Poco después de la puesta de sol, Derguín se reunió con Narsel en el Albatros, una taberna encaramada a un pequeño crestón que separaba los puertos de Namuria y de Tatros. Los guardaespaldas que los acompañaban se sentaron en la sala principal, mientras ellos subían a un reservado, seis peldaños más arriba, que se asomaba a la bahía. Aifán, el dueño, los recibió en persona y les bajó el toldo, pues la noche aún era fresca.
—Déjalo ahí —le dijo Derguín, antes de que los flecos se juntaran con la barandilla de bronce—. Me gusta ver el mar mientras ceno.
Derguín se sentó de espaldas a la pared y apoyó el codo sobre la balaustrada. Desde allí podía mirar a la izquierda y contemplar el tranquilo oleaje de la bahía o dirigir la vista a la derecha y vigilar el resto de la taberna. El local estaba iluminado por globos de cristal colgados del techo, en cuyo interior revoloteaban luznagos azules y rojos. Estos eran los más raros de encontrar, pero el dueño del Albatros opinaba que le daban un aire más acogedor a su taberna y que sólo los miserables iluminaban con luznagos verdes.
—No me gusta que a mis clientes se les ponga cara de diarrea —solía decir.
El suelo del reservado estaba decorado con un mosaico que representaba restos de comida: raspas de pescado, conchas vacías y mendrugos de pan. Aifán solía presumir de su realismo, pero Derguín lo encontraba de un gusto dudoso.
—¿No tienes frío ahí, junto a la barandilla? —le preguntó Narsel.
—No.
Desde que tenía la Espada de Fuego, Derguín sentía siempre su calor, como parte de su sangre. Por la noche dormía desnudo después de tomar un baño frío; por la casa andaba descalzo sobre las baldosas y las tablas; y cuando salía, procuraba llevar ropas holgadas de lino y sandalias de cabritilla. Un médico que lo examinó le había dicho que su estado era febril.
—¿Llevas mucho tiempo así?
—Más de un año.
—Pues deberías estar muerto —dictaminó el médico.
El calor no era el único efecto de ser el Zemalnit. Había otros, algunos difíciles de describir con palabras. El más molesto era una corriente que le recorría el cuerpo, como si por sus venas y nervios desfilara un ejército de hormigas diminutas. A veces los dedos se le contraían solos, o le daban calambres en las pantorrillas y tenía que estirar la punta de los pies apretando contra paredes y muebles cuando nadie miraba.
Por las noches era peor. Pasaba horas y horas revolviéndose en el lecho, hasta que bajo su espalda la sábana formaba arrugas que sentía en la piel como montañas. A veces clareaba y él no había cerrado los párpados. Durante una temporada había intentado beber hasta perder el sentido, pero era inútil. En cuanto tocaba la empuñadura de la Espada y la desenvainaba apenas un milímetro, se le despejaba la embriaguez y volvía el estado de nerviosismo.
—¿Qué bebemos? —preguntó el navarca.
—La cerveza negra es buena.
—Pues la probaré.
Conocía la forma de evitar ese cosquilleo que le tensaba los nervios como cuerdas de laúd. No tocar la Espada. A veces había conseguido apartar los dedos de su empuñadura durante un día entero, pero el esfuerzo era casi sobrehumano y tenía su contrapartida. Si no atendía al reclamo de Zemal, se le abría un vacío en la boca del estómago que cada vez se hacía más profundo, y las palmas de las manos le empezaban a sudar hasta que volvía a cerrar la mano sobre el pomo grabado en la lengua de los Arcanos.
También había intentado otra solución. Dejarla escondida en casa y llevar en su lugar otra espada recta que había hecho forjar con una empuñadura idéntica a la de Zemal, para que nadie sospechara. Mas no disfrutaba del relajo planeado, pues se atormentaba pensando que alguien podía robarle la Espada.
De hecho, habían intentado hacerlo. Cinco meses antes, mientras compartía unas cervezas con Krust y el Mazo, sintió un fogonazo de calor que le recorría las venas, y dejó a sus amigos plantados para acudir a la carrera a su casa.
De la alcoba salía un olor a carne quemada tan intenso que casi le hizo vomitar. Al pie de la cama había un cadáver que aún humeaba. De la mano que intentara empuñar a Zemal quedaban tan sólo los huesos de dos dedos; el resto eran cenizas. El rostro era a duras penas reconocible, pero se advertía en su frente el tatuaje de las tres lunas negras que distinguía a los seguidores del Enviado, el caudillo de los Aifolu.
Desde entonces, Derguín no se había atrevido a separarse de la Espada ni para visitar la letrina. En su propia biblioteca disponía de un escondrijo perfecto para Zemal, pero no se había atrevido a utilizarlo más que un par de veces, y eso sin abandonar su casa ni poner por medio más que una o dos paredes. Cuando salía, Zemal siempre lo acompañaba; y cuando entrenaba con sus Ubsharim, dejaba colgada la Espada a su vista y vigilada por un cadete de guardia.
Derguín sopló y apagó dos de las tres velas. Narsel protestó.
—Si hay una cucaracha nadando en mi cerveza, no la veré.
—Prefiero ver las caras de los demás sin que vean la mía —dijo Derguín.
—Y yo que creía ser receloso…
—Soy demasiado conocido aquí, en Narak. Siento que no dejan de observarme y juzgarme.
—Eres el Zemalnit. Es normal que seas conspicuo. Sin duda te admiran.
—Algunos sí. Pero otros me envidian o me odian.
—Deberías haberlo pensado antes de luchar por la Espada de Fuego.
—Cuando lo hice no conocía la existencia de algo llamado «política». Y aquí en Narak todo es política. Los Narakíes no piensan en otra cosa, desde la cuna hasta la tumba. Todos, hasta los más lerdos, se dedican a intrigar, a hablar de facciones, a hacer planes, a criticar a quienes mandan y a quienes no mandan. No sólo se reúnen en la asamblea, sino en las barberías, en las tabernas, en los paseos del puerto, en cada jardín, y todo lo quieren someter a escrutinio y votación.
—De un pueblo que tiene la aborrecible costumbre de gobernarse a sí mismo no se puede esperar otra cosa. Además, tú te empeñas en dejarte manejar por Krust, que confabula con unos y con otros.
—Ya te he dicho que Krust es amigo mío. Cuando llegue, acuérdate de eso.
—No tengo nada personal contra él.
En ese momento llegó una camarera con dos picheles de cerveza y un platillo con almendras garrapiñadas y dulces de goma de Malabashi. Era joven, y tenía los ojos muy negros y grandes. Iba peinada con un moño. A Derguín se le fueron los ojos hacia su cuello de junco, y la muchacha, que se dio cuenta, lo miró un segundo más de lo necesario y le sonrió. Después se alejó, insinuando un cimbreo. La falda, abierta por detrás, dejaba ver unas pantorrillas musculosas como las de una bailarina.
—A mí también me gustan delgadas —comentó Narsel.
—No la conozco. Debe de ser nueva —respondió Derguín, ausente.
Después se volvió hacia Narsel y brindó con él. —Por nuestros negocios. No vamos a estropearlos discutiendo.
—¿Acaso hay algo malo en discutir? A mí me gusta.
—Lo sé. Anda, cuéntame cosas del ancho mundo.
Narsel dio un sorbo a su cerveza. Después sacó un pañuelo y se enjugó la espuma del bigote, pues era demasiado pulcro para utilizar el dorso de la mano. A Derguín le llegó el perfume a jazmín del pañuelo.
—La situación del ancho mundo es delicada, pero ventajosa para nosotros.
—Explícate.
—Corren rumores de que se acerca una hambruna del norte, y se dice que tiene que ver con Menipe.
Derguín asintió. Hacía más o menos año y medio, aquella roca cayó del firmamento. Era mediodía y Derguín estaba entrenando en el Arubshar cuando los gritos del exterior lo alertaron, y salió a ver aquella luz que incendiaba el cielo y se precipitaba hacia el norte con un silbido atronador. A su alrededor oyó lamentos, y también comentarios de admiración y chillidos histéricos. Recordaba haberse estremecido hasta la médula, pensando: Los dioses han vuelto.
El astrónomo Ulfas de Narak descubrió que al Cinturón de Zenort le faltaba el fragmento conocido como Menipe. Con el tiempo llegaron noticias de que aquel pequeño astro se había estrellado en las estepas del lejano norte.
—El fuego del cielo ha emponzoñado las tierras de los Trisios. Pero ahora el mal se propaga hacia el sur —prosiguió Narsel—. Se están arruinando cosechas enteras.
—¿Eso es bueno para nosotros?
—La escasez siempre es provechosa para el que especula.
Narsel volvió a extender la jarra, y Derguín la chocó con la suya de mala gana. No le agradaba brindar por el hambre ajena.
—En el Sur, las cosas están peor. La propia Ruta de la Seda está amenazada por los Aifolu. Pashkri los ha sobornado para que se dirijan hacia el norte y no entren en su reino. Y no sólo les ha entregado montañas de oro.
—¿A qué te refieres?
—Máquinas de guerra. Al parecer, las murallas de Sattûk no cayeron sólo por la cólera de su dios vengador. También colaboraron las catapultas, trabuquetes y torres de asedio que les regalaron los ingenieros de Pashkri.
—Es una insensatez armar a un enemigo incontrolable.
—No hay enemigo incontrolable, Derguín. Tú eres un guerrero, pero la guerra no la dirigen los soldados, sino los políticos y los mercaderes.
—La guerra no la dirige nadie. Se trata de un dios voraz que lo consume todo.
—Como quieras. —Narsel desechó con un gesto la filosofía de Derguín y fue a lo concreto—. Los cien mil hombres del Martal se dirigen hacia el nordeste. Lo que me interesa a mí es saber qué harán cuando lleguen a la Ruta de la Seda. ¿La mantendrán en funcionamiento o la cortarán? Muchos mercaderes en Ainar, Malabashi y Ritión no se atreven a enviar sus artículos por la Ruta. Los aseguradores les exigen ya un tercio del valor de la mercancía como tasa de riesgo.
—¿Qué interés tiene Pashkri en mandar al norte a esos salvajes? Los Aifolu acabarán cortándoles el comercio con el resto de Tramórea.
—En Pashkri eligen el mal menor, perder la Ruta de la Seda antes que su propio reino. Mientras tanto, hay mercaderes Pashkriri que prefieren hacer negocios por mar. La compañía de cierto navarca al que conoces bien —añadió con una sonrisa truculenta— sólo pide un diezmo de los bienes que transporta. La navegación es larga, pero puede completarse en menos de tres meses con barcos como los que estamos armando en los astilleros de Narak y Malirie.
—Así que tus inversiones están garantizadas.
—Y las tuyas, Derguín. Cuando gane un millón de imbriales más, no me importará si quieres cabalgar tú solo contra esos locos Aifolu enarbolando tu Espada de Fuego. Aunque no te lo recomendaría.
Derguín bajó la mirada a la mesa y respondió en tono amargo:
—Con un ejército de cincuenta y ocho hombres no iré a ninguna parte. —Luego levantó la mirada y preguntó—: ¿Dijiste que los Aifolu eran cien mil por redondear?
—Me temo que no. El Martal es un pueblo en armas. Los Aifolu viajan con sus mujeres y sus hijos, pero eso no refrena su marcha. Si sus familias se quedan en el camino, allá las dejan. Así lo manda Ariseka.
—¿Quién es Ariseka?
—Ese dios que se empeña en no tener competencia en el panteón. Su profeta, Yibul Vanash, dice que Ariseka estuvo dormido mil años y que ahora ha vuelto para incendiar el mundo.
Derguín se estremeció, recordando el Mito de las Edades que le había narrado Linar, el Kalagorinor.
«El dios loco Tubilok quedó apresado en el corazón de la roca. Pero su poder no quedó aniquilado. Cuentan que durmió para no enloquecer en el tedio de su encierro, pero que las visiones de su mente enferma escapan de la piedra, emponzoñan los sueños de los mortales y tejen sus pesadillas».
«Y también se dice que sus sirvientes aguardan su regreso…».
Ariseka. Tubilok. ¿Nombres del mismo demonio?
—Estás sudando, Derguín.
—Tengo calor.
—Aún sudarás más cuando te cuente esto. ¿Has oído hablar de los Glabros? Pues Pashkri ha cedido al Martal una bandera de cuatro mil jinetes Glabros.
Derguín había leído una descripción de ellos en la Geografía de Tarondas. Los Glabros provenían del continente del sur y cabalgaban a la guerra a lomos de sus pájaros del terror, avestruces carnívoras grandes como caballos. Tarondas enumeraba una serie de costumbres espeluznantes de esa tribu, y aseveraba que no había pueblo más sanguinario en Tramórea.
—Ahora que Pashkri ha entregado a los Aifolu su oro, sus máquinas y sus pájaros del terror, ¿con qué piensa detenerlos cuando cambien de opinión y decidan atacar sus tierras?
—Tal vez alguien lo haga antes. Aún puedo brindarte una información más jugosa.
—Hoy estás hecho un pozo de conocimiento.
—Es lo que ocurre cuando uno viaja mucho. La Horda Roja se dirige hacia el sur por la Ruta de la Seda. Se dice que van hacia Malabashi, pero yo creo que alguien les está pagando para que acudan a cortarles las alas a los Aifolu. Tu amigo Kratos sigue perteneciendo a ese ejército de mercenarios, ¿no?
Derguín suspiró. Kratos. Su maestro, su amigo, el mismo que no se había dignado contestar sus cartas en año y medio.
—¡Vaya, vaya, cuánto bueno por aquí!
Narsel, que no había visto acercarse a Krust, puso los ojos en blanco al oír su voz. Pero enseguida recompuso el gesto, se incorporó y saludó al hombretón besándole en ambas mejillas.
Krust se sentó al lado de Derguín y le palmeó la espalda. Derguín sonrió. Narsel tenía razón en que Krust era un manipulador nato, pero sólo verlo le mejoraba el humor. Krust seguía siendo un oso voceador, aunque las penalidades del certamen por la Espada de Fuego le habían dejado las carnes algo caídas, más arrugas en el rostro y una franja blanca en la barba que parecía partirla en dos. Lo acompañaban dos guardaespaldas, que se sentaron en la sala principal junto a los demás. A Kybes y Semias, los hombres de Derguín, ya los conocían, y con Urmas, el forzudo marinero que protegía a Narsel, hicieron buenas migas, pues mientras tuviera la panza llena de cerveza y condumio estaba contento.
Derguín sabía que Krust podía prescindir de aquellos esbirros. Quien lo viese tan panzudo y canoso tal vez lo juzgaría lento y torpe. Y se equivocaría. Como Tahedorán, Krust conocía Mirtahitéi, la segunda aceleración, y al sentarse siempre cuidaba de dejar la espada en posición desembarazada por si tenía que desenvainarla. Lo que significaba que podía decapitar a cualquiera sin levantarse del asiento.
A no ser que ese cualquiera fuese otro Tahedorán y conociese la tercera aceleración, como era el caso de Derguín.
—¡Arda! —exclamó Krust, llamando a una camarera que servía una enorme jarra de cerveza tostada a los escoltas—. ¡Deja a esos borrachos y tráenos una botella de vino!
—Estábamos bebiendo cerveza —dijo Narsel, con voz suave.
—Ya veréis qué vino nos trae.
—Sí, pero es que a mí no me gusta demasiado el vino.
Derguín dio un trago a su jarra para ocultar la sonrisa que se le estaba dibujando en el rostro. En cuanto se juntaban aquellos dos cuarentones, rivalizaban como pavos reales.
—Ya verás como este vino sí te gusta. Mira, aquí la tenemos.
La camarera no había tardado ni un minuto en servirles, pues el tabernero, al ver llegar a Krust, se apresuró a sacar de la bodega varias botellas de su vino favorito y las puso sobre la bandeja de la moza, a la que apremió con una nalgada. Krust no sólo era buen cliente, sino uno de los siete arcontes de la ciudad, el elegido por el poderoso clan de los Barústidas.
Para abrir la botella, la camarera se inclinó sobre la mesa de una forma que a Derguín se le antojó exagerada, pero que ofreció a Krust una amplia panorámica de su escote. Aquella mujer, Arda, era la favorita de Krust en el Albatros. Era curioso que le gustaran tanto las mujeres rollizas y de aspecto plebeyo al hombre que más sangre azul tenía en aquella mesa, miembro de una de las Siete Familias de Narak.
El no. Tú. Recuerda que eres sobrino del emperador de Ainar. Pero aquel pensamiento no le hacía concebir una pizca de orgullo, sino más bien inquietud y cierta repugnancia.
—Toma, maese Narsel. —Krust le sirvió la copa al navarca—. Prueba, y dime si puede no gustarte esta ambrosía.
Narsel probó un sorbo, arrugó el ceño, apartó la copa y se limitó a pedir otra jarra de cerveza. Krust chasqueó la lengua, pero no insistió más, y cambiando de asunto preguntó a Derguín:
—¿Has recibido alguna noticia del Mazo? ¿Qué tal le va en su islita? ¿De verdad cabe en ella?
Derguín se rió. Al lado del Mazo, incluso Krust parecía pequeño.
—Desde su última carta no sé nada nuevo. Al parecer, los peces empiezan a entrar por fin en sus redes, y ha encontrado una mujer morena y menudita, como le gustan a él. Pero eso fue hace ya dos meses.
—¡Ese bandido! ¡Valiente pervertido está hecho!
Hacía un año más o menos, el Mazo había comprado un terreno en Nahúr, una isla pegada a la costa sur de Narak, para construir en él la casa junto al mar que siempre había soñado. Derguín, apenado por perder de vista a su amigo, le había preguntado si no le bastaba con compartir su mansión de la Buitrera y asomarse a la bahía.
—Esta ciudad es demasiado grande para mí —contestó el Mazo—. Ya voy para viejo, y quiero una vida tranquila. Pero de vez en cuando visitaré Narak para verte.
La última visita había sido cinco meses atrás. Derguín llevaba bien la cuenta, pues había sido el mismo día que intentaron robarle la Espada.
—¡Eh, Arda! —gritó Krust, aporreando la mesa—. ¿Es que piensas que nos bebamos el vino a palo seco? ¡Trae algo de comer!
La camarera rolliza subió de nuevo los peldaños que llevaban al reservado. Todo el mundo en el Albatros, contemplaba con curiosidad aquel trajín de camareras, bandejas y vocerío de encargos. Con un suspiro de resignación, Narsel contempló la bahía, cuyas aguas fosforescían bajo la luz de Shirta.
—He visto al entrar que tenéis dos cochinillos espetados. Con eso y unas patatas al horno nos bastará.
—Pero, noble Krust —objetó Arda—, esos cochinillos son los últimos y están reservados. Si hubiéramos sabido que venías…
—¡Ah, si lo hubiera sabido yo mismo! Pero la vida del hombre es un azar, el paso de una triste sombra…
—Tenemos también cabrito lechal…
—¡Déjame de cosas que tienen cuernos, rapaza, que todo se contagia! ¡Tráeme esos cochinillos ahora mismo! No, mejor iré yo en persona.
Casi sin darse cuenta, Narsel y Derguín se quedaron solos un momento. El navarca meneó la cabeza una vez más.
—¿Para qué queremos un reservado si tu amigo organiza esta algarabía?
—Cuando tiene que ser discreto, lo es.
—Permite que dude de esa afirmación.
—El es mi principal apoyo en Narak. Mi único apoyo, más bien.
—Entre las Siete Familias, ¿no has encontrado a nadie más respetable a quien recurrir? —Narsel bajó la voz—. Además, éste apoya a los demócratas. No tiene lealtad a su propia sangre.
—Es mi amigo —repitió Derguín—. Compartimos aventuras y penurias en el certamen por Zemal y luego una buena temporada entre los Gaumas, hasta que llegaste tú.
Narsel y Derguín se habían conocido dos años atrás, cuando el navarca bajaba del norte con una flotilla de barcos cargados de ámbar, estaño, pieles y oro en polvo. Al desembarcar para comerciar con los Gaumas, un pueblo que vivía de la pesca, se sorprendió al encontrar alojados entre ellos a tres maestros de la espada y a un gigante barbudo que se hacía llamar el Mazo. Pero su asombro fue aún mayor al descubrir que uno de esos tres maestros, el más joven, era el nuevo Zemalnit.
Gracias a ese encuentro fortuito, Derguín había vuelto al mundo civilizado.
—Vamos, Narsel. Brindo por que mis amigos sean amigos entre sí.
A regañadientes, Narsel rozó su jarra de estaño con la copa de cristal de Derguín.
En ese momento volvió Krust, balanceando en su manaza una bandeja en la que humeaban dos lechones. Con él venía otro hombre, barbudo y casi tan corpulento como él.
—Os presento a Rustaq, mi sobrino, que se ha retrasado un poco. Es hijo de mi difunto hermano Barust, y ha llegado hace unos días de Ainar. Ahora, si no os importa que atienda a estas bellezas…
Mientras Krust partía los lechones con el canto de un plato, Derguín estudió a Rustaq. Al pronto le había parecido mayor, pues tenía la barba negra y espesa, pero los rasgos que se ocultaban debajo eran los de un joven que no debía haber cumplido siquiera los veinte años.
—Es un honor para mí conocer al Zemalnit —le saludó Rustaq. Tenía la voz algo menos áspera que su tío, y su estancia en el Norte había suavizado el acento enfático de los Narakíes—. He oído hablar mucho de ti en Uhdanfiún.
—Vaya. ¿Estudias para Tahedorán?
Rustaq intercambió una mirada con su tío, quien asintió como si dijera: Es de confianza.
—No pasé el Trago. Así que no me admitieron en la academia. Ahora son mucho más restrictivos con los extranjeros.
—¿Qué es el Trago? —preguntó Narsel.
—Así llaman los cadetes al Espíritu del Hierro —le explicó Derguín—. Una prueba que todo aquel que quiere convertirse en Tahedorán debe superar. Pero supongo que a Rustaq no le apetecerá mucho hablar de eso, ¿verdad?
El joven asintió, con ojos velados. Derguín se compadeció de él, aunque al menos Rustaq podía contar que seguía vivo. De los que se sometían a la ordalía del Espíritu del Hierro, a la mayoría no les sucedía nada más grave que sentir arcadas, vomitar la Mixtura y tener diarrea un par de días. Algunos pocos eran más desafortunados y sufrían una reacción terrible y casi instantánea. El cuerpo se les cubría de sarpullidos, el rostro se les hinchaba como un globo, la garganta se les estrechaba tanto que no podían respirar y acababan muriendo entre convulsiones y espumarajos.
Y otros, los elegidos, uno de cada siete, pasaban la Fiebre. Durante tres días guardaban cama entre sudores y escalofríos, con una temperatura tan alta que algunos también morían en aquel trance.
Derguín apenas lo recordaba, pues había pasado esos tres días sumido en un letargo febril y plagado de confusas pesadillas. Cuando despertó, su maestro Turpa le reveló el secreto de Protahitéi, la primera aceleración. Una fórmula compuesta de letras y cifras que, al subvocalizarla, provocaba una furiosa reacción en su cuerpo, como si un torrente de energía invadiera sus venas, y también en su mente; pues más que sentir una verdadera aceleración, quien entra en una Tahitéi percibe que el mundo a su alrededor se vuelve más lento.
Turpa, huraño como siempre, le advirtió de que anduviera con cuidado, pues abusar de la aceleración podría matarlo. Entre los cadetes de Uhdanfiún se contaba, medio en broma y medio en serio, la historia del estudiante que, nada más convertirse en Tahedorán, lo celebró entrando en la segunda aceleración para acostarse a la vez con cuatro prostitutas. Había muerto, por supuesto, pero incluso cadáver la temperatura de su cuerpo no dejó de subir, hasta que se inflamó en llamas por sí solo y ardió en su propia pira funeraria.
Derguín nunca había creído aquella historia, pero conocía en su propio cuerpo los efectos de una aceleración prolongada. Dolores en los músculos y las articulaciones, un hambre y una sed inconcebibles; y, si se había abusado de la Tahitéi, un sopor del que a veces nunca se despertaba.
—Eh, Derguín, deja de mirar por la ventana y come —le dijo Krust, con un codazo.
Derguín creía no tener mucha hambre, pero los cochinillos estaban tan jugosos y su piel tan crujiente que sin querer empezó a salivar. Narsel, tras gruñir un par de veces, se había aplicado también al plato. Mientras comían, discutieron de política. Krust no parecía preocupado por la amenaza de los Aifolu.
—Están muy lejos —dijo, con la boca llena—. Además, los nómadas son indisciplinados y cobardes por naturaleza. Ese Enviado no conseguirá mantenerlos unidos mucho tiempo.
Narsel se opuso a Krust, y cuando éste matizó su opinión Narsel también mudó la suya. Sin saber cómo, enseguida se encontraron hablando de Ainar, y Narsel, que había empezado enfatizando la amenaza que suponían los Aifolu, pontificó ahora sobre los peligros del expansionismo de Ainar.
—Los Ainari siguen soñando con el Imperio. Incluso los reyes que apenas han conseguido imponer su autoridad en las fronteras de Ainar se hacen llamar emperadores.
—Bah. El emperador actual no es más que un anciano senil, y además perdió a su hijo varón gracias a nuestro amigo Derguín —repuso Krust—. En cuanto estire la pata, habrá una guerra civil en Ainar y no tendremos que preocuparnos por ellos en otros cincuenta años. Tú, que has estado en Áinar hace poco, ¿qué se dice por allí, sobrino?
—Se teme lo que tú has dicho, tío: otra guerra civil —contestó Rustaq—. Echan de menos a Togul Barok, y maldicen a Derguín por haberlo matado. —El joven se apresuró a hacer un gesto de disculpa—. Perdón, tah Derguín, pero es así. No creo que debas volver a Ainar por mucho tiempo.
Derguín agachó la mirada y no dijo nada. Había visto a Togul Barok precipitarse por un pozo sin fondo en la torre de la isla de Arak, donde encontró la Espada de Fuego. Al principio lo creyó muerto. Pero luego empezaron los sueños…
Y con sus propios ojos había visto cómo Togul Barok se levantaba después de haberlo atravesado de parte a parte con su espada Brauna. Fuera hijo de una diosa o no, el príncipe de Ainar no era hombre fácil de matar.
—Ainar tiene una dirección lógica para expandirse: Ritión —se empeñó Narsel—. Ya podéis cuidar bien vuestras riquezas.
—No te preocupes tanto por nosotros —repuso Krust—. A nuestras riquezas sólo se puede llegar por mar. —¿Y?
—Que los Narakíes somos los dueños del mar.
—¿Cuántos barcos de guerra tenéis?
Krust refunfuñó y le arrancó una pata al segundo cochinillo.
—Eso es un secreto que no se le revela a un extranjero.
Narsel soltó una carcajada y agitó la jarra de cerveza ante el rostro de Krust. Derguín, que apenas bebía, se dio cuenta de que sus dos amigos estaban cada vez más borrachos, y que incluso Narsel, que gustaba de controlar el tono de su voz, casi gritaba.
—Los Narakíes no podríais juntar cien naves de guerra en condiciones.
—Muy enterado crees estar, Narsel.
—Si Narak tuviera una flota realmente poderosa, Agshar no camparía a sus anchas por el mar de Ritión.
—En cuanto consiga que me nombren politarca —repuso Krust—, no tardaré ni tres meses en tener a ese pirata colgado de una grúa en el puerto de Namuria.
—De momento, Narak tiene politarca. Igual que esos cochinillos tienen dueño.
Derguín miró a su derecha. Un hombre acababa de subir los seis peldaños del reservado. Era alto, de tez morena y sienes canosas. Su ropa era muy cara, pero no tan ostentosa como la de Narsel, y se abombaba en la tripa, que empezaba a ceder a la edad. Los miraba a todos con los labios apretados y cierto gesto desdeñoso que nunca se apeaba de su rostro, como si sufriera de una perenne dispepsia.
—¡Agmadán! ¡Qué sorpresa tan agradable!
Krust se levantó para saludar al politarca, el hombre que presidía el consejo de los siete arcontes. Los dos nobles se rozaron los hombros y torcieron la cara como para besarse, aunque no acercaron las mejillas a menos de un palmo. Krust le ofreció a Agmadán una silla, pero éste no aceptó. A Derguín y a Rustaq apenas les dedicó una mirada.
Derguín sabía que no gozaba de las simpatías del politarca. Había llegado a Narak convencido por Krust, miembro de un linaje que sostenía una rivalidad secular con el de Agmadán. Además, para éste, la Espada de Fuego era un elemento que no podía controlar. Pero, sobre todo, Agmadán llevaba tiempo pretendiendo en vano los favores de Neerya, la cortesana más hermosa de la isla y, según muchas lenguas, de todo el mar de Ritión. Neerya no le hacía caso, y en cambio se complacía en cultivar la amistad de Derguín, un extranjero, un recién llegado. Aquélla era una terrible ofensa para la soberbia del politarca.
Si supiera que nuestra amistad es tan casta como la de dos hermanos, pensó Derguín con amargura.
—¿Conoces a mi buen amigo, el navarca Narsel? —preguntó Krust, con cierto retintín.
—Hemos coincidido en alguna recepción, pero no tengo el gusto de haber hablado con él —contestó Agmadán con frialdad. El politarca, que se jactaba de pertenecer a un linaje milenario, no debía ver con buenos ojos al hijo de un pescador de perlas que se había enriquecido merced al comercio.
Sin embargo, Derguín advirtió algo raro en aquel saludo. Empujó la guarda de Zemal con el pulgar izquierdo, con cuidado de ocultar bajo el tablero de la mesa la ranura de plasma que quedaba al descubierto. La energía del arma corrió por sus venas. Sus sentidos se agudizaron y pudo oír el batir de las pulsaciones de Agmadán y ver las diminutas perlas de sudor que le brotaban entre el labio y la nariz, además de captar un olor característico que no sabía describir, pero que había aprendido a identificar como la mentira.
¿En qué mentía Agmadán al saludar a Narsel? Había dicho poco más que «no tengo el gusto de haber hablado con él». Derguín giró la mirada hacia su amigo. También había señales extrañas en él, aunque demasiado tenues para interpretarlas como prueba de fingimiento. Volvió a empujar la espada hasta el fondo de la vaina, cuidando de no hacer ruido, y anotó para el futuro aquella impresión.
—Esos cochinillos estaban reservados para mí y para unos amigos.
Krust abrió desmesuradamente los ojos.
—¡No! Qué contrariedad.
—Mira. Ahí están.
Agmadán señaló a una mesa junto a la pared, a unos seis metros de ellos. Había un hombre al que Derguín no conocía, y dos mujeres jóvenes y hermosas con los hombros descubiertos que, sin duda, no pertenecían al clan Agmadánida. El Albatros era el lugar al que acudían las personas respetables cuando querían dejar de ser respetables, pero tal licencia no se extendía a las mujeres nobles.
—¡Cuánto lo lamento, Agmadán! —dijo Krust, con un gesto de compunción tan sincero que Derguín tuvo que toser para no soltar una carcajada—. Mira, podemos juntar lo que queda y enviártelo en una bandeja. A ver, una pata y media, dos cabezas, medio costillar…
—Una solución insatisfactoria. Trasladar una fuente llena de huesos casi mondados de una mesa a otra no me parece decoroso.
—Pues entonces, comparte mesa con nosotros.
—Gracias, pero no quiero abandonar a mis invitados.
—En ese caso, tengo que compensaros como sea. Por favor, pedid todo lo que queráis. Esta noche corre de mi cuenta.
—Por desgracia, lo que queríamos esta noche era cochinillo.
La tensión en la mandíbula de Agmadán era casi tan patente como el embarazo de los tres hombres sentados a la mesa. Krust, sin embargo, parecía tranquilo y no dejaba de sonreír. Se había apartado un poco de Agmadán, como para hacerse sitio por si tenía que desenvainar la espada, pero mantenía las manos en alto y con las palmas vueltas al politarca; mientras que éste, consciente de las siete marcas de Tahedo que ostentaba el brazalete de Krust, había entrelazado las suyas sobre el pecho y procuraba no insinuar con ellas ningún movimiento hostil.
La camarera de esbeltas pantorrillas se acercaba a la escalerita del reservado, con una bandeja sobre la que llevaba una botella de vino y un cestillo de pan. Una voz agazapada en el fondo de su mente, casi en su nuca, recordó a Derguín que era Arda a quien habían pedido que trajera más pan.
—… haber sabido que eran para ti…
—Ahórrate tus…
Zemal vibró junto a su cintura. Derguín comprendió que algo iba mal, muy mal, y entró directamente en Urtahitéi. Un calor desgarrador se extendió desde sus ríñones, y de pronto las voces de Krust y Agmadán sonaron graves y cansadas, y el mundo entero se volvió lento y espeso.
Pero había algo incorrecto. La bella camarera le miraba a los ojos y ya no le sonreía. No, tampoco era eso…
La mujer parecía moverse a velocidad normal. Ella también había entrado en Urtahitéi. Sin soltar la bandeja, buscó bajo la falda con la mano derecha. Por instinto, Derguín levantó la jarra y se cubrió el rostro. Algo brillante silbó en el aire y se clavó con fuerza en el estaño del pichel.
Derguín se levantó con un movimiento tan violento que la mesa entera se volcó. Agmadán, que estaba al borde de la tarima, se desequilibró y cayó de espaldas manoteando en el aire, tan lento como si buceara. Derguín saltó sobre el banco, pasando por encima de Narsel, que se agachó y se llevó las manos a la cabeza. La mujer dejó caer la bandeja y le tiró otro proyectil, que pasó rozando el rostro de Derguín. A sus espaldas oyó un grito de dolor, tan deformado por la aceleración que no lo reconoció.
Derguín saltó los seis escalones y cayó junto a la bandeja. La camarera había vuelto la espalda y huía hacia la derecha, a la puerta del local, mientras los clientes se apartaban de su camino entre gestos tan lentos como las visiones de un sueño, y gritos que a Derguín le llegaban como un grave y siniestro ulular.
Derguín recogió la bandeja del suelo y la lanzó contra la mujer. Los espectadores debieron intuir que un relámpago cruzaba la taberna, pero Derguín vio con todo detalle la trayectoria de aquel disco de metal. Casi diez metros más allá, la bandeja alcanzó la nuca de la camarera. Derguín había esperado aturdiría con el golpe, pero ni siquiera él había calculado bien la fuerza que le imprimía la tercera aceleración. La joven se desplomó de bruces en el suelo y ya no se movió.
Derguín pronunció la fórmula para desacelerarse y clavó la rodilla junto a la mujer. Era demasiado tarde. La bandeja había quedado clavada más de dos dedos entre sus vértebras.
Las voces volvían a ser tan rápidas y agudas que ensordecieron a Derguín. Cogió la bandeja con ambas manos y tiró de ella; al sacarla sintió la desagradable sensación del metal rozando con los huesos. Después dio la vuelta a la joven. Tenía los ojos muy abiertos, e incluso muerta seguía siendo bonita.
Es la primera vez que malo a una mujer.
—Te has movido demasiado rápido para Mirtahitéi —le dijo Krust, abriendo los brazos para evitar que la gente se acercara demasiado.
—No digas tonterías —respondió Derguín, levantándose con cuidado. Krust no conocía la tercera aceleración, aunque sospechaba de su existencia—. Lo que pasa es que soy más rápido que tú por mi propia naturaleza. ¿Quién está herido?
—Mi sobrino. Pero Narsel ya lo está atendiendo.
Derguín se acercó al reservado. Narsel había desgarrado la manga para limpiar y vendar a Rustaq, que tenía una herida profunda en la parte posterior del brazo y empalidecía por segundos. Sobre la mesa yacía el arma, una estrella de metal de cuatro puntas. Mientras, Kybes y Semias ayudaban a levantarse al politarca, que había caído en una posición un tanto desairada y tenía la rabadilla tan dolorida que apenas podía moverse.
Krust agarró a Derguín por el brazo y le susurró en Ainari.
—Esa mujer ha entrado en aceleración.
—Sí. Estaba en Mirtahitéi —respondió Derguín, aunque sabía que su atacante no había actuado en segunda aceleración, sino en tercera.
Sólo los maestros del noveno grado debían conocer la fórmula de Urtahitéi. Sin embargo, el Gran Maestre había violado el secreto para revelárselo a Togul Barok durante el certamen por la Espada de Fuego. Para compensar aquella ventaja, Kratos May había hecho lo propio con Derguín. Los cuatro implicados merecían la muerte, según el código del Tahedo, y cualquier Tahedorán o incluso Ibtahán podía ejecutar la sentencia… si se atrevía.
Derguín volvió junto al cadáver y apartó al tabernero, que se lamentaba de aquel escándalo. Abrió las manos de la muchacha y acarició los dedos y la palma. No había huellas de los callos característicos que deja la práctica de la espada. Alguien la había hecho pasar por la prueba del Espíritu del Hierro, pero no para convertirla en Tahedorán, sino en asesina.
Demasiadas personas conocían en los últimos tiempos el secreto de la tercera aceleración. Aquel ataque no podía ser obra del Gran Maestre de la academia de Uhdanfiún, por poco cariño que tuviera a Derguín. No, el responsable tenía que ser alguien más audaz, sin temor a hombres ni dioses. Mientras cerraba los párpados de la muchacha que había intentado matarlo, Derguín se estremeció al pensar en un ejército de soldados y asesinos capaces de acelerarse en mitad de una batalla. ¿Quién resistiría una carga en Urtahitéi, aunque no durase más de un minuto? Nunca en la historia de Tramórea había ocurrido algo así.
Pero Derguín se dio cuenta de que sólo era cuestión de tiempo. «Todo lo que pueda ocurrir ocurrirá», decía el táctico Bolyenos. Los Tahedoranes habían guardado su secreto con celo durante siglos. Pero para el medio hermano de Derguín los principios y normas de los Tahedoranes valían menos que un as de cobre con orín. Por algo era el hijo de una diosa.
Detrás de aquel ataque sólo podía estar Togul Barok. Lo cual significaba que los sueños de Derguín eran ciertos. El príncipe de Áinar no estaba muerto.