29

Me pasé toda la semana vigilando a Scott Pearse; le seguía al trabajo cada mañana y hasta casa cada noche. Angie lo vigilaba de día; mientras, yo dormía. Le dejaba cuando recogía la camioneta del aparcamiento de la Calle A y volvía a vigilar cuando se marchaba del Servicio de Correos General, delante del canal de Fort Point, después de recoger el último correo del día. Su rutina, como mínimo aquella semana, era inofensiva a más no poder.

Por la mañana salía de la Calle A con la camioneta repleta de grandes paquetes. Los repartía por los buzones verdes de Back Bay; allí los recogían los carteros que iban a pie y los llevaban a la misma puerta de la gente. Después de la comida del mediodía, según Angie, salía de nuevo, esta vez con la camioneta vacía, que iba llenando poco a poco con el contenido de los buzones azules. Cuando había acabado con eso, dejaba el correo en el departamento de clasificación y terminaba el trabajo.

Cada noche, solía tomarse un whisky de malta en el Celtic Arms de la calle Otis con sus compañeros de trabajo. Siempre se marchaba después de tomarse un solo vaso —por mucho que sus compañeros intentaran hacerle sentar de nuevo— y siempre dejaba diez pavos encima de la mesa para pagar el Laphroaig y para la propina.

Después solía bajar por la calle Summer, seguía en dirección norte por la calle Atlantic hasta que llegaba a la calle Congress, y desde allí giraba a la derecha. Cinco minutos más tarde ya estaba en su loft de la calle Sleeper, y permanecía allí hasta que apagaba las luces a las once y media.

Tuve que esforzarme para empezar a pensar en él como Scott y no como Wesley. El nombre de Wesley le sentaba muy bien: ilustre, arrogante y frío. Scott sonaba demasiado suave y a clase media. Wesley es el nombre del típico estudiante universitario capitán del equipo de golf y al que no le gusta que los negros asistan a sus fiestas. Scott es el típico hombre que llevaba camisetas y pantalones bombachos de colores chillones, que organiza juegos para ligar y que te vomita en el asiento trasero del coche.

Pero después de vigilarle durante mucho tiempo y de verle actuar de una forma más característica de un Scott que de un Wesley —miraba la televisión solo, leía en una pequeña butaca reclinable de piel bajo una lámpara flexible en el centro de su loft, sacaba comidas preparadas del congelador, las metía en el microondas y se las comía en la barra curvilínea que había en un extremo de la cocina— por fin me hice a la idea de que se llamaba Scott. Scott el Siniestro. Scott el Gilipollas. Scott la Futura Víctima.

La primera noche que le seguí, encontré una salida de incendios al otro lado de la calle que tenía acceso al tejado detrás del edificio. Su loft se encontraba en la cuarta planta y dos plantas más abajo del tejado al que me había encaramado; Scott Pearse no se había preocupado de poner cortinas, a excepción del baño y el dormitorio, en las ventanas tipo buhardilla que llegaban desde el suelo hasta el techo. Así pues, no había nada que me tapara la bien iluminada vista de la espaciosa sala de estar, la cocina, el comedor y las fotografías en blanco y negro enmarcadas que colgaban de las paredes. Eran fotografías frías de árboles desnudos y ríos helados que serpenteaban por debajo de molinos, un enorme vertedero de basura en primer plano con la torre Eiffel a lo lejos, Venecia en diciembre, Praga en una oscura noche lluviosa.

Mientras movía los prismáticos de una fotografía a otra, me convencí de que el mismo Scott Pearse era el autor de esas fotos. Todas tenían una composición impecable y una belleza distante y aséptica; todas eran tan frías como la muerte.

Durante las noches que le vigilé nunca hizo nada fuera de lo normal, y eso, en sí mismo, empezaba a parecerme extraño. Tal vez llamara por teléfono a Diane Bourne o a otros cómplices desde su dormitorio, o escogiera a su próxima víctima, o planeara la siguiente fase del ataque a Vanessa Moore o a cualquier otra persona por la que yo me interesara. O a lo mejor tenía a alguien encadenado a la pata de la cama. O es probable que cuando yo ya creía que se había ido a dormir, se sentara a leer archivos psiquiátricos privados y cartas robadas. Quizá, pero desde luego no lo hacía mientras yo le vigilaba.

Angie nos aclaró que durante el día hacía prácticamente lo mismo. Pearse nunca se detenía el tiempo suficiente en su camioneta para tener la oportunidad de revisar el correo que recogía durante la segunda parte de su turno.

—Cumple con sus obligaciones de una forma rigurosa —nos informó Angie.

Afortunadamente, nosotros no éramos tan estrictos, y la única ironía agradable de esa semana fue que Angie consiguió el número de teléfono de Scott Pearse; forzó su buzón de la calle Sleeper y le echó un vistazo a la factura de teléfono.

Pero si no fuera por eso, nada. Su fachada se volvía cada vez más impenetrable.

Entrar en su casa era totalmente imposible. No había forma de ponerle teléfonos ocultos. Al entrar cada noche, Scott Pearse desconectaba la alarma que había en la puerta principal. Había cámaras de vídeo por todas las esquinas superiores de la casa y, según me imaginé, se ponían en marcha por detectores de movimiento. Aunque consiguiéramos pasar por delante de todo eso, estaba convencido de que Scott Pearse tenía otras estrategias de defensa que yo no podía ver, planes de reserva para posibles imprevistos.

Estaba empezando a preguntarme, mientras me sentaba cada noche en el tejado intentando vencer el sueño y observaba lo poco que hacía, si no estaría tomándonos el pelo. Si sabría que habíamos descubierto quién era. Me parecía poco probable, pero con todo, habría sido suficiente que el cartero con el que hablé en la calle le hubiera dicho a modo de anécdota: «Eh, Scott, el otro día hablé con un tipo que creía que eras su antiguo compañero de habitación, pero ya le dejé las cosas claras».

Una noche, Scott Pearse se acercó a la ventana. Se estaba tomando un whisky. Se quedó mirando la calle. Alzó la cabeza y dirigió la mirada hacia mí. Sin embargo, no era a mí a quien miraba. Desde una habitación iluminada por una hilera de focos, y la oscuridad de la noche en el exterior formando una pared de color pizarra ante él, lo único que podía ver era su propio reflejo.

Sin embargo, debió de quedarse fascinado por él, porque se quedó mirando fijamente hacia donde yo estaba durante un buen rato. Luego alzó el vaso, como si fuera a brindar, y sonrió.

Trasladamos a Vanessa por la noche; la metimos en el ascensor de servicio, la llevamos por un pasillo de mantenimiento y la sacamos por una puerta trasera que daba a un callejón detrás del edificio; la subimos a la furgoneta de Bubba y nos fuimos. Vanessa, a diferencia de la mayoría de las mujeres, al subir a la furgoneta y encontrarse con Bubba en la parte de atrás, ni parpadeó varias veces, ni dio un grito sofocado de asombro ni intentó colocarse lo más lejos posible de él. Se sentó en el banco que iba desde el asiento del conductor hasta las puertas traseras y encendió un cigarrillo.

—Ruprecht Rogowski —dijo—. ¿No es así?

Bubba se tapó un bostezo con la mano.

—Nadie me llama Ruprecht.

Vanessa alargó la mano mientras Angie sacaba la furgoneta del callejón.

—Lo siento. ¿Bubba, pues?

Bubba asintió con la cabeza.

—¿Qué interés tienes en todo esto, Bubba?

—El tipo ese se cargó a un perro y a mí me gustan los perros. —Se inclinó hacia delante y apoyó los codos encima de las rodillas—. Déjame que te pregunte una cosa… ¿Tienes problemas para pasar el rato con un retrasado mental que tiene lo que denominan «tendencias antisociales»?

Ella sonrió.

—¿Sabes cómo me gano la vida?

—Claro —respondió Bubba—. Conseguiste que absolvieran a mi amigo Nelson Ferrare.

—¿Cómo está el señor Ferrare?

—Como siempre —contestó Bubba.

De hecho Nelson, mientras hablaban, se encontraba sustituyéndome en el tejado ante la casa de Scott Pearse. Acababa de regresar de Atlantic City, donde se había enamorado de una camarera de un bar de copas que le había correspondido hasta que se le acabó el dinero. Ahora estaba de vuelta en la ciudad, dispuesto a hacer cualquier cosa por un poco de pasta para tener la oportunidad de volver con su camarera y quedarse pelado de nuevo.

—¿Aún sigue enamorándose de todas las mujeres que ve? —preguntó Vanessa.

—Sí, bastante. —Bubba se frotó la barbilla—. Así que, está claro, colega; éste es el trato: me voy a pegar a ti como si fuera una lapa.

—¡Como una lapa! —exclamó Vanessa—. ¡Qué sugestivo!

—Dormirás en mi casa —dijo Bubba—, comerás conmigo, beberás conmigo y te acompañaré al tribunal. Hasta que el cartero ese no desaparezca, no pienso perderte de vista. Ya puedes irte acostumbrando.

—¡Me muero de ganas! —exclamó Vanessa, y cambió de postura—. ¿Patrick?

Me di la vuelta en el asiento del copiloto, la miré.

—¿Sí?

—¿Has sido tú el que ha decidido no hacerme de guardaespaldas?

—Ya que en el pasado manteníamos relaciones sexuales, se supone que estoy comprometido emocionalmente. Sería la peor persona para hacer ese trabajo.

Miró la nuca de Angie mientras ésta giraba hacia la avenida Storrow.

—¡Comprometido! —exclamó Angie—. ¡Claro!

—Scott Pearse —dijo Devin, la noche siguiente en el Pub Nash de la avenida Dorchester—, nació en las Filipinas porque sus padres, que eran militares, habían sido destinados a Subic Bay; de hecho, se crió por todo el planeta. —Abrió su libreta de notas y fue pasando páginas hasta que encontró la que buscaba—. Alemania Occidental, Arabia Saudita, Corea del Norte, Cuba, Alaska, Georgia, y finalmente, Kansas.

—¿Kansas? —dijo Angie—. ¿Y no Misuri?

—Kansas —repitió Devin.

—Ríndete, Dorothy. Ríndete —dijo Oscar Lee, el compañero de Devin.

Angie le miró con los ojos semicerrados y negó con la cabeza.

Oscar se encogió de hombros, cogió el cigarro apagado del cenicero y lo encendió de nuevo.

—Su padre era coronel —dijo Devin—. El coronel Ryan Pearse del Servicio de Inteligencia del Ejército, designación secreta. —Miró a Oscar—. Pero tenemos amigos.

Oscar me miró y señaló a su compañero con el cigarro.

—¿Os habéis dado cuenta de que el chico blanco siempre dice «nosotros» cuando habla de mí y de mis fuentes de información?

—Es una cuestión de raza —nos aseguró Devin.

Oscar le dio un ligero golpe al cigarro para que cayera la ceniza.

—El coronel Pearse trabajaba en el departamento de Op. Psico —dijo.

—¿Qué? —preguntó Angie.

—En el departamento de Operaciones Psicológicas —aclaró Oscar—. El tipo de hombre que cobra por idear nuevas formas de torturar al enemigo, propagar información falsa y, en general, volverte loco.

—¿Scott era su único hijo?

—¡Claro! —contestó Devin—. La madre se divorció del padre cuando Scott tenía ocho años y después se trasladó a una horrible vivienda de protección oficial de Lawrence. Después se dictan unas cuantas órdenes de alejamiento contra el padre. Ella lo lleva a los tribunales varias veces y aquí es donde empieza la diversión. La madre declara que su marido está usando todas esas técnicas psicológicas en contra de ella, que le está machacando el cerebro e intentando que el resto de la gente piense que está loca. Sin embargo, no tiene ninguna prueba. Al cabo de un tiempo, el padre consigue que se anulen las órdenes de alejamiento y obtiene el derecho a visitar a su hijo cada dos meses. Un día el niño volvió a casa, debería de tener unos once años, y se encontró a su madre sentada en el sofá de la sala de estar con las muñecas sangrando.

—¿Suicidio? —preguntó Angie.

—Sí —respondió Oscar—. El niño se va a vivir a la base con su padre y se alista en las Fuerzas Especiales al cumplir los dieciocho años; le conceden un LH después de…

—¿Un qué?

—Un licenciamiento honorífico —dijo Oscar—, después de servir en Panamá durante ese conflicto tan corto que sucedió allí a finales del 89. Eso me despertó la curiosidad.

—¿Por qué?

—Bien —dijo Oscar—, los tipos de las Fuerzas Especiales son soldados profesionales. No acostumbran servir sólo dos años para luego dejarlo, tal y como suelen hacer los soldados de infantería. Su objetivo es llegar a Langley o al Pentágono. Además, Pearse debería haber vuelto de Panamá sintiéndose muy seguro. Ya había librado batallas de verdad. Debería haberse sentido seguro, ¿saben?

—Pero… —dijo Angie.

—Pero no se sentía así —dijo Oscar—. Así pues, llamé a otro de mis colegas —le lanzó una mirada a Devin— y estuvo escarbando un poco y, en resumidas cuentas, vuestro hombre, Pearse, fue despedido sin contemplaciones.

—¿Por qué motivo?

—La unidad del teniente Pearse, que estaba directamente bajo su mando, se equivocó de objetivo. Estuvieron a punto de someterlo a un consejo de guerra por haber dado las órdenes. Al final, seguro que conocía a algún oficial con influencias porque tanto él como su unidad salieron con el equivalente militar de una indemnización por despido. Consiguieron sus licenciamientos honoríficos, pero nada de Pentágono, ni Langley para esos chicos.

—¿Qué objetivo? —preguntó Angie.

—Se les había ordenado que atacaran un edificio que supuestamente albergaba a miembros de la policía secreta de Noriega. Se equivocaron y atacaron dos puertas más abajo.

—¿Y?

—Destrozaron una casa de putas a las seis de la mañana. Pulverizaron a todos los que estaban dentro. Dos policías, ambos panameños, y cinco prostitutas. Según dicen, vuestro chico entró en la habitación y les clavó la bayoneta a todos los cuerpos de mujer antes de incendiar el lugar. A ver, sólo son rumores, pero es lo que recuerda haber oído mi fuente de información.

—Y el ejército —dijo Angie— nunca los procesó.

Oscar la miró como si estuviera borracha.

—Estamos hablando de Panamá, ¿recuerdas? Murieron nueve veces más civiles que militares. Y todo para capturar a un traficante de drogas que había estado relacionado con la CIA durante la administración de un presidente que solía dirigir la CIA. El asunto ya era lo bastante sospechoso para que hiciera falta llamar la atención sobre los propios errores. Las reglas del combate son simples: si hay fotografías o periodistas que lo hayan presenciado, se aplica el «si lo rompes, lo pagas»; pero si no existen y te cargas al tipo, o los tipos o el pueblo equivocado… —Se encogió de hombros—… Son cosas que pasan; a incendiar el lugar y a seguir desfilando.

—¡Cinco mujeres! —exclamó Angie.

—¡Eh, no las mató a todas! —dijo Oscar—. El pelotón entero entró y vació sus armas. Nueve tipos disparando diez cartuchos por segundo.

—No, no las mató a todas —puntualizó Angie—. Tan sólo se aseguró de que estuvieran todas muertas.

—Con una bayoneta —precisé.

—Sí, claro —dijo Devin encendiendo un cigarrillo—, si en el mundo sólo hubiera gente buena, nos quedaríamos sin trabajo. De todas formas, a Scott Pearse le echan del ejército, vuelve a los Estados Unidos, se va a vivir un par de años con su padre, que está jubilado y que muere al cabo de un tiempo de un ataque al corazón; unos meses más tarde, a Scott le toca la lotería.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que le toca la lotería del estado de Kansas.

—¡Y una mierda!

Negó con la cabeza y levantó la mano.

—Lo juro por mi madre. La buena noticia es que escogió los seis números ganadores y el premio gordo era de un millón doscientos mil dólares; la mala es que ocho personas más eligieron los mismos números. Así pues, cobra su parte, que descontando lo que se queda Hacienda debe de ser de unos ochenta y ocho mil dólares, se va a un vendedor de coches clásicos y se compra un Shelby negro GT.500 del 68; después aparece en Boston, el verano del 92, y se presenta a los exámenes de correos. Y desde entonces, que yo sepa, se comporta como un ciudadano modélico.

Oscar miró su jarra vacía y su vaso de chupito igualmente vacío.

—¿Nos quedamos a tomar otra ronda? —le dijo a Dervin.

Devin asintió enérgicamente.

—Pagan ellos

—¡Ah, es verdad!— Oscar le hizo un gesto con la mano al barman y pasó el dedo alrededor de la mesa para indicarle que queríamos otra ronda.

El barman asintió con alegría. ¡Claro que estaba contento! Cuando la dolorosa era para mí, Oscar y Devin sólo pedían lo mejor. Y se lo bebían como agua. Y pedían más y más…

Cuando llegó la hora de pagar, me pregunté quién saldría ganando, si el importe total no superaría el crédito de mi Visa, y por qué no tendría amigos normales que bebieran té.

—¿Queréis saber qué hace el servicio postal de Estados Unidos con el correo que no llega a destino? —nos preguntó Vanessa Moore.

—Cuéntanoslo, por favor —dijo Angie.

Nos encontrábamos en el segundo piso del almacén de Bubba, que le servía de alojamiento. Una tercera parte de esa planta está minada con explosivos porque… bien, porque Bubba está loco de remate, pero había conseguido desactivarlos de algún modo mientras Vanessa permaneciera allí.

Vanessa bebía café junto a la barra que empieza en la máquina de millón y que acaba en el aro de baloncesto. Acababa de salir de la ducha y aún tenía el pelo mojado. Llevaba una camisa de seda negra por encima de unos vaqueros rotos e iba descalza; tocaba un collar de plata con los dedos mientras se balanceaba un poco en el taburete de la barra.

—Lo primero que hacen los de la oficina de correos cuando vas a quejarte es explicarte que el correo a veces se pierde. ¡Como si no lo supiéramos! Cuando les dije que no había llegado ninguna de las once cartas que había enviado a once destinos diferentes, me recomendaron que me pusiera en contacto con la oficina del inspector de Correos, aunque tenían sus dudas de que sirviera de mucho. En dicha oficina me dijeron que enviarían a un investigador para que entrevistara a mis vecinos, para averiguar si tenían algo que ver con todo aquello. Les dije: «Yo misma eche las cartas al buzón». A lo que me respondieron que si les daba una lista de todos los destinos, enviarían a alguien para que entrevistara a la gente que había sido el blanco.

—Debes de estar bromeando —dijo Angie.

Abrió los ojos y negó con la cabeza.

—Era totalmente kafkiano. Cuando les dije: «¿Por qué no investigan al cartero o al conductor de la camioneta que hace ese recorrido?». Y me contestaron: «Eso se hará una vez nos hayamos asegurado de que no hay nadie más involucrado…». Y yo les digo: «Así pues, lo que están intentando explicarme es que cuando se pierde el correo se presupone que puede ser culpa de todo el mundo a excepción de la persona a la que se le ha confiado el reparto».

—Cuéntales lo que te contestaron a eso —dijo Bubba saliendo de algún lugar de la parte trasera y entrando en la zona de la cocina y el bar.

Le sonrió, nos miró de nuevo.

—Me contestaron: «¿Quiere hacer el favor de darnos la lista de sus vecinos, señora?».

Bubba se acercó al frigorífico, abrió el congelador y sacó una botella de vodka. Mientras lo hacía, vi que tenía mojado el pelo de la nuca.

—¡Maldita oficina de correos! —exclamó Vanessa mientras se terminaba el café.

—Y aún se preguntan por qué todo el mundo se pasa al correo electrónico, a la empresa Federal Express y por qué quiere pagar las facturas por Internet.

—Sin embargo, un sello sólo vale treinta y tres centavos —dijo Angie.

Vanessa se dio la vuelta en el taburete cuando Bubba se acercó con la botella de vodka.

—Debería haber vasos a la altura de tus rodillas —le dijo.

Vanessa bajó la vista y empezó a buscar detrás de la barra.

Bubba observaba cómo el agua del pelo le caía por el cuello mientras lo hacía, con la botella de vodka inmóvil y en alto. Me miró. Luego miró la barra. Colocó la botella encima mientras Vanessa dejaba cuatro vasos de chupito en el tablero de madera.

Miré a Angie. Les observaba con los labios ligeramente separados y una creciente expresión de confusión en los ojos.

—Creo que me voy a cargar a ese gilipollas —soltó Bubba mientras Vanessa vertía el licor helado en los cuatro vasos.

—¿Qué? —dije.

—No —intervino Vanessa—. Ya hemos hablado de eso.

—¿Ah sí? —Bubba se bebió el contenido del vaso de un trago, lo dejó en la barra y Vanessa se lo llenó de nuevo.

—Sí —dijo Vanessa—. Si sé que está a punto de cometerse un crimen, tengo el deber de informar a la policía.

—Sí, claro. —Bubba se bebió el segundo trago—. Olvídate de eso.

—Pórtate como un buen chico —dijo Vanessa.

—Bien, de acuerdo.

Angie me miró con una expresión de tensión. Resistí el deseo irrefrenable de saltar del taburete y empezar a saltar y a correr por toda la sala.

—¿Os queréis quedar a cenar, chicos? —nos preguntó Vanessa.

Angie se puso en pie de una forma muy extraña, se le cayó el bolso al suelo.

—No, no. Ya… ya hemos cenado. Así que… —dijo.

Me puse en pie.

—Sí, bien, pues…

—¿Os vais? —preguntó Vanessa.

—Eso es. —Angie recogió el bolso—. Sí, nos vamos.

—Ni siquiera habéis tocado las bebidas —dijo Bubba.

—Para vosotros —dije.

Mientras, Angie atravesó la sala en tan sólo cuatro o cinco pasos y llegó a la puerta.

—¡Estupendo! —Bubba se bebió otro chupito de un trago.

—¿Tienes limas? —preguntó Vanessa—. Me apetece mucho beber tequila.

—A ver si puedo conseguir algunas.

Llegué hasta la puerta, me di la vuelta y les miré. El enorme cuerpo de Bubba estaba inclinado con el hombro apoyado en la nevera y el ágil talle de Vanessa, desde el taburete de la barra, parecía subir en espiral hacia él como si fuera humo.

—Ya nos veremos —dijo, sin apartar los ojos de Bubba.

—Sí, claro —dije—. Ya nos veremos.

Salí de allí tan rápido como pude.

Angie comenzó a reírse en cuanto salimos del edificio. Era una risa tonta, prácticamente la típica risa del que está colocado, inclinada hacia delante mientras salía por el agujero de la verja que daba al parque.

Se calmó al tumbarse en uno de los aparatos gimnásticos del parque; alzó los ojos hacia las ventanas recubiertas de plomo de Bubba, se secó los ojos y suspiró entre ahogadas risas.

—¡Caramba, caramba! Tu abogada y Bubba. ¡Dios mío! ¡Ya lo he visto todo!

Me apoyé en los peldaños metálicos que había junto a ella.

—No es mi nada.

—Oh, ya no —dijo—, eso está claro. Después de Bubba, ya no podrá volver a ir con hombres normales.

—Es la frontera monosilábica, Angie.

—Eso es verdad, pero está colgado, Patrick. —Sonrió burlonamente—. Colgado de verdad.

—¿Tienes información de primera mano?

Se rió.

—¡Ya te gustaría!

—Entonces, ¿cómo lo sabes?

—Los hombres pueden adivinar la talla de sujetador de una mujer aunque ésta lleve tres suéteres y un abrigo. ¿Te crees que somos muy diferentes?

—¡Ah! —exclamé, recordando el momento junto a la barra, Vanessa balanceándose en el taburete y Bubba mirando su pelo.

—Bubba y Vanessa —dijo Angie— sentados en la copa de un árbol.

—¡Dios mío! ¡Déjalo ya, hazme el favor!

Apoyó la cabeza en el aparato de gimnasia, volvió la cabeza y me preguntó:

—¿Estás celoso?

—No.

—¿Ni siquiera un poco?

—Ni lo más mínimo.

—¡Mentiroso!

Volví la cabeza hacia la derecha y nuestras narices se rozaron. Permanecimos en silencio un rato, apoyados allí sintiendo la suavidad de la noche en la piel, con los ojos cerrados. Detrás de Angie, a lo lejos, salió la luna llena en el oscuro cielo.

—¿Odias mi corte de pelo? —preguntó Angie con un susurro.

—No, pero…

—Es demasiado corto —sonrió.

—Sí. Sin embargo, no te quiero por el pelo.

Cambió de posición.

—¿Por qué me quieres?

Me reí entre dientes.

—¿Quieres que te haga una lista de todas tus virtudes?

No dijo nada; sólo me miró.

—Te quiero, Ange, porque… No sé. Porque siempre te he amado. Porque me haces reír. Y mucho. Porque…

—¿Qué?

Le puse la mano en la cadera.

—Porque desde que te fuiste sueño que duermes a mi lado. Me despierto y puedo olerte, y estoy medio soñando, pero no me doy cuenta, y alargo la mano para acariciarte. Extiendo el brazo hacia tu almohada y no estás. Y tengo que seguir ahí tumbado, a las cinco de la mañana, con los pájaros despertándose fuera y tú no estás ahí y tu olor se va desvaneciendo poco a poco. Desaparece y sólo… —me aclaré la voz—. Y allí sólo estoy yo. Y las sábanas blancas. Las sábanas blancas y esos malditos pájaros y duele, y lo único que puedo hacer es cerrar los ojos, seguir ahí tumbado y desear no sentirme morir.

Su rostro permanecía inexpresivo, pero sus ojos habían adquirido un brillo similar a una fina película de cristal.

—Eso no es justo —dijo, frotándose suavemente los ojos con la palma de la mano.

—Nada es justo —dije—. ¿No dices que no funcionamos?

Levantó una mano.

—¿Qué es lo que funciona, Ange? —pregunté.

Dejó caer la barbilla hacia el pecho y permaneció así bastante tiempo.

—Nada —dijo.

—Ya lo sé —admití, con voz ronca.

Soltó otra risa sofocada, se secó la cara de nuevo.

—Yo también odio ese momento de las cinco de la mañana, Patrick. —Alzó la cabeza y sonrió con labios temblorosos—. ¡Lo odio tanto!

—¿De verdad?

—Sí, de verdad. ¿Te acuerdas del tipo con el que iba?

—Trey —dije.

—Lo pronuncias de tal forma que parece una palabrota.

—¿Qué pasa con él?

—Podía mantener relaciones sexuales con él, pero luego no soportaba que me abrazara. ¿Sabes? La forma en que solía volver la espalda y tú me pasabas un brazo por debajo de la nuca y otro por encima del pecho… No podía soportar que lo hiciera otra persona.

Lo único que se me ocurría decir era: «Bien».

—Te he echado de menos —susurró.

—Yo también te he echado de menos.

—Soy cara de mantener —dijo—. Me dan arranques de cólera. Tengo mal genio. Odio hacer la colada. No me gusta cocinar.

—Sí —dije—. Todo eso es verdad.

—¡Eh! —exclamó—. ¡Tú tampoco eres ninguna joya, colega!

—Como mínimo, cocino —dije.

Tendió la mano y me acarició esa especie de barba desaliñada —más tupida que una sombra y más fina que una barba normal— que llevaba desde hacía tres años para ocultar las cicatrices que me había hecho Gerry Glyn con una navaja de barbero.

Pasó poco a poco el pulgar entre la barba y me acarició suavemente la piel desollada y gomosa. No es que sean las cicatrices más grandes del mundo, pero son las que yo tengo y soy presumido.

—¿Puedo afeitarte la barba esta noche? —preguntó.

—Una vez me dijiste que me hacía atractivo.

Sonrió.

—Estás atractivo, pero no eres tú.

Pensé en ello. Tres años con una bomba protectora. Tres años escondiendo el daño que me habían causado en la peor noche de mi vida. Tres años ocultando al mundo mis defectos y mi vergüenza.

—¿Quieres afeitarme? —pregunté al cabo de un rato.

Se inclinó hacia mí, me besó.

—Entre otras cosas.