Angie me despertó a las cinco de la mañana, con las cálidas palmas de las manos en mis mejillas recién afeitadas, abriéndome la boca con la lengua mientras apartaba el lío de sábanas con los pies y cubría la mayor parte de mi cuerpo con el suyo.
—¿Oyes los pájaros? —preguntó.
—No —dije como pude.
—Yo tampoco.
Nos quedamos tumbados mientras el amanecer iluminaba poco a poco la habitación; con mi cuerpo amorosamente pegado al suyo.
—Sabe que le estamos vigilando —comenté.
—Scott Pearse —dijo—. Sí, yo tengo la misma sensación. Después de una semana sin perderlo de vista, ni siquiera ha detenido la camioneta para tomarse un café. Si está interfiriendo el correo de alguien, desde luego no lo hace allí. —Se dio la vuelta en mis brazos; el mero hecho de que me rozara la piel hizo que se me encendiera la sangre—. Es listo; esperará a que nos cansemos.
Le aparté del párpado un pelo.
—¿Es tuyo? —preguntó.
—Sí, es mío. —Lo tiré en el suelo—. Dijo que el tiempo era importante para él. Por eso me convocó en el tejado e intentó sobornarme o quitárseme de encima; tiene poco tiempo.
—De acuerdo —dijo Angie—. Sin embargo, supongamos que eso era cuando creía que aún podía sacarles dinero a los Dawe. Y ahora que el trato ha llegado a su fin, ¿por qué…?
—¿Quién dice que ha acabado?
—Christopher Dawe. ¡Por el amor de Dios! Si destrozó a su hija. No creo que sigan pagándole después de eso. Ya no le quedan fuerzas.
—Pero incluso Christopher Dawe cree que volverá a perjudicarles, que irá a por Carrie e intentará destruirla del mismo modo que hizo con Karen.
—¿Qué beneficio sacaría?
—No se trata sólo de obtener beneficios —dije—. Creo que Christopher Dawe tenía razón en eso. Pienso que para Pearse es una cuestión de principios. ¿Todo ese dinero que les ha estado exigiendo con amenazas? Considera que ya es suyo. No va a dejarlo escapar.
Angie, acariciándome el abdomen y el pecho con los dedos, dijo:
—¿Cómo conseguirá perjudicar a Carrie? Aunque estuviera siguiendo una terapia, dudo mucho que acudiera a la misma psiquiatra de su hija. Así pues, Pearse no puede obtener nada a través de Diane Bourne. Además, los Dawe no viven en la ciudad y no puede interferirles el correo.
Apoyé el codo, me incorporé.
—La manera de actuar de Pearse que conocemos es infiltrándose a través de un psiquiatra y una zona postal. De acuerdo. Pero eso es sólo lo que está a la vista, las piezas que mueve con facilidad. Su padre se ganaba la vida torturando mentes. Él estuvo en las Fuerzas Especiales.
—¿Y?
—Pues bien, creo que siempre está a punto. E incluso te diré más, creo que siempre está preparado para improvisar. Y siempre, siempre consigue tener acceso a información privada. En eso se basa todo lo que es y todo lo que hace. Tenía datos suficientes para saber a quién tenía que pagar para que le dieran información sobre nosotros. Averiguó que le tenía afecto a Bubba y lo utilizó. Se enteró de que tú eras intocable por tu abuelo, y cuando no pudo llegar hasta mí a través de Bubba, fue a por Vanessa. Es limitado, pero es más listo que el hambre.
—De acuerdo. Todo lo que sabe sobre los Dawe lo averiguó a través de Wesley.
—Sin duda, pero esa información ya es antigua. Aunque Wesley aún rondara por aquí, financiando a Pearse, quién sabe… Su información está anticuada en diez años.
—Eso es verdad.
—Pearse necesitaría a alguien que conociera bien a los Dawe y que les conociera bien en este momento. Un compañero de trabajo que fuera íntimo del doctor. La mejor amiga de la mujer. O una…
Me la quedé mirando, se incorporó apoyándose en ambos codos, y dijimos a la vez:
—Una sirvienta.
Siobhan Mulrooney entró en el aparcamiento de la estación de trenes de cercanías de Weston a las seis de la tarde de ese mismo día, con una bolsa de fin de semana colgada del hombro, la cabeza baja, y avanzando a pasos rápidos. Al pasar por delante del Honda de Angie, me vio sentado en el capó del coche y aceleró el paso.
—¡Hola Siobhan! —dije, frotándome la barbilla con el pulgar y el índice—. ¿Qué opina de mi nuevo aspecto?
Se dio la vuelta para mirarme, se detuvo.
—No le había reconocido, señor Kenzie. —Señaló las cicatrices ligeramente rosadas que tenía en la mandíbula—. Tiene cicatrices.
—Sí, las tengo. —Bajé del capó—. Me las hizo un tipo hará un par de años.
—¿Por qué razón? —Movía los hombros a medida que me acercaba, como si cada lado de su cuerpo quisiera echar a correr en direcciones opuestas.
—Había averiguado que no era la persona que quería hacer creer que era. Y eso le hizo enfadar.
—Intentó matarle, ¿verdad?
—Sí, y a ella también. —Señalé a Angie, que permanecía de pie junto a la escalera que conducía a la estación.
Siobhan la miró, luego me miró a mí.
—¡Pues debía de ser un tipo repugnante! —exclamó.
—¿De dónde es, Siobhan?
—De Irlanda, es evidente.
—Del Norte, ¿verdad?
Asintió con la cabeza.
—«El país de los problemas» —dije, pronunciando la última palabra con acento irlandés.
Bajó la cabeza a medida que me acercaba a ella.
—No se lo tome a la ligera, señor Kenzie.
—Ha perdido familiares, ¿verdad?
Alzó la cabeza y sus diminutos ojos era aún más pequeños y se habían oscurecido por la ira.
—Sí, claro. De varias generaciones.
Sonreí.
—Yo también. Mi tatarabuelo, creo, por parte de padre, fue ejecutado en Donegal en 1798, cuando los franceses nos hicieron cargar con el mochuelo. A mi abuelo por parte de madre, el padre de mi madre —le dije guiñándole un ojo— le encontraron en su granero con las rótulas destrozadas, con la garganta rajada y la lengua partida por la mitad.
—Así pues, fue un traidor, ¿verdad? —El pequeño rostro de Siobhan adquirió un aire desafiante.
—Un chivato —dije—. Sí. O eso o se lo cargaron los protestantes del Norte, e hicieron creer que era un chivato. Ya sabe cómo son las cosas en las guerras de ese tipo; la gente muere y, a veces, nunca se puede estar seguro del porqué hasta que te los encuentras en el otro lado. Otras veces, se muere sin motivo, por la cólera, o porque cuanto mayor es el caos más fácil es salir impune. He oído decir que desde el cese de hostilidades, parece que todos se hayan vuelto locos; corriendo de un lado a otro, cortando cabezas por venganza. ¿Sabe, Siobhan, que en Sudáfrica mataron a más gente durante los dos años posteriores al apartheid que durante éste? Lo mismo pasó en Yugoslavia después de los comunistas. Lo que quiero decirle es que el fascismo es una mierda, pero mantiene a la gente a raya. En el momento en que llega a su fin, toda esa mala leche que se ha estado conteniendo… Olvídese de ello. Se cargan a la gente por cosas que ni siquiera recuerdan haber hecho.
—¿Intenta decirme algo, señor Kenzie?
Negué con la cabeza.
—Sólo hablo por hablar, Siobhan. Así pues, cuénteme, ¿por qué se marchó de la vieja patria?
Inclinó la cabeza.
—¿Le gusta la pobreza, señor Kenzie? ¿Le gusta tener que pagar al gobierno más de la mitad de lo que gana? ¿Le gusta el tiempo triste y el frío interminable?
—La verdad es que no. —Me encogí de hombros—. Sólo que muchas veces la gente se marcha del Norte y luego no pueden volver porque les están esperando para arruinarles la vida tan pronto pongan un pie en tierra. ¿Es ése su caso?
—¿Hay alguien esperándole a usted para hacerle daño?
—Sí.
—No —dijo con la vista clavada en el suelo, moviendo la cabeza de un lado a otro, como si así pudiera lograr que se convirtiera en realidad—. No, a mí, no.
—Siobhan, ¿podría decirme cuándo piensa Pearse actuar contra los Dawe? ¿Y cómo va a hacerlo?
Se apartó de mí poco a poco, con una extraña media sonrisa en su diminuto rostro.
—¡Oh, no, señor Kenzie! ¡Que pase un buen día!
—¡No pregunta «Quién es Pearse»! —exclamé.
—¿Y quién es Pearse? —preguntó—. ¿Ya está contento? —Se dio la vuelta y se encaminó hacia la escalera, con la bolsa balanceándose de un lado a otro.
Angie se hizo a un lado cuando Siobhan llegó hasta la oscura escalera y empezó a subirla.
Esperé hasta que hubiera llegado al rellano que había a medio camino.
—¿Tiene la tarjeta verde en regla, Siobhan?
Se detuvo, se quedó helada allí mismo, de espaldas a nosotros.
—¿Ha podido conseguir de algún modo que le prolonguen el permiso de trabajo? Porque he oído decir que el Departamento de Inmigración está tomando medidas enérgicas contra los irlandeses. Especialmente en esta ciudad. La verdad es que es una lástima porque, ¿quién va a pintar las casas una vez que los hayan metido en el barco y los manden de nuevo a casa?
Se aclaró la voz, aún de espaldas a nosotros.
—No sería capaz —dijo.
—Sí que seríamos capaces —atajó Angie.
—No pueden.
—Sí que podemos —dije—. Échenos una mano, Siobhan.
Empezó a darse la vuelta, recorrió la escalera con los ojos hasta que nuestras miradas se cruzaron.
—¿Y si me niego? —preguntó.
—Llamaré a un amigo mío que trabaja para el Departamento de Inmigración, Siobhan, y puede estar segura de que celebrará el Día del Trabajo en el maldito Belfast.