tal caso, la metáfora podría convertirse en realidad.

Cuando Urkhuna llegó a casa, Darkos seguía tumbado en su alcoba. Irdile había abierto los postigos y espantaba las moscas del rostro del chico con un abanico de plumas de avestruz. Llevaba una túnica blanca y un chal de gasas, que se transparentaban a la luz que entraba por la ventana. Urkhuna llegaba muy cansado, pero sintió una punzada de deseo por su esposa.

Irdile tenía treinta y cinco años. Pese a dos partos y un aborto, conservaba la cintura estrecha y los pechos erguidos. Jamás probaba los dulces de miel y hojaldre tan típicos de Narak, y cada cinco días se purgaba comiendo tan sólo ensalada de berros que ella misma recogía junto a la acequia del jardín. Llevaba el pelo recogido sobre la nuca y rociado con polvo de cobre, y se perfumaba con nardos.

A Urkhuna le parecía que él era cada vez más viejo y su esposa más joven y hermosa. Habría deseado abrazarla allí mismo, pero se sentó en un escabel al otro lado de la cama y la contempló, y después contempló al muchacho que yacía en la cama.

Darkos tenía la túnica empapada. Sus pupilas se agitaban inquietas bajo los párpados. A ratos gemía, como si lo atormentaran malas visiones.

—¿Qué tal fue la reunión del Concejo? —preguntó Irdile.

—Mal.

—Lo lamento.

—No podía ir de otra forma.

Urkhuna volvió a mirar al chico. Sin duda había en él rasgos de su madre: la nariz fina, las orejas menudas y casi sin lóbulo, la forma de los ojos. Pero ahí terminaban los parecidos. Darkos tenía los ojos de un color verde turbio, en vez de pardos, y su mandíbula obstinada no era de Irdile, sino de su padre. El mismo padre que los abandonó hace años y del que Irdile aún seguía enamorada. Al menos, eso sospechaba Urkhuna. A él, que tenía la barbilla estrecha y hundida, le dolía que Irdile acariciara el cuadrado mentón de su hijo y le dijera «qué guapo eres».

Urkhuna intentaba querer a Darkos por lo que había en él de Irdile. Cuando era pequeño todo resultaba más fácil. Darkos le acompañaba a ver los talleres donde los artesanos tallaban el marfil, y también a sus fincas. Aún recordaba cuánto se había emocionado Darkos cuando, con doce años, lo llevó a las sabanas al sur de la ciudad en una expedición para cazar a los gigantescos tetradontes de los que obtenían los colmillos.

Pero de un tiempo acá se había vuelto insolente e ingobernable. Su voz, a la vez que se agravaba, se había impregnado de un tono resabido y a menudo desdeñoso. «Le he consentido mucho por amor a su madre», se dijo Urkhuna.

—¡Hola, papá!

Bru entró en la habitación como una tromba, perseguida por el aya Basia y su monito Gabrinu, que correteaba agitando su larga cola gris. Urkhuna se puso de pie y la cogió en brazos. Aquella niña sí que se parecía a él, con sus ojos grandes y oscuros, su piel morena y sus hoyuelos en las mejillas.

—¿Qué le pasa a Darkos, papá? ¿No se quiere despertar?

Irdile se levantó, le quitó a la niña de los brazos y le dio un beso.

—No te preocupes, Bru. Tu hermano se pondrá bien enseguida. Pero no debes molestarle, si no quieres que le duela la cabeza.

Después se la devolvió a Basia, que se la llevó de allí y cerró la puerta al salir. Urkhuna suspiró y volvió a sentarse en el escabel. Tenía sesenta y tres años, y aunque no se conservaba mal, estaba convencido de que no vería casarse a la pequeña Brukanda. Sería Darkos quien garantizara su dote y una buena boda. Al menos, por esa parte estaba tranquilo. Darkos adoraba a su hermana, y sólo cuando jugaba con ella se le borraba el gesto enfurruñado de adolescente.

Qué feliz habría sido con otro hijo. Pero el parto de Bru había sido difícil. Irdile tomaba desde entonces un anticonceptivo de solima, menta y jengibre.

—¡Ha abierto los ojos! —exclamó Irdile.

Urkhuna se había distraído mirando por la ventana. No se había dado cuenta hasta entonces de que la alcoba del chico estaba orientada hacia la Torre de la Sangre. Debería haber caído en la cuenta cuando el arquitecto le enseñó los planos. Era un mal presagio.

—¿Qué tal te encuentras, Darkos? —le preguntó a su hijastro.

—La Torre de la Sangre se va a abrir —susurró él, con las pupilas dilatadas.

—Tranquilo, hijo —dijo Irdile—. Ya pasó. No pienses más en ello.

Darkos se incorporó. Las palabras se le agolpaban en la boca.

—El quiere que abran la Torre de la Sangre. Cuando coincidan las tres lunas ellos lo adorarán. ¡He visto a miles de personas morir allí!

—¿Quiénes van a adorar a quién, Darkos? —preguntó Urkhuna.

—¡No le sigas la corriente! —dijo Irdile—. ¿Quieres volverlo loco? ¿No ves que ha tenido una pesadilla?

—Hasta las pesadillas pueden ser señales de los dioses. Ahora, calla…

—No me digas que…

—… por favor.

Urkhuna le dio un vaso de agua a Darkos y volvió a preguntar.

—¿Quiénes son ellos? Los que van a adorar en la Torre de la Sangre…

—Son guerreros. —Darkos bebió agua y cerró los ojos para recordar mejor—. Llevan yelmos picudos, que no les cubren la cara. Llevan barba… y un tatuaje en la frente. También hay unos pájaros, me parece… No lo sé, ahora no los veo. —Abrió los ojos, asustado—. ¡Cuándo pienso en ello se me olvida!

—Tranquilo. Eso suele pasar con los sueños —insistió su madre.

—¿Aún te acuerdas de cómo es el tatuaje? —preguntó Urkhuna.

—Sí. Son tres puntos negros.

Urkhuna asintió con gesto grave.

—¿Puedes levantarte?

—Urkhuna…

—Le he preguntado a él, Irdile. ¿Puedes levantarte?

—Claro que sí.

—Entonces te bañarás y te pondrás ropas limpias. Vas a venir conmigo a ver a Istrumbas. El entiende de sueños y agüeros y nos iluminará.

—¿Iluminaros, ese viejo ciego? —se burló Irdile—. Deja tranquilo a Darkos. Tiene que descansar.

—Por favor, madre. No me pasa nada. Iré a ver a ese hombre.

—¿Ves? —dijo Urkhuna—. Le proteges demasiado.

Irdile le miró con un destello de rabia, se levantó y salió de la habitación sin decir nada. Urkhuna suspiró. La conocía bien. Esa noche, su mujer trancaría la puerta que unía las dos alcobas.