28

—Lo quiero quemar vivo —le dije a Angie por el móvil—. Me gustaría destrozarle la rótula a tiros a ese capullo enfermizo.

—Cálmate.

Estaba sentado en la sala de espera del veterinario al que Vanessa había pedido que lleváramos a Clarence. Había llevado el suave cadáver hasta allí y lo había depositado encima de una mesa fría y metálica. Después, la expresión de los ojos de Vanessa me indicó que quería que me fuera y salí a la sala de estar.

—¡Desearía cortarle la cabeza y mearme en su nuca, joder!

—Ahora te pareces a Bubba.

—Me siento como él. Lo quiero muerto, Ange. Quiero que desaparezca. Quiero que todo esto se acabe, ahora.

—Si es así, piensa —dijo—. No te me pongas machote. Piensa. ¿Dónde está? ¿Cómo podemos encontrarle? He comprobado las casas de la lista. No está…

—Trabaja como cartero —dije.

—¿Qué?

—Trabaja como cartero —repetí—. Aquí mismo, en la ciudad. En Back Bay.

—¿Estás bromeando? —preguntó.

—No. Wetterau vivía en Back Bay. Karen siempre estaba en su casa, y según lo que dijo su compañera de piso, sólo iba allí para recoger el correo y algo de ropa.

—Entonces, ¿crees que envió las cartas…? —dijo Angie.

—Desde la casa de Wetterau. En Back Bay. El doctor Dawe siempre envía sus depósitos a apartados de correos de Back Bay. Las direcciones no tienen ninguna importancia, ya que siempre intercepta el correo antes de que llegue a su destino. Vanessa vive en Back Bay. De repente, las cartas que manda no llegan. Le hemos atribuido demasiado mérito a ese desgraciado. No va corriendo de un lado a otro con el tiempo justo para hacerse con el correo de la gente. Sencillamente lo roba en la oficina de correos.

—¡Un cartero de mierda! —exclamó Angie.

Se abrió la puerta; vi cómo Vanessa se apoyaba en el marco y escuchaba lo que el doctor le decía.

—Tengo que irme —le dije a Angie—. Nos vemos luego.

El amoratado rostro de Vanessa estaba pálido y entró en la sala de espera con pasos rígidos.

—Estricnina —dijo mientras se acercaba— inyectada en trozos de carne de primera calidad. Es así como creen que mató a mi perro.

Intenté acariciarle el hombro, pero me apartó la mano.

—Estricnina —repitió, y se dirigió hacia la salida—. Ha envenenado a mi perro.

—Cada vez me acerco más a él —dije mientras salíamos—. Le voy a pillar.

Permaneció de pie en las escaleras de piedra, me miró con una sonrisa de fantasma, ingrávida y etérea.

—Muy bien, Patrick, porque ya no me puede quitar nada. La próxima vez que hables con él se lo dices, ¿de acuerdo? Ya no me queda nada.

—¡Cartero! —exclamó Bubba.

—Piénsalo —dije—. Pensamos que era casi omnipotente, pero en realidad es limitado. Sólo tenía acceso a los archivos a través de Diane Bourne y Miles Lovell y a la correspondencia de la gente que vivía en Back Bay. Interceptó el correo de Karen y de Vanessa y se aseguró de que los depósitos de dinero fueran a parar a apartados de correos de Back Bay. Eso quiere decir que o bien trabaja en el departamento de clasificación de la Oficina de Correos Central, en cuyo caso tendría que clasificar unos cuantos miles de cartas cada noche para encontrar las que busca, o…

—O es su recorrido habitual —dijo Bubba.

Negué con la cabeza.

—No. Tendría que revisar el correo delante de la gente. Eso no funcionaría.

—Es el conductor de ese recorrido —dijo Angie.

Asentí.

—Conduce la camioneta de reparto, vacía los buzones azules y llena los verdes. Sí, ése es nuestro chico.

—Odio a los carteros —dijo Bubba.

—Porque ellos odian a tus perros —apuntó Angie.

—Quizás ha llegado el momento de adiestrar a los perros para que les odien a ellos —dije.

Bubba movió la cabeza.

—¿Envenenó al perro? —preguntó.

Asentí.

—He visto morir a personas, y aun así me afectó.

—Las personas no aman como los perros —dijo Bubba—. ¡Mierda! ¡Los perros —dijo con el tono de voz más tierno que jamás le hubiera oído— lo único que saben hacer si les tratas bien es quererte!

Angie tendió la mano y acarició la de Bubba; él le dedicó esa sonrisa suya tan dulce y encantadora.

Luego me miró y la sonrisa se volvió mezquina; se rió entre dientes.

—¡Caramba, caramba, caramba! ¿De cuántas formas diferentes vamos a joder al Wesley ese, amigo mío? —Alzó la mano.

Chocamos las palmas.

—De unas dos mil, para empezar —respondí.

Aunque a uno le parece la calle más bonita del país, cuando ya lleva demasiado tiempo allí, empieza a verla fea. Hacía dos horas que Angie y yo estábamos sentados en la calle Beacon, a medio camino entre Exeter y Fairfield, con los buzones a unos cuarenta metros de distancia a nuestra derecha; durante todo ese tiempo tuve muchas oportunidades para apreciar las residencias urbanas de carbón oscuro y las rejas de hierro forjado que colgaban bajo las resplandecientes buhardillas blancas. Había disfrutado del intenso aroma veraniego de la abundante flora que flotaba en el aire y de la forma en que las gruesas gotas de lluvia caían de los árboles y golpeaban el suelo con estrépito como monedas. Sabía con exactitud cuántos edificios tenían tejados con flores o con macetas que sobresalían de las repisas de las ventanas; también sabía en qué edificios vivían hombres o mujeres de negocios, jugadores de tenis, corredores, propietarios de animales domésticos o artistas que salían a toda prisa de sus casas, con las camisas salpicadas de pintura, para regresar a los diez minutos con bolsas de Charrette repletas de pinceles de cerdas cebellinas.

Por desgracia, a los veinte minutos ya había perdido el interés.

Un cartero pasó ante nosotros, con una abultada bolsa rebotándole en la pantorrilla y cubierto con un chubasquero.

—¡Qué más da! —exclamó Angie—. Vayamos a preguntárselo.

—¡Claro! —dije—. No creo que le cuente a Wesley que hay gente que pregunta por él.

El cartero ascendió con cuidado por unas escaleras resbaladizas, llegó al rellano, colocó la bolsa ante sí con un ligero balanceo y metió la mano.

—No se llama Wesley —me recordó Angie.

—Es el único nombre que tenemos en este momento —dije—. Y ya sabes cómo odio los cambios.

Angie tamborileó con los dedos en el salpicadero.

—¡Mierda, odio esperar! —Sacó la cabeza por la ventanilla y dejó que la lluvia le cayera en la cara.

La manera de torcer las piernas y la cintura con el arco que le formaba la espalda me hizo recordar cuando éramos amantes, cuando el coche parecía cuatro veces más pequeño; volví la cabeza y me quedé mirando la calle fijamente a través del parabrisas.

Recuperó la postura y preguntó:

—¿Cuándo fue la última vez que disfrutamos de un día soleado?

—En julio —respondí.

—¿Crees que será por El Niño?

—Por el calentamiento global.

—¿Indicios de un segundo desplazamiento de los casquetes polares? —insinuó.

—Es el principio del diluvio universal. Empieza a preparar el arca.

—Si fueras Noé y Dios te pusiera al mando, ¿qué te llevarías?

—¿Al arca?

—Sí.

—Un aparato de vídeo y todas las películas de los Hermanos Marx. Supongo que tampoco podría sobrevivir demasiado tiempo sin los discos de los Stones o de Nirvana.

—Es un arca —dijo—. ¿Cómo vas a conseguir electricidad en el fin del mundo?

—Los generadores portátiles podrían ser una solución.

Negó con la cabeza.

—¡Mierda! —exclamé—. Entonces no sé si querría vivir.

—Gente —dijo con hastío—. ¿A quién te llevarías?

—¡Ah, gente! —dije—. Deberías haberlo dicho. Sin las cintas de los Hermanos Marx y sin música, debería ser gente que supiera pasarlo bien.

—Eso es indiscutible.

—Veamos —dije—. A Chris Rock para que me hiciera reír, a Shirley Manson para que cantara…

—¿No te llevarías a Jagger?

Negué efusivamente con la cabeza.

—¡Ni hablar! Es demasiado guapo. Tendría muchas menos oportunidades de ligar con tías.

—¡Ah! ¿También habría tías?

—Claro que habría tías.

—¿Y tú serías el único hombre?

—¿Crees que tengo intención de compartir? —fruncí el ceño.

—¡Hombres! —negó con la cabeza.

—¿Qué pasa? El arca es mía. ¡La he construido yo, joder!

—Ya he visto la habilidad que tienes para la carpintería. Ni siquiera saldría del puerto. —Se rió entre dientes y cambió de postura—. ¿Y yo, qué? ¿Y Bubba, Devin, Oscar, Richie y Sherilynn? ¿Dejarías que nos ahogáramos mientras tú jugabas a Robinson Crusoe con esas frescas?

Me di la vuelta y vi una expresión de alegría maliciosa en sus ojos. Ahí estábamos, teniendo que soportar esa vigilancia tremendamente aburrida, manteniendo una de nuestras conversaciones más necias. De repente mi trabajo me pareció divertido otra vez.

—No me había percatado de que también querrías venir con nosotros —dije.

—¿Quieres que me ahogue?

—Así es —contesté. Al cambiar de postura y levantar una pierna del suelo, nuestras rodillas se rozaron—. Lo que intentas decir es que si fuera uno de los últimos hombres que quedara en el planeta…

Se rió.

—Ni aun así tendrías alguna posibilidad conmigo.

Pero no se apartó cuando lo dijo, sino que acercó la cabeza un poco más.

De repente la podía sentir en el pecho, una ráfaga de aire frío que se desencadenaba a medida que giraba con rapidez, que soltaba todo aquello que había bloqueado y que me había dolido desde que Angie saliera de mi casa con la última de sus maletas en la mano.

La alegría abandonó sus ojos y fue sustituida por algo más cariñoso, pero intranquilo; aún dudaba de ciertas cosas.

—Lo siento —dije.

—¿El qué?

—Lo que pasó en el bosque el año pasado con aquella niña.

Me sostuvo la mirada.

Ya no tengo tan claro que yo tuviera razón.

—¿Por qué?

—Quizá nadie tenga derecho a jugar a ser Dios. Mira los Dawe, por ejemplo.

Sonreí.

—¿Qué te parece tan divertido?

—Sólo que… —Le cogí los dedos de la mano derecha; parpadeó pero no los apartó—. Sólo que durante estos últimos nueve meses he estado pensando que tenías razón. Quizás era algo relativo. A lo mejor deberíamos haberla dejado allí. Tenía cinco años y era feliz.

Se encogió de hombros y me apretó la mano.

—Nunca lo sabremos, ¿verdad?

—¿Lo que ha pasado con Amanda McCready?

—Nunca sabremos nada. A veces pienso que cuando seamos viejos y tengamos canas, ¿llegaremos a entender finalmente lo que hemos hecho, las decisiones que hemos tomado, o miraremos atrás y pensaremos en todo lo que podríamos haber hecho?

Mantuve la cabeza muy quieta, con los ojos clavados en los suyos, esperando a que las dudas se disiparan, esperando a que ella viera cualquier respuesta que buscara en mi rostro.

Inclinó la cabeza ligeramente y abrió un poco la boca.

Una camioneta blanca de correos pasó a mi izquierda entre la lluvia, derrapó delante de nosotros, encendió las luces de emergencia y aparcó en doble fila delante de los buzones que había a unos cuarenta y cinco metros de distancia.

Angie se apartó y yo me senté mirando al frente.

Un tipo con un chubasquero transparente y capucha, sobre el uniforme azul y blanco de correos, salió a toda prisa por el lado derecho de la camioneta. Sostenía una caja blanca de plástico; encima había pegado una bolsa de basura con cinta adhesiva para proteger el contenido de la lluvia. El hombre dio la vuelta, se colocó delante de los buzones, puso la caja entre los pies y abrió el buzón verde con una llave.

Tenía casi toda la cara tapada por la lluvia y la capucha, pero cuando vació la caja de cartas en el buzón, pude verle los labios, carnosos, rojos y crueles.

—¡Es él! —exclamé.

—¿Estás seguro?

Asentí.

—Segurísimo. Es Wesley.

—O «el artista anteriormente conocido como Wesley»; así me gusta llamarle.

—Porque necesitas cuidados psiquiátricos.

Mientras observábamos cómo llenaba el buzón verde, el cartero bajó las escaleras de piedra caliza color rojizo y le llamó. Se reunió con él junto a los buzones y empezaron a charlar; después alzaron la cabeza hacia la lluvia, la bajaron de nuevo y se rieron.

Estuvieron charlando un poco más; luego Wesley le saludó con la mano, subió a la camioneta y se alejó.

Abrí la puerta y dejé atrás la exclamación de sorpresa de Angie, mientras corría acera abajo, levantaba la mano y gritaba: «¡Espere, espere!». En ese momento la camioneta de Wesley llegaba al semáforo en verde de la calle Fairfield, seguía avanzando y se colocaba en el carril de la izquierda para girar hacia Gloucester.

El cartero entrecerró los ojos al ver que me acercaba.

—¿Intenta coger el autobús, amigo?

Me incliné, como si me faltara el aire.

—No, esa camioneta.

Tendió la mano.

—Ya se la cojo yo.

—¿El qué?

—La carta. Quería echarla al correo, ¿no?

—¿Eh? No. —Negué con la cabeza y la moví en dirección a la calle Beacon en el momento en que Wesley giraba hacia Gloucester—. Les he visto hablando a los dos, y creo que ése era mi antiguo compañero de habitación. Hace diez años que no le veo.

—¿Scott?

Scott.

—¡Eso es! —exclamé—. ¡Scottie Simon! —empecé a aplaudir de alegría.

El cartero negó con la cabeza.

—Lo siento, amigo.

—¿Por qué?

—Porque ése no es su amigo.

—Sí que lo era —dije—. No hay ninguna duda de que era Scott Simon. Le reconocería en cualquier parte.

El cartero soltó un bufido.

—No se lo tome como una ofensa, señor, pero debería ir al oculista. Ese tipo se llama Scott Pearse y nadie le llama Scottie.

—¡Maldita sea! —exclamé, intentando parecer desilusionado mientras fuegos artificiales de todos los colores estallaban por todo mi cuerpo y me lo electrizaban. Scott Pearse.

Ya te tenemos, Scott. Ya te hemos pillado, ¡maldita sea! ¿Querías jugar? Pues bien, el juego del escondite ya ha terminado. ¡Que empiece el juego de verdad, cabronazo!