En el sueño, tengo un hijo. Debe de tener unos cinco años, pero habla con la voz y la inteligencia propias de un chico de quince. Está sentado junto a mí, con el cinturón de seguridad fuertemente abrochado, sus piernas apenas le llegan al borde del asiento del coche. Es un automóvil grande y antiguo, con un volante grande como la rueda de una bicicleta; el viaje transcurre una mañana de finales de diciembre de color cromo mate. Estamos en algún lugar rural, al sur de Massachusetts, pero al norte de la Línea Mason-Dixon[1] —quizás en Delaware, o en el sur de Nueva Jersey—, y los silos a cuadros rojos y blancos se alzan en la distancia por encima de los campos surcados por un tenue gris dejado por la nieve de la semana anterior. No hay nada a nuestro alrededor, excepto campos y silos lejanos, un molino helado y silencioso, y kilómetros de cable negro de teléfono que reluce en el hielo. No hay ningún otro coche, no hay gente. Sólo mi hijo y yo, y la carretera de dura pizarra serpenteando a través de los campos de trigo helado.

Mi hijo dice:

«Patrick».

«¿Sí?»

«Es un buen día». Contemplo la mañana silenciosa y grisácea, el puro silencio. Más allá del último silo, una delgada columna de humo oscuro se eleva desde una chimenea. Aunque no llego a ver la construcción, puedo imaginar el calor de la casa. Puedo oler la comida asándose en el horno; puedo ver brillantes cerezas en la cocina de madera color miel. Un delantal cuelga de la manecilla de la puerta del horno. Es agradable estar en casa una silenciosa mañana de diciembre.

Miro a mi hijo y le digo: «Sí, lo es».

Mi hijo dice: «Conduciremos todo el día. Conduciremos toda la noche. Conduciremos por siempre».

Yo le contesto: «Claro».

Mi hijo mira por la ventana y dice: «Papá».

«¿Sí?»

«Nunca dejaremos de conducir».

Vuelvo la cabeza y veo que me está mirando con mis propios ojos.

Le digo: «De acuerdo. Nunca dejaremos de conducir».

Pone sus manos encima de las mías y dice: «Si dejamos de conducir, nos quedaremos sin aire».

«Sí».

«Y si nos quedamos sin aire, nos morimos».

«Así es».

«Yo no quiero morir, papá».

Acaricio su pelo lacio y le digo: «Yo tampoco».

«Así pues, nunca dejaremos de conducir».

«No, amigo. —Puedo oler le la piel, el pelo, la fragancia de un recién nacido en el cuerpo de un niño de cinco años—. Nunca dejaremos de conducir».

«Bien».

Se recuesta en el asiento, y se queda dormido con la mejilla contra la palma de mi mano.

Ante mí, la carretera de pizarra avanza entre campos polvorientos y blanquecinos; mi mano se siente ligera y segura al volante. La carretera es recta y llana y se extiende miles de kilómetros ante mí. La vieja nieve susurra cuando el viento la aparta de los campos y la lanza, en pequeñas ráfagas, sobre las grietas de alquitrán que hay delante de la rejilla.

Nunca dejaré de conducir. Nunca saldré del coche. Nunca me quedaré sin gasolina. Nunca sentiré hambre. Aquí se está calentito. Tengo a mi hijo. Está a salvo. Estoy a salvo. Nunca dejaré de conducir. No me cansaré. Nunca pararé.

La carretera se extiende amplia e interminable ante mí.

Mi hijo aparta la cabeza de mi mano y dice: «¿Dónde está mamá?».

«No lo sé», contesto.

«Pero ¿todo va bien?», pregunta mirándome.

«Todo va bien —le digo—. Todo está en orden. Vuélvete a dormir».

Mi hijo se duerme de nuevo. Yo sigo conduciendo.

Ambos desaparecemos cuando me despierto.