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Pasé cinco semanas en el hospital. La bala había entrado por la parte superior izquierda del tórax, justo debajo de la clavícula, y había salido por la espalda; había perdido dos litros de sangre antes de que el servicio médico de urgencias llegara hasta la casa. Estuve en coma durante cuatro días y cuando me desperté tenía tubos en el pecho, en el cuello, en el brazo y en la nariz; me habían conectado a un respirador y tenía tanta sed que habría dado todo lo que tenía en la libreta de ahorros a cambio de un cubito de hielo.

Según parecía, los Dawe debían de tener influencia en la ciudad, ya que un mes más tarde de que hubiéramos rescatado a su hijo, las acusaciones contra Bubba por posesión ilegal de armas habían desaparecido. Claro, debió de decir el fiscal del distrito, han entrado en un búnker de Plymouth con una potencia de fuego ilegal que bastaría para invadir un país, pero han conseguido salvar la vida de un joven adinerado. Si no ha habido ningún daño, no hay motivo para castigar a nadie. Estoy convencido de que el fiscal habría adoptado una actitud diferente si hubiera sabido que Pearse había empezado a extorsionarles porque tenía pruebas relacionadas con el cambio de bebé de los Dawe, pero Pearse no se encontraba allí para hablar de ello y los que sabíamos el secreto nos negamos a mencionarlo.

Wesley Dawe vino a visitarme. Me cogió de la mano y me dio las gracias con lágrimas en los ojos; me contó la historia de cómo había conocido a Pearse a través de Diane Bourne, que además de haber sido su terapeuta, también había sido su amante. Ella, y más tarde, Pearse, habían controlado su mente frágil por medio de la manipulación, juegos de poder mentales y sexuales, y administrándole y retirándole medicación de una forma irregular. Sin embargo, admitió que la idea inicial de hacerle chantaje a su padre había sido suya, pero que Diane Bourne y Pearse la habían llevado mucho más lejos, hasta convertirla en una idea asesina cuando empezaron a considerarse los propietarios de toda su fortuna.

A mediados del 98, empezaron a retenerle por la fuerza; lo mantenían atado a la silla o a la cama y lo tenían cautivo a punta de pistola.

Yo aún no había recobrado la voz. La perdí cuando una bala me rasgó un trozo microscópico de clavícula que fue a parar al pulmón izquierdo, y lo colapso. Cada vez que intentaba hablar durante esas primeras semanas, lo único que conseguía emitir era un pitido, que sonaba igual que una tetera o que el Pato Donald cuando perdía los estribos.

Sin embargo, con voz o sin ella, dudo que hubiera hablado de muchas cosas con Wesley Dawe. Me pareció un ser débil y triste, y no podía quitarme de la cabeza que era un chico petulante y que había armado todo aquel jaleo —intencionadamente o no— por el solo hecho de dar rienda suelta a su rabia. Su hermanastra estaba muerta y, aunque en realidad no le podía culpar de ello, tampoco tenía muchas ganas de perdonarle.

Cuando vino a mi habitación por segunda vez, me hice el dormido; deslizó un cheque de su padre por debajo de la almohada y susurró: «Gracias, me ha salvado» antes de salir de la habitación.

Ya que tanto Bubba como yo tuvimos que permanecer en el Hospital General de Massachusetts un tiempo, acabamos por iniciar nuestra terapia de rehabilitación a la vez; a mí se me curó el brazo y a él le sustituyeron la cadera derecha por una de metal.

Deberle la vida a otra persona es una sensación extraña. Te humilla y te hace sentir culpable y débil; a veces, la gratitud que se siente es tan grande que es como tener un yunque atado al corazón.

—Como en Beirut —dijo Bubba una tarde en hidroterapia—. Lo hecho, hecho está. Hablar de ello no sirve de nada.

—A lo mejor no.

—¡Hostia, colega, habrías hecho lo mismo por mí!

Allí sentado, sentí una reconfortante sensación en el pecho al darme cuenta de que seguramente tenía razón; sin embargo, no estoy seguro de que con una bala en la cadera y otra en la pantorrilla hubiera sido capaz de acabar con un tipo como Scott Pearse.

—Lo hiciste por Ange —dijo—. Y lo harías por mí —asintió.

—De acuerdo, tienes razón —dije—. Ya no volveré a darte las gracias.

—Y tampoco volverás a hablar de ello.

—¡Genial!

Asintió.

—¡Genial! —exclamó.

Observó la colección de tubos metálicos que nos rodeaban. El mío estaba junto al suyo; había seis o siete personas más en la habitación, todos a remojo en burbujeante agua caliente.

—¿Sabes lo que estaría muy bien? —dijo.

Negué con la cabeza.

—Un poco de hierba, ahora mismo. —Alzó las cejas—. Estaría bien, ¿no crees?

—¡Claro!

Le dio un codazo a la maestra de mediana edad que estaba en la bañera de al lado.

—¿Sabes dónde podemos pillar un poco de maría, colega? —le preguntó.

La mujer a la que Bubba disparó cuando entramos en el búnker fue identificada como Catherine Larve, una antigua modelo de Kansas City que se había especializado en anuncios de catálogos para grandes almacenes del Medio Oeste, a finales de los ochenta y principios de los noventa. No tenía antecedentes penales y se sabía muy poco de ella desde que se fue de Kansas City con un hombre que, según los vecinos, debía de ser su novio: un tipo atractivo y rubio que conducía un Shelby Mustang del 68.

A Bubba le dieron el alta del hospital diez días antes que a mí. Vanessa fue a buscarle e, incluso antes de regresar al almacén, se dirigieron al centro de animales abandonados y adoptaron un perro.

Esos últimos diez días en el hospital fueron los peores. El verano llegaba a su fin y el otoño avanzaba al otro lado de la ventana; lo único que podía hacer era seguir allí tumbado y escuchar el sonido de las estaciones cambiantes en las voces de la gente diez plantas más abajo. Y seguía preguntándome cómo habría sonado Karen Nichols entre las voces de principios de otoño si hubiera resistido hasta que el calor llegara a su fin y las hojas empezaran a caer.

Empecé a subir las escaleras de mi casa poco a poco, apoyando un brazo en Angie, y apretando una pelota de tenis con la otra mano, a fin de fortalecer los músculos del brazo, que iba curándose poco a poco.

Toda la zona izquierda de mi cuerpo aún estaba muy débil, agotada, como si la sangre que circulaba por ese lado no fuera tan espesa; a veces, por la noche, sentía mucho frío en esa parte.

—¡Ya estamos en casa! —exclamó Angie cuando llegamos al rellano.

—¿En casa? —pregunté—. ¿Qué quieres decir, en mi casa o en la nuestra?

—En la nuestra —respondió.

Abrió la puerta y me quedé mirando el vestíbulo, que, por el olor, era obvio que acababan de limpiarlo. Sentí la calidez de la piel de Angie en mi mano sana. Vi mi viejo y andrajoso sillón esperándome en la sala de estar. Y sabía que, si Angie no se las había bebido, habría dos Beck’s frías en la nevera.

Decidí que la vida no estaba tan mal. Las cosas buenas están en los pequeños detalles. El mobiliario que se ha amoldado a ti. Una cerveza fría en un día caluroso. Una fresa perfecta. Sus labios.

—¡El hogar! —exclamé.

Era mediados de otoño antes de que pudiera alzar las manos por encima de la cabeza y pudiera estirarlas; una tarde, me fui a buscar mi sudadera favorita, que estaba raída y deshilachada y que conservaba desde la época de instituto; la había lanzado con mi mano buena a la estantería más alta del armario de mi dormitorio y permanecía oculta en la oscuridad. La había escondido porque Angie la odiaba —decía que parecía un vagabundo— y porque estaba convencido de que tenía intención de hacerla desaparecer. Había aprendido a no tomarme las amenazas de las mujeres contra mi ropa demasiado a la ligera.

Hundí la mano con suavidad en el algodón descolorido y suspiré felizmente mientras la estiraba; varios objetos me cayeron en la cabeza.

Uno era una cinta que creía haber perdido; una copia pirata de Muddy Waters tocando en directo con Mick Jagger y los Red Devils. También había un libro que Angie me había prestado y que había abandonado después de leer cincuenta páginas; lo había escondido allí con la esperanza de que se olvidara de él. El tercer objeto era un rollo de cinta aislante que había lanzado allí el verano anterior, después de poner un poco de cinta alrededor de un cable raído; me había dado pereza llevarlo de nuevo a la caja de herramientas.

Cogí la cinta, lancé el libro de nuevo a la oscuridad y alargué la mano para coger la cinta aislante.

Sin embargo, no llegué a tocarla. En vez de eso, me senté en el suelo y me quedé mirándola fijamente.

Y, por fin, vi todo el tablero.