Mes Himdanil, Año 1002 del calendario de Tramórea
A bordo del «Bizarro», en el mar de Ritión

¡Están locos! ¡Esa ballena se los va a comer!

Bor soltó una carcajada.

—No es una ballena, idiota. Es un karchar. Pero sí, se los puede comer.

Ariel se empinó por encima de la amura. Sus ojos, que querían beberse el mundo entero, eran verdes, de un color malaquita tan profundo como el mar de Ritión por el que navegaban.

Bor tenía razón: no era una ballena. Cuando el Bizarro zarpó del puerto de Simas, donde Ariel había embarcado, avistaron una manada de ballenas que emigraban hacia las aguas abiertas del oeste. La bestia que ahora luchaba contra los pescadores era aún más grande que aquellas criaturas, y tenía dos aletas gigantescas a cada lado del cuerpo con las que levantaba cortinas de espuma entre las olas. Su cabeza desproporcionada se parecía a la de un lagarto y las mandíbulas, de casi diez metros de longitud, estaban cuajadas de colmillos largos como sables.

Cuatro botes rodeaban al karchar. En ellos bogaban hombres que en la distancia se le antojaban a Ariel gusarapos agitando las patitas sobre el agua. En cada bote había un arponero que mantenía el equilibrio entre el oleaje y la turbulencia que creaba el monstruo como si estuviera clavado en la proa. Las lanchas las habían botado desde un buque ballenero que aguardaba más allá el final del lance. Aquel navio de tres mástiles no se acercaba ni al tonelaje ni a la eslora del Bizarro, el mayor barco del mundo según afirmaba Narsel; y sin embargo Ariel se estremeció al pensar que el karchar podía escapar de los botes que lo acosaban y decidirse a embestirlos a ellos.

—¿Cómo pueden ser tan valientes?

A la derecha de Ariel, también acodado en la borda, un marino soltó una carcajada tan rasposa como arpillera. Era viejo, o así se lo parecía a Ariel, pues su rostro estaba surcado por arrugas profundas y casi brillantes en un pellejo curtido como cuero.

—Yo cacé ballenas cuando era joven. Había que tenerlos cuadrados. Pero cazar dragones de mar, no; eso es mucho más peligroso.

—¿Entonces por qué lo hacen?

El marino carraspeó y escupió a sotavento.

—Hay que comer, rapaz. El dragón es una montaña de grasa y carne, y tiene más de cuarenta dientes tan largos como tú y más gruesos que tus brazos. Cada uno se puede vender por tres radiales, y los más grandes hasta por un imbrial.

Ariel se embrollaba siempre que hacía cálculos con monedas, pero comprendió que aquellos colmillos valían mucho dinero. El karchar se sumergió por un instante. Bor, el grumete de los ojos descoloridos, opinó que aquello era el final de la pesca, pues la bestia se refugiaría en las profundidades para escapar de los arponeros. El marino volvió a soltar una carcajada seca como una tos.

—No lo hará. El dragón de mar no abandona la pelea, aunque en ella pierda la vida.

Como si hubiera escuchado al viejo, la cabeza del karchar rompió las aguas, se elevó en el aire más de diez metros y luego cayó con pesadez sobre la cresta de una ola. A ambos lados se alzaron surtidores de espuma, y un segundo después llegó a oídos de Ariel un estampido hueco, como el de un sopapo propinado por la mano de un gigante. El bote más cercano se agitó como una cáscara de nuez y desapareció en el seno de una ola. A Ariel se le encogió el corazón, pensando que zozobraría. A medias temía que, cuando el bote apareciera de nuevo, el arponero de la proa hubiera desaparecido; y a medias lo esperaba, pues sentía el morbo ante la muerte de todos los niños.

Pero cuando la ola pasó, la lancha seguía allí. En la proa le habían pintado unos ojos blancos y un pico rojo, y a popa unas alas azules, como si al disfrazarla de pájaro pudiese escapar volando del peligro. Los remeros seguían bogando, aunque la mitad de las veces sus palas sólo golpeaban el aire. El arponero se mantenía en la proa, y ahora que el Bizarro estaba más cerca, se vio que estaba sujeto por un arnés de metal que rodeaba su cintura y se prolongaba en cuatro barras de hierro abisagradas a los costados del bote. Tenía el cuerpo desnudo y pintado de rojo y negro. Cuando se hallaba a poco más de cuatro metros de las fauces del monstruo, echó el brazo atrás para tomar impulso y lanzó el hierro con un alarido que, entre el estruendo de las olas, sonó como el chillido de un ratón.

El arpón se clavó justo en el ojo del karchar, que reventó con un chorro negruzco. La bestia emitió un grito espeluznante, una mezcla del rugido de una fiera y la nota estridente de cien trompetas, y volvió a saltar sobre las olas. Al caer, su aleta derecha se abatió sobre el bote. Hubo un caos de gritos, espuma, tablas y remos que saltaban astillados. Segundos después, las fauces del karchar volvieron a emerger, y esta vez asomaba entre ellas el tronco del arponero pintado. Los brazos del hombre se agitaron dos, tres veces, y luego su cuerpo, cortado por la cintura, cayó entre la espuma y ya no se lo volvió a ver.

A Ariel se le escapó un grito de espanto, pero no podía dejar de mirar. Lejos de huir, los otros tres botes ya estaban encima de la bestia, y dos arpones más se clavaron en su lomo mientras los remeros de la barca zozobrada nadaban con denuedo para alejarse de aquellas mandíbulas que ahora estaban triturando los restos de la tablazón.

—¿Cómo van a matarlo con esos arpones tan pequeños? —preguntó Ariel, con alarma.

—Esos hierros son dos veces más largos que tú —repuso el marino, que ni había parpadeado al ver cómo el karchar partía en dos al arponero—. Pero no servirían de nada, si no los untaran de veneno. El dragón ya está muerto, aunque aún no se ha dado cuenta.

La lucha prosiguió, pero el Bizarro ya se alejaba hacia el este. Ariel corrió a popa para seguir mirando, y de camino tropezó con un rollo de cuerda y metió el pie en un balde de agua sucia. Aún alcanzó a ver como el karchar atrapaba a otro pescador, pero el sol, que empezaba a dejarse caer hacia el horizonte, hacía cabrillear las olas. Ariel se hizo pantalla con las manos en la frente, y trató de averiguar el desenlace de aquella lucha tan desigual, pero pronto dejó de distinguir los botes, y el karchar se convirtió en una mancha oscura entre el rielar deslumbrante de las aguas. A pesar de eso, siguió allí, hasta que la masa del castillo de popa del Bizarro tapó incluso al buque ballenero; y aun entonces asomó el cuerpo por encima de la borda para no perderlo de vista.

—¡Estás loco! ¿Quieres caerte al agua y que el karchar venga a por ti? —le gritó Bor, tirando de su cintura.

Ariel volvió a poner los pies en cubierta y miró a Bor. Apenas distinguía sus rasgos, pues se había deslumbrado tanto mirando al oeste que ahora tenía una mancha verdosa en el centro de su visión. Al pensar que el karchar pudiera clavarle los dientes, como había hecho con el pobre arponero, sintió un escalofrío que le llegó hasta los huesos.

—Venga —le dijo Bor, dándole un amistoso pescozón—. Vamos a comer algo.

Aunque Ariel solía cenar en el camarote de su amo Narsel, navarca del Bizarro, no quiso molestar a Bor negándose a comer con él. Bor era un palmo más alto que Ariel y aseguraba tener quince años. Su rostro estaba sembrado de espinillas, los dientes de arriba se le apilaban como soldados indisciplinados cuando sonreía, y el azul de sus ojos era demasiado pálido. Pero le contaba a Ariel historias sobre sirenas y leviatanes, y sobre otras maravillas que ocultaba el mar Ignoto: islas arrastradas por los vientos, selvas que crecían bajo las aguas con árboles cuajados de esmeraldas, incendios submarinos cuyas llamas atravesaban las olas y achicharraban barcos con sus tripulaciones enteras.

Ariel quería saberlo todo, fuera verdad o mentira. Sentía que había empezado a vivir cuando embarcó en Simas, al servicio personal de Narsel. De hecho, había pasado sus pocos años (diez, once, doce, no lo sabría decir) en su morada, oscura y tibia, sin conocer nada del mundo exterior, aprendiéndolo todo de su madre. Pero las palabras de ella, por sugerentes que fueran, no podían compararse con el azul del cielo ni los reflejos del sol en el mar, o con los olores y sonidos que invadían sus sentidos hasta casi saturarlos.

A Bor le gustaba dárselas de enterado, pero eso no le importaba a Ariel mientras le contara cosas. En el barco casi todos los tripulantes eran mayores y estaban muy atareados para hacerle caso. Cuando no había que atender aparejos o remendar velas, se tenía que recolocar la carga de las bodegas o baldear la cubierta, pues el navarca Narsel estaba empeñado en que su Bizarro se conservara tan reluciente como el día en que salió del astillero.

—El Bizarro es la nave más grande que recorre los mares —le explicó Bor—, aunque en Narak, adonde vamos, están construyendo otra aún mayor, el Bravado.

Medio escondidos tras unos fardos, estaban comiendo un mendrugo de pan, un par de cebollas y cecina que a Ariel, tras probar los manjares que sobraban de la mesa de Narsel, se le antojaba madera salada. Bebían agua manchada con vino, pues era más seguro para sus vientres bebería así que sola. Bor seguía explayándose sobre las virtudes marineras del Bizarro.

—Ni siquiera el Vesania podría alcanzarnos.

—¿Qué es el Vesania?

Bor puso los ojos en blanco.

—Has nacido ayer, desde luego. No hay ningún marino que se precie en el mar de Ritión que no sepa qué es el Vesania. Pero nadie, ni el más veterano lobo de mar, lo ha visto.

—¿Es un monstruo invisible?

Bor se acercó a Ariel y susurró con voz entrecortada:

—Lo que pasa es que nadie que lo haya visto ha vivido para contarlo.

Ariel se apartó un poco, pues le molestaba el olor a cebolla recién masticada.

—¿Es un monstruo?

—No, un barco. El verdadero monstruo es su capitán, el pirata Agshar. Dicen que su padre también era pirata, y que de niño le metió la cara en un brasero y le estuvo sujetando hasta que se desmayó de dolor.

—¡No! —se estremeció Ariel—. ¿Por qué hizo eso?

—Para que de mayor aterrorizara a sus víctimas sólo con mirarlas. Por eso Agshar lleva una máscara negra. Ataca siempre en medio de la niebla, y cuando lo hace, él mismo mata al capitán desde lejos, pues tiene un arco mágico. Y luego descuartiza a uno de cada dos tripulantes, y a los demás los ata mientras prende fuego al barco.

Ariel ya había tenido suficiente ración de horrores con la pesca del karchar, así que arrugó la cara y miró a otro lado. Bor soltó la risa.

—No te preocupes. A nosotros nunca nos alcanzará. —De pronto, como si se le acabara de ocurrir, Bor le preguntó—: ¿Cómo es el camarote de Narsel? Debe guardar un montón de cosas raras recolectadas en sus viajes…

Ariel entrecerró los ojos para recordar los objetos que había en el camarote. Pasaba muchas horas en él, pues su tarea era atender personalmente a Narsel.

Tres de las cuatro paredes del camarote estaban forradas de estantes, cruzados por bandas de cuero para evitar que los libros cayeran al suelo en los bandazos de la nave. Ariel suponía que para Narsel eran un tesoro, pues pasaba horas hojeando sus páginas a la luz de un quinqué, mientras daba largas caladas a su narguile rojo y dorado.

—¿Has aprendido a leer? —le preguntó Bor.

—¿Es que eso se aprende?

—O sea, que no sabes. Da igual, yo tampoco.

Ariel prosiguió. De la pared sin anaqueles colgaba un mapa, junto a la claraboya. Narsel se acercaba de vez en cuando a él y escribía anotaciones con un carboncillo. Ariel no entendía muy bien cómo en aquel dibujo podía caber toda Tramórea. Narsel le había explicado que gracias al mapa se podía llegar a cualquier sitio, así que debía tratarse de un objeto con una magia muy poderosa.

A la derecha de la claraboya había un escritorio. A Ariel le gustaba ver a Narsel escribiendo, pues al hacerlo la punta de su pluma verde se movía de una forma muy graciosa. Después, con gesto meticuloso, el navarca sacudía la salvadera para esparcir arenilla sobre la hoja recién entintada. Cuando terminaba, con el mismo esmero, enrollaba la hoja de papel y la sellaba con cera de color verde, que debía de ser su color favorito. Luego se levantaba para acercarse a alguna de las tres jaulas en las que guardaba unos pájaros grises que iban y venían cuando Narsel les abría la claraboya. Escogía a alguno de ellos, le ataba el mensaje a la pata, le susurraba algunas instrucciones y, con una propina de alpiste, lo hacía volar por la claraboya.

—Ésos son cayanes —intervino Bor.

—Ya lo sé —respondió Ariel.

Narsel le había explicado que los cayanes siempre sabían encontrar su camino, aunque tuvieran que volar hasta un barco que se desplazara por el mar. En realidad no eran grises, sino que el plumaje les cambiaba de color hasta confundirse con el fondo del cielo, de modo que divisar a un cayán en vuelo resultaba casi imposible.

—Oye —susurró Bor, acercándose más—. ¿Sabes si le ha mandado cayanes a alguien importante?

—Pues ayer le oí decir: «Llévale esto a Derguín Gorión».

—¡Vaya! ¿Tú no sabes quién es Derguín Gorión?

Ariel desvió la mirada.

—No —mintió.

—Todo el mundo lo sabe. Es el Zemalnit.

—¡Ah! ¿Y qué es eso?

Bor hizo un gesto de desesperación.

—¡Pues el dueño de Zemal, la Espada de Fuego!

—¿Es que esa espada tiene algo de particular? —preguntó Ariel, disimulando su interés.

—¿Pero tú te has caído de un guindo? La Espada de Fuego es el arma más poderosa del mundo. Con ella, el Zemalnit puede vencer a un ejército entero. Para conseguirla tuvo que derrotar a cuarenta espadachines tan hábiles como él, y mató al emperador de Ainar. Oye, ¿y qué le decía Narsel en ese mensaje?

—¡Y yo qué sé! Además, no me importa, y menos a ti.

Bor agarró a Ariel de la manga y tiró para susurrarle al oído:

—Dicen que Derguín Gorión está en Narak, entrenando un ejército para apoderarse del mundo. A lo mejor Narsel tiene algo que ver con eso…

—¿Pero es que alguien puede apoderarse del mundo él solo?

Ariel había pasado tantos años bajo techo que el mundo le parecía un lugar inmenso, inabarcable y muy superior a los hombres.

De pronto se acordó de que llevaba mucho tiempo fuera del camarote.

—Me voy a ir. Mi amo puede echarme de menos —dijo.

Intentó incorporarse, pero Bor tiró de su brazo cuando estaba a punto de descruzar las piernas.

—Oye, ¿qué es lo que haces para Narsel?

—Me voy.

—Venga, cuéntame un poco y luego te digo yo un secreto que no sabe casi nadie en el barco.

Aquél era un cebo demasiado suculento para alguien con la curiosidad de Ariel. Volvió a sentarse.

—Pues le atiendo en todo lo que me pide.

—¿Ah, si? ¿Y qué te pide? —Bor sonrió con malicia, enseñando el pico torcido de un incisivo.

—Pues le plancho la ropa cuando se la traen lavada, y se la cuelgo en el armario, y… Pues también le ayudo a recortarse la perilla y a afeitarse las mejillas… Bueno, cuando se baña le doy masajes en la espalda y en los pies.

—¡Ah, qué interesante! ¿Eres su esclavo?

—No lo sé. ¿Qué tengo que hacer para ser su esclavo?

Bor soltó la carcajada y un trozo de cecina salió disparado hacia la mejilla de Ariel.

—De verdad, no entiendo cómo eres tan ignorante. Si tú le perteneces a Narsel, eres su esclavo. ¿Es que no te compró?

Ariel se quedó pensando. Lo que Bor quería decir es que Narsel había dado dinero a cambio de quedarse con Ariel. Pero no recordaba que hubiera sido así. Siempre había estado con su madre, y jamás había salido de casa. Un día se escapó, y su madre se enfadó mucho, y dijo que…

No, no quería recordar aquello. Ahora estaba con Narsel. Ignoraba si había sido a cambio de monedas, y le daba igual.

—Oye. ¿Narsel te respeta?

—¿Y ahora qué quieres decir?

—Bueno, ya sabes. Cuando no hay mujeres a bordo, pues los muchachitos como tú…

—¿Qué?

—¡Ay, por Pothine! ¿Pero tú tienes doce años, o te acaban de destetar?

—Tú eres muy listo, Bor, y yo muy tonto, así que vete a hablar con alguien que sea tan listo como tú.

Pero Bor no dejó que se levantara.

—¡Espera que te diga el secreto! —Se acercó a su oído y le bisbiseó, haciéndole cosquillas con su aliento—: Esta noche, en la guardia del gato, si vienes conmigo te enseñaré algo increíble que llevamos guardado en las bodegas.

—No será tan increíble.

—Más aún que el karchar que hemos visto antes.

—No pienso ir a verlo.

—¡Ah! Se me olvidaba que eres esclavo de Narsel y no puedes salir del camarote.

—¡Pues claro que puedo!

Tenía casi la seguridad de que Narsel no le daría permiso para salir a cubierta por la noche, pero no se lo pensaba confesar a Bor. Además, el sueño de Narsel era profundo, y solía roncar. No le costaría mucho escabullirse sin que se enterara.

—Pues entonces, en la segunda guardia te lo enseño. ¡Ahora, vete con tu amo, no sea que te azote en el culo!

Ariel se marchó a toda prisa, sin entender por qué Bor se quedaba tronchándose de risa él solo.

Después de cenar, Narsel se quedó leyendo en su escritorio. Ariel empezó a dar bostezos ostentosos, hasta que Narsel se compadeció y le dio permiso para retirarse a su cubículo, que estaba separado del camarote por un tabique. El siguió con su libro y fumando su narguile. Ariel tenía que atravesar el camarote para salir, así que se quedó esperando durante lo que le pareció una eternidad. Por fin, Narsel apagó el quinqué, y poco después, su respiración se hizo profunda y pausada. Ariel abrió con cuidado la puerta y salió de puntillas.

Se encontró con Bor a media cubierta. El grumete abrió una trampilla y guió a Ariel hacia las bodegas. Mientras bajaban por una escalerilla, alumbrados por una linterna de aceite, Bor le explicó que las bodegas estaban divididas en compartimentos estancos por mamparos verticales, y que gracias a eso, si el barco sufría una vía de agua, no tenía por qué hundirse.

—Eso sólo pasa en barcos tan grandes como éste. Por eso el Bizarro puede navegar hasta Pashkri y regresar.

Llegaron ante una puerta cerrada con un candado. Bor lo forzó con un alambre. Pasaron al interior de un pequeño pañol, pisando con cuidado para evitar crujidos.

—¿A que no conocías este lugar? —preguntó Bor.

En el centro del compartimento había una gran jaula. A la luz de la linterna, Ariel vio una forma oscura. Al principio pensó que era un hombre, pero cuando la figura se volvió hacia ellos descubrió que era una especie de lagarto enorme que se sostenía sobre las dos patas traseras. Sus ojos amarillos tenían pupilas estrechas como ranuras. Ariel intentó gritar, pero una mano extraña le tapó la boca.

—No puede hacerte nada.

La mano le soltó. Ariel se volvió y reconoció a un marinero al que le faltaban los cuatro incisivos, y al que los demás llamaban Gargajo. Era un hombre alto y flaco, con la cara arrugada. A Ariel no le gustaba, porque olía a leche agria y soltaba salivazos cada vez que pronunciaba una ese.

—No te preocupes —dijo Bor—, Gargajo es amigo mío. Ven, acércate a mirar.

El grumete se agachó para alumbrar los pies del lagarto, que estaban armados con terribles espolones. Por suerte, los barrotes de la jaula estaban tan juntos que aquella criatura sólo podía asomar por ellos las extremidades superiores, unos bracitos tan pequeños como los de un bebé. En el suelo de la jaula había huesos esparcidos y fragmentos de esqueletos. Por el tamaño, debían de ser ratas y cachorros de perro.

—¿De dónde ha salido este… bicho? —preguntó Ariel.

—Del norte —dijo Gargajo.

Luego le explicó que lo sabía porque viajaba en el barco que lo había traído, en una flotilla de tres navíos que volvía de adquirir ámbar, oro y estaño en las tierras de los Équitros. Mientras costeaban hacia el sur, anclaron en la desembocadura de un río desconocido. Allí permanecieron varios días frente a una isla envuelta en brumas, esperando a un esquife que había partido corriente arriba con siete hombres a bordo. De ellos, sólo regresaron cinco, y uno con heridas tan espantosas que murió poco después. En una red traían atado y encadenado a aquel extraño lagarto bípedo. También embarcaron un cajón de madera alargado que parecía un ataúd.

—Mira la caja —le dijo Bor—. También está aquí.

Rodearon la jaula. Ariel tuvo buen cuidado de no arrimarse a ella. La criatura giró lentamente sobre sus patas, abrió una boca cuajada de dientes como estiletes y emitió un gorjeo amenazador. Al otro lado, en un rincón, había una caja de casi dos metros de longitud. Bor levantó la tapa ayudándose de una navaja.

Un rostro humano les observaba desde dentro del cajón. Ariel dio un respingo y se apartó, pero Gargajo le cogió el brazo para que se acercara. Bor alumbró con el candil.

—Es sólo una estatua, ¿no ves? Toca.

Ariel se resistió, pero Gargajo le aferraba la muñeca y no tuvo más remedio que tocar la frente y las mejillas de aquella figura. La piedra era muy lisa, tan pulida y fría como alabastro, aunque de un color más oscuro. La estatua representaba a un muchacho joven, como Bor o algo mayor. Aunque estaba tumbada, su posición original debía ser erguida, pues empuñaba una espada oxidada en la mano derecha. A Ariel no le pareció el retrato de alguien que hubiese posado a propósito, pues tenía el rostro contraído en un gesto de espanto, como si se hubiera petrificado en el momento de gritar.

Mientras Ariel se agachaba sobre la caja, la mano de Gargajo se cerró sobre su boca, y la otra le soltó la muñeca para empezar a manosear bajo sus ropas. Ariel se retorció, pero el marino era demasiado fuerte.

—Tranquilo, cachorrillo —dijo Gargajo, refregándose contra su espalda y sus nalgas—. Vamos a hacerte un grumete de verdad.

Intentó pedir auxilio, pero aquella mano que olía a queso viejo le apretaba tanto la boca que casi se estaba asfixiando. Bor se burló de Ariel.

—Tendrás que pasar por lo que pasé yo. No te preocupes, que al final te va a gustar.

Ariel no sabía qué pretendían hacerle, pero sospechaba que, fuera lo que fuera, le iba a doler. Bor dejó la lamparilla en el suelo, se soltó el cinturón y se bajó los pantalones hasta los tobillos. Mientras, Gargajo le echó una mano a Ariel entre las piernas y palpó con dedos impacientes.

—Vaya, qué…

Algo restalló en el aire, y la voz del marinero se ahogó en un gorgoteo antes de terminar la frase. Sus manos soltaron la presa, y Ariel se escabulló y se refugió en cuclillas detrás del cajón de madera. Gargajo estaba de rodillas en el suelo, con las manos en el cuello, tratando de soltarse algo que le estaba estrangulando. Detrás de él, en las sombras, una figura alta tiraba de una cuerda. Bor huyó por la puertecilla del compartimento subiéndose los pantalones.

Gargajo se desplomó con un último estertor. Ariel, que tenía un olfato muy sensible, captó un olor irritante y comprendió que el marinero se había orinado encima. El hombre que estaba detrás de Gargajo recogió su arma y se la guardó a la cintura. Era un látigo, y no una cuerda como había creído Ariel. Su inesperado salvador dio un paso al frente hasta que la luz de la lamparilla que ardía en el suelo iluminó su rostro. Era Narsel.

—Vuelve a tu camarote —ordenó, con voz seca.

Ariel salió de allí, subió las escaleras a toda prisa y atravesó la cubierta. No dejó de correr hasta que llegó hasta el castillo de popa y se encerró en su cubículo. Después se tiró sobre su jergón, se envolvió en la manta y empezó a llorar. No entendía por qué Bor, que parecía su amigo, había querido hacerle daño. Sospechaba que lo que intentaban él y Gargajo era algo sucio, algo que le repugnaba imaginar.

Aquel mismo día había presenciado cómo un karchar partía en dos a un hombre, luego había visto un lagarto terrible y la estatua de un chico aterrado, y por último otro hombre había muerto a su lado. El mundo era un lugar demasiado emocionante.

Y aun así Ariel no quería volver a su cueva.