La noche anterior, tan pronto como la policía hubiera pasado delante de Nelson en el puerto, se suponía que éste tenía que dar media vuelta y regresar, aparcar unas cuantas manzanas más abajo en la calle Congress y vigilar el edificio de Pearse, para ver si iba a alguna parte después de que la policía acabara su trabajo y se marchara.
Siempre que hiciera su trabajo, no me importaba pagarle mil dólares a la semana. Era poco por enterarme de los movimientos de Pearse.
Sin embargo, resultaba excesivo si la cagaba de ese modo.
—¡Le estuve vigilando! —dijo Nelson cuando me puse en contacto con él—. Y ahora también lo estoy haciendo. ¡Oye, tío, estoy pegado a ese tipo como una lapa!
—Cuéntame lo que sucedió anoche.
—Los policías le llevaron al Hotel Meridien. Salió del coche y entró en el hotel. Los policías se marcharon. Salió del hotel, llamó a un taxi y se dirigió de nuevo al edificio.
—¿Volvió a su loft}?
—¡No, hombre, no! Sin embargo, entró en el edificio. Pero no podría decir con exactitud a dónde fue.
—¡Qué! ¿No encendió las luces? ¿No…?
—¡Ese lugar es como una manzana entera, tío! Da a la calle Sleeper, a la calle Congress y a dos callejones. ¡Como te puedes imaginar no puedo vigilarlo todo!
—Sin embargo, entró en el edificio y se quedó.
—Sí, hasta que ha salido esta mañana para ir al trabajo. Hará cosa de media hora más o menos que ha vuelto, totalmente cabreado. Desde que ha entrado en el edificio no ha vuelto a salir.
—Anoche consiguió matar a una persona.
—¡No me jodas!
—Lo siento, Nelson, pero debe de haber alguna otra salida que no conocemos.
—¿Dónde vivía la víctima?
—Estaba pasando unos días en Canton. La han sacado del río esta tarde.
—¡No me jodas! —repitió, pero esta vez mucho más alto—. Patrick, cuando los policías acabaron ya debían de ser… las cuatro de la mañana. Se fue a trabajar a las siete. ¿Cómo va a salir del edificio sin que lo vea, llegar como pueda al jodido Canton, cargarse a alguien, transportar el cadáver hasta el North Shore, y después, después, qué, joder, volver a casa, pasar inadvertido de nuevo y prepararse para ir al trabajo? ¿Y ponerse a silbar mientras caga y se afeita? ¿Cómo puede haber hecho todo eso?
—No es posible —dije.
—Es posible que haya hecho muchas putadas, pero en las últimas diez horas, te aseguro que no ha hecho nada.
Colgué y me tapé los ojos con las palmas de las manos.
—¿Qué? —preguntó Angie.
Se lo conté.
—¿Nelson está seguro de eso? —preguntó cuando acabé.
Asentí.
—Entonces, si Pearse no la mató, ¿quién lo hizo?
Resistiendo al impulso de golpear mi hinchada cabeza contra el escritorio, respondí:
—No lo sé.
—¿Carrie?
La miré y alcé una ceja.
—¡Carrie! ¿Por qué? —dije.
—Quizás averiguó que Siobhan trabajaba para Pearse.
—¿Cómo? No se lo contamos.
—Pero es una mujer inteligente. A lo mejor… —Levantó las manos y las bajó de nuevo—. ¡Mierda! ¡No lo sé!
Negué con la cabeza.
—¿Que Carrie fue hasta Canton, se cargó a Siobhan, la llevó hasta al río Mystic y la tiró? No creo. ¿Cómo iba a cargar con el cadáver? Esa mujer pesa menos que tú. Además, ¿qué razones podía tener para ir hasta la otra punta de la ciudad para deshacerse del cadáver?
—A lo mejor no la mató en Canton. Es posible que quedaran en otro sitio.
—Acepto que alguien la convenciera para quedar fuera de Canton, pero Carrie no me cuadra. No quiero decir que fuera incapaz de matar a alguien. Sin embargo, lo que me preocupa es el hecho de que tiraran el cuerpo al río. Está demasiado bien planeado, es demasiado metódico.
Angie se reclinó en la silla, alzó el teléfono de la base y apretó la tecla de marcar.
—¡Hola! —dijo por el auricular—. No tengo entradas para el partido de los Patriots, pero ¿me podrías contestar a una pregunta?
Escuchaba mientras Devin le respondía.
—No, nada de eso. ¿De qué murió la mujer que acaban de sacar del río Mystic? —Asintió—. ¿En la nuca? De acuerdo. ¿Por qué salió a flote con tanta rapidez? —asintió de nuevo, varias veces—. Gracias. ¿Qué? Se lo preguntaré a Patrick y volveré a llamarte. —Sonrió y me miró—. Sí, Dev, volvemos a estar juntos. —Tapó el auricular con la mano—. Le gustaría saber por cuánto tiempo.
—Como mínimo hasta el baile de gala de final de curso —dije.
—¡Hasta el baile de final de curso! ¿No crees que soy una chica con suerte? —le dijo—. Te llamaré pronto.
Colgó.
—A Siobhan la encontraron con una cuerda atada alrededor de la cintura. La hipótesis es que la ataron a algo pesado y que la lanzaron al fondo, donde algo raspó la cuerda y parte de la cadera. En teoría, no tenía que salir a flote.
Retiré la silla, me levanté y me dirigí hacia la ventana; contemplé la avenida.
—Sea lo que fuere que planee hacer, va a hacerlo pronto.
—Sin embargo, estamos de acuerdo en que él no pudo matarla.
—Pero está detrás de todo esto —dije—. El cabronazo está detrás de todo.
Salimos del campanario y nos dirigimos a mi casa; cuando estábamos entrando en la sala de estar, empezó a sonar el teléfono. Como esa tarde en la plaza del Ayuntamiento, sabía que era él incluso antes de contestar.
—¡Qué divertido —dijo —conseguir que me echaran! ¡Ja, Patrick! ¡Ja, ja!
—No es muy agradable, ¿verdad?
—¿Que me echaran del trabajo?
—Saber que alguien te está jodiendo la vida y que tiene intención de seguir haciéndolo.
—Para que lo sepas, agradezco la ironía, pero estoy seguro de que cualquier día, me acordaré de todo esto y me reiré sin parar.
—A lo mejor no.
—Ya se verá —dijo con calma—. Mira, podríamos decir que ahora estamos empatados. ¿De acuerdo? Si tú sigues tu camino, yo seguiré el mío.
—Claro, Scott —dije—. De acuerdo.
No dijo nada durante un minuto.
—¿Sigues ahí? —pregunté.
—Sí. De verdad, Patrick, me sorprendes. ¿Hablas en serio o me estás tomando el pelo?
—Estoy hablando en serio —contesté—. Estoy perdiendo dinero con esto y tú ya no puedes acceder a la fortuna de los Dawe; así que lo considero un empate.
—Si es así, ¿por qué me has destrozado el piso a balazos, colega? ¿Por qué me has robado la camioneta?
—Para asegurarme de que te había llegado el mensaje.
Se rió entre dientes.
—Lo has conseguido. Lo has conseguido, de verdad. Algo sorprendente, sí señor. Realmente excepcional. Déjame que te haga una pregunta, ¿voy a salir volando por los aires la próxima vez que ponga en marcha el coche? —Soltó una carcajada.
Riéndome también, le pregunté:
—¿Qué te hace pensar eso, Scott?
—Bien —dijo alegremente—, fuiste a por mi casa, luego a por mi trabajo, supongo que por lógica el siguiente paso será el coche.
—No explotará cuando lo pongas en marcha, Scott.
—¿No?
—No, porque dudo que lo puedas poner en marcha nunca más.
Dejó de reír.
—¿Me has jodido el coche?
—Siento tener que decírtelo, pero sí.
—¡Dios! —Soltó una carcajada estrepitosa que al cabo de un minuto se convirtió en una sucesión de risas ahogadas—. ¿Azúcar en el depósito de gasolina y ácido en el motor? ¿Es de eso de lo que me estás hablando?
—Azúcar sí, pero ácido no.
—Entonces, ¿qué pusiste? Te considero un tipo con imaginación.
—Jarabe de chocolate —respondí. Podía intuir su sonrisa helada—. Y medio kilo de arroz con cáscara.
Se rió a carcajadas.
—¿En el motor?
—¡Ajá!
—¿Pusiste el motor en marcha durante un rato, desgraciado?
—Seguía en marcha cuando me fui —contesté—. No sonaba muy bien, pero seguía funcionando.
—¡Hostia! —gritó—. ¿Me estás intentando decir que has destrozado un motor que tardé años en reconstruir y… el depósito de gasolina, los filtros, es decir, todo a excepción del interior del coche?
—Eso mismo, Scott.
—Podría —le dio la risilla tonta —matarte ahora mismo, colega. Con mis propias manos.
—Ya me lo imaginaba. ¿Scott?
—¿Sí?
—No has acabado con los Dawe, ¿verdad?
—¡Me has jodido el coche! —dijo despacio.
—¿Verdad?
—Voy a colgar, Patrick.
—¿Qué planes tienes ahora? —pregunté.
—Estoy dispuesto a perdonarte por lo del empleo e incluso por haberme destrozado el piso, pero lo del coche requiere su tiempo. Ya te lo haré saber cuando lo decida.
—¿Qué piensas hacerles? —pregunté.
—¿Qué quieres decir?
—A los Dawe —respondí—. ¿Qué piensas hacerles, Scott?
—Creía que habíamos acordado no meternos en la vida del otro, Patrick. Así es como esperaba finalizar esta llamada, con la esperanza de no volver a vernos nunca más.
—Con la condición de que dejes a los Dawe en paz.
—De acuerdo.
—Sin embargo, eres incapaz de hacerlo, ¿verdad?
Soltó un leve y sutil suspiro.
—Tengo la impresión de que debes de jugar al ajedrez medianamente bien, Patrick. ¿Voy bien encaminado?
—No. Nunca he llegado a entender ese juego.
—¿Por qué no?
—Un amigo mío dice que soy bueno por lo que a la táctica se refiere, pero que soy incapaz de ver todo el tablero.
—¡Ah! —exclamó Scott Pearse—. ¡Eso mismo habría dicho yo!
Y colgó.
Miré a Angie mientras dejaba el teléfono en la base.
—Patrick —dijo moviendo la cabeza poco a poco.
—¿Sí?
—Creo que no deberías contestar al teléfono durante una temporada.
Decidimos dejar a Nelson vigilando el piso de Scott Pearse; Angie y yo nos dirigimos en coche a casa de los Dawe y la observamos a media manzana de distancia.
Permanecimos allí sentados hasta bien entrada la noche, hasta un buen rato después de que hubieran apagado las luces de dentro y encendido las luces de seguridad del exterior.
De vuelta en casa, me tumbé en la cama y esperé a que Angie saliera de la ducha; intenté recuperar la falta de sueño, recuperarme del dolor y de la tensión de los músculos, consecuencia de haber pasado demasiados días y demasiadas noches sentado en el coche o en tejados, de esas dudas atroces que me indicaban que se me había pasado algo por alto y que Pearse me llevaba unas cuantas jugadas de ventaja.
Se me cerraban los párpados e intenté mantenerlos abiertos; oí correr el agua de la ducha y me imaginé el cuerpo de Angie debajo del chorro. Decidí levantarme para dejar de imaginarme la sensación y sentirla en carne propia.
Sin embargo, mi cuerpo no se movió y los párpados se cerraron de nuevo; tenía la sensación de que la cama se balanceaba suavemente, como si estuviera tumbado en una balsa y flotara en un lago espejado.
No oí cerrar el grifo de la ducha. Ni siquiera oí a Angie cuando se acurrucó a mi lado y apagó la luz.
—Es por aquí —me dice mi hijo.
Me coge de la mano y tira de mí mientras nos alejamos de la ciudad. Clarence trota junto a nosotros, resoplando, jadeando silenciosamente. Está a punto de salir el sol y la ciudad está teñida de un azul intenso y metálico. Bajamos del bordillo, con la mano de mi hijo en la mía, y el mundo se vuelve de color rojo y se llena de niebla.
Estamos en la ciénaga de arándanos, y por un momento —consciente de que estoy soñando— sé que es imposible bajar del bordillo en el centro de la ciudad y aparecer en Plymouth, pero entonces pienso que es un sueño y que esas cosas suelen pasar en los sueños. No tengo ningún hijo, aun así está ahí, cogiéndome de la mano; Clarence está muerto, pero no lo está.
Sigo con ello. La neblina matinal es espesa y blanquecina, y Clarence ladra en algún lugar delante de nosotros, perdido en la niebla mientras mi hijo y yo bajamos del suave terraplén y nos dirigimos hacia la cruz de madera. Nuestros pasos resuenan en los tablones mientras atravesamos la densa blancura, y observo el contorno del cobertizo de herramientas a medida que se va definiéndose cada vez más al irnos acercando.
Clarence ladra de nuevo, pero le hemos perdido en la niebla.
—Debería oírse —dice mi hijo.
—¿El qué?
—Es grande —dice—. «Cuatro más dos más ocho hacen catorce».
—Correcto.
Nuestros pasos deberían acercarnos al cobertizo de herramientas, pero no es así. Está entre la niebla a unos veinte metros, andamos con rapidez, pero sigue estando en la distancia.
—Catorce es mucho —dice mi hijo—. Debería oírse. Especialmente aquí fuera.
—Sí.
—Debería oírse. ¿Por qué no lo has oído?
—No lo sé.
Mi hijo me entrega un mapa. Está abierto por el lugar en el que nos encontramos, un punto en la ciénaga de arándanos rodeado de bosque, a excepción del lado por el que hemos entrado con el coche.
Dejo caer el mapa entre la niebla. Entiendo algo, pero enseguida me olvido de lo que es.
—Me gusta el hilo dental —dice mi hijo—. Me gusta la sensación de pasármelo entre los dientes.
—Eso está muy bien —le digo mientras noto cómo tiemblan los tablones ante nosotros. Se mueve con rapidez a través de la niebla, y se acerca—. Tendrás unos dientes muy bonitos.
—No puede andar con la lengua cortada —dice.
—No —convengo—, debe de ser muy difícil.
El temblor de los tablones se hace más evidente. La blanca niebla engulle el cobertizo. No puedo ver los tablones por los que ando. Soy incapaz de verme los pies.
—Ella dijo: «ellos».
—¿Quién?
Niega con la cabeza y dice:
—No él, sino «ellos».
—Claro. De acuerdo.
—Mamá no está en el cobertizo, ¿verdad?
—No, mamá es demasiado lista para estar allí.
Entorno los ojos a medida que vamos quedando sumergidos bajo la niebla. Quiero ver lo que hace temblar los tablones.
—Catorce —dice mi hijo, y cuando le miro de nuevo, veo la cabeza de Scott Pearse encima de su diminuto cuerpo. Con una sonrisa maliciosa me dice: «Catorce debería oírse, tonto del culo».
El temblor está cerca, casi encima de mí, y al mirar la niebla de soslayo veo aparecer una oscura figura que salta por el aire, con los brazos extendidos, avanzando hacia mí a gran velocidad a través de la niebla de algodón azucarado.
—Soy más listo que tú —me dice esa cosa medio Scott Pearse medio mi hijo.
Un rostro confuso aparece de repente entre la niebla a mil kilómetros por hora; difuso, sonriente y jadeando, con los dientes al descubierto.
Es la cara de Karen Nichols; después es la de Angie con el cuerpo desnudo de Vanessa Moore; después es Siobhan con la piel muerta, los ojos muertos. Finalmente, es Clarence, y me golpea en el pecho con las cuatro patas hasta que me hace caer de espaldas; a pesar de que debería caer encima de los tablones de madera, éstos han desaparecido, caigo en la niebla y empiezo a ahogarme.
Me senté en la cama.
—Vuelve a dormirte —musitó Angie, con la cara contra la almohada.
—Pearse no cogió el coche para ir a la ciénaga de arándanos —dije.
—No fue en coche —dijo ella a la almohada—. Muy bien.
—Fue a pie desde su casa.
—Sigues soñando.
—No, ahora estoy despierto.
Alzó la cabeza, me miró soñolienta.
—¿Podemos dejarlo para mañana?
—¡Claro!
Volvió a apoyar la cabeza en la almohada y cerró los ojos.
—Tiene una casa —le dije en voz baja a la noche— en Plymouth.