—¿Nos dirigimos hacia Plymouth —preguntó Angie mientras cogíamos la Ruta 3 en el desvío de Brantree— porque tu hijo te habló mientras dormías?
—Bien, no es mi hijo. Bueno, en el sueño sí lo es, pero Clarence también está vivo en el sueño y los dos sabemos que Clarence está muerto; además, es imposible bajar de un bordillo en el centro de la ciudad y aparecer en Plymouth, y aunque eso fuera posible…
—¡Basta! —Alzó una mano—. Ya lo entiendo. Ese niño, que es tu hijo pero que no lo es, balbuceó que cuatro más dos más ocho suman catorce y que…
—¡No balbuceaba! —exclamé.
—¿Qué te dijo exactamente?
—Cuatro-dos-ocho —respondí—. El motor del Shelby.
—¡Por el amor de Dios! —gritó—. ¡No me digas que vamos a hablar de ese maldito coche de nuevo! Sólo es un coche, Patrick. ¿Lo entiendes? No puede besarte, ni cocinar para ti, ni remeterte la ropa de la cama, ni cogerte de la mano…
—Sí, sor Angela Terrenal, lo comprendo. El motor 428 fue el más potente de su época. Hacía más ruido que cualquier otro coche en la carretera y…
—No entiendo lo que…
—… y hace un sonido estridente cuando lo pones en marcha. ¿Y te crees que este Porsche retumba? Si los comparas, el 428 parece una bomba.
Golpeó el salpicadero con las palmas de las manos.
—¡Y qué!
—Pues que —dije—, ¿oíste algo en la ciénaga de arándanos que se asemejara al ruido de un motor? ¿Que sonara como un motor potente? ¡Venga! Miré el mapa antes de empezar a seguir a Lovell. Sólo había un camino para llegar hasta allí y es el que seguimos nosotros. La carretera de acceso más cercana desde el lado de Pearse está a más de tres kilómetros de distancia a través del bosque.
—Fue a pie.
—¿De noche?
—Claro.
—¿Por qué? —pregunté—. En ese momento ni tan sólo se podía imaginar que habíamos seguido a Lovell. ¿Por qué no aparcó en el claro donde estábamos nosotros? Y aunque pudiera parecer sospechoso, hay una carretera de acceso unos ciento veinte metros al este. Entonces, ¿por qué se dirigió hacia el norte?
—¿Porque le gustaba el paseo? No creo.
—Porque vive allí.
Apoyó los pies descalzos en la guantera, se pasó la mano por encima de la frente y los ojos.
—¡Es la corazonada más estúpida que has tenido jamás! —exclamó.
—¡Claro! —dije—. ¡Serás bruja! ¡Eres una gran ayuda!
—¡Y mira que has llegado a tener corazonadas estúpidas!
—¿Cómo prefiere que le suplique que me ayude, en cuclillas o de costado?
Escondió la cabeza entre las piernas.
—Si te equivocas, ya puedes olvidarte de hacer posturas, nos revolcaremos en la mierda hasta el milenio que viene.
—¡Gracias a Dios no falta mucho! —exclamé.
El mapa de la oficina del asesor fiscal de Plymouth ocupaba prácticamente toda la pared que daba al este. El empleado que había tras el mostrador no tenía un pelo de tonto y tampoco era el típico tipo con gafas y tendencia a la calvicie que uno espera encontrarse en una oficina de asesoramiento fiscal; era alto, corpulento, rubio, y a juzgar por las miradas que Angie le lanzaba, debía de ser lo que las mujeres consideran un tío bueno.
¡Guaperas! ¡Debería existir una ley que les prohibiera alejarse de la playa!
Tardé unos cuantos minutos en identificar la ciénaga a la que llegamos siguiendo a Lovell. Plymouth está infestado de ciénagas de arándanos. Un horror si, por el motivo que sea, uno no soporta el olor a arándanos. Muy bueno si se los cultiva.
Cuando conseguí localizar la ciénaga correcta, ya había pillado cuatro veces al semental guaperas de los impuestos mirando los lugares en que los deshilachados vaqueros de Angie dejaban al descubierto algo más que las pantorrillas.
—¡Gilipollas! —exclamé en voz baja.
—¿Qué? —preguntó Angie.
—He dicho «fíjate». —Señalé el mapa—. Al norte del centro de la ciénaga, a unos cuatrocientos metros de distancia, según calculé, hay una extensión de tierra con la designación «parcela 865».
Angie se dio la vuelta y le dijo al guaperas:
—Estamos interesados en comprar la parcela 865. ¿Podría indicarnos quién es el propietario?
El guaperas le dedicó una encantadora sonrisa y mostró los dientes más blancos que jamás hubiera visto en un hombre, a excepción de los de David Hasselhoff. Decidí que eran fundas. Seguro que el cabrón llevaba fundas.
—¡Faltaría más! —Movió los dedos por el teclado del ordenador con rapidez—. Me ha dicho 865, ¿verdad?
—Correcto —dijo Angie.
Miré la parcela de cerca. No había nada alrededor. No existía la 866 ni la 864. No había nada, como mínimo, en más de ochocientas áreas a la redonda.
—La «tierra misteriosa» —dijo dulcemente el guaperas sin apartar los ojos de la pantalla del ordenador.
—¿Cómo dice?
Alzó la vista, un poco aturdido, según creo, al darse cuenta de que había pensado en voz alta.
—Bien… —Nos dedicó una sonrisa incómoda—. Cuando éramos niños, a esa zona solíamos llamarla la «tierra misteriosa». Nos desafiábamos unos a otros para ver quién era capaz de cruzarla a pie.
—¿Por qué?
—Es una historia muy larga. —Miró el teclado—. En teoría nadie debería saber…
—¿Pero…? —Angie se apoyó en el mostrador.
El guaperas se encogió de hombros.
—¡Qué caramba! Han pasado más de treinta años. Yo ni siquiera había nacido.
—Claro —dije—. Treinta años.
Se acercó al mostrador, bajó el tono de voz y por el brillo de sus ojos parecía un chismoso profesional a punto de airear los trapos sucios.
—En la década de los cincuenta, el ejército, según parece, tenía allí un centro de investigación. Por lo que me contaron mis padres, no era un centro muy grande; sólo tenía unas cuantas plantas, pero todo se llevaba con mucho secreto.
—¿Qué clase de investigación?
—Con gente. —Sofocó una risa nerviosa con el puño—. Según dicen, con pacientes mentales y retardados. Saben, eso es lo que nos asustaba cuando éramos pequeños: el hecho de que los fantasmas que se paseaban por la «tierra misteriosa» fueran fantasmas de gente loca. —Levantó las manos y dio un paso atrás—. Cabe la posibilidad de que sea una historia de fantasmas inventada por nuestros padres para mantenernos alejados de la ciénaga.
Angie le dedicó la más lasciva de las sonrisas.
—Pero usted sabe algo más de la historia, ¿no es verdad?
Su piel color marfil enrojeció.
—Bien, una vez investigué un poco por mi cuenta.
—¿Y?
—Existió realmente un edificio en esa parcela hasta 1964, año en que fue arrasado o incendiado; esa tierra fue propiedad del Gobierno hasta que la pusieron en subasta pública en 1995.
—¿Quién la compró? —pregunté.
Miró la pantalla del ordenador.
—Bourne consta como la propietaria registrada de la parcela 865. Diane Bourne.
La Biblioteca de Plymouth tenía un mapa aéreo de toda la ciudad. Además, era relativamente reciente; habían hecho la fotografía en un día despejado tan sólo hacía un año. Extendimos el mapa encima de una gran mesa de la sala de consulta, usamos una lente de aumento que nos dejó la bibliotecaria después de suplicárselo, y diez minutos más tarde encontramos la ciénaga de arándanos; después, movimos la lente unos milímetros a la derecha del mapa.
—Ahí no hay nada —dijo Angie.
Pasé la lente de aumento por encima de la borrosa mancha de color verde y marrón, pero no pude ver nada que se asemejara a un tejado.
Levanté un poco la lente, observé toda la zona.
—¿Estamos mirando la ciénaga adecuada?
Los dedos de Angie aparecieron bajo la lente.
—Sí. Ahí está la carretera de acceso. Eso parece el cobertizo de herramientas. Ahí está el bosque Miles Standish. Y ya no hay más. Es todo lo que hemos podido averiguar a partir de tu sueño psicológico.
—Nos hemos enterado de que Diane Bourne es la propietaria de esa parcela —dije—. ¿Intentas decirme que no es importante?
—Lo que intento decirte —contestó— es que ahí no hay ninguna casa.
—Hay algo —insistí—. Tiene que haberlo.
Los bichos estaban rabiosos. Era otro día caluroso y húmedo; el calor empañaba la superficie de la ciénaga y los arándanos, que olían intensamente, se marchitaban por el calor. El sol picaba como el filo de una navaja y los mosquitos, al oler nuestra piel, se volvían locos de alegría.
Angie se dio tantos golpes en las piernas y en la nuca que bien pronto sería incapaz de distinguir qué marcas rojizas eran consecuencia de las sanguijuelas o de sus propios golpes.
Durante un rato probé el truco zen de ignorarlos, deseando con insistencia que mi cuerpo les pareciera poco atractivo. Sin embargo, después de unas cien picaduras más o menos, pensé: «A la mierda con el zen». Confucio nunca tuvo que soportar una temperatura de treinta y tres grados con un noventa y cinco por ciento de humedad. Si hubiera tenido que soportarlo, habría cortado unas cuantas cabezas y le habría dicho al emperador que iba a dejar todas esas perogrulladas de saber estar hasta que alguien instalara aire acondicionado en palacio.
Nos agachamos junto a la hilera de árboles de la parte oriental de la ciénaga y nos dispusimos a mirar por los prismáticos. Si el Scott Pearse de las Fuerzas Especiales y de la masacre del burdel de Panamá se escondía realmente detrás de aquel bosque, estaba convencido de que habría cables trampa, artilugios de defensa que no alcanzaba a ver y minas antipersonales a la espera de conseguir que cualquier posibilidad de Viagra en mi futuro se convirtiera en un punto a discutir.
Sin embargo, todo lo que podía divisar desde allí era bosque, zarzas secas que se habían agostado por el calor, abedules marchitos y pinos nudosos, trozos de musgo con textura de asbesto. Era un trozo de tierra antiestético, hediondo y exasperante a causa del calor.
Observé todo lo que estaba al alcance de los prismáticos que Bubba había cogido de uno de los miembros del equipo de Fuerzas Especiales de la Marina; a pesar de toda esa potencia y claridad, no conseguí ver ninguna casa.
Angie aplastó otro mosquito con la mano.
—¡No puedo más! —exclamó.
—¿Ves algo?
—Nada.
—Enfoca hacia el suelo.
—¿Por qué?
—Podría estar bajo tierra.
Aplastó otro mosquito.
—De acuerdo.
Cinco minutos más tarde, perdíamos sangre por todos los poros de la piel y aún no habíamos visto nada, a excepción de tierra del bosque, agujas de pino, ardillas y musgo.
—Está ahí —dije mientras atravesábamos los pantanos.
—No pienso montar vigilancia —dijo.
—No estoy pidiéndote que lo hagas.
Nos subimos al Porsche y contemplé durante un buen rato la hilera de árboles que había más allá de la ciénaga.
—Es ahí donde se esconde —dije.
—Si es así, está muy bien escondido —comentó Angie.
Puse el coche en marcha, apoyé el codo en el volante y me quedé mirando los árboles fijamente.
—Me conoce.
—¿Qué?
Eché un vistazo al cobertizo que había en medio de la cruz de tablones.
—Pearse me conoce; ya me tiene calado.
—Y tú a él —dijo Angie.
—Pero no tan bien —admití.
Daba la impresión de que la hilera de árboles susurraba; parecía que gimiera.
«No te acerques —decía—. No te acerques».
—Él sabía que, tarde o temprano, encontraría este lugar. Quizá no se imaginaba que lo encontraría tan rápido, pero sabía que lo haría.
—¿Y bien?
—Bien, pues que debe hacer algún movimiento. Y debe hacerlo rápido. Sea lo que fuere que esté planeando, está a punto de suceder o ya está en marcha.
Alargó la mano, me tocó la espalda.
—Patrick, no permitas que entre en tu mente. Es precisamente lo que quiere.
Me quedé mirando los árboles, el cobertizo y el sangriento pantano entre la niebla.
—¡Demasiado tarde! —exclamé.
—¡Esta copia es una mierda! —exclamó Bubba.
Estaba mirando la copia que habíamos hecho de la cuadrícula de la ciénaga de arándanos de la fotografía aérea.
—Hemos hecho lo que hemos podido.
Negó con la cabeza.
—Si fuera tan inteligente como tú, ya me habrían enterrado en Beirut.
—¿Por qué nunca hablas de eso? —Vanessa estaba sentada detrás de él en un taburete de la barra.
—¿De qué? —preguntó distraídamente, sin apartar la mirada de la copia.
—De Beirut.
Volvió su enorme cabeza y le sonrió.
—Las luces se apagaron y las cosas explotaron. Pasé tres años sin sentido del olfato. Ahora ya he hablado de ello.
Le acarició el pecho.
—¡Serás cabrón! —exclamó.
Se rió entre dientes, miró la copia de nuevo.
—Eso está mal.
—¿El qué?
Levantó la lente de aumento que habíamos traído, la puso encima de la cuadrícula.
—Esto.
Angie y yo miramos a través de la lente por encima de su hombro. Tan sólo podía ver una mancha verde, un arbusto fotografiado desde seiscientos metros de altura.
—Es un arbusto —dije.
—¡No! —exclamó Bubba—. Míralo otra vez.
Lo observamos de nuevo.
—¿Qué? —preguntó Angie.
—Es demasiado ovalado —dijo—. Fíjate bien en la parte de arriba. Es lisa. Es como la lente de aumento.
—¿Y bien? —pregunté.
—¡Pues que los arbustos no crecen de esa forma, atontado! Son arbustos, ¿sabes? Y eso hace que sean arbustivos.
Miré a Angie. Ella me miró a mí. Ambos negamos con la cabeza.
Bubba señaló el arbusto en cuestión con el índice.
—¿Lo ves? Tiene una curvatura perfecta, como las yemas de los dedos. La naturaleza no es así. Eso es obra del hombre, tío. —Soltó la lente de aumento—. Si quieres saber mi opinión, es una antena parabólica.
—Una antena parabólica.
Asintió y se dirigió a la nevera.
—Sí.
—¿Para qué? ¿Para detectar ataques aéreos?
Sacó una botella de Finlandia del congelador.
—Lo dudo mucho. Supongo que es para poder ver la televisión.
—¿Quién?
—¡Pues la gente que vive en ese bosque, estúpido!
—¡Ah! —exclamé.
Golpeó ligeramente el hombro de Vanessa con la botella de vodka.
—¡Y tú que te creías más listo que yo!
—Más listo, no —dijo Vanessa—. Más elocuente.
Bubba se bebió un trago de vodka y eructó.
—La elocuencia está sobrevalorada —dijo.
Vanessa sonrió.
—Eres el que lleva el caso, cielo. Confía en mí.
—Me llama «cielo». —Bubba tomó otro trago de la botella y me guiñó un ojo.
—¿Dices que era una especie de manicomio del ejército? Pues diría que aún existe un sótano bajo ese bosque, y muy grande.
Sonó el teléfono que había junto a la nevera; Bubba lo descolgó, se lo colocó entre la oreja y el hombro y no dijo nada. Al cabo de un minuto, colgó.
—Nelson le ha perdido el rastro a Pearse.
—¿Qué?
Asintió.
—¿Dónde? —pregunté.
—En el muelle de Rowes —respondió—. ¿Te acuerdas del hotel que hay allí? Pues parece ser que Pearse fue hasta allí y estuvo un rato junto al muelle. Nelson se quedó dentro, sabes, para mantener las distancias y quedar bien. Pearse esperó hasta el último minuto y entró en el transbordador del aeropuerto de un salto.
—¿Y por qué Nelson no cogió el coche y fue hasta el aeropuerto para recibirle al otro lado?
—Lo intentó. —Bubba le dio un golpecito al reloj—. Son las cinco de la tarde de un viernes, tío. ¿Has intentado pasar por el túnel a esa hora? Cuando Nelson consiguió llegar a Eastie, ya eran las seis menos cuarto. El transbordador atracó en el muelle a las cinco y veinticinco. ¡Tu hombre ha desaparecido!
Angie se cubrió la cara con las manos, negó con la cabeza.
—Tenías razón, Patrick.
—¿Qué quieres decir?
—Sea lo que fuere lo que piense hacer, está haciéndolo ya.
Quince minutos más tarde, después de haber llamado a Carrie Dawe, estábamos junto a la puerta de Bubba mientras éste cogía una bolsa de lona negra y la depositaba a nuestros pies.
Vanessa, tan diminuta en comparación con la mole que era Bubba, se acercó a él y le acarició el pecho.
—¿Es «Ten cuidado» lo que se supone que debo decir?
Nos miró, hizo un gesto con el dedo.
—No sé. Pregúntaselo a ellos.
Nos miró bajo el brazo de Bubba. Ambos asentimos con la cabeza.
—Ten cuidado —dijo.
Bubba sacó una 38 del bolsillo y se la entregó.
—He quitado el seguro. Si alguien entra por esa puerta, le disparas. Las veces que haga falta.
Alzó los ojos, contempló el maquillaje de la frente y de debajo de los ojos, el color en sus mejillas.
—¿Me das un beso? —preguntó Vanessa.
—¿Delante de ellos? —Bubba negó con la cabeza. Angie tiró de mi brazo.
—Vamos a mirar hacia la puerta.
Nos dimos la vuelta y miramos con atención el metal, los cuatro cerrojos y la barra reforzada de acero.
Aún no hemos conseguido averiguar si llegaron a besarse o no.
Christopher Dawe se encontraba donde nos dijo su mujer.
Salía marcha atrás con su Bentley del garaje de la calle Brimmer; le cerramos el paso por delante con la furgoneta de Bubba, y por detrás con mi Porsche.
—¿Qué demonios están haciendo? —preguntó bajando la ventanilla. Fui hacia él.
—Tiene una bolsa de deporte en el maletero —dije—. ¿Cuánto dinero hay?
—¡Váyase al infierno! —Le temblaba el labio inferior.
—Doctor —dije apoyando el brazo en el capó y mirándole—, su mujer nos ha contado que ha recibido una llamada telefónica de Pearse. ¿Cuánto dinero hay en la bolsa?
—¡Aléjese del coche!
—Doctor —dije—, le matará. Dondequiera que crea que va, sea cual sea el lío en el que se esté metiendo, no saldrá con vida.
—Sí que lo haré. —El labio inferior le temblaba más y los ojos se le empequeñecieron.
—¿Qué sabe sobre usted? —pregunté—. Por favor, doctor, ayúdeme a poner fin a todo esto.
Se quedó mirándome fijamente, con intención de desafiarme, pero perdió la batalla. Apretó los dientes contra el labio inferior y tuve la sensación de que su estrecha cara se hundía; las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y le temblaban los hombros.
—No puedo…, no puedo… —Sacudía los hombros como si estuviera bajando un río de aguas bravas y hubiera perdido el remo. Aspiró aire ruidosamente—. No puedo soportarlo ni un segundo más. —Formaba una O de dolor con la boca y las mejillas se le volvieron de goma, moldeando cauces de río para dejar pasar las lágrimas.
Le puse la mano en el hombro.
—No tiene por qué hacerlo. Entrégueme esa carga, doctor, y yo la llevaré por usted.
Cerró los ojos con fuerza y movió la cabeza repetidas veces; las lágrimas le manchaban el traje como blancas gotas de lluvia.
Me arrodillé junto a la puerta.
—Doctor, ella nos está viendo.
—¿Quién? —Fue un grito sofocado pero estridente.
—Karen —respondí—. Lo creo de verdad. Míreme a la cara.
Volvió la cabeza ligeramente, como si alguien se la hubiera empujado hacia la izquierda, y abriendo los llorosos ojos me miró.
—Ella nos está viendo. Quiero hacerlo por ella.
—Apenas la conocía.
Sostuve su mirada.
—Apenas conozco a nadie.
Agrandó los ojos, pero enseguida los cerró de nuevo; los apretó tanto que se convirtieron en meras líneas y las lágrimas, fogosas y estériles, le salían a borbotones.
—Wesley —dijo.
—¿Qué pasa con Wesley? Doctor, ¿qué pasa con él?
Golpeó el asiento repetidas veces. Golpeó el salpicadero. Golpeó el volante. Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta del traje y sacó una bolsa de plástico. Estaba tan bien envuelta que cuando la sacó tenía forma de cigarro; sin embargo, al sostenerla en alto, la bolsa se desplegó, y vi lo que había dentro; sentí el zumbido del calor de la noche en la nuca.
Un dedo.
—Es suyo —dijo Christopher Dawe—. Es de Wesley. Me lo ha mandado esta tarde. Me dijo…, me dijo…, me dijo que si no depositaba el dinero en un área de descanso de la Ruta 3, la próxima vez me mandaría un testículo.
—¿Qué área de descanso?
—La que hay justo antes de la salida de Marshfield, en dirección sur.
Eché un vistazo a la bolsa.
—¿Cómo sabe que es de su hijo?
—¡Es de mi hijo! —gritó.
Bajé la cabeza por un momento, tragué saliva.
—Sí, señor, pero ¿cómo puede estar tan seguro?
Me echó la bolsa a la cara.
—¿Ve? ¿Ve la cicatriz que hay encima del nudillo?
La miré. Apenas era perceptible, pero era inequívoca. Horadaba las líneas de encima del nudillo como un pequeño asterisco.
—¿La ve?
—Sí.
—Es la señal que le dejó la cabeza de un tornillo. Cuando Wesley era pequeño se cayó en el taller, se clavó un tornillo en el nudillo y le rompió el hueso. —Me golpeó la cara con la bolsa—. ¡Es el dedo de mi hijo, señor Kenzie!
No me eché hacia atrás cuando me golpeó con la bolsa. Sostuve su airada mirada e intenté mantener la mía en calma y tranquila.
Al cabo de un rato, cogió la bolsa, la enrolló con mucho cuidado y la metió de nuevo en el bolsillo de la chaqueta. Sorbió por la nariz y se secó la humedad de la cara. Se quedó mirando fijamente el parabrisas de la furgoneta de Bubba.
—Desearía morir —dijo.
—Así es exactamente como él quiere que se sienta —dije.
—Pues entonces lo ha conseguido.
—¿Por qué no llamamos a la policía? —sugerí, y empezó a mover la cabeza con violencia—. ¿Doctor? ¿Por qué no? Está dispuesto a pagar por lo que hizo cuando Naomi era un bebé. Ahora ya sabemos quién está detrás de todo esto. Podemos pillarle.
—Mi hijo —dijo, sin dejar de mover la cabeza.
—Puede que ya esté muerto —argüí.
—Él es todo lo que tengo. Si le pierdo por haber llamado a la policía, me moriré, señor Kenzie. Nada podrá detenerme.
Las primeras gotas de lluvia cayeron sobre mi cabeza cuando me agachaba junto a la puerta del coche y miraba con atención a Christopher Dawe. Sin embargo, no era una lluvia refrescante. Era cálida como el sudor y pegajosa por la humedad. Sentía que me ensuciaba el pelo.
—Permítame que le detenga —dije—. Si me da la bolsa del maletero, le devolveré a su hijo con vida.
Apoyó un brazo sobre el volante, volvió la cabeza hacia mí.
—¿Por qué debería confiarle quinientos mil dólares?
—¡Quinientos mil! —exclamé—. ¿Es eso todo lo que le ha pedido?
Asintió.
—Es todo lo que he podido conseguir en tan poco tiempo.
—¿Y eso no le dice nada? —pregunté—. Que lo haya avisado con tan poco tiempo, el hecho de que esté dispuesto a conformarse con mucho menos de lo que le pidió en un principio… Tiene prisa, doctor. Está quemando las naves y cortando por lo sano. Si va a esa área de descanso, nunca más volverá a ver su casa, su oficina o el interior de este coche. Además, Wesley también morirá.
Apoyó la cabeza en el asiento y se quedó mirando el techo fijamente.
Empezó a llover con más intensidad y en vez de gotas parecían cables perpendiculares de agua tibia que se me colaban por la camisa.
—Confíe en mí —dije.
—¿Por qué? —Siguió mirando al techo.
—Porque… —Me limpié la lluvia de los ojos.
Volvió la cabeza.
—¿Por qué, señor Kenzie?
—Porque ya ha pagado por sus pecados —dije.
—¿Cómo dice?
Parpadeé a causa de la lluvia, asentí con la cabeza.
—Porque ya ha pagado, doctor. Hizo algo terrible, pero ella se ahogó en el estanque, y primero su hijo, y ahora Pearse, le han estado torturando durante diez años. No sé si Dios considera que ha pagado lo suficiente, pero para mí, sí. Ya ha cumplido su condena. Ya ha sufrido lo suyo.
Gimió. Apoyó la nuca en el respaldo del asiento y observó cómo la lluvia caía en cascada por encima del parabrisas.
—Nunca es suficiente. El dolor jamás acabará.
—No —dije—. Pero él sí. Pearse sí.
—¿Qué?
—Que Pearse morirá, doctor.
Me miró fijamente durante un buen rato.
Después, asintió. Abrió la guantera, apretó un botón y el maletero se abrió de golpe.
—Coja la bolsa —dijo—. Pague la deuda. Haga lo que tenga que hacer. Pero me traerá a mi hijo, ¿verdad?
—Claro.
Empezaba a ponerme en pie cuando me agarró el brazo. Volví a agacharme junto a la ventana.
—Estaba equivocado.
—¿Sobre qué?
—Karen —respondió.
—¿En qué sentido?
—No era débil. Era buena.
—Sí, sí que lo era.
—Probablemente murió por eso. No dije nada.
—Quizá sea la forma que Dios tiene de castigar a los malos —dijo.
—¿Qué quiere decir, doctor?
Inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
—Al permitir que sigamos viviendo.