Meseta de Malabashi
Campamento de la Horda Roja

¡Vuelve aquí ahora mismo!

—¡No te atrevas a decirle a la hija de Hairón lo que tiene que hacer!

Forcas le hizo un gesto a un guardia para que detuviera a Aidé. Pero el hombre vaciló entre obedecer la orden del duque y ponerle las manos encima a la muchacha. Ese instante bastó para que ella se agachara y pasara corriendo bajo la cortina de cuero que cubría la puerta del pabellón. Corrió por el claro que rodeaba la tienda de mando. Pero cuando vio que todos se limitaban a mirarla y que nadie parecía dispuesto a perseguirla, se detuvo, se recompuso los cabellos que se habían escapado de las horquillas y se ladeó la boina negra. El guardia se había asomado a la puerta de la tienda, pero una orden seca («Déjala») le hizo volver al interior.

La vista se le estaba nublando. Se enjugó con los nudillos aquellas lágrimas de rabia antes de que se le enfriaran. Después de los ardores del día se había levantado un viento fresco. Sobre la gran carpa octogonal de la tienda de mando, las banderas que habían colgado mustias durante horas se animaron a ondear: el narval de Hairón nadaba sobre un oleaje púrpura, y el unicornio de su sucesor, Forcas, rampaba ante un árbol blanco. Los símbolos de su padre y de su… ¿Qué era el duque para ella? ¿Amante, protector, dueño?

Aidé no tiene dueño, se repitió. Aidé no tendrá dueño.

Desde el claro rectangular partían las cuatro calles que recorrían el campamento y separaban los emplazamientos de cada batallón: el Jauría, el Carmesí, el Sable y el Narval. Aidé eligió una al azar, o creyó hacerlo, y paseó por ella. Si podía llamarse pasear a su forma de avanzar. Caminaba a zancadas que hacían ondear los flecos de su pantalón de montar. La gente la miraba con curiosidad, pero aunque fuese una mujer y las mujeres tuvieran prohibido salir después del atardecer de los cuadrantes donde se alojaban las familias de los soldados, nadie se atrevió a acercarse a ella. Todos conocían a la hija de Hairón desde que era un bebé y su padre la paseaba ante las tropas encaramada a sus hombros, anchos y peludos como los de un oso. La habían visto cabalgar, y abatir perdices a flechazos desde su montura. Y ahora compartía el lecho de Forcas, el caudillo de la Horda Roja. Por si a alguien no le bastara todo esto para respetarla, de su cinturón colgaba una daga cuyo pomo rozaba con los dedos cada vez que algo la contrariaba.

Siguió caminando entre las tiendas parduscas del batallón Narval y del Sable. El campamento era una ciudad de lona, palos y cuerdas, zanjas, empalizadas y letrinas de madera que albergaba a casi veinte mil habitantes y que cada mañana desaparecía para levantarse al atardecer en algún otro lugar, treinta kilómetros más allá. Pero el viaje de más de cuatro meses, que había empezado al final del invierno, con los caminos embarrados y los ríos crecidos, se acercaba a su fin. La Horda Roja no tardaría en encontrar un nuevo hogar en Malabashi, lejos de la hambruna que se cernía sobre las tierras del norte. Así lo había prometido la Divina Samikir, reina de Malib la Dorada.

Aidé no había pasado hambre en su vida, y aquella amenaza que hacía palidecer a tantos veteranos de la Horda no la impresionaba. La fabulosa ciudad de Malib, rica en oro, despertaba su curiosidad; pero de haber estado en su mano la decisión, se habría quedado en la fortaleza de Mígranz, con el batallón de Grondo, el general que se había negado a seguir a los demás en aquel viaje al sur. Echaba de menos el torreón en que había pasado los diecisiete años de su vida, y las anchas praderas de Malart.

Se detuvo antes de llegar a la empalizada. Los soldados de guardia acababan de cerrar la puerta norte. En una de las garitas que la flanqueaban, un trompetero dio el aviso de la puesta de sol. Empezaba el primer turno de guardia.

Más allá de la empalizada se perfilaban los montes Crisios, una línea quebrada y cárdena que se oscurecía con rapidez. El viento bajaba de aquellas montañas y arrastraba el frío de sus cimas. Aidé se frotó los brazos. Sólo llevaba en ellos sendas ajorcas de oro y platino en forma de dragones que se mordían la cola. Debería haberse puesto al menos un echarpe, pero durante su discusión con Forcas lo que menos había sentido era frío. El clima de aquella región la desconcertaba. Los días eran sofocantes. El sol trepaba más alto de lo que había llegado a verlo en el norte, y sus rayos caían como saetas y, junto con el polvo que arrastraba el viento, abrasaban el rostro y los hombros. Pero las noches eran casi tan frías como las de Mígranz.

Ahri, el hombre de ojos saltones que lo sabía casi todo, erudito en historia y antiguo Numerista, le había explicado que Malabashi se extendía sobre una meseta muy elevada. La propia Aidé había observado que, al abandonar la Ruta de la Seda, subieron un día entero por una pendiente suave, pero constante. Según Ahri, ahora se hallaban a la misma altura que la fortaleza de Mígranz. A Aidé aquello le parecía imposible. El nido de águilas en que se había criado dominaba una vasta extensión de llanura, mientras que ahora caminaban como hormigas pegadas al suelo, por una planicie interminable sembrada de polvo, matorral y piedras. Pero Ahri se lo demostró, o pretendió demostrárselo, con uno de sus artilugios, una botella de cristal llena de agua y sujeta en posición invertida a una palangana de cobre. El erudito había dibujado unas rayas horizontales en la botella para medir la altura que alcanzaba el agua. Según él, por extraño que pareciera, cuanto más baja se veía el agua, más altos estaban ellos.

Las cosas de Ahri. Aunque Aidé no creía demasiado en sus teorías, de todo el séquito que rodeaba al duque, era el Numerista quien más simpático le resultaba.

Los guardias encendieron hachones en las cuatro calles del campamento, mientras el trompetero repetía su toque. Aidé se dio la vuelta, pero aún no quería regresar al pabellón de mando, así que torció a la izquierda por una calle más estrecha y se introdujo en el cuadrante donde acampaba el batallón Narval.

Muchos soldados estaban dentro de las tiendas. A la luz de los candiles, sus sombras se perfilaban contra las lonas pardas, acuclillados sobre las tarimas de madera que les servían de lechos. Algunos cenaban, otros jugaban a los dados y bebían vino, había otros que cantaban. También los había que estiraban las piernas a la puerta de las tiendas, disfrutando del relente que aliviaba los ardores del día. Una vez organizado el campamento, tenían permiso para holgar, pues llevaban seis jornadas seguidas de marcha y la séptima siempre era de descanso.

Aidé llegó a un sector donde las tiendas dibujaban perpendiculares y paralelas perfectas, como trazadas por el cartabón de un arquitecto. No había desperdicios en el suelo, ni excrementos de caballería. Las banderas ondeaban limpias y sin desgarrones, e incluso los astilleros improvisados con las propias picas, apoyadas unas contra otras como esqueletos de cabañas, se levantaban allí en puntos equidistantes.

En el centro de una pequeña plaza cuadrada ardía una hoguera alimentada por retama y matojos y rodeada por un círculo de piedras. Sobre las llamas, en una parrilla de metal apoyada en un alto trípode, humeaban salchichas gruesas como tres de sus dedos, negras morcillas de cebolla y grasientas lonchas de panceta. El cocinero era Gavilán, un sargento primero con el rostro tan curtido que a Aidé se le antojaba un viejo, aunque caminaba derecho y era capaz de sostener el escudo tanto tiempo como cualquier mozo.

—¡Princesa! —le dijo el sargento—. ¿Querrás honrar a tus servidores compartiendo con ellos su nocturnal festín?

Los soldados que lo rodeaban se apartaron para dejar paso a Aidé. La muchacha se acercó y extendió las manos para calentárselas junto al fuego. Uno de los soldados, que de lejos ya le había parecido alto a Aidé, se levantó del tonel en el que estaba sentado, y fue como si un árbol tronchado por el viento se irguiese. Aidé lo conocía. De hecho, no había nadie en la Horda que no conociera a Trescuerpos, el signífero de la compañía Terón. Cuando la falange formaba en cuadros, su cabeza descollaba sobre todas las demás, pues los soldados más altos de la Horda apenas le llegaban a las axilas.

—Buenas noches, dama Aidé —la saludó, inclinando su enorme cabeza. Tenía la mandíbula larga y huesuda, lo que hacía su dicción confusa y opaca. Sus ojos asomaban bajo unos arcos de hueso tan prominentes como los frontones de un templo.

—Buenas noches, Trescuerpos. Siéntate, por favor.

Aidé sabía que para el gigante suponía un gran esfuerzo sostener su enorme peso sobre los tobillos. De hecho, era el único hombre de infantería que durante las marchas viajaba en carromato. Pero compensaba ese privilegio de sobra cuando se embutía en la armadura y formaba en la primera fila de su compañía. Bastaba con ver a aquella mole coronada con un penacho rojo y enarbolando el estandarte para que el pavor sobrecogiera a los enemigos.

—Caliéntate, princesa, que el relente es traidor —dijo el sargento Gavilán—. Tú, Jerbo, escancia néctar para la princesa.

El tal Jerbo, un soldado que por las trenzas debía ser Trisio, se acercó a un barril de madera encaramado sobre otro trípode y abrió la espita para rellenar una jarra de barro. Después se la pasó a Aidé. Ella sintió que la muñeca se le quería doblar, pues la jarra no tendría menos de dos litros de cerveza, pero se la llevó a la boca sin ayudarse de la otra mano y dio un largo trago. Cuando terminó, agradeció la invitación con un eructo que, aunque sonó débil como el de un lactante, despertó las carcajadas de los hombres. Otro soldado le dio una salchicha sobre una rebanada de pan. Aidé descubrió que tenía hambre, y mordió con ganas. La salchicha le supo mejor que los manjares que comía en el pabellón de mando, pero el pan estaba duro.

—El pan tiene ya unos días —le dijo el soldado—. Como no nos pagan desde que…

—¡Cállate, imbécil! —le ordenó el sargento, propinándole un pescozón con la mano izquierda, mientras con la derecha seguía atendiendo la parrilla—. No abuses de la confianza de la princesa deshilvanando aquí tus miserias.

—No me llames princesa, por favor —protestó Aidé. Pero aunque el tono de Gavilán era burlón, su calidez la halagó.

—¿Qué pasa aquí? ¿De quién es esta mujer?

—Yo no soy de nadie —restalló Aidé, dándose la vuelta.

Iba a añadir algo más, pero se calló al ver al hombre que había hablado. El también enmudeció.

—Dama Aidé… —dijo por fin él, agachando la cabeza.

Tah Kratos…

El hombre levantó la mirada y durante unos segundos sus ojos se clavaron en los de Aidé. Ella lo estudió. Era la primera vez que tenía tan cerca al capitán de la compañía Terón. Kratos era un poco más bajo que Forcas. El jubón se le ceñía a los hombros y el pecho, pero luego caía suelto hasta su cintura, mientras que el de Forcas, por más que él lo disimulara tratando de abombárselo, revelaba cierta blandura en su vientre.

Los ojos de Aidé siguieron las tres cicatrices que recorrían el cuello de Kratos. Imaginó que escondían una historia interesante, y por alguna razón volvió a añorar el norte. Pensó que Kratos era un hombre guapo. Los ojos grises y rasgados, la mandíbula cuadrada y el cráneo afeitado que brillaba a la luz de la hoguera le daban una belleza angulosa, de líneas y planos rectos, muy distinta de los suaves rasgos de Forcas.

Pero habría sido más guapo si no tuviera las comisuras de la boca caídas, y aquella tristeza sin fondo en los ojos. Aidé recordó el estanque bajo su ventana, en la ciudadela de Mígranz. Aquel estanque, en las noches sin luna, era como los ojos de Kratos.

—Señora —repitió Kratos—, no deberías andar sola por el campamento a estas horas.

—No estoy sola, tah Kratos.

—¡Ahora la escolta la compañía Terón, los elegidos del batallón! —exclamó Gavilán.

—Los elegidos no deben hacer tanto ruido, sargento. Estamos en territorio enemigo.

—Capitán —intervino Trescuerpos—. ¿No se supone que los Malabashares son nuestros aliados?

Aidé tragó saliva. Ningún soldado se hubiera atrevido a dirigirse a Forcas sin permiso, ni a ninguno de sus oficiales. Pero Kratos miró al gigante a los ojos y contestó sin inmutarse.

—La Horda siempre está en territorio enemigo. Nuestra vida es la guerra, y en la guerra todos los hombres son tus enemigos, salvo tus camaradas.

—Bien dicho, capitán —intervino el sargento—. ¿Quieres probar la cerveza de los camaradas Terones?

Kratos miró de reojo a su subordinado, pero aceptó la jarra que le ofrecía y dio un trago.

—¿Qué tal está Lébiro? —preguntó después—. ¿Ya lo ha visto el médico?

—Sí, le ha curado el pie, pero un poco más y la herida le habría llegado hasta el calcañar. Dice Zagreo que debería continuar a caballo al menos dos o tres días.

—Tenemos un médico demasiado blando. Dile a Lébiro que aproveche bien el día de descanso. Pasado mañana, a caminar como los demás. Les tengo dicho a todos que en cuanto les salga una ampolla deben ir a que les curen.

—«El pie de un solo soldado puede perder a todo un batallón» —citó Gavilán, poniéndose firme. Aidé se tapó la boca para contener una carcajada. Al sargento no parecía impresionarle lo más mínimo el tono seco de su capitán.

Kratos chasqueó la lengua y le entregó la jarra a un soldado. Después se volvió hacia Aidé.

—Ahora, señora, será un honor que me permitas escoltarte hasta tu tienda.

Kratos rozó un segundo el codo de Aidé. Fuera por el frío o por el cosquilleo de aquellos dedos, se le puso la carne de gallina. Cruzó los brazos y se frotó la piel para disimularlo.

—Hace frío —dijo, sin saber muy bien por qué.

Kratos se inclinó de nuevo y con un gesto de la mano sugirió que le siguiera. Mientras se alejaban de la hoguera, se oyeron cuchicheos y risas sofocadas, junto con dos o tres carcajadas del gigante Trescuerpos que sonaron potentes como rebuznos de asno. Aidé oyó murmurar a Kratos: «Voy a freírlos sobre esa misma parrilla».

—¿Qué decías, capitán?

—Perdón, señora, pensaba en voz alta. Discúlpame un segundo.

Kratos se dio la vuelta, justo al borde de la plazuela que señalaba el centro del cuadrante de su compañía.

—Gavilán.

—¡Sí, capitán! —respondió el sargento.

—Que Lébiro viaje dos días a caballo. Ni uno más.

—¡Sí, capitán!

Aidé observó que Kratos no había gritado en ningún momento, y sin embargo su voz llegó con claridad a sus hombres. Acostumbrada a las voces destempladas de oficiales y soldadesca, aquel control la agradó. Recordaba que su padre tenía una voz muy potente, más que la de Kratos, pero que tampoco necesitaba alzarla para hacerse escuchar. Era un hombre muy grande, y con la capa de pieles que solía llevar sobre los hombros aún lo parecía más. Desde muy niña, Aidé percibió que Hairón despertaba en los demás una sensación que, si no era temor, se le parecía mucho.

Por si fuera poco, su padre había sido el anterior Zemalnit.

A veces, cuando estaba de buen humor, Hairón fingía cansarse de la insistencia de Aidé y abría el arcón donde guardaba la Espada de Fuego. Ella, hipnotizada por el brillo de su hoja, acercaba la mano a un palmo de distancia (su padre no le permitía más), y observaba con fascinación cómo el vello del antebrazo se le erizaba. Cerca de la Espada olía a tierra mojada, como cuando va a estallar la tormenta.

Los ojos de Aidé se habían vuelto a empañar. Con disimulo, se los frotó con los nudillos y luego se secó éstos con los bordes del chaleco.

Llegaron a la vía norte del campamento y la siguieron hasta la plaza central. De vez en cuando se cruzaban con patrullas de a dos, que al ver los galones de Kratos se cuadraban. Poco después llegaron ante el pabellón de mando. La puerta principal se orientaba hacia el este, para aprovechar la primera luz del alba. Una costumbre heredada de su padre, pensó Aidé. Aunque aquella tienda decorada con franjas doradas y púrpuras que ocupaba más de cien metros cuadrados no era de Hairón, sino que la había hecho construir el propio Forcas.

Ya era de noche. Rimom acababa de ponerse. Shirta bajaba a su encuentro con el horizonte, mientras que el círculo rojo de Taniar asomaba por el este. Aidé levantó una mano, y observó divertida cómo el dorso se le veía de un verdoso malsano, mientras que la palma adquiría un tono ensangrentado.

Tras la lona del pabellón se traslucían las luces de los candelabros y pebeteros, y las sombras de los oficiales que habían acudido a cenar con Forcas, como solían hacer la víspera de cada jornada de descanso. Fuera, atado a una estaca, un mastín de guerra dormitaba entre las sombras. Todo el mundo en el campamento conocía a aquel animal. Era la mascota inseparable de Ihbias, general del batallón Jauría, que contaba entre sus compañías con una unidad de ciento veinte perros de combate; aunque ninguno de ellos igualaba en tamaño ni ferocidad a Torko, una bestia de ciento cuarenta kilos y áspero pelaje negro. Su ojo derecho, amarillo e hinchado como una pelota, y una calva rosada en el costado derecho lo hacían aún más siniestro. El perro gruñó al oír sus pasos y se levantó sacudiéndose y haciendo tintinear el grueso collar de pinchos.

—No soporto a ese animal —susurró Aidé, retrocediendo un poco—. Me da miedo.

—Los crían para que den miedo a nuestros enemigos.

—Si el perro está aquí, el amo debe andar en la tienda. A Ihbias lo aborrezco aún más que a su mascota.

Aidé se quedó observando al Tahedorán, esperando alguna respuesta. Ihbias era primo de Aperión, el anterior jefe de la Horda a quien Kratos mató durante el certamen por la Espada de Fuego. Le guardaba un rencor mortal a Kratos, y no dejaba de baladronear que tarde o temprano les daría de comer sus testículos a los perros del batallón Jauría.

Pero al ver que Kratos no contestaba, Aidé le agarró de la manga y tiró de ella como hacía con su padre cuando era pequeña.

—Por favor, no quiero entrar aún —le pidió—. Hace una noche muy hermosa.

Kratos levantó la mirada al cielo. Extinguida la luz de Rimom, la más brillante de las lunas, el cinturón de Zenort brillaba en todo su esplendor.

—Tal vez lo sea. Pero el duque te echará de menos.

—El duque sabe que estoy tan segura en el campamento de la Horda como en su tienda.

Aidé miró a los ojos a Kratos. Eran tan rasgados que entre las sombras sólo se advertía una sombra negra separando los párpados.

—Por favor, capitán.

Él bajó la cabeza.

—Está bien. Podemos dar un paseo hasta la puerta este.

Caminaron de cara a Taniar, que va se había levantado sobre la empalizada. Sin decir nada, Kratos se despojó de la capa y se la puso a Aidé sobre los hombros. Aunque su tono era cortante y su gesto duro, la forma en que la tapó le recordó a la muchacha las noches en que su padre la arropaba con la manta de piel. Apenas le había rozado los hombros a través de la lana de la capa, y sin embargo la piel se le erizó de nuevo.

Aidé sonrió a Kratos y se arrebujó bajo su prenda. No olía a perfume, como la ropa de Forcas; pero tampoco a sudor revenido, como las ropas de Ihbias, el general del batallón Jauría. Aprovechando que Kratos miraba a otra parte, Aidé se acercó a la nariz el borde de la capa y aspiró. No sabría definirlo, pero el olor le recordaba de nuevo a su padre. Le olía a bosque de pinos, a norte.

Se cruzaron con otros dos vigilantes. Sus petos tintinearon al saludar a Kratos.

—Tú conociste mucho a mi padre, tah Kratos.

—Menos de lo que habría querido.

—Una vez os vi pelear.

—Nunca peleé con tu padre, señora.

Aidé chasqueó la lengua, impaciente.

—No me refería a ese tipo de pelea. Estabais practicando.

—Entiendo.

—Yo creía que mi padre era invencible, pero tú lo derrotaste.

Kratos se apretó el hombro derecho y se mordió los labios.

—Eso sólo era esgrima, señora.

—Pensé que se enfadaría contigo, pero cuando se quitó el casco estaba muerto de risa.

—Tu padre era un gran hombre. Todos lo admirábamos.

—¿También admiras a Forcas?

Kratos agachó la mirada, como si buscara algo en el suelo.

—Respeto al duque. Como capitán de la Horda, le he jurado fidelidad.

—Algunos hombres dicen que tú deberías haber sido el jefe de la Horda después de mi padre. Que Aperión no te llegaba a la suela de los zapatos.

—El duque Forcas es ahora el jefe de la Horda Roja, señora. Esta expedición puede ser la ocasión para que pruebe que no es inferior en grandeza a tu padre.

Aidé se dio cuenta de que el nombre de Aperión había provocado una mueca de desagrado en Kratos, y que ni siquiera había mencionado en su respuesta al hombre que precedió a Forcas al mando de la Horda. El tono de Kratos seguía siendo de un respeto impersonal. ¿Cómo podía abrir el caparazón de ese hombre?

—¿Conociste a mi madre, capitán?

—Por desgracia no, señora. Cuando me alisté a las órdenes de tu padre, la dama Turico ya había muerto. Pero se dice que has heredado su belleza.

Kratos lo dijo sin alterar su entonación, pero Aidé interpretó el comentario como un halago y enrojeció un poco. Por suerte, bajo la luz de Taniar era imposible percibir su rubor.

—No llegué a conocerla. Murió cuando yo nací, ¿lo sabías?

Sus propias palabras le parecieron infantiles nada más pronunciarlas, y se arrepintió de ellas. No quería romper la coraza de hielo de aquel hombre despertando su compasión. Sin escuchar el murmullo de condolencia de Kratos, cambió de tema.

—¿Es verdad que luchaste por la Espada de Fuego cuando murió mi padre, y que por eso huiste de Mígranz?

—Mígranz era mi hogar, señora, y ha vuelto a serlo después. Jamás hubiera huido por propia voluntad. Pero Aperión no era un hombre justo. No merecía ser caudillo de la Horda. Por suerte, las cosas han cambiado con el duque Forcas.

—No pretendía ofenderte, capitán.

—No me has ofendido, señora. Creo que ahora te acompañaré hasta vuestra tienda.

Aidé se mordió los labios. Mientras caminaban de vuelta, acompañados por el crujido de sus pasos en la tierra seca, pensó en hacerle más preguntas a Kratos, pero presentía que todas iban a molestarle. Tenía entendido que había sido maestro del actual Zemalnit, Derguín Gorión; pero por otra parte había oído que ambos pelearon por la Espada de Fuego, y que el discípulo había derrotado al maestro. No, sin duda no le haría gracia hablar de ello.

Aidé suspiró y se resignó a hacer el resto del camino en silencio.

La muchacha insistió en que Kratos la dejara en la puerta lateral del pabellón, pero él se negó con toda la cortesía posible y la acompañó hasta la entrada principal. Pasear con ella a solas había sido imprudencia suficiente para añadir otra mayor. En la puerta vigilaban tres soldados y un sargento de la guardia de Forcas. Sobre las corazas vestían chalecos morados con el unicornio del duque bordado en hilos plateados. El sargento saludó a Kratos con desgana y descorrió las cortinas de cuero para que Aidé pasara al interior. La hija de Hairón se dio la vuelta y le devolvió la capa. Kratos hizo una reverencia y se alejó.

¡Condenada muchacha! No hacía más que preguntar y empeñarse en mirarle a la cara. Tal vez ignoraba lo perturbadora que podía ser la combinación de los ojos azules y el cabello platino de su padre con la piel morena y los labios carnosos que, según decían, había heredado de su madre, una menuda belleza de Abinia.

Es la concubina de tu duque, se recordó. Y tal vez pronto sería su esposa. Aunque algunos, como el general Alpenor, opinaban que, antes de casarse con ella, Forcas esperaría a que la reina de Malib le ofreciera en matrimonio a alguna de sus hijas.

Tal vez fuera cierto. La hija de Hairón podía ser un buen partido para ganarse el corazón de la Horda, que aún no se había entregado del todo a Forcas. Pero Hairón, el anterior Zemalnit, ya era un recuerdo del pasado; mientras que la Divina Samikir, reina de Malib, aún vivía y se decía que era dueña de un tesoro tan fabuloso que para encontrar otro igual habría que viajar hasta el lejano Pashkri.

—¡Capitán! ¡Capitán, espera!

Kratos se giró. El sargento de la guardia venía trotando hacia él, entre tintineos de bronce y hierro. Por una precaución que llevaba en la sangre, Kratos se abrió un poco la capa, de forma que el mango del diente de sable que llevaba sujeto al cinturón quedara expedito. El sargento se detuvo a un par de pasos, sin reparar en el gesto.

—El duque Forcas requiere tu presencia.

Kratos escrutó el gesto del suboficial.

—Si ésa es la voluntad del duque…

—Lo es —recalcó el sargento.

—En ese caso, te seguiré.

—Tú delante. Por favor. Capitán.

Kratos se encogió de hombros y se dirigió de vuelta al pabellón, seguido por el sargento. Sentía en la nuca la comezón familiar de un arma a la espalda; en este caso, la alabarda del suboficial. Mantuvo la vista fija en el suelo, observando la sombra principal que proyectaba el sargento, de este a oeste, y dispuesto a entrar en aceleración al menor ademán sospechoso.

Se dijo que no debía ponerse nervioso. La displicencia de aquel sargento era habitual entre todos los chalecos morados, que miraban por encima del hombro a los demás guerreros de la Horda. Sin duda, no se debía a que Forcas planeara castigarlo por la pequeña excursión nocturna con su concubina.

En cualquier caso, ¿por qué tengo que soportar su insolencia?

Kratos pronunció unos números en su mente.

Un instante después, la punta del diente de sable estaba apoyada bajo la nuez del sargento, mientras la mano derecha de Kratos sujetaba el astil de la alabarda.

—Ca… capitán, ¿qué pasa?

La voz del sargento le llegó lenta y grave como en un sueño. Kratos salió de la segunda aceleración y se apartó de él.

—Hummm… Sólo quería comprobar si es cierto lo que se dice de vosotros.

—No entiendo… capitán —repuso el sargento, tragando saliva y frotándose la garganta con gesto aprensivo.

—Que los chalecos morados os perfumáis la barba con nardo. Pero tú me has olido más bien a ajo. Ve delante, por favor.

Kratos caminó por detrás del sargento. Aquella breve entrada en Mirtahitéi le había dejado un sordo dolor de ríñones, pero el gesto de pavor en los ojos del suboficial lo compensaba.

Al enfundar el diente de sable le asaltó la imagen de un hombre tirado boca abajo en un callejón encenagado de Tíshipan. Drofón May, su padre. Un guerrero que, por haber elegido al señor equivocado, acabó sus días arruinado, sin tierras y empleando su acero en servir de guardaespaldas a mercaderes y magnates. Un Ibtahán que murió apuñalado por la espalda. En aquel callejón, arrodillado en el barro ante el cadáver de su padre, el niño Kratos se juró servir de por vida al honor de la espada y no utilizar jamás las armas traidoras de los hampones de Tíshipan, dagas, navajas y cuchillos.

Pero los niños no saben nada de la decadencia y el paso del tiempo, ni de articulaciones que rechinan por las mañanas y brazos que se niegan a sostener la espada. De guerreros envejecidos que tienen que recurrir a un puñal de diente de sable. Un arma que, aunque fuera el distintivo de un Tahedorán, seguía siendo un puñal.

Sigue revoleándote en el barro de aquel callejón, capitán Kratos, se dijo con amargo placer.

Un sirviente recogió su capa cuando pasó al pabellón. Dentro hacía calor, pues seis hachones quemaban maderas aromáticas y había más de veinte candelabros encendidos. Una larga mesa se extendía en perpendicular a la puerta. Lo primero con que se topó Kratos fue la mirada de Forcas. El duque ocupaba un sillón de madera de cedro con los brazos tallados. El respaldo forrado de terciopelo sobresalía por encima de su cabeza, de forma que el unicornio bordado en hilo de oro cabalgaba sobre el cabello ensortijado de Forcas. Aquel sitial de cedro pesaba más de cuarenta kilos. A Kratos le parecía una insensatez cargarlo, como tantas otras cosas que sabía se hallaban detrás del largo telón de lona que dividía el pabellón en dos partes. La cama de armazón de nogal con patas y cabecero de hierro forjado, que había que montar cada noche. El colchón que cada mañana vareaban dos sirvientes para amollecer la lana y que luego debían volver a coser. La tina de latón en la que ahora estaría bañándose Aidé…

Se estremeció. De pronto se había imaginado una esponja recorriendo la espalda desnuda de Aidé. No, no podía pensar de esa forma en la concubina del jefe de la Horda. Hace demasiado tiempo que no me acuesto con una mujer.

—Nos honras con tu presencia, tah Kratos —le saludó Forcas—. Ven, por favor.

Kratos rodeó la mesa, a la que se sentaban veinte comensales entre generales y capitanes. El duque vestía una túnica adornada con rombos de colores, y sobre ella una casaca roja abierta, bordada de oro en mangas y hombreras. Se había lavado el pelo y la barba, como todos los días, y cuando Kratos se acercó le llegó su olor a perfume. Aquella noche había sentado a su derecha a Ihbias. El general del batallón Jauría era un hombretón casi calvo, pero aquel defecto capilar lo compensaba con un bigote y unas cejas tan hirsutos como las pelambres de su mastín Torko. Al pasar a su lado, Kratos le saludó con una inclinación de cabeza que Ihbias, como era su costumbre, no respondió.

—Gracias por haber traído a Aidé —le dijo Forcas—. Espero que disculpes su pequeña travesura.

—No soy quien para juzgar a la hija de Hairón, duque.

—Todos sabemos que es una potrilla sin domar. Cuando termine nuestro viaje, ya conseguiré que siente la cabeza. Ihbias, por favor, hazle un sitio a tah Kratos.

El primo de Aperión frunció las cejas, que casi le taparon los ojos.

—Esta noche me has brindado a mí el sitio de honor, duque. ¿Tan pronto te ha aburrido mi compañía?

Forcas abrió los ojos sorprendido, en un gesto un tanto infantil que era muy característico en él.

—¿Cómo puedes pensar eso, general? Pero tah Kratos no frecuenta nuestra mesa tanto como tú.

—Ah, eso quiere decir que yo la frecuento demasiado.

Kratos aguardó de pie a la espalda de Ihbias, en una posición un tanto desairada. El general olía siempre a sudor revenido, pero ahora se unía a aquel aroma su aliento a vino.

—¡Mi duque! ¿Me concederías un favor?

Quien había hablado era Vurtán, general del batallón Narval, que estaba sentado casi en el extremo de la mesa. Era un hombre menudo y delgado, con unos ojos grandes y oscuros que lo observaban todo sin apenas parpadear.

—Habla, Vurtán.

—La llegada del capitán Kratos ha sido muy oportuna. Necesito hablar con él de algunos asuntos relacionados con la logística de nuestro batallón. ¿Puedo robarte su compañía?

Forcas asintió con un gesto principesco. Kratos rodeó de nuevo la mesa y se sentó entre Vurtán y un capitán llamado Berid, del batallón Sable.

—Gracias, general. Me has salvado de una situación embarazosa.

—No hay de qué, Kratos. Vendes cara tu compañía en las reuniones sociales.

—Esas cuestiones logísticas…

—Las resolveremos ahora mismo. ¡Copero! —Vurtán chasqueó los dedos—. ¡Vino para el capitán Kratos!

El sirviente plantó ante Kratos una copa de plata y le escanció vino. Sobre el mantel de lino había fuentes de carne mechada y ya trinchada, cebollas rellenas, arroz cocido con verduras, faisanes asados con patatas, frutos secos y dulces variados. Kratos había tomado ya una cena frugal, como sus hombres. Aquel despilfarro, cuando les debían varias semanas de sueldo, le parecía inadecuado. Mucha gente en el ejército no comía más que torta seca de garbanzos desde hacía semanas, y otros se habían endeudado hasta las cejas con los furrieles.

Moloso, el lebrel blanco de Forcas, se acercó a su amo, que le acarició el lomo y lo recompensó con un muslo de faisán. El perro se retiró con el sirviente que se encargaba de cepillarlo y espulgarlo, mientras otro criado traía al duque un aguamanil para que se lavara las manos antes de seguir comiendo.

—Qué categoría tiene este hombre —dijo el capitán Berid, con sincera admiración.

Kratos pensó que a la Horda le vendría bien menos categoría y más autoridad. Probó el vino, que estaba un poco especiado, y picoteó un par de anacardos. Desde hacía un tiempo la comida, por jugosa que fuera, no le sabía bien. Era como si el estómago se le cerrase en un nudo. El mismo nudo que atenazaba su pecho por las noches y no le dejaba conciliar el sueño si no bebía vino en cantidad suficiente para amodorrarse.

Como siempre que pensaba en ello, el hombro derecho le dio una punzada. Kratos contuvo la tentación de clavarse los dedos bajo el hueso para tocar los tendones doloridos. Todo el mundo creía que aún era capaz de manejar la espada. Y no quería sacarlos de su error.

Forcas dio un par de palmadas. A su lado, Ihbias rugió:

—¡Silencio! ¡Va a hablar nuestro duque!

—Gracias, Ihbias. Cuando mañana levantemos el campamento…

—¡Pero si mañana es día de descanso! —protestó Ihbias.

—Quiero decir, cuando pasado mañana levantemos el campamento, sólo caminaremos media jornada. He recibido un mensaje de Urusamsha. Quiere reunirse con nosotros en las afueras de Yamesha. Estamos a menos de quince kilómetros, así que deberíamos llegar a media mañana.

El nombre de Urusamsha despertó algún aplauso y bastantes abucheos. Urusamsha-go-Bazu era el inspirador de aquella empresa. Su familia, el clan Bazu, se encargaba de la explotación y mantenimiento de la Ruta de la Seda y otros caminos oficiales, y también a la mediación entre reinos y ciudades. Meses atrás, durante el invierno, Urusamsha había llegado a Mígranz como emisario de la divina Samikir, reina de Malib. Samikir quería contratar al ejército mercenario para que acabara con las incursiones de las tribus nómadas y de las bárbaras Atagairas que hostigaban las rutas comerciales cercanas a su ciudad. No sólo ofrecía pagar la soldada de la Horda durante un tiempo indeterminado, sino que además les prometía extensas tierras en propiedad al este de Malib.

Mudarse a una nueva patria. Forcas había discutido el asunto con sus oficiales. El general Grondo se había negado a abandonar Mígranz. Era una fortaleza inexpugnable, alegaba, y en ningún lugar encontrarían otro lugar como aquél. El poder de la Horda Roja radicaba en Mígranz, como así había deseado su fundador, Hairón.

Pero los argumentos a favor de la propuesta eran persuasivos. La hambruna se acercaba con paso veloz. El último día del año 1000, cuando los agoreros que habían predicho catástrofes sin cuento para aquel año infausto estaban a punto de quedar en evidencia, un fragmento del Cinturón de Zenort se precipitó desde el firmamento. En pleno día se divisó una bola incandescente que recorría el cielo. Luego, cuando el bólido desapareció tras el horizonte, se produjo un terremoto que se sintió en Mígranz y agrietó algunas paredes. Semanas después llegaron noticias. La bola de fuego había caído sobre las estepas de Maitmah y aniquilado a los belicosos Rotekios, una tribu Trisia. Los adivinos interpretaron aquella señal de muchas maneras. Algunos sostenían que el hecho de que el Cinturón empezara a desplomarse sobre la tierra significaba que el poder de Zenort, el primer Zemalnit, había iniciado su decadencia, y que la Espada de Fuego ya no supondría una defensa contra el oscuro mal que mil años atrás había señoreado Tramórea. Kratos se sentía dispuesto a aceptar aquella exégesis, pues consideraba que su antiguo alumno Derguín carecía de las dotes necesarias para ser un verdadero Zemalnit.

Meses después de los informes de aquel desastre, llegaron nuevas de otro aún más inquietante. La roca celeste no sólo había abierto un gran cráter en el suelo, sino que además emponzoñó la tierra en cientos de leguas a su alrededor. Al principio, el verde de los pastizales era tan intenso que los Trisios pensaron que los dioses los compensaban así por la catástrofe sufrida. Pero pronto descubrieron que esa hierba esmeralda no alimentaba. Por más que pastaban los caballos, siempre tenían más hambre, y al final el abdomen se les hinchaba y morían de inanición con las panzas repletas.

Luego fue el pan. De trigo, de espelta o de cebada, los viajeros contaban que uno podía comer hogazas y hogazas y jamás saciarse, y que producía una incontenible diarrea. Primero empezaron a morir los animales por falta de pasto, luego los hombres por falta de grano y de carne.

Lo peor era que la plaga se extendía. Las cosechas al sur de los montes de Shirta empezaban a sufrir el mismo mal. Caravanas de refugiados se dirigían hacia Málart, y las correrías de los Trisios llegaban cada vez más lejos. Sí, el hambre se acercaba cabalgando a Mígranz. Para conseguir alimentos, tendrían que esquilmar a los pueblos vecinos. Y se temía que pronto los Trisios emprenderían una migración en masa, como no había vuelto a ocurrir desde antes de Minos Iyar.

Para colmo, al empezar el año 1002, el terón que anidaba en el pico de la Espuela, sobre las atalayas de Mígranz, apareció muerto y picoteado por los buitres. El adivino Trabias lo interpretó como un augurio funesto: la Horda Roja, cuyo símbolo era el terón, pronto sería devorada por aves más débiles.

Fue entonces cuando llegó Urusamsha con la oferta de la divina Samikir. Tras la deliberación, cuatro de los cinco batallones de la Horda Roja se pusieron en camino. Sólo el general Orondo quedó en Mígranz, con apenas mil soldados. Cerca de veinte mil personas, entre guerreros, familias y sirvientes, habían recorrido más de dos mil kilómetros hasta llegar al lejano Malabashi.

Urusamsha había prometido encontrarse con ellos en el punto en que el camino de Malib abandonaba la Ruta de la Seda, y traerles la paga de dos meses. En vez de Urusamsha, se presentó un mensajero con la mitad del dinero prometido. A cambio, el clan Bazu prestó a la Horda trescientos camellos. Pero la confianza en la palabra de Urusamsha había mermado mucho.

—¿Por qué sólo media jornada? —preguntó Halokas, general del batallón Carmesí. Era el más veterano de los generales, y poseía cuatro marcas de Tahedo. Cuando no estaba delante, Forcas solía burlarse de él por los matojos de pelo que le brotaban de las orejas y la nariz—. Los hombres están deseando llegar al final del viaje.

—Es probable que venga a vernos la propia Samikir —contestó Forcas—. Quiero que preparemos una revista y una maniobra de exhibición. Hay que impresionar a nuestros patrones.

—¿Qué hay de la paga? —preguntó Alpenor, general del batallón Sable—. Se nos deben dos meses.

—Urusamsha ha prometido traerlo todo, y adelantarnos la de otro mes.

—¡Por la paga! —brindó Ihbias, alzando la copa de vino.

La conversación se disgregó durante un rato. Frente a Kratos, un capitán del batallón Sable sacó a colación las noticias inquietantes que llegaban del sur. Los Aifolu estaban acercándose a la Ruta de la Seda.

—Por suerte, nosotros nos hemos alejado de ella —repuso el capitán Berid.

—¿Tienes miedo de los Aifolu? —preguntó Ihbias, a voz en cuello—. ¡Eres un capitán de la Horda Roja, los Invictos de Hairón! Perdón —añadió, mirando al duque—. Quería decir los Invictos de Forcas, por supuesto.

—Dicen que tienen un ejército de cien mil hombres —dijo Berid—. Diez por cada uno de nosotros. Personalmente, prefiero no toparme con ellos.

—Vurtán opina que no hay forma de manejar un ejército con más de quince mil hombres —dijo Forcas—. ¿No has escrito eso en tu tratado bélico?

—Aún no lo he terminado, duque —respondió Vurtán, en tono suave. Todos bajaron la voz para oírle mejor—. Pero es cierto, siempre he sido de esa opinión. Nosotros no llegamos a diez mil combatientes, y sin embargo hemos sufrido problemas logísticos considerables durante nuestro viaje. Serían mucho más graves multiplicando por diez las bocas que hay que alimentar.

—Para los Aifolu no es ningún problema —dijo Berid—. Lo van arrasando todo como una plaga de langosta.

—¡Esos diablos de ojos amarillos son mucho más listos que nosotros! —exclamó Ihbias—. En vez de comprar la comida en los pueblos y pedir a las aldeanas: «¿Por favor, señora, quiere echar un polvo conmigo?», que es lo que hacemos nosotros, ¡ellos toman lo que desean!

—Nosotros somos más caballerosos que eso, Ihbias —dijo Forcas.

—Dirás más noveleros, mi señor duque. ¡Y la guerra de verdad no es una novela! —repuso Ihbias.

Hubo unos cuantos carraspeos azorados. El duque Forcas era muy aficionado a leer novelas Ritionas, unos libros que narraban historias inventadas sobre aventuras increíbles y absurdas. La mayoría de los guerreros juzgaban aquellas lecturas una pérdida de tiempo, pero no se habrían atrevido a zaherir a Forcas con tanto descaro.

—No obstante… —Vurtán alzó la voz para captar la atención de los demás, y luego volvió a bajarla—. No obstante, hay que reconocerle su mérito a Ulisha, el jefe del Martal. De tribus dispersas y empeñadas en matarse entre sí, ha conseguido un ejército operativo.

Hay quien opina que eso es más mérito de su religión que de su general, creyó decir Kratos. Luego se dio cuenta de que sólo lo había pensado.

—¿Qué harías si tuvieras que enfrentarte contra el Martal, Vurtán? —preguntó Forcas.

—Buscar un terreno con obstáculos naturales para proteger mis flancos. Si lograra reducir el frente para evitar maniobras envolventes, no les tendría miedo. Como muy bien ha dicho mi colega Ihbias, somos los Invictos de Forcas.

—¿Y si tuvieras que luchar en campo abierto? —dijo Ihbias.

—En ese caso —contestó Vurtán con una sonrisa—, ofrecería mi vida a los dioses y moriría orgulloso junto a mis camaradas.

Cuando se retiró, Kratos se dio cuenta de que las estrellas se veían un poco borrosas. Sin duda esa noche iba a conciliar el sueño, pero a la mañana siguiente le dolería la cabeza y le ardería el estómago. Mientras se deshacía de parte del vino en el descampado que separaba el pabellón de mando de las demás tiendas, alguien se acercó a cinco pasos de él y se puso a orinar a su lado. A su espalda, unas garras rozaron la arena y se oyó un pesado gruñido. Kratos se imaginó que era Torko, el mastín gigante, y quiso creer que el perrero lo tenía bien sujeto de la traílla. Aunque cuando esa bestia de más de cien kilos decidía arrojarse sobre algo, no había fuerza humana que lo parase.

—Has estado muy callado toda la noche, tah Kratos —le comentó Ihbias.

—Pensé que vuestras palabras eran más interesantes, general.

—Ya sé que tienes miedo de que me fije en ti. Pero no te olvido, tah Kratos. —El general terminó de orinar y se arregló los faldones de la casaca—. La otra noche soñé con mi primo Aperión. Me pidió que vengara su muerte y yo le dije que no tuviera prisa, que pronto encontraría la ocasión de hacerlo.

Kratos se apartó un paso, se giró hacia Ihbias y se abrió la capa, mostrando el pomo de su espada Krima y la empuñadura de marfil del diente de sable.

—Si quieres vengar a tu pariente, puedo darte satisfacción cuando quieras —le dijo, observando al mastín con el rabillo del ojo.

—Oh, no, tah Kratos. Estoy borracho, pero no soy tan imbécil. Vamos a la guerra, y en la guerra pueden ocurrir muchos accidentes. Deberías vigilar tu espalda. Sobre todo cuando tengas a Torko detrás.

Kratos se dio la vuelta y caminó de regreso a su tienda.

—Lo haré, general. Gracias por el consejo.

Hasta que entró en el cuadrante de su compañía, no dejó de sentir erizado el vello de la nuca.