A la mañana siguiente, mientras Scott Pearse depositaba en un saco el correo del buzón de la esquina de las calles Marlboro y Clarendon, Bubba entró de un salto en la camioneta y se alejó.
Pearse ni siquiera se dio cuenta hasta que Bubba giró hacia la calle Clarendon; cuando soltó el saco y empezó a perseguirle, Bubba ya estaba girando hacia la calle Commonwealth y pisaba el acelerador.
Angie acercó su Honda hasta el buzón; dejando la puerta del copiloto abierta, salí del coche, cogí el saco de correo de la acera y entré de nuevo en el Honda.
Pearse aún permanecía de pie en la esquina de Clarendon y Commonwealth, de espaldas a nosotros, cuando nos alejamos de allí.
—Cuando el día de hoy llegue a su fin —dijo Angie mientras girábamos por la calle Berklee en dirección a la avenida Storrow—, ¿qué crees que hará?
—En cierto modo, espero que haga algo irracional.
—Irracional puede significar sangriento.
Me di la vuelta en el asiento, lancé la bolsa de correo a la parte trasera.
—Este tipo nos ha demostrado que, aunque tenga tiempo para pensar, acaba siendo sangriento de todos modos. No quiero dejarle tiempo para pensar. Quiero que reaccione.
—Bien, pues —dijo Angie—, ¿qué podríamos hacerle a continuación? ¿El coche? —Eh…
—Ya lo sé, Patrick, es un clásico. Lo comprendo.
—Es el clásico —dije—. Probablemente es el mejor coche que se ha fabricado en Estados Unidos.
Me puso la mano en la pierna.
—Dijiste que actuaríamos sin compasión.
Solté un suspiró y observé los coches de la avenida Storrow a través del parabrisas. No había ninguno, ni siquiera los que eran obscenamente caros, que le llegara a la suela de los zapatos a un Shelby del 68.
—De acuerdo —dije—. ¡Sin compasión!
Solía guardarlo en un aparcamiento de la Calle A de Southie, a unos cuatrocientos metros de su casa. Nelson había visto cómo lo sacaba una noche, sin ningún motivo en particular, sólo para pasear por el muelle, dar una vuelta alrededor del puerto y luego devolverlo a su guarida. Conozco a muchos tipos así, gente que va a visitar sus coches al aparcamiento como si fueran animales domésticos en una perrera; en un momento dado, sienten lástima por la bestia solitaria, le quitan la funda al coche y lo llevan a dar una vuelta a la manzana.
De hecho, soy uno de ellos. Angie solía decir que me cansaría de eso. Últimamente me ha dicho que ha perdido toda esperanza al respecto.
Recogimos el tique a la entrada, bajamos dos pisos y aparcamos junto al Shelby; a pesar de estar cubierto por una gruesa funda, lo reconocimos enseguida. Angie me dio una palmada en la espalda para darme ánimos y bajó las escaleras hasta la planta baja con el fin de mantener al vigilante ocupado con un mapa de la ciudad, preguntas propias de turista, y una camiseta ajustada de color negro que le dejaba al descubierto el ombligo.
Le quité la funda al coche y casi me quedé sin respiración. Un Shelby Mustang GT-500 del 68 ocupa el mismo lugar entre los coches americanos que Shakespeare en la literatura, y los Hermanos Marx en la comedia, es decir: todo lo anterior es una tomadura de pelo; todo lo posterior no llega al nivel de perfección de este automóvil.
Me metí debajo del coche antes de que mis rodillas se negaran a doblarse, pasé la mano por el chasis entre la caja del motor y el tabique aislante a prueba de fuego; tardé unos tres minutos hasta que encontré el receptor de la alarma. Lo arranqué de un tirón, salí de debajo del coche y usé una palanca para abrir la puerta del conductor. Entré, le puse la capota y me coloqué delante del coche; en un estado de trance, me quedé mirando la palabra COBRA grabada en acero encima de la tapa del filtro y también en la tapa del depósito de gasolina; una sensación total de poder real, por pequeño que fuera, emanaba del resplandeciente motor 428.
Olía a limpio debajo de la capota, como si hubieran extraído el motor, el radiador, el eje de conducción y el colector de la cadena de montaje. Por el olor, era evidente que era un coche muy bien cuidado. Scott Pearse, al margen de los sentimientos que pudiera tener por la raza humana, había amado aquel coche.
—Lo siento —le dije al motor.
Después me dirigí al maletero del coche de Angie en busca del azúcar, el almíbar chocolate líquido y el arroz.
Después de tirar los contenidos de la bolsa de correos de Pearse en un buzón de nuestra parte de la ciudad, regresamos a la oficina. Llamé a Devin y le pedí que me consiguiera toda la información posible sobre Timothy McGoldrick y me sacó dos entradas para el partido de octubre de los Patriots contra los Jets como pago a sus servicios.
—¡Venga, hombre! —exclamé—. En estos trece años que he comprado todos los abonos, no han levantado cabeza. ¡Necesito ir a ver ese partido!
—¿Me puedes deletrear el apellido?
—Dev, el partido es un lunes por la noche.
—¿Es M-A-C o sencillamente M-C?
—M-C —respondí—. ¡Eres un cerdo!
—¡Ah, esta mañana he leído en el periódico que alguien ha destrozado el piso de un tipo a tiros en la calle Sleeper! El nombre de la víctima me suena. ¿Sabes algo de eso?
—¡Es el partido de los Pats contra los Jets! —dije poco a poco.
—¡Es la Tuna Bowl! —gritó Devin—. ¡Es la Tuna Bowl! ¿Los asientos aún están en la fila cincuenta?
—Sí.
—¡Estupendo! Ya te llamaré. —Colgó el teléfono.
Me recliné en el asiento y apoyé los pies en la ventana del campanario.
Angie me sonreía desde su escritorio. A su espalda, un antiguo televisor en blanco y negro que estaba sobre el archivador retransmitía un partido. La multitud aplaudía, incluso algunos saltaban; sin embargo, no parecía afectarnos. El volumen del cacharro había muerto hacía años, pero por algún motivo a los dos nos parecía reconfortante tener el televisor encendido cuando estábamos en el campanario.
—Con este caso no ganamos dinero —dijo.
—Tienes razón.
—Llevabas toda la vida deseando tocar un coche que ahora acabas de destrozar.
—¡Ajá!
—Y has regalado las entradas del partido de fútbol más importante de todo el año.
—Así es —asentí.
—¿Vas a empezar a llorar?
—Estoy haciendo un gran esfuerzo por no hacerlo.
—¿Porque los hombres de verdad no lloran?
Negué con la cabeza.
—Porque me temo que si empiezo tal vez no pueda parar.
Comimos mientras Angie imprimía la visión de conjunto que había escrito del caso hasta ese momento; el silencioso televisor que había detrás de ella transmitía un culebrón en el que todo el mundo vestía muy bien y parecía gritar mucho. Angie siempre ha tenido un talento narrativo del que yo carezco; seguramente es debido a que ella lee en su tiempo libre mientras que yo sólo miro películas antiguas y juego al golf por vídeo.
Había hecho un esquema que empezaba con mis notas de mi primer encuentro con Karen Nichols, seguía con la farsa de Scott Pearse haciéndose pasar por Wesley Dawe, la mutilación de Miles Lovell, la desaparición de Diane Bourne, el intercambio de bebés catorce años atrás que había dado a los Dawe una criatura que se ahogaría en el hielo y que, a la larga, haría que Pearse entrara en sus vidas, y todo lo que había sucedido hasta que habíamos empezado a atacar a Scott Pearse; suavizado, evidentemente, por expresiones tipo «comenzamos a explotar las debilidades del sujeto tal y como las percibimos».
—Tengo un problema —Angie me entregó la última página.
Debajo del encabezamiento Pronóstico, había escrito: «Al sujeto parece que no le queden opciones viables para perseguir a los Dawe o su dinero. El sujeto se sintió despojado de su fuerza cuando C. Dawe se percató de su falsa identidad bajo el nombre de T. McGoldrick. El hecho de explotar las debilidades del sujeto, a pesar de ser gratificador en un plano emocional, no parece producir resultados finitos».
—Finitos —repetí.
—¿Te gusta?
—¡Y Bubba me acusa de vanagloriarme de que he ido a la universidad!
—En serio —dijo, colocando los restos de pavo en el papel encerado que había junto al secante de su escritorio—, ¿qué motivos puede tener para seguir persiguiendo a los Dawe? Le hemos estropeado el plan. —Miró el reloj que tenía detrás—. En estos momentos, ya le deben de haber suspendido de su empleo o le deben de haber despedido por perder la camioneta y un montón de correo. Le hemos jodido el coche. Su piso está totalmente destrozado. No le queda nada.
—Seguro que aún le queda algún triunfo —dije.
—¿Cuál?
—No lo sé. Sin embargo, antes era militar y le encantan los juegos. Seguro que tiene una segunda línea de defensa, un as en la manga. Lo sé.
—No estoy de acuerdo. Creo que ya ha gastado todos los cartuchos.
—¡Bonita frase!
Se encogió de hombros y le dio un mordisco al bocadillo.
—Entonces, ¿quieres dar el caso por cerrado?
Asintió, engulló el trozo de bocadillo, tomó un sorbo de Coca Cola.
—Está acabado. Creo que ya le hemos castigado. No podemos hacer que vuelva Karen Nichols, pero hemos conseguido que su mundo se tambaleara un poco. Tenía unos cuantos millones a su alcance y se los hemos arrebatado. Considéralo acabado. Se ha terminado.
Estuve pensando en ello. No había mucho que discutir. Los Dawe estaban totalmente dispuestos a enfrentarse con las consecuencias que acarrearía hacer público que habían intercambiado los bebés años atrás. Carrie Dawe ya no era vulnerable a los encantos de McGoldrick/Pearse. No parecía que Pearse fuera a golpearles en la cabeza y huir con el dinero. Además, estoy prácticamente convencido de que no tenía previsto que fuéramos capaces de responder con tanta dureza a sus ataques si nos hacía enfadar.
Había albergado la esperanza de cabrearle hasta tal punto que cometiera una estupidez. Pero ¿cuál? ¿Que fuera a por mí, a por Angie o a por Bubba? No tenía ningún sentido que lo hiciera. Enfadado o no, seguro que lo veía. Matar a Angie era como firmar su propia sentencia de muerte. Si me mataba a mí, tendría que vérselas con Bubba y con todas las notas que había tomado del caso. Y por lo que a Bubba se refería, seguro que Pearse sabía que sería como emprender una ofensiva a un tanque blindado con una pistola de agua. Podría llevar a cabo el plan, pero sufriría muchos desperfectos y, una vez más, ¿con qué finalidad?
Así pues, en principio tenía que estar de acuerdo con Angie. Según parecía, Scott Pearse ya no podía representar una amenaza para nadie.
Eso era precisamente lo que me preocupaba. En el preciso momento en que uno cree que su enemigo está indefenso, uno mismo es el más vulnerable.
—Veinticuatro horas más —dije—. ¿Puedes concedérmelas?
Puso los ojos en blanco.
—De acuerdo, Banacek[12], pero ni un minuto más.
Me incliné como muestra de agradecimiento y sonó el teléfono.
—¡Hola!
—¡Tuna Bowl! —se jactó Devin—. ¡Tuna Bowl! ¡Y en butaca! —dijo con su mejor acento de la ciudad de Revere—. Creo que es, como… Dios, pero más listo.
—Sigue hurgando —dije—. La herida aún no ha cicatrizado.
—Timothy McGoldrick —dijo Devin—. Hay muchos que se llaman así. Sin embargo, hay uno que destaca entre los demás. Nació en 1965 y murió en 1967. Solicitó el carnet de conducir en 1994.
—Está muerto pero conduce.
—Un truco muy bueno, ¿no crees? Vive en el 1.116 de la calle Congress.
Negué con la cabeza al darme cuenta del tamaño de las pelotas de Pearse. Tenía un piso en el número 25 de la calle Sleeper y otro en la calle Congress. Podía dar la impresión de que estaban muy cerca uno del otro, pero aún parecían estar más cerca cuando uno se percataba de que el edificio de la calle Sleeper también daba a la calle Congress y que ambas direcciones estaban bajo el mismo tejado.
—¿Sigues ahí? —preguntó Devin.
—Sí.
—No tiene antecedentes. Está limpio.
—A excepción de que está muerto.
—¡Sin duda a los de la Oficina del Censo les interesaría mucho!
Colgó y marqué el número de los Dawe.
—¿Hola? —dijo Carrie Dawe.
—Aquí Patrick Kenzie —dije—. ¿Está su marido en casa?
—No.
—Estupendo. Cuando se veía con McGoldrick, ¿dónde se reunían?
—¿Por qué?
—¡Por favor!
Suspiró.
—Realquiló un piso en la calle Congress.
—¿En la esquina de Congress y Sleeper?
—Sí. ¿Cómo lo…?
—No importa. ¿Ha vuelto a pensar en la pistola que tiene en New Hampshire?
—Estoy pensando en ella en este mismo momento.
—Está acabado —dije—. Ya no puede hacerle ningún daño.
—Ya me lo ha hecho, señor Kenzie. Y también perjudicó a mi hija. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Olvidar?
Colgó. Miré a Angie.
—En este momento, no tengo mucho interés en el estado emocional de Carrie Dawe.
—¿Crees que aún tiene intención de ir a por Pearse?
—Es una posibilidad.
—¿Qué quieres hacer?
—Sacar a Nelson del tejado de Pearse y ponerlo a vigilar la casa de los Dawe durante un tiempo.
—¿Cuánto te cobra Nelson?
—Eso no tiene ninguna importancia.
—¡Venga!
—Ciento cincuenta dólares al día —respondí.
Abrió los ojos de par en par.
—¡Le pagas mil cincuenta dólares a la semana! —exclamó.
Me encogí de hombros.
—Es lo que cobra.
—¡Vamos a arruinarnos!
Alcé el índice.
—¡Un día más!
Extendió los brazos.
—¿Por qué?
A su espalda, en la televisión, habían interrumpido el culebrón para retransmitir en directo desde la orilla del río Mystic.
Señalé el televisor.
—Por eso.
Volvió la cabeza y empezó a mirar la pantalla cuando unos submarinistas sacaban un diminuto cuerpo del agua y varios detectives con gesto cansado gesticulaban con las manos para apartara las cámaras.
—¡Mierda! —exclamó Angie.
Contemplé el pequeño rostro grisáceo mientras le apoyaban la cabeza en las húmedas rocas; después, los detectives consiguieron tapar las cámaras con las manos.
Siobhan. Ya no tendría que preocuparse de que la repatriaran a Irlanda.