35

Christopher Dawe regresó a su casa para recoger a su mujer con instrucciones de hacer las maletas y de instalarse en el Hotel Four Seasons; acordamos que nos encontraríamos allí cuando todo hubiera acabado.

—Pase lo que pase —dije antes de que se fuera— no conteste ni al móvil, ni al busca, ni al teléfono de su casa.

—No sé si…

Alargué la mano.

—¡Entréguemelos!

—¿Qué?

—El móvil y el busca. Ahora.

—Soy cirujano. Yo…

—Me da igual. Se trata de la vida de su hijo, no de la de un extraño. Haga el favor de darme su móvil y su busca, doctor.

No le gustó nada tener que hacerlo, pero al cabo lo hizo; le observamos mientras se alejaba en su coche.

—Esa zona de descanso no me gusta nada —dijo Bubba cuando subí en la furgoneta—. No hay forma de adivinar cómo piensa defenderse. Prefiero Plymouth.

—Sin embargo, el lugar de Plymouth estará, sin lugar a dudas, mucho mejor protegido —dijo Angie.

Asintió.

—Sí, pero de una forma predecible. Si tomara parte en el asedio, sabría dónde colocar los cables trampa. Pero en una zona de descanso… —Negó con la cabeza—. Si improvisa, no podré hacer nada. Es demasiado arriesgado.

—Pues vayamos a Plymouth —dije.

—De vuelta a la ciénaga —dijo Angie.

—De vuelta a la ciénaga.

El móvil de Christopher Dawe empezó a sonar en el preciso momento en que salíamos de la autopista en dirección a Plymouth. Me lo llevé al oído en el instante en que Bubba, al ver la señal de stop que había más adelante, encendía las luces traseras y dejaba el coche en punto muerto.

Llega tarde, doctor.

—¡Scottie! —exclamé.

Silencio.

Me puse el teléfono entre el hombro y la oreja, cambié a primera y giré hacia la derecha detrás de Bubba.

Patrick —dijo Scott Pearse al cabo de un rato.

—Soy como una especie de bronquitis, ¿no crees, Scott? Cada vez que estás convencido de que has acabado conmigo, ataco de nuevo.

Ésa es muy buena, Pat. Cuéntasela al doctor cuando la aorta de su hijo aparezca en el correo. Estoy seguro de que le hará mucha gracia.

—Tengo tu dinero, Scott. ¿Lo quieres?

¿Tienes mi dinero?

—Sí.

Bubba se desvió de la carretera principal y cogió la carretera de acceso que serpenteaba a lo largo de uno de los extremos del bosque Miles Standish y que nos conduciría, finalmente, a la ciénaga.

¿Qué tipo de obstáculos tengo que saltar para conseguirlo, Pat?

—Si me vuelves a llamar Pat otra vez, Scottie, quemo el dinero.

De acuerdo, Patrick. ¿Qué tengo que hacer?

—Dame el número de tu móvil.

Me lo dio y se lo repetí a Angie; ésta lo apuntó en una libreta que colgaba de un gancho pegado a la ventana junto a la guantera.

—Esta noche no va a pasar nada, Scott, así que ya puedes irte a casa.

¡Espera!

—Si intentas ponerte en contacto con los Dawe, nunca verás ni un solo centavo del dinero. ¿Queda claro?

Sí, pero…

Colgué.

Angie vio cómo las luces traseras de Bubba se desviaban hacia una carretera más estrecha.

—¿Cómo sabes que no volverá al piso de la calle Congress?

—Porque si ha ocultado a Wesley en alguna parte, seguro que es aquí. Pearse es consciente de que está perdiendo el control de la situación. Volverá aquí para ver su triunfo, para volver a sentir que controla las cosas.

—¡Caramba! —exclamó—. Da la impresión de que te lo crees de verdad.

—No del todo —dije—, pero confío en que así sea.

Pasamos delante del claro y seguimos unos cuatrocientos metros más abajo; luego escondimos los coches bajo los árboles y recorrimos a pie la carretera de acceso.

Era la primera vez, en los últimos diez años como mínimo, que Bubba no llevaba su guerrera. Iba vestido de negro. Vaqueros negros, botas militares negras, una camiseta negra de manga larga, guantes negros y un gorro negro de lana. Antes de salir habíamos parado un momento en mi casa, tal y como nos había ordenado, para interceptar a Christopher Dawe y para coger ropa negra; nos la pusimos antes de aparcar los coches bajo los árboles.

Mientras subíamos por la carretera, Bubba dijo:

—Una vez que hayamos localizado la casa, iré hacia allí poco a poco. Es muy sencillo. Debéis permanecer unos diez pasos detrás de mí. —Nos miró otra vez y levantó un dedo—. Exactamente detrás de mí. Allí donde pise yo, pisáis vosotros. Si salgo volando por los aires o me tropiezo con una alambrada, volvéis corriendo sobre vuestros pasos. Ni se os ocurra ir a buscarme. ¿Entendido?

Nunca había visto a Bubba así. Todos los indicios de psicosis parecían haberse esfumado. Junto con aspecto de bomba de relojería, su voz era ahora más profunda, y aquel halo de desamparo y soledad que le caracterizaba había desaparecido para dar paso a una sensación de confianza y de estar cómodo con lo que le rodeaba.

Me di cuenta de que se encontraba en casa. Nunca le había visto tan en su elemento. Era un guerrero y le habían llamado para ir a la batalla; era consciente de que había nacido para eso.

Mientras le seguíamos carretera arriba, vi lo que debieron de ver los hombres en Beirut: que si llegaba el momento de entrar en batalla, al margen de quién fuera el comandante, sería a Bubba a quien seguiría, a Bubba a quien escucharía, y a Bubba en quien confiaría para que me condujera a través del fuego y me llevara de nuevo a salvo.

Era un sargento nato; a su lado, John Wayne parecía afeminado.

Se descolgó la bolsa de lona de la espalda y se la puso debajo del brazo.

Mientras andaba abrió la cremallera, sacó una M-16 y se dio la vuelta para mirarnos.

—¿Estáis seguros de que no queréis una?

Ambos negamos con la cabeza. Una M-16. Seguro que disparándola tan sólo una vez, me rompía el hombro.

—Las pistolas ya nos van bien —contesté.

—¿Tenéis cartuchos de sobra?

Asentí.

—Cuatro.

Miró a Angie.

—¿Cargadores rápidos? —le preguntó.

Asintió.

—Tres.

Angie me miró y tragó saliva. Sabía cómo se sentía. A mí también se me estaba secando la boca.

Atravesamos los tablones y pasamos ante el cobertizo.

—Si encontramos la casa y entramos —dijo Bubba—, disparadle a cualquier cosa que se mueva. Ni os lo penséis. Si no está encadenado, no es un rehén; si no es un rehén, es un enemigo. ¿Queda claro?

—Clarísimo —respondí.

—¿Angie? —La miró de nuevo.

—Sí, sí, muy claro.

Bubba se detuvo y miró fijamente la cara pálida y los grandes ojos de Angie.

—¿Te sientes preparada para esto? —le preguntó con dulzura.

Asintió varias veces.

—Porque…

—No seas machista, Bubba. No se trata de un combate cuerpo a cuerpo. Lo único que tengo que hacer es apuntar y disparar y la verdad es que disparo mucho mejor que vosotros dos.

Bubba me miró.

—Y tú, por otra parte…

—Tienes razón —dije—. Volveré a casa.

Sonrió. Angie sonrió. Yo también sonreí. En la quietud de la ciénaga y la oscuridad de la noche, tuve la sensación de que era la última vez que íbamos a sonreír en una buena temporada.

—De acuerdo —dijo Bubba—. Entonces, los tres juntos. Recordad que el único pecado que se puede cometer en combate es la duda. ¡Así que haced el favor de no dudar!

Nos detuvimos junto a la hilera de árboles; Bubba se descolgó la bolsa del hombro y la dejó con suavidad en el suelo. La abrió y sacó tres objetos cuadrados con unas correas en la parte trasera y otras que sobresalían por la parte de delante. Nos pasó dos.

—¿Podéis ponéroslo?

Lo hicimos y el mundo se volvió de color verde. Los oscuros arbustos y los árboles se habían teñido de color menta, el musgo de color esmeralda, y el aire de un claro tono verde amarillento.

—Tomaos el tiempo que necesitéis —dijo Bubba—. Tenéis que acostumbraros a llevarlas.

Sacó unos prismáticos infrarrojos enormes de la bolsa, se los llevó a los ojos y observó el bosque con un aumento milimétrico.

Todo ese verdor resultaba agresivo, nauseabundo. Sentía la 45 a mi espalda como una brasa candente. La sequedad de la boca me había bajado hasta la garganta y tenía la sensación de que me obstruía las vías respiratorias. Y, a decir verdad, con esas voluminosas gafas infrarrojas pegadas a la cara, me sentía estúpido. Me sentía como un Power Ranger.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Bubba.

—¿Qué?

—Seguid mi dedo.

Alzó el brazo y señaló en aquella dirección; enfoqué hacia donde me dijo y seguí aquel mundo de algas, a través de arbustos, zarzas y árboles hasta que divisé las ventanas.

Había dos. De repente, nos miraban desde el suelo del bosque como si fueran periscopios elípticos. Sólo debían de medir unos cincuenta centímetros de altura, pero al verlas aparecer de forma tan inesperada entre todo el verdor, era casi imposible imaginar cómo no las habíamos visto antes.

—Es imposible verlas durante el día —dijo Bubba—, a no ser que la luz refleje en los cristales. Todo, a excepción del cristal, está pintado de verde, incluso el marco de la ventana.

—Bien, gracias por…

Me hizo callar con el dedo y ladeó la cabeza. Unos treinta segundos más tarde, oí el ruido del motor y de los neumáticos de un coche que se acercaba por la carretera. Oímos cómo los neumáticos chirriaban al pasar por encima de la tierra blanda del claro; Bubba nos dio un golpe en el hombro, cogió la bolsa de lona y empezó a gatear hacia la izquierda de la arboleda. Le imitamos al oír abrirse y cerrarse la puerta del coche; los zapatos resonaron a lo largo del sendero que conducía al terraplén de la ciénaga.

Bubba desapareció entre los árboles del extremo más alejado y nos adentramos en la arboleda tras él.

Un Scott Pearse de color verde pasó junto a la cruz; sus pasos resonaron con más estrépito encima de los tablones al trotar ante el cobertizo de herramientas y dirigirse hacia nuestro lado. Cuando estaba a punto de adentrarse en el bosque, se detuvo en el terraplén y se quedó quieto.

Volvió la cabeza hacia nosotros lentamente y durante un largo rato tuve la impresión de que me miraba fijamente a los ojos. Se agachó y echó una ojeada. Alargó los brazos, como si al hacerlo pudiera alejar a los mosquitos y la niebla que envolvía la ciénaga, el sonido lejano de la fruta al caer en el agua. Cerró los ojos y escuchó con atención.

Después de un rato que nos pareció un mes, abrió los ojos y negó con la cabeza. Apartó las ramas y se adentró en el bosque.

Volví la cabeza, pero Bubba ya no estaba junto a nosotros; ni siquiera le oí marchar. Se encontraba unos diez metros más adelante, agachado, con las manos apoyadas en las rodillas mientras observaba cómo Scott Pearse se adentraba en el bosque.

Volví la cabeza hacia Pearse y vi cómo se detenía a unos diez metros de distancia de las ventanas y bajaba la mano hacia el suelo. Alzó el brazo elevando una trampilla. Se agachó, bajó y la cerró sobre su cabeza.

De repente, Bubba apareció de nuevo junto a nosotros.

—No sabemos si tiene detectores de movimiento o cables trampa que pueda accionar desde el interior, pero diría que aún tenemos un minuto. Seguidme. Exactamente por donde yo vaya.

Se dirigió de nuevo hacia el terraplén. Parecía el felino más ágil y grande del mundo; Angie le siguió, a diez pasos de distancia, y yo a cinco pasos de ella.

Bubba se adentró con brusquedad en la arboleda y nosotros fuimos tras él. No mostró la más mínima duda ni vacilación al correr en silencio por el mismo terreno que Scott Pearse había pisado.

Llegó hasta la trampilla y nos hizo un gesto rápido con la mano.

Le alcanzamos. En aquel momento sentí un fuerte y repentino deseo de reducir la velocidad, de volverme atrás y de detenerme un momento. Todo estaba sucediendo mucho más rápido de lo que me había imaginado. Con una rapidez meridiana. Ni siquiera daba tiempo a respirar.

—Si veis que algo se mueve, disparad —susurró Bubba, y puso el botón de selección de la M-16 en automático—. No os quitéis las gafas hasta que sepamos que dentro hay luz. Si hay, no perdáis el tiempo intentando pasar las gafas por encima de la cabeza; sencillamente apartadlas de la cara y dejad que cuelguen del cuello. ¿Preparados?

—¡Ah…! —exclamé.

—Una, dos y tres —dijo Bubba.

—¡Dios mío! —dijo Angie.

—No hay tiempo para hacer tonterías —murmuró Bubba con dureza—. O entramos o nos quedamos fuera. Ahora mismo. No hay tiempo que perder.

Saqué la 45 de la pistolera que llevaba en la espalda y quité el pestillo de seguridad; me sequé el sudor de las manos en los vaqueros.

—¡Ahí vamos! —exclamó Angie.

—¡Ahí vamos! —repetí.

—Si nos separáramos —dijo Bubba—, nos reunimos aquí fuera otra vez.

Hizo una mueca y asió el tirador.

—¡Soy tan feliz! —susurró.

Miré a Angie con rapidez y desconcierto y ella agarró la 38 con fuerza para dominar el temblor; Bubba levantó la trampilla.

Nos dio la bienvenida una escalera de piedra blanca, que bajaba en picado unos quince escalones hasta llegar a desembocar en una puerta metálica.

Bubba se arrodilló en el rellano superior de la escalera, apuntó con la M-16 y disparó varias veces a los extremos superiores e inferiores de la parte izquierda de la puerta. Las balas martilleaban el acero y desprendían chispas doradas. El ruido era ensordecedor.

Las ventanas que teníamos delante se rompieron en mil pedazos y vi bocas de rifle apuntándonos. Nos agachamos, Bubba bajó las escaleras de un salto y le pegó una patada a la puerta para arrancar lo que quedaba de las bisagras.

Saltamos tras él a medida que los rifles disparaban desde las ventanas; atravesamos la puerta y nos encontramos con un pasillo de cemento de unos treinta metros de longitud con varias puertas que se abrían a derecha e izquierda.

Estaba bañado de luz; me quité las gafas infrarrojas y dejé que colgaran. Angie hizo lo mismo y permanecimos allí, tensos, aterrorizados, parpadeando a causa de la reluciente luz blanquecina.

Una diminuta mujer salió por una puerta situada unos diez metros a nuestra derecha. Tuve tiempo de ver que era delgada, morena y que nos apuntaba con una 38, y entonces Bubba apretó el gatillo de su M-16 y le hizo saltar el pecho por los aires en una roja humareda.

La 38 voló de sus manos y cayó al suelo del pasillo. Se desplomó pesadamente contra la puerta; antes de caer al suelo ya estaba muerta.

—¡En marcha! —exclamó Bubba.

Le pegó una patada a la puerta que tenía más cerca y nos encontramos con un estudio vacío. De todos modos, Bubba lanzó un bote de gases lacrimógenos y cerró tras él.

Nos acercamos a la puerta junto a la que yacía el cadáver de la mujer. Era un pequeño dormitorio, también vacío.

Bubba le dio la vuelta al cadáver con la punta del pie.

—¿La reconocéis? —preguntó.

Negué con la cabeza, pero Angie asintió.

—Era la mujer que aparecía en las fotografías con David Wetterau —dijo.

La miré de nuevo. Tenía la cabeza del revés y de lado, los ojos en blanco y sangre corriéndole por la barbilla, pero Angie tenía razón.

Bubba se encaminó hacia la puerta que teníamos delante. La abrió de una patada y cuando estaba a punto de disparar le aparté el rifle con el brazo.

Un hombre pálido y parcialmente calvo estaba sentado en una silla metálica. Tenía la muñeca izquierda fuertemente atada al brazo de la silla con una gruesa cuerda de color ocre, y una pelota azul de frontón le mantenía la boca abierta. Tenía la muñeca derecha libre, y por debajo le colgaban trozos de cuerda ocre, como si de alguna manera hubiera conseguido soltarse la muñeca antes de que llegáramos allí. Debía de tener mi edad y le faltaba el dedo índice de la mano derecha. Había un rollo de cinta aislante a sus pies, pero, por el motivo que fuera, los tenía desatados.

—Wesley —dije.

Hizo un gesto de asentimiento; sus ojos expresaban furia, confusión y pánico.

—Saquémosle de ahí —dije.

—No —repuso Bubba—. Aún no controlamos la situación, cuando lo hagamos lo sacaremos de ahí.

Me di la vuelta y miré el hueco de la escalera; sólo estaba a unos diez metros.

—Pero…

—Estamos al descubierto —dijo—. ¡Haz el favor de no poner en duda mis órdenes, joder!

Wesley golpeaba el suelo con los talones, desesperado, moviendo la cabeza, suplicándome con la mirada que lo desatara y que lo sacara de allí.

—¡Mierda! —exclamé.

Bubba se dio la vuelta para mirar la puerta que había a continuación; se encontraba unos cuantos metros más arriba del pasillo y a nuestra derecha.

—De acuerdo —dijo—. Vamos a hacerlo siguiendo mis instrucciones. Patrick, quiero que…

Se abrió la puerta que había al final del pasillo y los tres nos dimos la vuelta hacia allí. Diane Bourne, con las manos alzadas y los pies sin tocar el suelo, parecía flotar en medio del pasillo. Scott Pearse permanecía de pie detrás de ella, rodeándole la cintura con un brazo, mientras que con el otro le apuntaba la nuca con una pistola.

—Si no tiráis las armas al suelo —gritó Pearse—, la mato ahora mismo.

—¿Y a mí qué coño me importa? —dijo Bubba mientras apoyaba la culata de su M-16 en el hombro y los apuntaba con el cañón.

Diane Bourne temblaba sin parar mientras exclamaba:

—Por favor, por favor, por favor.

—¡Dejad las armas en el suelo! —gritó Pearse.

—Pearse —dije—. Ríndete. No tienes escapatoria. Todo esto ya ha acabado.

—Esto no es una negociación —vociferó.

—Ya la has jodido, así que no digas tonterías —dijo Bubba—. Ahora mismo voy a dispararte aunque la tengas delante, Pearse. ¿De acuerdo?

—¡Espera! —La voz de Pearse sonaba tan temblorosa como el cuerpo de Diane Bourne.

—¡Ah, no! —exclamó Bubba.

Pero entonces Pearse apartó la pistola de la nuca de Diane Bourne y Bubba se detuvo. Pearse giró el brazo de nuevo, lo pasó de repente por encima del hombro de Diane Bourne y apuntó a Angie en la frente.

—Al menor movimiento, señorita Gennaro, le pego un tiro en la cabeza.

En ese momento, la voz de Pearse no temblaba en lo más mínimo. Asía el arma con decisión mientras se acercaba hacia nosotros por el pasillo, sin dejar de rodear la cintura de Diane Bourne con el otro brazo, levantándole los pies del suelo al usarla como escudo.

Angie estaba aterrorizada; la 38 le colgaba a un lado y no apartaba la mirada del agujero que había en el extremo del arma de Pearse.

—¿Alguien tiene alguna duda de que lo haré?

—¡Mierda! —exclamó Bubba poco a poco.

—¡Venga, las armas al suelo! ¡Ahora mismo!

Angie dejó caer su pistola. Yo hice lo mismo, pero Bubba ni tan sólo se movió. Bubba seguía apuntando a Pearse mientras éste se nos acercaba y se detenía a unos veinte metros de donde estábamos.

—Rogowski —dijo Pearse—. Suelta el arma.

—No pienso hacerlo, Pearse.

Gotas de sudor oscurecían el pelo de Bubba, pero no apartó el rifle.

—Bien —dijo Pearse—. De acuerdo.

Disparó.

Golpeé el hombro de Angie con el mío y entonces una ardiente lanza de hielo seco me atravesó el pecho, justo debajo del hombro; reboté contra la pared de cemento y caí de rodillas en medio del pasillo.

Pearse disparó de nuevo, pero las balas fueron a dar a la pared que tenía detrás.

Bubba descargó el rifle y Diane Bourne desapareció entre una humareda de color rojo, moviendo el cuerpo con violencia como si acabaran de aplicarle una descarga eléctrica.

Angie, que estaba boca abajo en el suelo, se movió a rastras para intentar coger su 38; noté cómo el pasillo daba vueltas a mi alrededor y caí de espaldas.

Bubba tiró con fuerza de la jamba de la puerta, dejó caer la M-16 y se asió la cadera.

Intenté ponerme en pie, pero no pude.

Bubba alargó la mano y, cogiendo a Angie por los pelos, la entró de un tirón en la habitación donde estaba Wesley Dawe. Oía cómo las balas resonaban en el cemento que tenía alrededor, pero era incapaz de levantar la cabeza para ver de dónde procedían.

Volví la cabeza hacia la izquierda y miré hacia arriba.

Bubba permanecía de pie junto a la puerta que daba a la habitación de Wesley; me miró y me di cuenta de que nunca había visto semejante expresión de dulzura y tristeza en los ojos de nadie.

Después cerró la puerta que nos separaba de un golpe.

El tiroteo cesó. El pasillo estaba en silencio, a excepción del sonido de los pasos que se acercaban.

Scott Pearse se detuvo junto a mí y sonrió. Expulsó el cartucho de su nueve milímetros y cayó al suelo junto a mi cabeza; metió otro cartucho de un golpe en la recámara. Tenía la ropa, la cara y el cuello empapado con la sangre de Diane Bourne. Me hizo un gesto con la mano.

—Tienes un agujero en el pecho, Pat. ¿Te parece divertido? Porque a mí me lo parece mucho.

Intenté hablar, pero lo único que me salía por la boca era un líquido tibio.

—¡Mierda! —exclamó Scott Pearse—. ¡No te me mueras aún! Quiero que veas cómo me cargo a tus amigos.

Se puso en cuclillas junto a mí.

—Han dejado todas las armas aquí fuera. Y no hay forma de salir de esa habitación. —Me tocó la mejilla—. ¡Mira que eres rápido, tío! Tenía la esperanza de que presenciaras cómo le volaba la cabeza a tu amorcito, pero te has movido con tanta rapidez…

Aparté los ojos de él, no porque deseara hacerlo, sino porque de repente tuve la impresión de que estaban en un cojinete de bolas y de que resbalaban por encima de grasa, sin que yo pudiera controlarlos.

Scott Pearse me giró la barbilla y me golpeó la sien; los cojinetes me hicieron volver los ojos hacia él.

—¡No te mueras aún, tío! Quiero saber dónde está mi dinero.

Moví la cabeza ligeramente. Sentí un escozor cálido y desigual en el lado izquierdo del pecho, justo debajo de la clavícula. De hecho, era muy cálido; cada vez más. Empezaba a ser abrasador.

—¿Quieres que te cuente un chiste, Pat? —Me acarició la mejilla de nuevo—. Te encantará. Vas a morir aquí mismo, y mientras lo haces, quiero que entiendas algo: nunca, ni siquiera ahora, conseguiste ver todo el tablero. Y lo encuentro de lo más divertido. —Se rió entre dientes—. El dinero está en tu coche y estoy seguro de que lo has aparcado muy cerca de aquí. Ya lo encontraré.

—No —conseguí decir, aunque no tenía la certeza de haber emitido ningún sonido.

—Sí —dijo—. Lo he pasado muy bien este rato, Pat, pero ahora ya me aburres, ¿de acuerdo? Tengo que ir a matar a tu chica y al monstruo ese. Vuelvo enseguida.

Se puso en pie y se giró hacia la puerta; extendí mi entumecida mano por el suelo mientras el pecho me ardía de dolor.

—Las pistolas se encuentran a más de un metro de distancia de tus piernas, Pat —dijo Scott Pearse riéndose—. Sin embargo, sigue intentándolo.

Rechiné los dientes y solté un grito a medida que levantaba la cabeza y la espalda del suelo y conseguía sentarme; la sangre me salía a borbotones del agujero del pecho y me empapaba la cintura.

Pearse ladeó la cabeza hacia mí, me apuntó con la pistola.

—Una buena manera de ayudar al equipo, Pat. Bravo.

Le miré fijamente y le sugerí que apretara el gatillo.

—De acuerdo —dijo dulcemente, y echó el percursor hacia atrás—. Acabaré contigo ahora mismo.

La puerta que tenía a su espalda se abrió de golpe; Pearse se dio la vuelta, disparó y un trozo de la pantorrilla de Bubba salió disparado por los aires.

Sin embargo, Bubba no se detuvo. Cogió la mano con la que Pearse sostenía el arma con la suya propia y le rodeó el pecho desde atrás con el otro brazo.

Pearse soltó un grito gutural e intentó librarse de las garras de Bubba, pero éste le apretó con más fuerza; Pearse empezó a jadear y a soltar alaridos, a medida que veía que la mano con la que sostenía el arma se dirigía, en contra de su voluntad, contra su propia cabeza.

Intentó apartar la cabeza, pero Bubba se echó hacia atrás y con su enorme frente dio tal golpe a la cabeza de Pearse que parecía que acabara de explotar una bola de billar.

Los ojos de Pearse empezaron a dar vueltas a causa del impacto.

—¡No! —gritaba—. No, no, no, no.

Bubba gruñía por el esfuerzo y la sangre le corría por la pierna mientras Angie conseguía llegar a rastras hasta el pasillo y cogía su 38.

Se apoyó en una pierna, echó el percursor hacia atrás y apuntó a Pearse en el pecho.

—¡Ni se te ocurra hacerlo, Ange! —gritó Bubba.

Angie se quedó inmóvil, con el dedo en el gatillo.

—Eres mío, Scott —murmuró Bubba con voz ronca al oído de Pearse—. Eres todo mío, cariño.

—¡Por favor! —suplicó Pearse—. ¡Espera! ¡No! ¡Espera! ¡Por favor!

Bubba gruñó y, ladeando el cañón de la pistola hacia la sien de Pearse, puso el dedo en el gatillo.

—¡No!

—¿Te sientes deprimido y solo o quizá tienes pensamientos suicidas? —preguntó Bubba.

—¡No lo hagas! —Pearse le golpeó la cabeza a Bubba con la mano que le quedaba libre.

—Pues bien, ya puedes llamar al teléfono de la esperanza, Pearse, porque a mí me importa un rábano.

Bubba le clavó la rodilla a Pearse en la columna vertebral y lo alzó del suelo.

—¡Por favor! —Pearse daba patadas en el aire; las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Sí, sí, claro, claro —dijo Bubba.

—¡Oh, Dios!

—¡Eh, gilipollas! Saludarás al perro de mi parte, ¿verdad? —exclamó Bubba.

Después le hizo volar el cerebro por los aires.