—Tiene archivos de todo el mundo —dijo Siobhan—. Uno de mí, uno de usted, señor Kenzie, y también uno de usted, señorita Gennaro.
—¿Qué hay en los archivos? —preguntó Angie.
—Su rutina diaria, sus debilidades, oh —apartó el humo de su cigarrillo con la mano—, y muchas más cosas. Toda la información biográfica que pueda obtener. —Señaló a Angie con el cigarrillo—. ¡Estaba tan contento cuando se enteró de la muerte de su esposo! Pensaba que ya la tenía.
—¿Que ya me tenía?
—Que ya tenía la manera de destrozarla, señorita Gennaro. La forma de destrozarle la vida. Todo el mundo tiene algo que es incapaz de afrontar, ¿no? Después averiguó que tenía unos parientes muy poderosos, ¿verdad?
Angie asintió.
—Les aseguro que ese día no les habría gustado en lo más mínimo estar cerca de Scott Pearse.
—Sólo de oírlo se me parte el corazón —dije—. Permítame que le haga una pregunta: ¿Por qué se empeñó en hablar conmigo la primera vez que fui a casa de los Dawe?
—Para despistarle, señor Kenzie.
—Sin embargo, me puso tras la pista de Cody Falk.
Asintió.
—¿De verdad Pearse pensaba que matando a Falk daría el caso por terminado?
—Parecía una posibilidad a tener en cuenta, ¿no cree? —Bajó la mirada y contempló la taza de café.
—¿Es Diane Bourne la única persona que le proporciona información psiquiátrica? —pregunté.
Siobhan negó con la cabeza.
—Tiene un cómplice en la sección de archivos del Hospital McLean de Belmont. ¿Sabe cuántos pacientes atiende anualmente el Hospital McLean, señor Kenzie?
El McLean era uno de los hospitales psiquiátricos más grandes de todo el estado. Se ocupaba tanto de los internos voluntarios como de los forzosos, tenía salas abiertas y salas cerradas con llave, trataba casos que abarcaban desde la adicción a los narcóticos y al alcohol hasta el síndrome de fatiga crónica y la esquizofrenia paranoica con tendencias violentas. El McLean tenía más de trescientas camas y un promedio de tres mil pacientes al año.
Siobhan se apoyó en el respaldo de la silla y se pasó la mano con gesto cansado por el pelo cortado al rape. Habíamos abandonado la estación de cercanías de Weston y habíamos conducido en plena hora punta; salimos de la autopista en Waltham y nos detuvimos en el International House of Pancakes de la calle Main. A las cinco y media de la tarde, en el IHOP sólo había unos pocos clientes, por lo que después de pedir una cafetera de café normal y una de descafeinado, la malhumorada camarera prefirió ignorarnos y dejar que disfrutáramos de nuestra intimidad.
—¿Cómo se las arregla Pearse para dominar a la gente? —preguntó Angie.
Siobhan nos dedicó una sonrisa desapacible.
—Es muy atractivo, ¿no creen?
Angie se encogió de hombros.
—Nunca lo he visto tan cerca.
—Pues crea lo que le digo —declaró Siobhan—. Ese hombre es capaz de adivinar lo que uno piensa tan sólo con la mirada.
Hice un esfuerzo para no poner los ojos en blanco.
—Primero te ofrece su amistad —dijo Siobhan—, después se te lleva a la cama y averigua todas tus debilidades, todo aquello con lo que uno no se puede enfrentar; entonces, ya te posee y a partir de ahí haces lo que te pide o te destruye.
—¿Por qué, Karen? —pregunté—. Ya sé que les quería dar una lección a los Dawe, pero aun tratándose de Pearse, me parece un poco fuerte.
Siobhan levantó la taza de café, pero no bebió.
—¿Aún no se han dado cuenta? —dijo.
Negamos con la cabeza.
—Estoy empezando a perder el respeto por ustedes dos, en serio.
—¡Caramba! —exclamé—. ¡Eso duele!
—Por el acceso, señor Kenzie. Simplemente es una cuestión de acceso.
—Eso ya lo sabemos, Siobhan. ¿Por qué cree que hemos llegado hasta usted?
Negó con la cabeza.
—Tengo mis limitaciones, sólo consigo escuchar una parte de la conversación, echar un vistazo a las cuentas corrientes… Scott desprecia las limitaciones.
—Bien —dijo Angie encendiéndose un cigarrillo—, así pues, Scott va tras la mitad de la fortuna de los Dawe… —Vio algo en el rostro de Siobhan que hizo que se detuviera a media frase—. No, eso no sería suficiente para él, ¿no es así, Siobhan? La quiere toda.
El gesto de asentimiento de Siobhan fue apenas perceptible.
—Entonces destruye a Karen porque es la heredera.
Volvió a asentir débilmente.
Angie dio una calada al cigarrillo pensativa.
—Pero, un momento, aunque se hiciera pasar por Wesley Dawe, no conseguiría llegar tan lejos. Aunque los Dawe murieran, y las circunstancias no parecieran sospechosas, no dejarían su fortuna a un hijo al que hace más de diez años que no ven. Y aunque lo hicieran, si lo hicieran, el hecho de que Pearse se haga pasar por Wesley tiene sus limitaciones. Los abogados encargados de las sucesiones no lo aceptarían.
Siobhan la observó con atención.
—Sin embargo —dijo Angie muy poco a poco—, aunque destruyera a Chistopher Dawe, no conseguiría nada.
Siobhan usó las cerillas de Angie para encender su propio cigarrillo.
—A no ser —dijo Angie— que consiga acceder a… Carrie Dawe.
El nombre le salió de la boca y dio la impresión de que caía entre nosotros encima de la mesa con tanta fuerza como una placa metálica.
—Es eso —dijo Angie—, ¿no es verdad? Carrie y él están juntos en esto.
Siobhan tiró la ceniza en el cenicero.
—No. Pero ha estado a punto de adivinarlo, señorita Gennaro.
—¿Entonces?
—Ella le conoce con el nombre de Timothy McGoldrick —dijo Siobhan—. Hace dieciocho meses que son amantes. Ella no tiene ni idea de que es el mismo hombre que destruyó a Karen y que tiene intenciones de destruir a su marido.
—¡Mierda! —exclamé—. ¡Teníamos su fotografía y ella no estaba en casa!
Angie golpeó las tablas de madera del suelo con los tacones.
—¡Deberíamos haberla llevado a ese maldito club campestre! —dijo.
Siobhan abrió sus diminutos ojos.
—¿Tienen una fotografía de él? —preguntó.
Asentí.
—Varias.
—¡Eso no le va a gustar! ¡Eso no le gustará en lo más mínimo!
Me puse a temblar, agité los dedos.
—¡Oooh! —exclamó.
Frunció el ceño.
—No tiene ni idea de lo que es capaz de hacer cuando está enfadado, señor Kenzie.
Me apoyé en la mesa.
—Déjeme que le diga una cosa, Siobhan. Me importa un rábano lo enfadado que esté. No me importa en lo más mínimo lo atractivo que pueda llegar a ser. Paso completamente del hecho que pueda adivinar mis pensamientos, los suyos o los de quien sea; por mí, como si tiene conexión directa con Dios. ¿Es un psicópata? Sí. ¿Que es un gilipollas de las Fuerzas Especiales capaz de arrancarte la cabeza de una patada? Pues muy bien. Destrozó a una mujer que lo único que esperaba de la vida era ser feliz y llegar a tener un maldito Camry. Convirtió a un hombre en un vegetal por simple diversión. Le cortó las manos y la lengua a otro tipo. Y envenenó a un perro que da la casualidad de que me gustaba. Y mucho. ¿Quiere ver hasta qué punto llega mi rabia?
Siobhan se echó hacia atrás contra el asiento rojo imitación de piel. Observaba a Angie con nerviosismo.
Angie sonrió.
—Cuesta mucho hacerle enfadar, pero una vez se pone en marcha, cariño —negó con la cabeza—, más vale que cojas a los niños y abandones la ciudad porque la Calle Mayor va a explotar.
Siobhan se volvió hacia mí.
—Él es más listo que usted —susurró.
Negué con la cabeza.
—Hasta ahora ha disfrutado de la ventaja del acceso. Sin embargo, ahora yo también la tengo. Ahora estoy dentro de su vida. Y pienso seguir ahí hasta que todo esto acabe.
Negó con la cabeza.
—No tiene ni idea de lo que… —Bajó los ojos y siguió moviendo la cabeza.
—¿Ni idea de qué? —preguntó Angie.
Alzó los ojos, dejó de mover la cabeza.
—De lo que en realidad afronta, del lío en que acaba de meterse.
—Bien, pues, cuéntenos.
—¡Oh, no, gracias! —Metió el paquete de cigarrillos en el bolso—. Ya les he dicho todo lo que sé. Confío que no le dirán nada de mí a su amigo del Departamento de Inmigración. Les deseo lo mejor a los dos, aunque no creo que sea de mucha ayuda.
Se puso en pie y se pasó la correa del bolso por encima del hombro.
—¿Por qué Pearse tuvo que ser tan cruel con Karen? —pregunté.
Me miró.
—Se lo acabo de decir; porque era la única heredera.
—Eso ya lo comprendo. ¿Por qué no le hizo sufrir un accidente? ¿Por qué tuvo que destruirla poco a poco?
—Porque ése es su método.
—Eso no es ningún método —contesté—. Eso es abominable. ¿Por qué la odiaba tanto?
Alargó los brazos con un gesto de aparente exasperación.
—No la odiaba. Apenas la conocía hasta que Miles los presentó tres meses antes de la muerte de Karen.
—Entonces, ¿qué motivos tenía para hacerle todo eso?
Se rodeó el muslo con las manos.
—Ya se lo he dicho. Es su manera de funcionar.
—Esa respuesta no me sirve.
—Pues no puedo darle ninguna otra.
—Está mintiendo —dije—. Todos esos trozos no encajan, Siobhan.
Puso los ojos en blanco, soltó un suspiro de cansancio.
—Bien, es así como funcionamos los criminales, ¿no cree, señor Kenzie? Tenemos tendencia a ser poco dignos de confianza.
Se volvió hacia la puerta.
—¿Adónde va? —pregunté.
—Tengo una amiga en Canton. Voy a pasar una temporada con ella.
—¿Cómo podemos saber que no va a ir directamente a contárselo a Pearse?
Nos hizo una mueca llena de ironía.
—En cuanto vean que no llego en el tren de Boston, sabrán que han hablado conmigo. Ahora soy un contacto débil, ¿no es así? Y a Pearse no le gustan los enlaces débiles. —Se agachó para coger la bolsa y la levantó del suelo—. No hay nada de qué preocuparse. Nadie conoce la existencia de mi amiga en Canton, a excepción de ustedes dos. Como mínimo, pasará una semana antes de que alguien tenga tiempo de venir a buscarme y, para entonces, espero que ya se hayan matado entre ustedes. —Sus tristes ojos brillaron—. Que pasen un buen día, ¿vale?
Se encaminó hacia la puerta.
—¡Siobhan! —gritó Angie.
—¿Sí? —Asió el tirador de la puerta.
—¿Dónde está el verdadero Wesley? —preguntó.
—No lo sé —dijo sin siquiera mirarnos.
—¿Usted qué cree?
—Creo que está muerto —respondió, aún sin mirarnos.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Ha vivido más tiempo de lo necesario, ¿no creen? Tarde o temprano, lo único que nos interesará es Scott.
Abrió la puerta y salió al aparcamiento. Se encaminó hacia la parada de autobús de la calle Main sin volver la vista atrás, moviendo su diminuta cabeza, como si sintiera a la vez amargura y diversión por las opciones que le habían llevado hasta allí.
—Ha dicho «sabrán» —dijo Angie—. ¿Te has dado cuenta? «Sabrán que han hablado conmigo».
—Sí, ya me había dado cuenta —contesté.
El rostro de Carrie Dawe se desmoronó como si la hubieran golpeado con un hacha en la cara.
No derramó una sola lágrima. No gritó, ni chilló y apenas se movió cuando contempló la fotografía de Pearse que habíamos puesto encima de la mesa auxiliar que tenía delante. Su rostro simplemente se arrugó y su respiración se volvió superficial.
Christopher Dawe aún se hallaba en el hospital y la gran casa vacía tenía cierto aire de frialdad y obsesión.
—Le conoce con el nombre de Timothy McGoldrick —dijo Angie—. ¿No es así?
Carrie Dawe asintió.
—¿A qué se dedica?
—Trabaja como… —Tragó saliva, apartó los ojos con rapidez de la fotografía y se acurrucó en el sofá—. Me dijo que trabajaba como piloto para la TWA. ¡Caramba! Nos conocimos en un aeropuerto; vi su carnet de identidad y una o dos actualizaciones de horarios de ruta. Estaba establecido en las afueras de Chicago. Encajaba, ya que tiene un ligero acento del Medio Oeste.
—Desea matarle —dije.
Me miró con los ojos bien abiertos y luego bajó la barbilla.
—¡Claro que sí! —exclamé—. ¿Tiene alguna pistola en casa?
Continuó con la barbilla contra el pecho.
—¿Tiene alguna pistola en casa? —repetí.
—No —dijo suavemente.
—Pero puede conseguir una —dije.
Asintió.
—Tenemos una casa en New Hampshire para la temporada de esquí. Hay dos allí.
—¿De qué tipo?
—¿Cómo dice?
—¿De qué tipo, señora Dawe?
—Una pistola y un rifle. Christopher a veces va de caza a finales de otoño.
Angie puso su mano encima de la de Carrie Dawe.
—Si le mata, él ganará la partida.
Carrie Dawe se rió.
—¿Por qué?
—Porque se destruirá a sí misma. Destruirá a su marido. Y estoy seguro de que se gastará casi toda su fortuna pagando a los abogados de la defensa.
Se rió de nuevo, pero esta vez las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¿Y qué?
—Pues que —dijo Angie con dulzura, apretándole la mano— hace años que planeó destruir a esta familia. No permita que se salga con la suya. Señora Dawe, míreme, por favor.
Carrie volvió la cabeza y se tragó un par de lágrimas que llegaron a la vez a sus labios.
—He perdido a un marido —dijo Angie— tal y como usted perdió al suyo, de forma violenta. Tuvo una segunda oportunidad y, sí, la ha cagado.
Carrie Dawe soltó una risa nerviosa.
—Sin embargo, aún está a tiempo —continuó Angie—. Aún puede arreglar las cosas. Intente conseguir una tercera oportunidad a partir de la segunda. No le permita que se la quite.
Durante dos minutos, nadie dijo nada. Observé cómo las dos mujeres se cogían de la mano y se miraban fijamente a los ojos; oí el tictac del reloj que había en la repisa de la oscura chimenea.
—¿Tienen intención de hacerle daño? —preguntó Carrie Dawe.
—Sí —respondió Angie.
—Hacerle daño de verdad —dijo.
—Enterrarle —insistió Angie.
Asintió. Cambió de postura, se inclinó hacia delante y colocó la mano que le quedaba libre sobre la de Angie.
—¿Cómo puedo ayudarles? —preguntó.
Condujimos hacia la calle Sleeper para relevar a Nelson Ferrare del puesto del tejado.
—Hace una semana que le vigilamos. ¿Cuál es su punto débil? —dije.
—Las mujeres —contestó Angie—. Parece odiarlas de una forma tan patológica…
—No —repuse—. Eso es mucho más profundo de lo que busco. ¿Qué le hace vulnerable en este momento? ¿Cuál es su talón de Aquiles?
—El hecho de que Carrie Dawe sabe que él y Timothy McGoldrick son la misma persona.
Asentí.
—Fallo número uno.
—¿Qué más? —preguntó.
—No hay cortinas en la mayor parte de las ventanas.
—De acuerdo.
—Le has estado siguiendo durante el día. ¿Qué te ha llamado la atención?
Se quedó pensativa.
—En realidad, nada. Espera, sí.
—¿Qué?
—Deja el motor en marcha.
—¿El de la camioneta cuando hace sus paradas?
Asintió y sonrió.
—Y deja las llaves puestas —añadió.
Miré por el parabrisas al acercarnos al final del Mass Pike y cambiarnos de carril, de la salida que iba hacia norte a la que iba en dirección sur.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Angie.
—Primero quiero pasar por casa de Bubba.
Se inclinó hacia delante, atisbó el reflejo de la luz amarillenta que procedía del túnel por donde pasábamos.
—Tienes un plan, ¿verdad?
—Así es.
—¿Uno bueno?
—Está un poco verde —dije—. Hace falta perfeccionarlo un poco, pero creo que será eficaz.
—No pasa nada si está un poco verde —dijo—. ¿Es vil?
Hice una mueca.
—Si lo quieres llamar así —dije.
—Si es vil mucho mejor —añadió.
Bubba nos recibió en la puerta, envuelto en una toalla y con cara de pocos amigos.
El torso de Bubba, desde la cintura hasta la garganta, está lleno de cicatrices de color oscuro y rosado con forma de pata de langosta y de pequeñas arrugas rojizas de la longitud y la anchura de los dedos rosados de los niños obesos. Bubba las consiguió en Beirut, cuando le destinaron con los marines el día en que un bombardero suicida derribó la valla principal y la policía militar que estaba de guardia no pudo dispararle porque les habían puesto cartuchos sin balas en los rifles. Bubba pasó ocho meses en un hospital libanés hasta que le entregaron una medalla y lo licenciaron. Vendió la medalla y desapareció otros dieciocho meses, y volvió a Boston a finales de 1985, con unos contactos en el mercado negro de armamento que habían costado la vida a muchos otros hombres que habían intentado establecerlos. Regresó con un torso que parecía un mapa de los montes Urales, negándose a hablar de la noche del bombardeo, y con tal ausencia de miedo que hacía que la gente se pusiera nerviosa.
—¿Qué? —dijo.
—También estamos encantados de volver a verte. Déjanos pasar.
—¿Por qué?
—Necesitamos cierto material.
—¿Qué material?
—Material ilegal.
—¡No me digas!
—Bubba —dijo Angie—, ya nos hemos dado cuenta de que estás haciendo de las tuyas con la señorita Moore; venga, déjanos entrar.
Bubba frunció el ceño y sacó el labio inferior hacia fuera. Se hizo a un lado, entramos en el almacén y vimos a Vanessa Moore; llevaba tan sólo unos de los suéteres de jugar a hockey de Bubba y estaba tumbada en el sofá rojo que había en el centro de la sala, con una gran copa de champán apoyada en su barriga plana mientras miraba Nueve semanas y media en el televisor de quince pulgadas de Bubba. Con el mando a distancia lo dejó en pausa cuando entramos, congeló la imagen de Mickey Rourke y Kim Basinger mientras lo hacían contra la pared de un callejón y azuladas gotas de lluvia ácida caían sobre sus cuerpos.
—¡Hola! —dijo.
—¡Hola! No te molestes.
Cogió unos cuantos cacahuetes del tazón que había en la mesa auxiliar, se los metió en la boca.
—No importa.
—Nessie —dijo Bubba—, tenemos que hablar un rato de negocios.
Angie me miró a los ojos.
—¡Nessie! —exclamó.
—¿Negocios ilegales?
Bubba se dio la vuelta y me miró. Asentí enérgicamente.
—Sí —dijo.
—De acuerdo. —Hizo ademán de levantarse.
—No, no —dijo Bubba—. Tú quédate ahí. Ya nos vamos nosotros. De todas maneras, tenemos que ir al piso de arriba.
—¡Uh, mejor! —Se acurrucó de nuevo en el sofá, le dio al mando a distancia y Mickey y Kim empezaron a jadear y a resollar a un ritmo estrepitoso de rock sintético de finales de los ochenta.
—¿Sabes que nunca he visto esa película? —dijo Angie, mientras seguíamos a Bubba escaleras arriba hacia el tercer piso.
—De hecho, Mickey no está demasiado casposo en esa película —comenté.
—Y Kim con esos calcetines blancos —dijo Bubba.
—Y Kim con esos calcetines blancos —asentí.
—Dos hurras por los gemelos pervertidos —dijo Angie—. ¡Qué alegría!
—A ver —dijo Bubba, mientras encendía las luces de la tercera planta y Angie se alejaba para echar una ojeada a los cajones de embalaje en busca de su arma favorita—, ¿tienes algún problema conmigo, hum, cómo lo diría, por el hecho de que te haya birlado a Vanessa?
Me tapé la boca con la mano para ocultar mi sonrisa, observé una caja abierta de granadas.
—No, hombre, no. No hay ningún problema.
—Porque no he tenido, ¿cómo le llamáis a eso?, una relación…
—¿Estable?
—Eso es, desde hace mucho tiempo.
—Desde la época del instituto —dije—. Desde Stacie Hamner, ¿no es verdad?
Negó con la cabeza.
—En Chechenia, en el 84, hubo alguien.
—Primera noticia.
Se encogió de hombros.
—Nunca te la presenté, tío.
—Debe de ser por eso.
Me puso la mano en el hombro y se acercó.
—¿Amigos?
—Para siempre —respondí—. ¿Y qué tal va con Vanessa? ¿Te gusta?
Asintió.
—Ella me dijo que a ti no te importaría.
—¿De verdad?
—Sí. Me contó que vosotros dos nunca os habíais amado. Que era tan sólo una cuestión de ejercicio.
—¡Ah! —exclamé, mientras nos acercábamos a Angie—. ¡Ejercicio!
Angie extrajo un rifle de una caja de madera y apoyó la culata en su cadera. El cañón sobresalía por encima de ella. Era un rifle tan grande y parecía tan pesado y formidable, que resultaba difícil creer que pudiera sostenerlo sin caerse.
—¿Esta monada tiene objetivo de gran alcance?
—Sí —respondió Bubba—. ¿Queréis balas?
—Cuanto más grandes mejor.
Bubba volvió la cabeza, me lanzó una mirada inexpresiva.
—¡Qué curioso, es lo mismo que me dice Vanessa! —exclamó.
Nos sentamos en el tejado frente a la casa de Scott Pearse y esperamos la llamada telefónica. Nelson, intrigado por el rifle, se quedó y se sentó con nosotros.
A las diez en punto, sonó el teléfono de Scott Pearse y observamos cómo cruzaba la sala de estar y descolgaba el auricular de un teléfono negro que colgaba del pilar de ladrillos que había en el centro de la sala. Sonrió al oír la voz al otro lado de la línea, se apoyó con lentitud en el pilar y colocó el auricular entre el cuello y el hombro.
Su sonrisa fue desapareciendo poco a poco, y su rostro se convirtió en una mueca de repugnancia. Alargó las manos, como si la persona que llamaba pudiera verle, y habló con rapidez, doblegando el cuerpo con sus súplicas.
Luego Carrie Dawe debió de colgar al otro extremo de la línea, porque Scott Pearse apartó la oreja con violencia del aparato y se lo quedó mirando un momento. Empezó a gritar y a golpear el auricular repetidas veces contra el pilar de ladrillos hasta que lo único que le quedó en las manos fueron unos cuantos fragmentos de plástico negro y el micrófono metálico colgando.
—¡Joder! —exclamó Angie—. Espero que tenga otro teléfono.
Saqué del bolsillo el móvil que había cogido de casa de Bubba.
—¿Qué os apostáis a que, cuando acabe de hablar con él, también se cargará el otro teléfono?
Marqué el número de teléfono de Scott Pearse.
Antes de establecer conexión, Nelson dijo:
—¡Eh, Ange! —Señaló el rifle—. ¿Quieres que haga los honores?
—¿Por qué?
—Sólo la onda que se creará al disparar sería capaz de lanzarte unas cuantas manzanas más allá. —Me hizo un gesto de asentimiento con el dedo—. ¿Por qué no lo hace?
—Porque tiene un objetivo de mierda.
—¿Con el alcance que tiene?
—Es un objetivo de mierda, de verdad —repitió Angie.
Nelson alargó las manos.
—Para mí sería un gran placer.
Angie se quedó mirando la culata del rifle y luego observó su propio hombro. Al cabo de un rato, asintió con la cabeza. Le entregó el rifle a Nelson y luego le contó lo que deseaba.
Nelson se encogió de hombros.
—De acuerdo, pero ¿por qué no le matamos?
—Porque —dijo Angie—, en primer lugar, no somos asesinos.
—¿Y en segundo? —preguntó Nelson.
—Matarle sería demasiado agradable —dije.
Apreté el botón de enviar del móvil y el teléfono de Scott Pearse sonó al otro lado de la línea.
Había estado apoyado con la cabeza en el pilar de ladrillos, la levantó poco a poco y volvió la cabeza como si no estuviera seguro del sonido que estaba oyendo. Después se encaminó hacia la barra que formaba una línea curva en un extremo de la cocina y descolgó un inalámbrico de la base.
—¡Hola!
—Scottie —dije—. ¿Qué sucede?
—Me estaba preguntando cuánto tiempo pasaría antes de que llamaras, Pat.
—¿No te sorprende?
—¿Que hayas averiguado mi identidad? No esperaba menos de ti, Pat. ¿Me estás observando ahora?
—Es posible.
Se rió entre dientes.
—Ya me lo parecía. No hubiera puesto la mano en el fuego, no te creas; no eres tan malo, pero durante la última semana más o menos, tenía la sensación de que alguien me observaba.
—Eres un tipo con intuición, Scott. ¿Qué más puedo decirte?
—No te lo puedes ni imaginar.
—¿Fue pura intuición lo que te hizo clavarle la bayoneta a cinco mujeres en Panamá?
Se dirigió poco a poco hacia la sala de estar, con la cabeza baja y rascándose el cuello con el índice; una irónica sonrisa asomó en un lado de su boca.
—Bien —dijo espirando aire por el teléfono—. Has hecho más deberes de lo que se esperaba de ti. ¡Felicidades!
La mueca desapareció de su rostro, pero empezó a rascarse con más rapidez.
—Así pues, Pat, ¿qué planes tienes, colega?
—No soy tu colega —respondí.
—¡Caramba! ¡Ha sido culpa mía! ¿Qué planes tienes, gilipollas?
Me reí.
—¿Te estás poniendo de malhumor, Scott?
Se llevó la palma de la mano a la frente y se apartó el pelo de la cara. Miró a través de sus oscuras ventanas. Tocó un fragmento de plástico negro que había en el suelo con la punta del zapato.
—Tendré toda la paciencia que haga falta —dijo—. Ya te cansarás de vigilarme y de ver que no hago nada.
—Eso mismo me dijo mi compañera.
—Y tiene razón.
—Siento comunicarte que no estoy de acuerdo, Scottie.
—¿De verdad?
—Pues claro. ¿Cuánto tiempo puedes esperar ahora que Carrie Dawe sabe quién es el piloto Tim McGoldrick y que es el mismo tipo que destrozó la vida de su hija?
Scott no dijo nada. Oí un tenue y extraño silbido parecido al ruido de la tetera cuando el agua está a punto de hervir.
—¿Me lo puedes decir, Scottie? —pregunté—. Tengo curiosidad.
De repente Scott Pearse se dio la vuelta del pilar de ladrillos y echó a andar con paso airado por su resplandeciente suelo color rojo. Se acercó a las enormes ventanas y se quedó mirando su propio reflejo; levantó los ojos y observó lo único que podía ver desde donde estaba situado: el escueto contorno del borde del tejado.
—Tu hermana vive en Seatle, desgraciado. Ella, su marido, sus…
—Sí, sus hijos, Scott. Acaban de marcharse de vacaciones —dije—. Les he pagado el viaje yo mismo. Les mandé los billetes el lunes pasado, cabronazo. Se han marchado esta mañana.
—Ya volverán.
Miraba directamente al tejado y desde allí podía ver cómo contraía los músculos del cuello tensándole la piel.
—Cuando vuelvan, Scottie, todo esto ya habrá acabado.
—No es tan fácil acabar conmigo, Pat.
—No lo creo, Scottie. Un tipo que es capaz de clavar una bayoneta a un montón de mujeres moribundas, es la clase de persona que se hunde. Así que, prepárate Scott, porque estás a punto de fracasar.
Scott Pearse contempló el cristal de la ventana de modo provocativo.
—Escucha lo que…
Colgué.
Se quedó mirando fijamente el teléfono que sostenía en la mano, completamente indignado, creo, por el hecho de que dos personas se hubieran atrevido a colgarle la misma noche.
Miré a Nelson y asentí con la cabeza.
Scott Pearse asió el teléfono con ambas manos y se lo pasó por encima de la cabeza; la ventana que había junto a él explotó cuando Nelson realizó cuatro disparos.
Pearse se lanzó al suelo y el teléfono salió volando por los aires.
Nelson giró el rifle y disparó de nuevo, tres veces, y la ventana que había delante de Scott Pearse estalló en cascada, como el hielo que saliera a chorro de un contenedor agujereado.
Pearse avanzó a rastras hacia la izquierda y se puso en cuclillas.
—Ten cuidado de no darle a él —le dije a Nelson.
Nelson asintió con la cabeza y realizó varios disparos al suelo a pocos centímetros de los pies de Scott Pearse a medida que éste se escapaba arrastrándose por el rojo suelo. Se levantó de un salto como un gato, pasó por encima de la barra y entró en la cocina.
Nelson me miró.
Angie levantó los ojos del dispositivo policial de Bubba en el momento en que la alarma de Scott Pearse perturbaba la tranquilidad de aquella noche de verano.
—Nos deben de quedar unos dos minutos y medio.
Puse la mano en el hombro de Nelson.
—¿Cuántos desperfectos puedes causar en un solo minuto?
Nelson sonrió.
—¡Un montón, tío!
—¡Pues, a la carga!
En primer lugar, Nelson destrozó las ventanas que quedaban y luego fue a por las luces. Cuando acabó, la lámpara de vidrios coloreados Tiffany que había encima de la barra parecía un paquete de caramelos de fruta embutido en un gran petardo rojo. La hilera de focos que había en la cocina y en la sala de estar estalló en fragmentos de plástico blanco y cristal color hueso. Las cámaras de vídeo explotaron formando imágenes borrosas rojas y azules de chispas eléctricas. Nelson convirtió el suelo en astillas, los sofás y los delgados sillones reclinables de piel en musgo blanquecino, y agujereó el frigorífico de tal manera que la comida probablemente ya estaría pasada cuando los policías acabaran de redactar sus informes.
—¡Un minuto! —se oyó a Angie gritar entre el estruendo—. ¡Vámonos!
Nelson se dio la vuelta y contempló el resplandeciente montón de cartuchos de latón.
—¿Quién ha cargado el depósito de cartuchos? —preguntó.
—Bubba.
Asintió.
—Entonces están limpios.
Cruzamos el tejado a toda velocidad y bajamos por la oscura escalera de incendios. Nelson me lanzó el rifle, se metió rápidamente en su Camaro y salió disparado del callejón sin decir palabra.
Nos montamos en el Jeep y oímos cómo el sonido distante de las sirenas procedente de los diques del otro extremo del muelle se iba acercando a la calle Congress.
Di la vuelta en el callejón, giré a la derecha en la calle Congress y atravesamos el puerto en dirección al centro de la ciudad. Giré como pude hacia la derecha después de pasar el semáforo en ámbar de la avenida Atlantic, reduje la velocidad al colocarme a la izquierda, tomé el carril de cambio de sentido y me dirigí hacia el sur. Noté que el pulso cardíaco volvía a la normalidad a medida que me acercaba a la autopista.
Mientras bajaba la rampa de entrada, cogí el móvil que Bubba me había dado y apreté la tecla de rellamada.
El «¿Qué?» de Scott Pearse sonó ronco, y de fondo, se oyó que el sonido de las sirenas paraba en seco cuando llegaron al edificio de Scott.
—Así es como veo las cosas, Scott. En primer lugar, estoy usando un móvil clónico, así que ya puedes intentar detectar la señal y todo lo que quieras, que no te servirá de nada. En segundo lugar, si me acusas de haberte redecorado el piso, te acusaré de haber extorsionado a los Dawe. Hasta aquí, ¿está claro?
—Voy a matarte.
—¡Estupendo! Sólo para que lo sepas, Scott. Eso ha sido un simple aviso. ¿Te gustaría saber lo que te tenemos reservado para mañana?
—Sí, por favor —respondió.
—No —dije—. Espera y lo verás, ¿de acuerdo?
—¡No puedes hacerme esto! ¡A mí, no! ¡A mí, no! —Tuvo que levantar la voz a causa de los fuertes golpes que procedían de la puerta principal—. ¡No puedes hacerme esto, joder!
—Pues ya he empezado a hacerlo, Scott. ¿Sabes qué hora es?
—¿Qué?
—La hora de que te des la vuelta y mires qué pasa a tu espalda, Scottie. ¡Que pases una buena noche!
La policía estaba echando su puerta abajo cuando colgué.