Isla y ciudad de Narak
(Mar de Ritión)

Cuando terminó de doblar y guardar las ropas que Narsel quería bajar a tierra, Ariel salió del camarote. El sol tempranero cabrilleaba sobre un mar plateado, mientras la brisa de la mañana traía, mezclado con el de la sal, un olor que reconoció como el de la tierra firme. Impaciente por conocer la isla de Narak, corrió hacia la proa, pues el velamen le impedía la vista.

—¿Adonde vas, mocoso?

Ariel se frenó al oír la voz de Narsel. El navarca estaba junto a la amura de babor, con un pie sobre un rollo de cuerda y el brazo derecho acodado sobre el muslo. Era un hombre grande, de voz poderosa, con el pelo fuerte y negro en la cabeza y la perilla, e incluso en las mejillas, que recién rasuradas ya griseaban. Para desembarcar en Narak se había engalanado con pendientes de oro, una casaca cárdena y sobre ella un pectoral de electro con un león labrado. En el cinturón llevaba enganchado su látigo, y Ariel sabía que escondía un cuchillo bajo la caña de la bota de cuero.

—¿No te parece que ya tuviste bastantes sorpresas anoche? Quédate donde pueda verte, perillán.

Al lado de Narsel estaba el capitán Alfamar, gordo y con una barba negra que le tapaba una cara llena de bubas. El capitán siguió mirando por la borda, sin prestar atención a Ariel.

—Mira arriba —dijo Narsel.

Ariel siguió el dedo de Narsel. Un cuerpo colgaba del palo, sacudido por la brisa y los cabeceos del buque. Tenía el rostro ennegrecido y la lengua le colgaba a un lado en un gesto grotesco, pero Ariel lo reconoció. Era Bor.

—Nadie toca lo que es mío —dijo Narsel. Su voz era muy clara y grave, y cuando se enojaba podía sonar terrible.

Ariel volvió a mirar a Bor. No hacía ni un día que había compartido comida y bromas con él. Sintió una pena confusa, mezclada con repulsión y una pizca de halago, pues sabía que Narsel lo había hecho ahorcar por su causa. Al pensar en ellos, se frotó las posaderas casi sin darse cuenta, pues Narsel le había hecho probar el látigo un par de veces cuando llegó por la noche al camarote. Pero a Ariel no le importaba, pues gracias al navarca se había salvado de algo peor.

—Narak —susurró Narsel.

Ariel dejó de mirar al grumete ahorcado y se asomó por la borda. Se acercaban a una costa alta y abrupta, de rocas anaranjadas. El sol se levantaba entre dos peñas altas como montañas que surgían desafiantes del agua y arrancaba brillos blancos de sus bordes.

Narsel le fue detallando a Ariel todo lo que veían. La roca de la derecha era el Morro. A media altura, sobre un gran repecho natural, se alzaba un torreón cuadrado, de formas toscas y sillares casi negros. Era la torre de Barust, el fundador de la ciudad. Por encima de ella corría una muralla que subía en atrevido ángulo hasta lo más alto del peñón. Allí, a más de trescientos metros sobre las aguas, se alzaba una estilizada atalaya de piedra blanca, rematada por una cúpula dorada: el Vigía del Sur.

La peña de la izquierda era el Colmillo, que subía en un tajo vertical desde el mar hasta la cima. En lo alto se hallaba el Vigía del Norte, hermano gemelo del Vigía del Sur. Al acercarse a ellos, Narsel dio la orden de izar su estandarte, una bandera blanca con un león alado. El Bizarro señaló su llegada con una larga y profunda llamada de la trompa. Desde los dos Vigías respondieron con notas que a Ariel se le antojaron altas y lejanas como las voces de los dioses.

Entre el fragor de las olas que rompían en la roca antes de encalmarse en la bahía, el barco pasó pegado al Morro, pues los navíos que entraban a la bahía debían hacerlo siempre por la parte derecha para no chocar con los que salían. En las paredes verticales se veían unos enormes aros negros. Narsel le explicó que eran anillos para sujetar cadenas, por si era necesario cerrar el puerto. Ariel levantó el cuello para ver las dos torres. Al hacerlo se agarró a la amura, pues al mirar hacia arriba y ver sobre su cabeza los grandes mástiles y las velas agitadas por el viento siempre sentía vértigo, como si se pudiera caer desde el cielo. Ahora las masas que se cernían sobre su cabeza eran mucho más altas y amenazadoras que la arboladura del buque.

El barco pasó bajo el torreón de Barust. En el lienzo de la muralla negra se abrían grandes agujeros ovalados, como bocas siniestras. Según Narsel, eran arpilleras por las que se arrojaba aceite hirviente y alquitrán en llamas a los barcos enemigos. La última vez que eso había sucedido fue hacía más de cien años, cuando los piratas del Lobo infestaban el mar de Ritión.

—¿Ya no hay piratas? —preguntó Ariel, recordando la conversación de la víspera con Bor. Los ojos se le quisieron ir al palo donde se balanceaba el grumete, pero los mantuvo fijos en Narsel.

Como esperaba, el navarca le habló del pirata Agshar y su barco, el Vesania, que con el resto de su flota provocaba cuantiosas pérdidas al comercio de todo el Mar de Ritión.

—Dicen que es un hombre cruel. Tiene una fabulosa puntería con el arco, y se complace en dispararlo cuando el enemigo está aún muy lejos. Su costumbre es abatir al capitán adversario desde más de trescientos metros.

—¿No le tienes miedo, señor?

—Ese malhechor no se atreve con las flotas de Narsel. Bien sabe que mis barcos le darían caza hasta la más recóndita ensenada de este mar.

Su tono era algo petulante; pero Ariel había comprobado la noche anterior que aquel hombre de hablar pausado, aficionado a leer mientras fumaba hierbas de su narguile, podía matar a un hombre sin que se le alterase el gesto.

Pasados los promontorios rocosos, el Bizarro entró en la gran bahía. Narsel separó los brazos en un gesto teatral.

—La gloriosa Narak.

A Ariel se le abrieron aún más los ojos, pero era imposible beber de un solo trago aquella ciudad enorme que se abría ante la proa del Bizarro. El conjunto era un tapiz tan abigarrado que los detalles se perdían. Pero el dedo de Narsel fue mostrándoselos poco a poco.

—Narak está en el corazón de una gran caldera, como ves —le explicó. Ariel giró sobre sus pies. Unas altísimas paredes rodeaban la bahía cerrando un círculo casi completo. Narsel prosiguió—. Según un mito Narakí, fue aquí donde Manígulat luchó contra su hermano, el dios loco, y lo derrotó arrojando sobre él el fuego de los cielos. Esta caldera es el cráter que dejó el rayo de Manígulat. Cuando pasemos frente a su templo, podrás ver la escena representada en un gran relieve.

La ciudad era aún más difícil de abarcar porque no sólo se extendía como otras, sino que se alzaba, se hundía, avanzaba y retrocedía siguiendo el atormentado relieve de la caldera. Había templos y casas sobre los puertos y las playas, pero también escalando las paredes en terrazas y repechos, ya fueran naturales o excavados a pico, y coronando las cimas de aquel círculo dentado que rodeaba la bahía como una inmensa corona. A babor, Narsel señaló el Puerto de la Seda, el más nuevo y amplio de la ciudad. Los mástiles de los barcos, las grúas y los pescantes formaban un bosque siempre en otoño. A la derecha del puerto, frente a la entrada de la bahía, se extendía la playa de la Espina, una larga explanada de arena amarilla sobre la que corría un malecón de piedra; más allá se aglomeraban casas que desde el barco parecían una gran colmena, y sobre ellas un anchísimo espaldón de roca en el que se adivinaban vastas formas talladas. Aún más a la derecha, siguiendo la curvatura de la caldera, se abrían otros dos puertos. El más cercano a la bocana era el de Tatros, comercial y pesquero. El otro era el puerto de Namuria, donde se encontraban las atarazanas de la ciudad y anclaban los buques de guerra, una flota de galeazas alargadas de tres mástiles provistas de catapultas y espolones de bronce que sostenían el poderío marítimo de Narak.

Según se acercaban al Puerto de la Seda, la pared de la caldera reveló más detalles a los ojos de Ariel. Por doquier había senderos y escaleras excavados en la roca que unían la parte baja de la ciudad con las altas cimas; y también divisó unas barcazas que bajaban y subían, colgando de cables apenas visibles.

—Son funiculares —explicó Narsel—. Los Narakíes los utilizan para subir a la parte alta de la ciudad cuando no les apetece fatigar las piernas… y cuando tienen suficiente dinero.

—¿Nosotros vamos a subir en eso? —preguntó Ariel, con morboso pavor.

Narsel asintió. La gente pudiente, explicó, vivía en las alturas, donde el paisaje era mejor y el aire corría más puro. Había tres distritos altos. En el centro de la herradura se alzaba la Acrópolis, donde se atisbaban las formas blancas y rosadas de los palacios, las mansiones y los templos de mármol. A la izquierda el monte del Nido, separado de la Acrópolis por un precipicio surcado por audaces puentes de piedra y otro funicular. Allí vivían muchos mercaderes enriquecidos y funcionarios de la ciudad. Y a la derecha se alzaba otra elevación aún mayor, que todo el mundo llamaba la Buitrera, aunque los buitres que le daban nombre ya no anidaban allí.

—Allí es adonde vamos —dijo Narsel.

—¿Tenemos que subir al lugar más alto, señor?

—Así es. Debo ver a alguien que ha elegido ese lugar para vivir.

El puerto ya estaba tan cerca que las voces de los estibadores y el crujir de las grúas se sobreponían a los chillidos de las gaviotas. Las tubas del puerto volvieron a saludar a Narsel. Olía a sal, a pescado, a brea de calafatear, a madera y jarcia mojada. El barco pasó junto a una dársena donde estaban armando el esqueleto de un navio que, por las trazas, una vez construido sería aún más grande que el Bizarro.

—Ese será el Bravado —dijo Narsel, con tono ufano.

El capitán acudió a dar las últimas órdenes de atraque. Pasaron junto a una barca desde la que se zambullían unos hombres casi desnudos, con largas mangueras que se enrollaban a la cintura.

—Buceadores. Estarán buscando algún cargamento hundido. Mala profesión es ésa.

—¿Por qué, señor?

—Mi padre era pescador de perlas. Arruinó su salud y su corazón sumergiéndose una y otra vez y conteniendo el aliento para que otro ganara el dinero por él. A los cuarenta y dos años el corazón le reventó —añadió, apretándose bajo el pectoral con gesto aprensivo.

El capitán hizo abarloar la nave junto a un atracadero en el que ondeaba la bandera de Narsel, pues el navarca poseía muelles privados en Narak y muchos otros puertos. Después echaron las amarras y tendieron una pasarela por estribor.

—Tú vienes conmigo —le dijo a Ariel—. Trae mi equipaje.

—¡Bien! —se le escapó a Ariel, y Narsel sonrió.

A su alrededor había más barcos mercantes, pero ninguno podía competir con el Bizarro en eslora y tonelaje. El puerto estaba abarrotado. Estibadores que descargaban ánforas, cajas, sacos de grano, muebles incluso, entre gritos, risas y alguna que otra blasfemia. Los areneros que acarreaban carretillas de tierra para lastrar los barcos que volvían sin apenas carga. Mujeres pintorreadas que se acercaban a los marinos y les tiraban de la ropa. Niños descalzos que correteaban junto a los pasajeros, ofreciéndose para llevarles la bolsa y acompañarlos a las mejores posadas de la ciudad. Curiosos que no tenían nada mejor que hacer. Y, entre esta multitud, los vigiles, el cuerpo de policía que controlaba la seguridad de Narak. Patrullaban en escuadras de cinco hombres, aporreando el suelo a discreción con las conteras de sus lanzas para abrirse paso, y rompiendo los huesos de algún pie de cuando en cuando.

Mientras el capitán se encargaba de organizar la descarga, Narsel bajó a tierra, acompañado por Ariel, que llevaba a la espalda un bulto con ropa para el navarca. También desembarcó con ellos un marino que empujaba una carretilla muy larga. El marino, por nombre Urmas, era el hombre más alto y fuerte del barco, y le gustaba lucir sus brazos desnudos y surcados de tatuajes que se retorcían alrededor de los abultados bíceps. Atada con cuerdas sobre la carretilla viajaba una caja alargada. Aunque a plena luz todo parecía distinto, Ariel sospechaba que se trataba de la misma caja que había visto la noche anterior en el pañol secreto. Al recordar el rostro aterrorizado de aquella estatua sintió un escalofrío.

El jefe del puerto acudió a recibirlos en persona, rodeado por tres escuadras de vigiles. Pasaron a las oficinas del puerto, donde el funcionario le ofreció a Narsel una copa de vino fresco y hojas de parra rellenas de arroz y carne. Mientras los dos hombres hablaban de negocios y comentaban cuáles eran las últimas naves que habían atracado por ahí, Ariel se asomó a una ventana y observó cómo las grúas trabajaban para descargar el Bizarro.

Tras las formalidades, salieron de las oficinas. Dos hombres jóvenes los esperaban. Ambos eran esbeltos y llevaban sendas espadas colgadas al cinto, y sobre los jubones una espada bordada envuelta en llamas y con la empuñadura hacia arriba.

—Es el signo del Zemalnit —explicó Narsel.

Los jóvenes se presentaron como Semias y Kybes. El primero era aún más alto que Narsel y tenía rasgos Ainari: la piel blanca, los ojos claros y rasgados como un zorro. El segundo, Kybes, era más bajo y de rostro atezado. A Ariel le llamaron la atención sus ojos, pues tenía las córneas amarillas como la yema de un huevo. Y mientras Semias apretaba la boca y arrugaba el ceño, Kybes no dejaba de sonreír y exhibir unos dientes grandes y blancos.

—No te esperábamos tan pronto, ilustre Narsel —saludó Kybes—. En cuanto nos han avisado de que venía tu barco, hemos bajado a toda prisa. El Zemalnit está en mitad de su adiestramiento matinal, pero te ruega que nos acompañes a la academia.

El jefe del puerto insistió en que los escoltaran al menos cinco vigiles, pero Semias y Kybes dijeron que ellos eran suficiente protección para el navarca. Seguidos siempre por Urmas y el traqueteo de la carretilla, caminaron por una ancha avenida que discurría sobre la playa de la Espina. Era ya media mañana. Había un sinfín de tenderetes de colores en los que se vendía todo lo imaginable. A la izquierda, sobre las casas de aquella zona, se levantaba el templo de Manígulat, excavado en la roca. Ahora, más de cerca, Ariel pudo apreciar el relieve pintado que representaba al dios, una imponente figura de más de treinta metros de altura que, con gesto colérico, tiraba de la barba a un enemigo arrodillado y con la diestra arrojaba sobre él el fuego del cielo. Al ver que los ojos de Ariel no se apartaban de aquel relieve, ya descolorido por el tiempo, Kybes le explicó su significado.

—Es Manígulat derrotando a su hermano. ¿Ves el rostro del dios loco?

—¿Está llorando?

—No. Esas gotas son de sangre, porque Manígulat le ha arrancado los ojos.

—¿Qué hizo Manígulat con ellos?

—Nadie lo sabe bien. Hay quienes cuentan que los devoró un dragón, pero otros aseguran que unos magos muy poderosos los guardan en los confines del mundo y se sirven de ellos para realizar sus conjuros.

Al pie de la Buitrera se abría una amplia explanada con una tribuna tallada en la pared. Allí se celebraban las asambleas de los ciudadanos, pues los Narakíes tenían la costumbre, que compartían con otras ciudades Ritionas, de gobernarse a sí mismos.

—Democracia. Una costumbre aborrecible —decretó Narsel.

Desde aquel lugar subía una cresta de piedra que se unía como un contrafuerte a la propia Buitrera. Había dos escaleras talladas en la roca, protegidas con pasamanos de cuerda, una de subida y otra de bajada. Aunque eran muy empinadas y al llegar a la pared de la Buitrera zigzagueaban en ángulos imposibles, la gente subía y bajaba con la facilidad que da la práctica, y algunos incluso lo hacían con canastos y vasijas en equilibrio sobre sus cabezas.

Sobre la escalera se alzaban altos postes de madera, unidos por cables trenzados. En aquel momento bajaba por esos cables uno de los funiculares que había mencionado Narsel. El vehículo se paró junto a una plataforma de madera, y bajaron de él quince o veinte personas.

Los viajeros subieron a la plataforma del funicular. Ariel se mordió los labios y miró a lo alto, siguiendo el sendero de aquellos cables que parecían ascender hasta el mismo cielo.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Kybes.

—Un poco… Bueno, bastante.

—No te preocupes. Sólo se cae uno al mes, y hoy no toca.

—No tomes el pelo al niño, Kybes —le regañó Semias, su adusto amigo.

La barcaza era dorada. Ariel la golpeó con los nudillos esperando oír un gong, pero descubrió que era madera pintada. Kybes volvió a reírse. A Ariel no le importó, porque no lo hacía con la insolencia burlona de Bor, sino con una alegría que acababa siendo contagiosa.

—Yo hice lo mismo la primera vez que lo vi. Si fuera de bronce, no habría fuerza humana que lo levantara.

—En realidad, no lo levanta ninguna fuerza humana —dijo Semias, señalando a un gran cabrestante del que partían los cables del funicular. Una recua de percherones hacía girar aquel artefacto.

En la plataforma, un empleado vendía fichas de metal. Cada una costaba un búho, el equivalente Narakí del león de plata, y cuatro cobres. Narsel se empeñó en pagar él el pasaje de todos, aunque Kybes y Semias traían dinero para ello. Ariel llevaba la talega con las monedas. Al intentar contarlas, se hizo un lío, como le sucedía siempre. Narsel carraspeó impaciente, pero Kybes acudió en auxilio de Ariel y escogió las monedas necesarias para que embarcaran los cinco hombres y la caja.

Durante la subida, Ariel descubrió facetas nuevas de Narak. No se apartó de la ventanilla, que estaba cubierta con mica, pues en la subida solía soplar el viento. A cada metro que ascendían, aparecían nuevas casas que habían estado agazapadas detrás del relieve de la caldera, mientras que otras se escondían.

—Es una ciudad maravillosa —susurró.

—Inabarcable —comentó Kybes.

—Inmanejable —concluyó Semias.

—He detectado cierto retintín en la forma en que has dicho «inmanejable» —dijo Narsel, que también observaba el panorama.

—Porque no hay quien la maneje. —Semias miró a los lados, pues había más gente en la barcaza, y bajó la voz—. Los Narakíes no saben lo que tienen aquí. El Zemalnit los ha honrado al elegir su ciudad, y ellos no le muestran ningún respeto. Aún tiene que presentarse todos los meses ante el próxeno, como cualquier extranjero, cuando en cualquier otro lugar lo habrían nombrado ciudadano de honor.

Ariel no quería interrumpir la conversación de los mayores, pues siempre que lo hacía se llevaba algún capón. Cuando vio que se producía un momento de silencio, tiró de la manga de Kybes. El joven de los ojos amarillos agachó la mirada.

—¿Vamos a conocer al Zemalnit? —preguntó Ariel.

—Antes de lo que te crees —respondió él—. Mira ahí.

Más abajo, y a la izquierda del funicular, sobre la cresta de un gran respaldón que subía casi desde el mar, había otra escalera muy empinada y tallada con escalones tan toscos que apenas se distinguían. Por ella subía corriendo un grupo de unos cincuenta hombres desnudos de cintura para arriba. La escalera se cortaba de trecho en trecho para sortear una grieta, y en esos lugares había cuerdas tendidas. Los corredores se colgaban de ellas con ambas manos y trepaban como gibones, con los pies sobre el vacío, que en algunas ocasiones era un auténtico abismo.

—Los Ubsharim. El ejército elegido del Zemalnit —dijo Semias, y su voz delató el orgullo que sentía por pertenecer a él.

—Cincuenta y ocho hombres son un ejército más bien escaso —dijo Kybes.

—Lo importante no es el número, sino el alma que late en nosotros.

Los corredores vieron el funicular, y al reconocer a Kybes y Semias los saludaron con la mano. Empezó entonces una improvisada carrera, entre alegres gritos que se oían incluso dentro de la cabina. Los Ubsharim apretaron el paso, trepando por aquella cresta que cada vez parecía menos una escalera y más una sierra sembrada de dientes de roca. Pero cuando llegaron ante un tajo en la roca de más de diez metros de anchura, tuvieron que frenar para pasar de uno a uno por el andarivel que cruzaba la grieta.

¡Vía libre!, se oyó gritar, y aquella voz corrió por el grupo. Los Ubsharim se apartaron a ambos lados, dentro de lo que permitía la angostura de la cresta, y uno de ellos corrió entre las dos filas. Ariel tuvo la sensación de que a mitad de trayecto su carrera se aceleraba de una forma brutal, como si lo empujara un vendaval. La figura siguió corriendo hasta el borde de la grieta con tremendas zancadas. Ariel se llevó la mano a la boca para acallar un grito. A tal velocidad, el hombre no frenaría a tiempo.

El corredor aceleró aún más y un poco antes del borde dio un brinco. Al primer instante, Ariel creyó que pretendía agarrarse a la cuerda en pleno salto, pero el hombre pasó por encima de ella, braceó en el aire y voló sobre la grieta a una velocidad imposible en un ser humano. Hubo un «oooohhh» cantado a coro entre los demás hombres, que se convirtió en vítores cuando el hombre plantó los pies al otro lado de la grieta, a más de doce metros de donde había saltado.

—Ahí tienes al Zemalnit —dijo Kybes—. Derguín Gorión, propietario de la Espada de Fuego. El mejor guerrero del mundo.

El funicular se detuvo en otra plataforma de madera, al borde de una pared que ponía los pelos de punta. El aire agitaba las ropas, aunque no hacía frío, pues el sol se levantaba alto en el cielo. Caminaron junto a un pretil de piedra que se asomaba al abismo, y empezaron a subir escaleras. La parte alta de la Buitrera estaba tallada en terrazas que subían hasta unos sesenta metros de la propia cima, un pináculo anaranjado y de aspecto inaccesible. Atravesaron jardines, cruzaron bajo arcos emparrados y junto a fuentes de mármol. Las casas eran lujosas, de piedra o ladrillo esmaltado, con placas de bronce y estatuas por todas partes. Había mucha menos multitud que en la parte baja de la ciudad, y la gente miraba con menos curiosidad, o al menos la disimulaba. En los jardines jugaban niños bien vestidos y adornados con collares de los que pendían amuletos para alejar las enfermedades y el mal de ojo.

Tras subir varios niveles, llegaron a una explanada que se extendía hasta la pared del último pico. Allí había un templete dedicado a Ubshar, dios del mar y patrón de la ciudad, que aparecía cabalgando un carro tirado por una serpiente de mar. A unos metros del templo se levantaban un edificio grande y cuadrado, con una de sus caras pegada a la pared de la Buitrera. A un lado había un jardín, y un poco más allá una mansión más pequeña asomada al borde del farallón.

Se dirigieron hacia la casa. Una mujer de hombros anchos y cara plana les abrió la puerta y los hizo pasar. Allí dejaron el bulto con las ropas de Narsel y la caja de madera, que quedó bajo la custodia del musculoso Urmas. Después acudieron al edificio cuadrado.

Kybes le explicó a Ariel que aquel lugar era Arubshar, la academia de los Ubsharim. Se trataba de una mansión que había pertenecido a la familia de los Barustanes, uno de los siete linajes que desde tiempos remotos dominaba la política de Narak. Krust el Grande, jefe del clan en aquel momento, se la había cedido al Zemalnit para albergar y adiestrar a sus escogidos.

—Un gesto bastante generoso por su parte —añadió—, teniendo en cuenta que él también era uno de los candidatos a conseguir la Espada de Fuego y que Derguín lo derrotó.

Llegaron a un espacioso patio interior, rodeado de paredes y columnas de madera y con el suelo de grandes losas de piedra. Los Ubsharim ya habían llegado, y ahora, sudorosos, vestidos con uniformes verdes y protegidos con escudos y cascos de cuero, combatían por parejas con espadas de madera. Pese al esfuerzo que acababan de realizar, peleaban con denuedo y llenaban el patio con sus gritos y el sordo apaleo de madera contra madera.

—¿Quieres que avise al Zemalnit de que estás aquí, maese Narsel? —preguntó Kybes.

—Déjalo. Me gusta verlo pelear —contestó el navarca, ocultándose a medias tras una columna.

Se batían por parejas. Cada vez que uno conseguía un golpe «mortal» sobre un adversario, lo eliminaba, y aguardaba a que quedara libre un nuevo contrincante. A veces se suscitaban discusiones por quién había alcanzado al rival antes o después, pero los propios Ubsharim que habían quedado eliminados oficiaban de árbitros para resolver las dudas por las buenas o por las malas.

—Ahí tienes a Derguín —susurró Kybes, agachándose junto al oído de Ariel.

El Zemalnit ya había derrotado a tres rivales, uno tras otro. Se distinguía de los demás porque sobre el uniforme verde llevaba un chaleco negro con un dragón bordado en oro. Ariel estudió su forma de combatir, pero no pudo llegar a ninguna conclusión, ya que no entendía nada de espadas. Por alguna razón, los golpes de sus rivales sólo alcanzaban el aire o, todo lo más, el borde de su escudo, mientras que los de Derguín, no más de tres o cuatro por combate, casi siempre encontraban un brazo, una pierna o un costado.

—¿De verdad es el mejor guerrero del mundo?

—Cuando empuña la Espada de Fuego, sí.

—¿Y por qué no lo hace ahora?

Kybes soltó una carcajada.

—¿Quieres que masacre a su minúsculo ejército de elegidos? Derguín casi nunca desenvaina a Zemal. Sólo he visto la Espada de Fuego dos veces, y una de ellas no llegó a desenfundarla del todo. Hasta ahora, no la ha usado nunca para matar.

Quedaban ya sólo dos parejas. El Zemalnit y otro hombre, más alto y de hombros muy anchos, acabaron con sus adversarios a la vez, y sin esperar más se enfrentaron entre sí.

—Derguín ha nacido para la espada —siguió explicando Kybes—. Ahora está luchando con una técnica que no es la suya, y aun así vencerá.

—¿Qué quieres decir?

—Derguín es un Tahedorán. Los Tahedoranes manejan una espada curvada y de un solo filo, y suelen utilizar las dos manos, de modo que no emplean escudo. En cambio, la tradición Ritiona es usar una espada recta y de doble filo y protegerse con un escudo de madera de roble. Derguín ha preferido que sus Ubsharim perfeccionemos la técnica Ritiona, pues quiere que combatamos como unidad, y no como luchadores individuales. Para ello, él mismo ha tenido que convertirse en maestro de la espada recta. Y a fe que lo ha conseguido.

—Pero tu espada no es recta —dijo Ariel, mirando la vaina del arma que ceñía Kybes.

El joven de ojos amarillos sonrió, acarició la empuñadura de su espada y la desenvainó unos centímetros. La hoja era tan brillante como un espejo.

—El Zemalnit ha encontrado en mi amigo Kybes virtudes especiales que le hacen creer que puede convertirlo en un Tahedorán —explicó Semias—. A veces hasta el Zemalnit puede equivocarse.

Kybes dio un puñetazo en el hombro a su compañero, pero lo hizo sin fuerza, y luego le apretó el brazo con una sonrisa.

La última pelea de Derguín fue más reñida que las otras. Su rival lo superaba en envergadura y, con una espada más larga, lo mantenía lejos de su alcance. Pero al final el Zemalnit consiguió penetrar en su defensa y le alcanzó en el estómago con una estocada. Los dos se quitaron los cascos. Tenían los cabellos sudorosos y pegados. El joven más alto no parecía muy feliz, pero cuando Derguín le palmeó la espalda esbozó una sonrisa de circunstancias.

—Esta vez has estado cerca, Brund —le felicitó el Zemalnit.

Otro de los Ubsharim le trajo una espada en una funda negra, sujetando ésta con ambas manos para no tocar la empuñadura. «Esa es Zemal», susurró Kybes. Derguín se aseguró el arma al cinturón. Luego tocó el pomo de la espada con la mano izquierda. Ariel vio un destello de luz, pero fue sólo una fracción de segundo.

Derguín reparó entonces en la presencia de sus visitantes. Se acercó a ellos dando zancadas y con una sonrisa de alegría. Cuando llegó junto a Narsel le dio un abrazo y le besó ambas mejillas, como al parecer era costumbre en Narak.

—¡Qué bien te veo! —saludó a Narsel, apoyándole las manos en los hombros y levantando un poco la mirada, pues el navarca era más alto que él—. Estás más lustroso que la última vez.

Narsel, todo dientes blancos en su rostro atezado, se palpó por encima de la cintura y pellizcó una pequeña lorza.

—No sé si debo tomarme eso como un halago. Creo que voy a tener que unirme a tus muchachos subiendo montañas antes de almorzar. —Luego entrecerró los ojos—. Tú estás más flaco. Como sigas secándote así, vas a poderte esconder detrás de tu espada.

Era cierto que el Zemalnit estaba muy delgado. En los brazos desnudos se podían contar todas las fibras, músculos y venas, que resaltaban como cordones bajo su piel bronceada. La piel se le pegaba a los pómulos, y los ojos se veían grandes y húmedos, casi febriles. Los tenía verdes, de un color parecido al de Ariel.

Derguín reparó en Ariel y estudió su aspecto de arriba abajo con una mirada rápida antes de seguir hablando con el navarca. Aquello enojó a Ariel, que creía merecer más atención. Pero luego se dio cuenta de que para el poderoso Zemalnit no era más que un paje vestido con ropas humildes, a quien era normal que prestase poca atención.

Tú no lo sabes, Derguín Gorión, pensó, con un pensamiento que le era casi ajeno; pero mi destino se acaba de unir al tuyo.

Derguín encargó a Brund que terminara de dirigir el adiestramiento, y volvió con Narsel a su casa. Mientras atravesaban el jardín que los separaba, el navarca le preguntó qué tal le iban las cosas con los Ubsharim. Derguín le explicó que, tras estudiar varios textos y practicar semanas con un maestro de esgrima Ritiona, había conseguido dominar la espada de aquellas tierras; y también el manejo del escudo, que era el arma más extraña para él.

—Quiero conseguir una unidad de combatientes selectos que puedan luchar de forma individual y también en formación compacta. Ellos serán los que entrenen luego a otros soldados para formar un auténtico ejército.

—Los ejércitos siempre se quieren para conquistar algo. ¿Qué quieres conquistar tú?

—De momento, poco puedo conquistar. El Consejo de la ciudad es bastante mezquino con los fondos. Tengo para mantener la academia durante un mes más. Después, si no recibo más asignaciones, tendré que utilizar mi propio dinero.

—¡Eso ni se te ocurra! Un buen inversor no debe arriesgar jamás lo suyo, sino lo de los demás.

—Viniendo de mi asesor comercial, seguiré ese consejo —dijo Derguín, pasando el brazo por el hombro de Narsel mientras entraban a la casa.

El Zemalnit quería hablar a solas con el navarca, así que enviaron a Ariel a los aposentos de la servidumbre. Esta consistía en una sola persona, la mujer que les había abierto la puerta; una viuda robusta y con malas pulgas que le dio a Ariel un bollo de pan y una morcilla de arroz y le dijo que se perdiera y no molestara más.

Ariel se acercó a curiosear de nuevo al edificio grande. Los Ubsharim se seguían adiestrando. Algunos de ellos aún practicaban con la espada, mientras otros disparaban flechas contra unos monigotes de paja. Lo hacían corriendo de lado y girándose en el último instante hacia el blanco, sin apenas tiempo para apuntar; y aún así acertaban la mayoría de las veces.

—¡Eh, tú! —gritó Brund al ver a Ariel—. ¡Vete a fisgar a otra parte!

Sintiéndose un poco miserable porque nadie quería su presencia, Ariel salió al jardín. Al pasear entre sus árboles y aspirar el perfume de las flores se le pasó un poco el mal humor. Después se acercó hasta una balaustrada de piedra y se asomó. Bajo sus pies, el acantilado bajaba en una caída vertiginosa más de trescientos metros, hasta una garganta sumida en las sombras. Más adelante se levantaba otro farallón, como un gran diente de piedra, y aún más allá la bahía se abría en todo su esplendor. Ariel se entretuvo un rato observando cómo se cruzaban dos barcos en la bocana, y su agudo oído captó el lejano son de las trompas. Después miró a su derecha, y se dio cuenta de que el pretil seguía hasta la pared norte de la casa de Derguín.

Un impulso extraño hizo que se encaramara a la balaustrada y caminara como un funámbulo hacia la casa. Pensó que si resbalaba y caía a la derecha, lo haría hacia el jardín y como mucho se rasparía las rodillas. En cambio, si tropezaba hacia la izquierda, gritaría y gritaría en una caída inacabable antes de estrellarse contra los peñascos. Y sin embargo siguió caminando por el antepecho de granito, y cada vez que se balanceaba o parecía que iba a dar a un traspiés era hacia el abismo. Qué más da, si a nadie en el mundo le importa que viva o muera.

Llegó a la altura de la casa. Allí el pretil giraba en ángulo obtuso y seguía el trazado de la pared. Ahora Ariel ya no podía caminar de frente. Si quería continuar tenía que hacerlo de cara a la pared, y desplazando primero el pie izquierdo y luego el derecho; pues su insensatez no llegaba hasta el punto de avanzar de frente al precipicio.

Ya es hora de dejarlo, se dijo, pero sus pies parecían dispuestos a seguir solos. Avanzó unos cuantos metros más, hasta llegar a una ventana que tenía los postigos entreabiertos. De ella salían unas voces. Ariel se acurrucó en el vano, y se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Tumbó su cuerpecillo sobre el alféizar y asomó la cabeza por el resquicio que quedaba entre los postigos.

Dentro había una pequeña cámara en penumbras. Por todo mobiliario tenía una mecedora y una mesita en la que reposaba un libro abierto, junto a una jarra de agua. Las voces llegaban ahora más claras, pero aunque reconoció que eran Narsel y Derguín, no pudo distinguir las palabras. Tiró del postigo de la derecha, con mucho cuidado de no caerse al abrirlo hacia fuera, y saltó al interior de la estancia. Después de tantos días en el Bizarro, al desembarcar había sentido que el suelo entero se movía de un lado a otro. Pero ahora, tras caminar al borde de la nada, le pareció que bajo aquella madera todo el peso de la madre tierra sustentaba con seguridad sus pies.

Ariel examinó la sala. Había una puerta a la derecha, y otra frente a la ventana, que era por donde salían las voces. Ambas estaban cubiertas por sendas celosías. El libro era tan sólo un montón de garabatos, pues para Ariel las letras eran un misterio incomprensible. Pero había también unas ilustraciones muy graciosas, que representaban a hombrecillos peleándose con escudos y espadas en diversas posiciones.

—Finalmente, el gasto ha sido de doscientos imbriales —dijo la voz de Narsel.

Ariel se acercó a la celosía, se acurrucó junto a ella y pegó la nariz. Al otro lado había una sala más grande, iluminada por una gran claraboya de cristal en el techo. Había dos bancos de madera pegados a las paredes, y sobre ellos tapices con escenas de cacería. Pero lo que llamó la atención a Ariel fue la caja, que estaba de pie en el centro de la sala. Antes de desembarcarla la habían rodeado de cuerdas, y ahora Derguín se impacientaba intentando desatarlas. Cuando ya iba a desenvainar la espada, Narsel le sujetó la muñeca.

—Espera. No merece la pena usar la Espada de Fuego para cortar una cuerda.

—No tengo paciencia para los nudos marineros.

—Ni para nada. Déjame a mí. —Narsel se dedicó a desatar un nudo casi tan grueso como un puño de Ariel, mientras seguía hablando—. Doscientos imbriales es una pequeña fortuna. Espero que sepas lo que haces. Traerte esto me ha costado la vida de dos hombres.

—Sólo porque te empeñaste en traer a esa criatura diabólica.

—En el parque de fieras de Narak ya me han ofrecido treinta imbriales por ella.

—En ese caso, descuéntamelos de los doscientos.

—Mejor me lo tomaré como un regalo tuyo. A cambio te informaré de que tus inversiones en mi naviera han reportado en el último medio año casi cien imbriales de beneficios. Así que, si no te empeñas en más aventuras alocadas como ésta y no cometes la insensatez de pagar tú mismo a tus Ubsharim, aún tendrás dinero para rato.

Una vez deshecho el nudo, Narsel abrió la tapa de la caja, que giró rechinando sobre los goznes que tenía a la derecha. Ariel no pudo ver lo que había dentro, aunque tenía la certeza de que era la estatua que había visto en el compartimento de la bodega. Derguín se acercó a la caja, entreabrió la boca y luego se mordió los nudillos, como si quisiera contener una emoción intensa.

—¡Mikha! —exclamó.

Después levantó los brazos y se adelantó un paso. Ariel pensó que lo hacía para besar la estatua que había dentro, aunque la pared de tablas ocultó a Derguín de su vista. Cuando el Zemalnit volvió a asomarse, lo hizo secándose el ojo izquierdo con el dorso de la mano.

—Está mal husmear lo que hacen los demás.

Ariel dio un respingo, pues la voz había susurrado casi en su oído. Se dio la vuelta y vio a una mujer alta, que se llevaba el índice a los labios para ordenar silencio. La mujer tiró de Ariel y se acercó a la ventana.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

A la luz que entraba por el postigo abierto, Ariel vio que la mujer era muy bella. Tenía la piel oscura y los iris de un color ámbar que destellaba como oro al recibir los rayos del sol. Llevaba una falda larga y un corpiño ajustado, y olía a un perfume suave como flores bajo la lluvia.

—Me llamo Ariel.

—¿Te sueles dedicar a trepar muros para robar las casas ajenas?

—¡No, te lo juro! Sirvo al navarca Narsel, el hombre que está en esa habitación. Puedes preguntárselo, si quieres.

—¿Seguro que quieres que se lo pregunte?

Ariel se frotó el trasero, recordando los dos azotes de la noche anterior, y negó con la cabeza.

—A ver, Ariel —dijo la mujer—. Acércate a la luz y mírame a los ojos. Hummm… Tienes unos ojos muy bonitos.

—Tú también, señora.

—Gracias. Te contaré un secreto. Me llamo Neerya na-Bazu. Algunas personas del clan Bazu poseen cierta capacidad para leer dentro de las mentes, ¿lo sabías?

—No sabía ni que existiera el clan Bazu, señora.

La mujer llamada Neerya tomó la barbilla de Ariel y se acercó aún más. Sus dedos tenían un tacto muy suave, tanto como el de su madre.

—Pues existe, y sus miembros gozan de esa rara habilidad que te acabo de explicar. Eso les hace especialmente hábiles para los negocios. Yo no poseo el don en un grado tan elevado como los miembros más poderosos de mi clan, que son capaces incluso de dominar los pensamientos ajenos. Pero sé captar las emociones, leer en los corazones de los hombres. En mi caso, eso sirve para decirles lo que quieren oír. Aunque —añadió con una sonrisa triste—, con el hombre que acompaña ahora a tu señor aún no me ha servido de mucho.

—Sí, señora.

—Mi don me dice que tú ocultas un secreto, Ariel.

—¿Yo?

—Sí… Eres una criatura extraña, ¿verdad? Hay en ti más de lo que parece a simple vista, y también menos. Veo virtudes, limitaciones… —Neerya se enderezó y le soltó la barbilla—. No te preocupes. Por ahora no escarbaré más en tus secretos.

—¿Quién es el hombre de la caja? —preguntó Ariel, impaciente por cambiar de tema.

—Un joven mago llamado Mikhon Tiq.

—¿Un mago? Pero… yo lo he visto, y es una estatua.

—Hay magias muy poderosas y malignas en Tramórea, Ariel. A Mikhon Tiq le arrebató el alma un hechicero, y después otro mago lo convirtió en piedra para preservar su cuerpo. Derguín tuvo que abandonarlo en una selva hace más de dos años. Desde entonces, lo atormentaba pensar que su amigo estaba en ese lugar salvaje, a la intemperie y a merced de las fieras.

»Ahora, gracias a tu señor Narsel, Derguín ha recobrado el cuerpo de su amigo. Pero creo —añadió con un gesto de tristeza— que no se conformará con eso. Temo por él.

—¿Por qué, señora?

—Ahora que Derguín tiene el cuerpo de su amigo, no tardará en atormentarse de nuevo, y sé que no descansará hasta que encuentre el lugar adonde aquel hechicero se llevó el espíritu del mago.