Ciudad libre de Ilfatar
Región de Valiblauka

Darkos entreabrió los postigos. Sus ojos buscaron la torre espiral que se alzaba solitaria en Islamuda. En noches como aquélla, en que la luna roja dominaba el cielo, el edificio merecía más que nunca su nombre. La Torre de la Sangre. Todos en Ilfatar la llamaban así desde tiempos olvidados; mas nadie, ni siquiera su maestro Baelor, que guardaba en su memoria media historia y geografía de Tramórea, conocía el motivo. Las leyes de la ciudad prohibían acercarse al templo, o incluso plantar el pie en Islamuda.

En verdad parecía un templo de muerte y terror, como gustaba de fantasear con sus amigos. Con un escalofrío, Darkos se preguntó si no estaban a punto de cometer una ofensa contra los dioses. Pero a sus catorce años, el peligro y la prohibición despertaban en él más excitación que prudencia.

Decidido, abrió del todo la ventana. La alcoba, que olía a cerrado, se llenó de la brisa de la noche y los aromas del jardín, pues su madre Irdile lo tenía sembrado de arriates y macizos de flores que dibujaban figuras geométricas. Con las fragancias llegaron también los efluvios del río Bhildu, cuyas aguas, después de entrar en la ciudad, se remansaban en la plácida extensión del lago Hatâr. Aunque las brigadas de balseros de la ciudad procuraban mantenerlo limpio, era inevitable el olor a cieno. A Darkos no le molestaba. Había crecido con ese olor, que le recordaba al sabor de las tencas que le freía su madre.

Antes de partir de expedición, Darkos entreabrió la puerta de la alcoba. La galería que rodeaba el patio de la casa estaba en silencio, salvo por los ronquidos de Basia, el aya que dormía con su hermanita Bru.

Más alejadas se oían las voces de los convidados que estaban cenando en el jardín. Esa noche, como tantas, su padrastro Urkhuna había invitado a sus amigos y socios. Cuando él y su madre subieran la escalera, lo harían adormilados por el vino y la comida y no se les ocurriría mirar en la alcoba de Darkos. Aun así, arrastró un arcón de teca para bloquear la puerta.

Delante del baúl se quedó indeciso. Por fin, lo abrió y rebuscó entre sus prendas. Su madre las había ordenado hacía poco. Túnicas y mantos formaban dos pilas rectas de pliegues impecables, con bolas de madera perfumada para que no tomaran olor a cerrado. Darkos eligió un capotillo de lino. Al sacarlo, lo dejó todo hecho un montón de trapos revueltos. Cuando su madre se quejara de su desorden, él contestaría como siempre: «No me he dado cuenta».

Se echó el capotillo por encima de la túnica y se ató las sandalias. Después se colgó del cinturón una lámpara de pergamino. No le haría falta mucho más. Las noches de Ilfatar no llegaban a ser frías ni siquiera en invierno. Había dos vientos en la ciudad: el que venía del sudeste, caliente y seco, y el del noroeste, que soplaba desde el mar de Ritión y arrastraba aire fresco y húmedo. Ninguno de ellos traía grandes fríos.

Darkos trepó a la ventana y se descolgó desde el alféizar, estirándose hasta llegar con las puntillas a una viga de madera que sobresalía de la pared. Llevaba escapándose así desde los nueve años. Al principio era más arriesgado, porque tenía que saltar hasta la viga, pero ahora había crecido: era casi tan alto como Urkhuna, su padre adoptivo, y le sacaba un par de dedos a su madre.

Con la punta de los dedos, empujó los postigos hacia dentro para que desde el jardín no se viera que la ventana estaba abierta. Después se agachó y volvió a descolgarse. Por un momento, mientras pendía de los brazos, miró hacia arriba. La gárgola que remataba el madero le observaba con sus ojos saltones y sacaba la lengua. Si haces lo que tienes pensado, te arrojaré una maldición, parecía decir.

Darkos se dejó caer. El césped del jardín amortiguó su caída. Se levantó como un gato, con apenas un leve dolor en las rodillas. Era alto para su edad, de huesos ligeros y carnes escurridas. Por si su complexión no bastara para delatar que no era hijo del robusto Urkhuna, tenía la piel clara de un Ainari. Entre sus amigos de Ilfatar, cuyas pieles iban del tostado al ébano, su color blancuzco le valía tantas burlas que, cuando era más pequeño, se empeñó en tumbarse en el jardín para broncearse. Sólo consiguió ponerse rojo como un cangrejo hervido, y acabó por renunciar.

Tras la sombra de un macizo de flores aparecieron dos bultos negros. Darkos clavó la rodilla en el suelo y esperó sin moverse. Los dos mastines que vigilaban la casa corrieron hacia él, pero no llegaron a ladrar. Diente y Lambión dieron un par de vueltas a su alrededor, jadeando y sacando unas lenguas grandes como filetes de buey. Darkos les acarició los lomos, les palmeó el cuello y les dio una galleta a cada uno. Los perros lo conocían bien, y no sólo de día, pues desde hacía tiempo eran cómplices de las escapadas nocturnas del muchacho.

Darkos no les tenía miedo, pero tampoco se sentía del todo tranquilo desde que, un año antes, encontraron el cadáver de un ladrón que había intentado colarse en la mansión. Los perros le desgarraron la garganta, sin llegar a ladrar. Fue el propio Darkos quien se encontró el cadáver, y aún tenía grabado el olor de la sangre y el zumbido de las moscas que revoloteaban alrededor de la herida. Seguía teniendo cariño a los mastines, pero cuando corrían hacia él se le aceleraba el pulso hasta que comprobaba que aún le recordaban.

Del otro lado del jardín llegaban voces. La mole cuadrada de la casa se interponía entre Darkos y el cenador, pero Urkhuna y sus socios debían de haberse bebido ya varias botellas de vino y hablaban muy alto. No se oían música ni risotadas, como otras veces; ni siquiera las voces de las mujeres. Darkos imaginó que discutían de algún asunto grave. Que me esperen, se dijo, pensando en sus amigos, y decidió espiar la conversación. Tras acariciar de nuevo a los perros, rodeó la casa caminando casi de puntillas, aunque la hierba era lo bastante alta para amortecer sus pasos. El cenador estaba pegado al muro oeste de la mansión. El entrelazado de las parras sobre las barras de hierro forjado era tan tupido que las luces del otro lado apenas se intuían. Darkos contuvo el aliento y se acercó, asomándose por una abertura entre la vegetación.

Las mujeres no estaban, como había sospechado. Sin duda se habían retirado al patio interior o al gabinete en que su madre tejía. Sólo quedaban Urkhuna y sus tres invitados varones. El padre adoptivo de Darkos escuchaba mientras se acariciaba la barba, que junto con el cabello formaba un halo blanco alrededor de su rostro atezado. En cada uno de los dedos de su mano derecha relucía una piedra preciosa. Siluna, la mujer del maestro Baelor, le había explicado el significado de cada una: el rubí de la pasión, el topacio de la tenacidad, el zafiro de la sabiduría… A Darkos no le costaba memorizar aquellas retahílas, y otras más largas, pero le parecían vanas y estúpidas. Por muchos rubíes que se pusiera su padrastro, eso no insuflaría pasión en sus venas, frías como las de un reptil, al igual que el zafiro no lo haría más sabio.

Aunque la prosperidad de la esmeralda que llevaba en el meñique no se le podía negar a Urkhuna. Su aspecto delataba su riqueza. Vestía una mezcolanza curiosa: turbante verde de Valiblauka, túnica Ritiona con faja de seda y chal de gasa al estilo de Pashkri. Cada una de esas prendas costaba al menos el salario de dos meses de los hombres que trabajaban para él en las fincas de las afueras de la ciudad o de los porteadores de sus caravanas.

Entre sus invitados había uno con la piel aún más oscura que Urkhuna, un típico habitante de la región de Valiblauka, que permanecía en silencio. Al segundo, de piel más clara, Darkos lo conocía bien: era Badir, compañero de Urkhuna en el concejo de magnates que gobernaba la ciudad y uno de sus mejores amigos. Por sangre, era Ritión del sur. Un tercio de los habitantes de Ilfatar eran Ritiones, puros o de sangre mezclada. De hecho, la ciudad era un tapiz tejido con una urdimbre de mil colores. El propio Darkos era uno de los hilos más blancos.

Badir paseaba por el escaso espacio que quedaba entre las mesas y el arco del cenador. La tripa le abombaba la túnica azafranada. Mientras hablaba no dejaba de gesticular con sus grandes manos y amenazaba con derramar el vino de su copa.

—Los Pashkriri no tenéis moral —le recriminaba al tercer invitado, un hombre de tez aceitunada y ojos oscuros y ovalados al que Darkos no conocía—. Habéis usado vuestro dinero para alejar a los Aifolu de Pashkri, y a cambio habéis arrojado esa plaga sobre nuestra tierra.

El aludido dejó de mecerse en su butaca y dedicó una sonrisa de sus carnosos labios a Badir. Pero los ojos no le sonreían. A Darkos, sin saber por qué, le pareció un hombre peligroso. El Pashkriri tenía a su lado una botella dorada de la que brotaba un largo tubo flexible. Tomó el tubo, aspiró de él y después exhaló el humo. Su olor dulzón le llegó a Darkos a través del emparrado.

Nadie había hablado en el entretanto. Todos esperaban la respuesta.

—Yo no soy responsable de lo que hace el gobierno de mi país —respondió, sin levantar la voz, pese a que Badir casi le había gritado.

—Las sugerencias del clan Bazu pesan más en los oídos de vuestro rey que los decretos de su consejo.

Así que aquel hombre al que Darkos no había visto nunca pertenecía al clan Bazu, la familia que administraba la Ruta de la Seda y otras calzadas. Se decía de los Bazu que eran tan ricos que a su lado alguien como Urkhuna era poco más que un mendigo, y que tenían más poder que algunos reinos de Tramórea.

—Como bien dices, los Bazu sólo podemos hacer sugerencias, no dictar decretos. Además, yo soy uno de los miembros más humildes de mi clan.

—¡Ja! Puedes ser muchas cosas, Urusamsha, menos humilde.

Urusamsha. Darkos anotó el nombre.

—Pese a tus reproches, voy a ofreceros una sugerencia desinteresada, Badir. Mañana parto hacia Malabashi, y tardaré un tiempo en volver a Ilfatar, así que lo que puedan hacer los Aifolu no me afectará directamente. Pero, como le tengo cariño a esta ciudad y también a vosotros, ingenuos y somnolientos Ilfataríes, os diré lo siguiente:

»Imitad a mi país. Apretaos la faja. Soltad parte del oro que esquilmáis a los viajeros y los campesinos, y sobornad a los Aifolu para que pasen de largo hacia el norte.«

—No hables con tanta suficiencia de Ilfatar —se encrespó Badir—. ¿Quién te dice que cuando los Aifolu lleguen a la Ruta de la Seda y tengan un camino fácil hacia el sur no olvidarán su pacto y atacarán Pashkri?

—Nadie lo asegura, Badir. Sospecho que en ese caso tendremos que pagarles de nuevo.

—¿Hasta cuándo? —rugió el Ritión—. ¡Si Pashkri se aliara con Ilfatar y las demás ciudades libres, juntos podríamos levantar un ejército tres veces más numeroso que el de esos bárbaros y arrojarlos al mar, como se debió haber hecho hace mucho tiempo!

—Tal vez —contestó Urusamsha, mientras observaba los aros de humo que brotaban de su boca—. Pero los ejércitos no viven del aire. Sobornar al enemigo es caro, no lo niego. Pero es mucho más caro armar y alimentar a tus propios soldados.

—¡Tus palabras son las palabras de un cobarde!

Darkos dio un respingo tras las parras. La discusión se ponía interesante. Pero Urkhuna levantó una mano.

—En mi casa nunca se insulta a los invitados, Badir.

Urusamsha sonreía sin pestañear. Tenía la boca grande, al igual que la nariz, las orejas y los dedos, que ahora tabaleaban sobre la mesa. Darkos pensó que no le gustaría estar ahora en la piel de Badir.

—Lo siento, Uru —reculó el Ritión—. No era mi intención llamarte cobarde. El vino…

—No lo he pensado en ningún momento, Badir. De lo contrario, tendría que haberme ofendido.

—Paz, amigos, paz —insistió Urkhuna—. Somos hombres de negocios, no guerreros.

Badir dejó la copa de vino en una mesita y se sentó en otra mecedora, en la diagonal opuesta a Urusamsha. El Vilblaukí de la piel negra, mudo hasta entonces, dio un sorbo a su taza y habló.

—No obstante, mi querido Urkhuna, es posible que la violencia llame a nuestras puertas. Al sobornar a ese loco que se hace llamar el Enviado, los Pashkriri han cometido el error de despertar su codicia. Y nosotros, como hombres de negocios, sabemos bien que la sed del oro es más ardiente que la del vino. Y que sólo se sacia con dosis cada vez mayores. Pues, como bien dice el sabio, es de necios gastar hoy el cobre que ha de ser mañana el…

La voz del viejo Vilblaukí era tan adormecedora como la infusión de té de opio que estaba bebiendo. Aburrido de la conversación, Darkos se apartó del emparrado y volvió a rodear la casa.

La misma conversación del cenador se repetía por toda la ciudad.

Darkos la había escuchado en los mercados, en la escuela, en los templos; se la había oído a sus amigos, a su maestro Baelor y, sobre todo, al guerrero Asdrabo.

«El Martal», decían todos. «El Martal se acerca».

Las historias que precedían al ejército de los Aifolu eran relatos de terror. En Sattûk y en Marabha habían ardido montañas de cadáveres, y el humo y las cenizas habían oscurecido el sol durante días. Si así se habían comportado con sus propias ciudades, ¿qué harían con las de los demás?

Asdrabo, el mercenario que servía en la guarnición de la ciudadela, sostenía que había que plantarles cara.

—Los Australes son hordas sin disciplina. Salvajes. Ni siquiera son Tramoreanos. No adoran a nuestros dioses. Un ejército de verdad los barrería, como ya ocurrió en el pasado.

Asdrabo sí entendía de la guerra, mucho más que esos mercaderes que discutían alejados del campo de batalla. A escondidas de su padrastro, pero con el beneplácito de su madre, el mercenario le enseñaba a Darkos los fundamentos del Tahedo, y de paso le hablaba de lugares lejanos, de batallas y de la vida en el ejército.

Según Asdrabo, la guerra se avecinaba sobre Ilfatar. Al pensar en ello, Darkos sintió un retortijón, mezcla de miedo y excitación. La guerra prueba a los hombres, rezaba uno de los proverbios que el maestro Baelor escribía en la pizarra para enseñarles a leer en Ainari. Darkos estaba convencido de que, cuando llegara la prueba, demostraría ser digno de su padre.

El mismo padre cuyo nombre nadie le quería revelar, pero del que por rumores y alusiones sospechaba que había sido un gran guerrero. O que lo seguía siendo, si es que estaba vivo. Por qué su madre, viuda de alguien así, se había casado con un aburrido mercader, era un misterio para Darkos.

Porque Darkos, que se había criado rodeado de lujos, no apreciaba el valor que tiene la riqueza para quien ha nacido sin ella.

Darkos llegó al rincón sudeste del jardín. Allí, junto a la tapia, crecía un sicomoro de más de diez metros. Trepó por su tronco y después gateó por una rama que pasaba sobre la tapia. Seguía estando muy delgado, pero no dejaba de crecer, y sabía que la rama que apenas se combaba cuando tenía diez años podía troncharse cualquier día. Se descolgó hasta el bardal de la tapia, sembrado de vidrios rotos. En otras escapadas había tenido buen cuidado de arrancar algunos de esos vidrios con palos y piedras para dejar un espacio de dos palmos donde posar los pies. Desde allí, saltó al suelo.

Darkos echó a correr por la calle adoquinada. Las mansiones de aquel distrito tenían tapias y paredes blancas, como la de Urkhuna, pero ahora se veían ensangrentadas por la luz de Taniar. Casi todas las casas de Ilfatar estaban enjalbegadas, pues el concejo así lo exigía para mantener bella la ciudad. A Darkos, con sus ojos claros, tanto blanco le deslumbraba durante el día y siempre estornudaba dos veces al salir al sol.

La luna estaba más alta de lo que había pensado. Darkos apretó la carrera. Su casa estaba en la isla de los Cien Arboles. Según la tradición, cuando se fundó la ciudad, se consagró allí un bosquecillo con ese número de árboles en honor de la diosa Pothine. El bosque se mantenía, pero ahora tenía muchos más árboles y estaba muy lejos de ser un lugar santo, pues funcionaba como prostíbulo y casa de citas al aire libre. Siempre se atisbaban en él sombras furtivas, y se oían jadeos y cuchicheos. Hacía un mes, Darkos y sus amigos se habían colado entre los árboles para espiar a los amantes. Pero tuvieron que huir cuando un hombre salió corriendo detrás de ellos con los calzones a medio subir y una espada en la mano.

Darkos pasó de largo el parque y llegó a una plaza rectangular, donde una fuente brotaba de una peña que rompía el pavimento con su forma irregular. Aquella roca, con sus sombras y recovecos, les servía de escondrijo.

Alguien apareció detrás de él y le apoyó algo frío en los ríñones.

—La bolsa, niño.

A Darkos se le contrajo la tripa y algo que tenía más abajo, pero enseguida reconoció la voz de Toro y se dio la vuelta con una carcajada.

—Has tardado. Nos estábamos aburriendo —se quejó Toro.

Su verdadero nombre era Aruka, pero había heredado el mote de su familia, y empezaba a ganárselo, pues ya tenía una panza considerable y dos veces más espaldas que Darkos. Era un buen amigo, aunque a su madre no le hacía ninguna gracia que se juntara con él, pues era hijo de un vulgar cerrajero, un asalariado.

—No trituréis, socios. No es tan fácil librarse de mis padres. Me han tenido con sus invitados hasta ahora —dijo Darkos. Siempre le había resultado más fácil mentir que pedir excusas.

—No tritures tú —contestó el otro, Hyuin—. Ahora querrás que vayamos adonde tú digas.

—No. Quiero que vayamos adonde todos dijimos que íbamos, socio.

Hyuin era un chico flaco, con la piel tan oscura como Aruka. Tenía las córneas muy grandes y un poco amarillas, y los demás se burlaban de él diciendo que tenía sangre Aifolu.

—Pues hemos cambiado de opinión, ¿verdad, Toro? —Hyuin se quedó mirando a su compañero y empezó a mover la barbilla arriba y abajo, con la boca entreabierta. A Darkos le repugnaba ese gesto, y se preguntó una vez más por qué iba con Hyuin.

Porque es amigo de Toro, se contestó a sí mismo.

—No tritures —contestó Toro—. Me has estado braseando el oído. Me ha estado braseando el oído, Darkos, ¿te enteras? Ya era hora de que vinieras.

—Me habías dicho que íbamos al bosque a ver cómo ensartan las parejas, socio —protestó Hyuin. Toro no le miró a él, sino a Darkos, y se encogió de hombros.

—Has dicho que ibas a venir con nosotros, socio —dijo Darkos, y Hyuin volvió a mirarle con sus ojos amarillentos—. No me digas que ahora te vas por las patas abajo. Estás triturado, socio.

—A mí nada me tritura. Pero ir a esa isla no me alapanda. Ahí no hay nada…

Darkos decidió no hacer caso a Hyuin.

—Venga, Toro. Se nos va a pasar toda la noche.

Toro asintió con un gruñido.

Hyuin los miró a ambos y tragó saliva. Su nuez, que en aquel cuello tan flaco parecía un huevo de gallina, subió y bajó nerviosa. Como solía hacer en esos casos, se metió el dedo en la oreja y empezó a hurgar. Estaba tan obsesionado por la cera de sus orejas como por el sexo, aunque tenía más éxito en conseguir la primera que el segundo.

—¿Vienes o te quedas? —le preguntó Darkos.

Hyuin emitió un gruñido, pero les siguió.

Bajaron por una calle estrecha, hasta llegar a la orilla del lago. Las aguas se veían oscuras, con crestas rojas.

—Vamos a entrar en la Torre de la Sangre y el lago parece de sangre —dijo Hyuin—. No me alapanda nada.

—Si supieras algo de augurios, sabrías que lo parecido siempre es buen presagio, socio —contestó Darkos.

Llegaron junto al puente que unía Cien Arboles con Islamuda, pero lo pasaron de largo. El puente tenía forma de V invertida, pero el pico de esa V estaba roto, y había un hueco de más de siete metros entre un lado y otro.

—Cuando sea Tahedorán y aprenda las aceleraciones, podré saltar el puente —dijo Darkos.

—No tritures, socio.

—¿Veis, socios? —insistió Hyuin—. Rompieron el puente para que los vampiros que viven en la isla no puedan venir a nuestras casas.

—Deja de brasearnos —respondió Darkos—. Si te has agallinado, vuélvete a tu cuna y déjanos en paz.

Más allá del puente había un cañaveral. Olía a cieno y a cañas pudriéndose. Para Darkos era el olor de la aventura. Allí tenían escondida una canoa que habían fabricado con juncos. Cuatro semanas habían tardado en construirla, y ahora llegaba el momento de probarla. Hyuin y Darkos montaron en la canoa y Toro empujó para sacarla de entre las cañas. Después subió de un salto. Su peso hizo bambolearse la embarcación.

—¡Cuidado, socio, que nos hundes! —dijo Hyuin.

Toro puso las manos en ambas bordas y movió la canoa de un lado a otro. Hyuin, con voz histérica, le recordó la historia del cocodrilo que meses atrás se había colado por las esclusas que daban paso al río y se había comido a varios bañistas.

—No te tritures, Hyuin —dijo Darkos—. Ya cazaron a ese lagarto. ¡A remar!

Había menos de cien metros entre Cien Arboles e Islamuda, pero las dos islas eran como la noche y el día. Mientras que Cien Arboles era fértil y tenía las orillas suaves y pobladas de vegetación, Islamuda era un peñasco que brotaba del agua. Muchos Ilfataríes aseguraban que, de hecho, era la roca que las águilas de Manígulat dejaron caer allí para señalar el ombligo del mundo. Pero, según Baelor, el maestro de Darkos, lo mismo se aseguraba en muchos otros lugares de Tramórea.

Los tres amigos remaron hasta la isla, venciendo la escasa resistencia de la corriente. Una vez llegados al borde del peñasco, Darkos lo tocó con la mano. El tacto era rugoso y casi cálido: la roca aún no había evaporado el calor del sol. De día, la isla se veía como una roca anaranjada, pero ahora era oscura, como sangre venosa. Bordearon el relieve de la roca hasta llegar a una pequeña cala. Vararon la canoa y treparon por la pared, aprovechando una grieta excavada por el agua.

Por fin, pisaron Islamuda. El suelo era de roca, con una pequeña capa de tierra en algunos recovecos. Allí crecían matojos de aspecto enfermizo. A Darkos se le antojó que las ramas se retorcían como huesos de pollos hambrientos. Arrancó unas hojas y las olió. Exhalaban una leve pestilencia, como si nacieran ya putrefactas. Sintió un escalofrío y pensó que tal vez los augurios no eran buenos, pero no quiso alarmar a sus compañeros.

Encontraron un camino que venía desde el puente y se dirigía hacia la torre. Estaba empedrado con losas hexagonales, levantadas por el tiempo y las malas hierbas que crecían en sus junturas. Lo siguieron hasta llegar a un muro de dos metros de altura. Había una puerta, pero la habían tapiado con ladrillos. La pared era de roca oscura y no se apreciaban en ella piezas ni cortes de sillares, como si hubiera brotado entera del suelo. La rodearon buscando un lugar por donde trepar. A unos veinte metros a la izquierda encontraron un montón de piedras apiladas contra el muro.

—No somos los primeros que nos colamos aquí —dijo el Toro.

—No me alapanda, socios —dijo Hyuin.

—Somos los primeros desde hace siglos, seguro —repuso Darkos.

Pasaron por encima de la pared y saltaron al otro lado. Ya no había nada entre ellos y la Torre de la Sangre. El edificio medía más de cien metros de altura, y era un gran cono de piedra rodeado por una rampa que describía nueve vueltas a derechas. Darkos fue el primero en tocar la pared, y la sintió fría, mucho más que la propia roca que sustentaba la isla. Era como acariciar la pared de un pozo.

—Vale —dijo Hyuin—. Ya has tocado la Torre de la Sangre, socio. Si nos vamos ahora, aún pillamos a unos cuantos ensartando en el bosque.

—Es verdad —dijo el Toro, mientras torcía el cuello hacia arriba para ver la cúpula que remataba la torre—. Ya hemos demostrado que tenemos más cojones que la banda de Sapas.

—No os trituréis, socios. No he venido hasta aquí sólo para tocar una pared —dijo Darkos, con mucha más seguridad de la que sentía.

Se abrió el capotillo y desenganchó del cinturón la lámpara. Quitó el fieltro que la cubría y le dio un par de sacudidas. Eso despertó al luznago que dormía en su cárcel de pergamino. El insecto zumbó y empezó a brillar con una luz azul.

—Cómo alapanda eso, socio —le dijo el Toro.

Los luznagos no abundaban en Ilfatar, pero en casa de Urkhuna los tenían de todos los colores. El Toro, por su parte, había traído una antorcha de resina y la encendió con un chisquero. Rodearon la torre en silencio, hasta encontrar el arranque de la rampa. Se miraron un instante.

—No sé, socio —dijo el Toro.

—Yo sí sé —respondió Darkos, y emprendió la ascensión.

La rampa tenía más de un metro de ancho, pero Darkos se pegó lo más posible a la pared. Toda ella estaba cubierta de escenas talladas. Eran bajorrelieves de tamaño natural, esculpidos con tal realismo que Darkos tuvo la inquietante sensación de que una procesión lo acompañaba. Había hombres, mujeres y niños subiendo en fila, con las manos atadas a la espalda o sobre las cabezas. Algunos llevaban cepos y palos cruzados sobre los hombros. Entre ellos, aguijándolos, había criaturas demoníacas con hocicos de lobo, morros de jabalí o cuernos retorcidos.

—¡Ja, ja, mira cómo alapanda! ¡Aquí estás tú, Toro! —dijo Hyuin.

En efecto, había un demonio con cabeza de toro y el trasero desnudo. Hyuin seguía desternillándose, hasta que Toro lo agarró del cuello y amenazó con tirarlo por el borde de la rampa.

A Darkos le daban escalofríos aquellos relieves. Acercó la linterna y encontró manchas oscuras en la piedra.

—Seguro que es sangre —dijo Hyuin—. Aquí se trituraba a la gente, socios.

Por una vez, Darkos casi lo creyó.

Según subían, el friso era cada vez más siniestro. Había escenas terribles. Mutilaciones, hierros introducidos por el ano, criaturas con cascos de caballo que pisoteaban cráneos de bebé, mujeres destrozadas por las enormes vergas de unos hombres-hiena… Cuando empezaron a ver imágenes sexuales, el Toro y Hyuin se entretuvieron para comentarlas entre risotadas. Darkos les chistó un par de veces, pero luego decidió olvidarse de ellos y apretó el paso para llegar arriba.

En una de las vueltas de la rampa le pareció ver algo familiar. Al principio quiso pasar de largo, pero la curiosidad y la sensación de haber olvidado algo le hicieron retroceder. Acercó el globo de pergamino a la pared y buscó. Había una mujer con la túnica desgarrada y un pecho fuera. Pero lo que le había llamado la atención era el rostro, que en vez de mirar de perfil como los demás estaba vuelto a medias hacia él.

Era el de su madre, Irdile. Con el corazón palpitando como un tambor, Darkos movió la linterna y vio que detrás de ella venía Urkhuna, con las manos retorcidas a la espalda. Y junto a él había otros rostros conocidos: vecinos, amigos de la familia, magnates del Concejo. Pero cuando Darkos quiso volver a examinar el rostro de su madre, no lo encontró. Todas las figuras miraban de perfil, y la mujer del pecho desnudo tenía ahora la nariz más aguileña y los ojos más pequeños que su madre. Buscó de nuevo a Urkhuna, pero también había desaparecido, y ya no había ninguna cara familiar en el friso.

Esto es cosa de hechicería, se dijo. Mejor sería bajar ya.

Pero cuando empezó a bajar la rampa, un extraño vacío se apoderó de su estómago, y la piel de la espalda se le erizó como si mil ojos estuvieran clavados en él. Aquella sensación tan incómoda sólo desapareció cuando dio la vuelta y emprendió de nuevo la subida.

Darkos apretó el paso, decidido a tocar el templete que coronaba la torre y bajar cuanto antes. No volvió a mirar los relieves que lo escoltaban, pero a ratos sentía que las figuras torturadas se volvían hacia él y le susurraban algo. Empezó a canturrear una melodía tonta y aceleró aún más.

Por fin, al final de la novena vuelta, llegó al final de la rampa. Allí se levantaba un templete cilíndrico con una puerta de arco apuntado. Darkos pensó en trepar hasta el techo, pero la pared era vertical y tenía más de cuatro metros de alto. De todas formas, no hacía falta subir más para disfrutar de una vista espléndida. No tenía más que rodear el minarete para que toda la ciudad se desplegara ante él.

Taniar teñía de rojo las casas blancas de Ilfatar. Darkos dirigió la mirada hacia la isla de los Cien Arboles. Le pareció que las copas del bosquecillo se agitaban, o tal vez el sonido del viento allá arriba le sugería ese movimiento. Más allá se extendían las mansiones, adornadas por cúpulas y agujas, rodeadas por un ajedrezado de tapias y jardines. A la derecha estaba la Isla de la Seda, aún más rica. Pero en los barrios que rodeaban el lago, tanto al norte como al sur, las casas se acumulaban en desorden y las calles eran tan estrechas y tortuosas que su trazado apenas se adivinaba desde la altura. Más que una ciudad, aquella parte parecía un enjambre, encerrado por el polígono irregular de las murallas.

Taniar había ascendido tanto que su círculo se reflejaba en las aguas del lago, como una gran gota de sangre. Intranquilo, Darkos miró al noroeste, buscando la reconfortante visión del castillo que protegía la ciudad. Pero desde allí no parecía tan alto ni tan poderoso.

Darkos examinó la puerta. Era de piedra lisa, y parecía encastrada en la pared. Al rozarla con la mano, para su sobresalto, la puerta empezó a deslizarse a un lado, como si la propia pared la estuviera devorando.

No entres, se dijo. No entres.

Pero sus pies decidieron por él y pasó al interior.

Dentro del templete se abría una galería circular delimitada en el centro por un pretil. Había un olor rancio, apelmazado, y el aire parecía allí casi tan denso como un líquido.

Al pasar por la puerta, Darkos se encontró con una pila de mármol pegada al parapeto central. Levantó la linterna y vio que había varias pilas más, a izquierda y derecha. La que tenía frente a él medía metro y medio, y a cada lado había un par de escalones. Darkos subió por ellos y se asomó al interior de la pila. Había manchas oscuras en el mármol, y en el seno se abría un agujero del tamaño de un puño.

Darkos bajó de la pila y se asomó al pretil central, que le llegaba por debajo del ombligo. Su linterna alumbró los primeros metros de la pared interior de la torre. Era como asomarse a un gigantesco embudo invertido. Una escalera voladiza bajaba en espiral por la pared, pero enseguida se perdía en las tinieblas.

Darkos rodeó la galería y encontró una trampilla abierta, el inicio de la escalera interior. Había dejado de oír hacía rato las voces de sus amigos, y pensó que debía esperarlos o, mejor aún, salir de allí. Pero ahora había una voz que le llamaba, una voz que no brotaba de una garganta, sino que utilizaba el gotear del agua en las paredes y el silbido del aire entre las grietas para modular sus palabras.

Káteldhe meirakie, bulómedha son haima, kúbhidse man dipsan…

Darkos empezó a bajar por la escalera voladiza. Los peldaños eran poco más anchos que sus hombros, y no había parapeto que lo separara de la oscuridad central de la torre. En la pared interior no había relieves, pero sí millares de líneas escritas en una caligrafía que le resultaba ininteligible. Darkos pensó que allí podrían haberse escrito todos los libros de Tramórea, pero aunque no podía leer aquellas letras picudas que se enlazaban en una cadena sin fin, sospechó que no contaban nada que fuera grato a los dioses o a los hombres.

Sobre su cabeza, la puerta por la que había entrado era una ranura de luz cada vez más tenue. Siguió bajando, sin dejar de mirar los peldaños. La voz sonaba más fuerte, pero las palabras eran también más confusas. Katemeirakiesohaimamandipsan

Empezó a vislumbrar el fondo de la torre. Había un gran pozo central, rodeado por una pared, tan grande que más parecía un muro que un brocal. El pozo era aún más negro que todo lo que lo rodeaba. Darkos siguió bajando, hasta que llegó a la altura del brocal y éste le ocultó la boca del pozo. Eso le hizo sentir un extraño alivio.

Por fin pisó el suelo de la torre. El aire era tan denso que costaba expulsarlo. A través de las sandalias sintió el frío de las losas. Darkos movió la linterna a uno y otro lado, temiendo encontrar ratas. Pero no había nada vivo allí, ni siquiera los mosquitos que infestaban Ilfatar.

Mientras caminaba, Darkos alumbró el suelo. Había huesos dispersos por todas partes. Al ver algunos alargados, quiso pensar que eran de animales, pero enseguida encontró manos, calaveras y costillares humanos.

El suelo formaba un embudo alrededor de la pared que rodeaba el pozo central. Darkos bajó, pisando con cuidado para no tropezar con los huesos. Llegó hasta el pretil, que tendría no menos de cinco metros de altura, y lo tocó. Al hacerlo percibió una vibración apagada, como si en algún lugar bajo tierra siguieran sonando las voces de los que habían muerto allí.

Darkos caminó rodeando el pretil. La llamada era cada vez más persistente. Katemerakimandipsan

Tumbada en el suelo había una figura enorme. Una vocecilla aconsejó a Darkos que no se acercara más, pero era muy débil, y además la llamada se había adueñado de los latidos de su corazón.

Era una estatua. Yacía boca abajo, no porque se hubiera volcado de ningún pedestal, sino porque al parecer su autor la había querido esculpir de esa forma, como una gran criatura tumbada. La figura era vagamente humana. Las piernas eran cortas para su tamaño, y los pies descalzos terminaban en tres dedos muy gruesos y provistos de garras. El cuerpo estaba cubierto por una armadura, o tal vez fuese un caparazón natural, plagado de espinas y escamas que formaban un intrincado diseño. De la espalda salía una larga cola, como una gigantesca serpiente anillada, y bajo su nuca se veía una enorme joroba llena de bulbos. Tenía cuatro brazos, plagados de músculos que no podían existir en un cuerpo humano. Sólo uno de ellos terminaba en una mano, cuyos dedos desproporcionados habían dejado cuatro surcos en el suelo. De los otros tres, el primero acababa en un enorme martillo, el segundo en tres hoces afiladas y el tercero en un tubo estriado.

La cabeza era de tamaño casi humano, demasiado pequeña para un cuerpo tan grande, y estaba rodeada por una corona de aguzadas púas. El rostro, boca abajo, no se veía, pero Darkos lo intuía aterrador.

Edhelo son haima, meirakic, kubhidse man dipsan.

Darkos se acercó un poco más y rozó la corona…

Un segundo después se retorcía en el suelo, babeando espuma.