La información sobre Wesley, o sobre el hombre que se hacía pasar por Wesley, era de la misma índole que él: escasas apariciones repentinas, intensas y rápidas, para luego desaparecer. Durante tres días trabajamos en la oficina del campanario y en mi casa para intentar obtener —a partir de notas, fotografías y transcripciones aproximadas de las entrevistas que habíamos hecho— cualquier prueba tangible de quién era aquel tipo. A través de los contactos que teníamos en el Registro de Vehículos, en el Departamento de Policía de Boston, e incluso con agentes con los que había trabajado tanto en el FBI como en el Departamento de Justicia, enviamos las fotografías de Wesley a ordenadores conectados con todos los organismos relacionados con la justicia habidos y por haber, incluida la Interpol, y nos pusimos a trabajar a toda velocidad.
—Desde D. B. Cooper no había habido nadie que pasara tan inadvertido como este tipo, quienquiera que sea —dijo Neal Ryerson, del Departamento de Justicia.
A través de Ryerson también conseguimos la lista de los propietarios de todos los Shelby Mustang GT-500 descapotables de 1968 que aún quedaban en Estados Unidos. Tres de los propietarios los habían registrado en Massachusetts. Eran una mujer y dos hombres. Angie, haciéndose pasar por redactora de una revista de automóviles, los visitó en sus casas. Ninguno de ellos era Wesley.
—¡Caramba! Ni tan sólo Wesley era Wesley.
Estuve pensando en lo que Stevie Zambuca había dicho sobre el tipo de Kansas City que respondía por Wesley, pero basándonos en nuestra lista, no había nadie en toda la ciudad que tuviera un Shelby del 68.
—¿Qué es lo que te parece más extraño? —me preguntó Angie un viernes por la mañana, golpeando con la mano la montaña de papeles que tenía encima de la mesa del comedor—. De todo esto, ¿qué destacarías?
—No sé —respondí—. ¿Todo?
Angie hizo una mueca y bebió un sorbo de café de su taza del Dunkin’ Donuts. Cogió la lista que nos habían redactado los Dawe, haciendo un esfuerzo por recordar todo lo que podían, de las direcciones a las que habían mandado dos veces al mes los depósitos en efectivo.
—Esto me fastidia —dijo.
—Sí —asentí. A mí también me fastidiaba.
—En vez de intentar encontrar a Wesley, quizá deberíamos ver dónde nos lleva el dinero.
—Bien, pero me apuesto lo que quieras a que son escondrijos para correo secreto. Seguro que son grandes casas en las que sabía que no había nadie y que el cartero dejaría los paquetes en el porche. Cuando se iba, Wesley sólo tenía que entrar a toda prisa y cogerlos.
—Es posible —dijo— pero y si una sola de ellas fuera la dirección de alguien que conoce a Wesley, o como quiera que se llame…
—Entonces valdría la pena el esfuerzo. Tienes razón.
Puso la lista ante ella.
—Casi todas las direcciones son de por aquí cerca; una de Brookline, dos de Newton, una de Norwell, Swampscott, Manchester-by-the-sea…
Sonó el teléfono, lo cogí.
—¿Diga?
—Patrick —dijo Vanessa Moore.
—Vanessa, ¿qué pasa?
Angie alzó la mirada de la lista y puso los ojos en blanco.
—Creo que tenías razón —dijo Vanessa.
—¿Sobre qué?
—Sobre ese tipo de la cafetería.
—¿Qué pasa con él?
—Creo que quiere hacerme daño.
Tenía la nariz rota y una magulladura marrón amarillento le cubría el hueso orbital del ojo izquierdo, y por debajo de éste tenía una línea negro azabache. Llevaba el pelo despeinado, con las puntas abiertas y encrespadas; debajo del ojo bueno tenía unas bolsas tan oscuras como el morado. La piel, que normalmente era marfileña, se había vuelto gris y ajada. Fumaba como un camionero, a pesar de que una vez me dijo que lo había dejado definitivamente hacía cinco años.
—¿Qué día es hoy? —preguntó—. ¿Viernes?
—Sí.
—En una semana —dijo—. Mi vida se ha venido abajo en una sola semana.
—¿Qué te ha pasado en la cara, Vanessa?
La volvió hacia mí mientras andábamos.
—Bien bonita, ¿verdad? —Movió la cabeza y el pelo enmarañado le cayó sobre el rostro—. No llegué a ver al tipo que me lo hizo. No conseguí verle. —Le dio un tirón a la correa que llevaba—: ¡Venga, Clarence, no te entretengas!
Nos encontrábamos en Cambridge, a lo largo del Charles. Dos veces por semana, Vanessa impartía clases de derecho en Radcliffe. Salía con ella cuando le ofrecieron el trabajo y al principio me sorprendió que lo aceptara. Con el salario de Radcliffe ni siquiera podía pagar la factura anual de la tintorería; además, no es que le faltara trabajo precisamente. Sin embargo, lo aceptó sin pensárselo dos veces. A pesar de que tenía mucho trabajo, el hecho de que le ofrecieran dar clases a media jornada le compensaba muchas cosas que ni siquiera era capaz de explicar; además, consiguió que le dejaran llevar a Clarence a clase, lo cual se consideraba la excentricidad de una mente privilegiada.
Habíamos salido del aula y nos habíamos encaminado hacia Brattle; después habíamos cruzado el río para dejar que Clarence pudiera correr por la hierba a sus anchas durante un buen rato. Vanessa permaneció en silencio. Estaba demasiado ocupada fumando.
Cuando empezamos a caminar hacia el oeste por el sendero por donde solía correr la gente, finalmente comenzó a hablar. Avanzábamos muy despacio porque Clarence se paraba a olisquear todos los árboles, a morder todas las hojas caídas y a lamer cualquier taza de café o lata de gaseosa que hubiera en el suelo. Las ardillas, al ver que iba atado, empezaron a fastidiarle, acercándose mucho más de lo que habrían sido capaces; les aseguro que una de las ardillas sonrió cuando Clarence intentó abalanzarse sobre ella, pero la correa tiró de él, se cayó en la hierba boca abajo y se tapó los ojos con las patas como si se sintiera humillado.
Ahora habíamos dejado las ardillas atrás y se limitaba a andar muy despacio y a mascar hierba como un ternero; mientras tanto, Vanessa le hacía la vida imposible.
—¡Clarence! —gritó Vanessa—. ¡Ven aquí!
Clarence la miró, pareció entender lo que le ordenaban y fue en dirección contraria.
Vanessa apretó la correa. Daba la impresión de que iba a estirar con tanta fuerza que decapitaría al pobre tontaina.
—¡Clarence! —dije con el tono de voz normal y firme que había oído un millón de veces que Bubba usaba con sus perros; luego le silbé—. ¡Ven aquí, chico! ¡Deja de hacer el tonto!
Clarence empezó a trotar hacia nosotros y luego, comenzó a andar y a contonear el culo ante Vanessa como una prostituta parisina el día de la toma de la Bastilla.
—¿Por qué a ti te hace caso? —preguntó Vanessa.
—Nota el nerviosismo de tu voz y se altera.
—Sí, bien, tengo mis razones para estar tensa. Es un perro, ¿qué preocupaciones puede tener? ¿No poder hacer la siesta?
Le puse la mano en la nuca y le hice masaje. Tenía la espalda tan tensa y agarrotada como el tronco de un árbol.
Vanessa soltó un largo suspiro.
—Gracias.
Seguí un poco más y noté que empezaba a relajarse.
—¿Sigo?
—Hasta que te canses.
—Ningún problema.
Me dedicó una sonrisita.
—Serías un buen amigo, Patrick, ¿no crees?
—Ya somos amigos —dije sin estar convencido. Aunque el hecho de decirlo planta la semilla que permite que se convierta en realidad.
—¡Estupendo! —exclamó—. Necesito uno.
—El tipo ese que te golpeó…
En su nuca apareció de nuevo la tensión.
—Me dirigía hacia la puerta de una cafetería. Según parece, me esperaba al otro lado. La puerta era de cristal ahumado. Podía verme desde dentro, pero yo a él no. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, la abrió de golpe y me dio en la cara; después, se limitó a pasar por encima de mí, mientras yo estaba tirada en la acera, y se alejó.
—¿Testigos?
—En la cafetería, sí. Dos personas recuerdan haber visto a un tipo alto y delgado con una gorra de béisbol y unas Ray-Bans; no podían ponerse de acuerdo sobre la edad, pero se acordaban perfectamente de las gafas de sol; estaba junto a la puerta y ojeaba un folleto.
—¿Recuerdan algo más de él?
—Sí. Llevaba guantes de aviador. Negros. El tipo ése lleva guantes en pleno verano y a nadie le parece sospechoso. ¡Dios mío!
Se detuvo para encender un tercer cigarrillo. Clarence lo interpretó como la señal para poder abandonar el sendero e irse a esnifar un montón de mierda de otro perro. Con toda seguridad, la razón principal por la que nunca he tenido perro es debido a este aspecto tan pintoresco de su personalidad. Si a Clarence lo dejaran treinta segundos más, seguro que se la comería.
Chasqueé los dedos; alzó los ojos y me dedicó esa mirada aturdida y de culpabilidad que, según creo, es la característica más reveladora de su especie.
—No lo toques —dije, intentando recordar una vez más el tono de voz de Bubba.
Clarence volvió la cabeza con tristeza y se alejó de ahí meneando el culo; seguimos andando.
Era otro día gris de agosto, húmedo y pegajoso, a pesar de que no hacía mucho calor. El sol debía de estar escondido detrás de nubes color pizarra y el termómetro se mantenía en los veinticinco grados. Daba la impresión de que los ciclistas, los que corrían, los que andaban deprisa y los patinadores pasaran ante nosotros a través de una tenue maraña de telarañas.
A lo largo de este trozo de sendero del río, aparecían de modo inesperado pequeños túneles de vez en cuando; no medían más de veinte metros de largo por cinco de ancho y formaban la base de las pasarelas que conducían a los peatones de un lado a otro de la división que había entre Soldiers Field Road y Storrow Drive. En los túneles, ligeramente encorvado, tenía la sensación de estar en un parque de atracciones infantil. Me sentí enorme y un poco tonto.
—Me robaron el coche —dijo Vanessa.
—¿Cuándo?
—El domingo por la noche. Aún no me puedo creer que sólo haya pasado una semana. ¿Quieres que te cuente todo lo que me pasó desde el lunes hasta el jueves?
—Por supuesto.
—El lunes por la noche —dijo— alguien consiguió burlar a los de seguridad, entrar en el edificio y provocar un gran cortocircuito en el sótano. Nos quedamos sin luz unos diez minutos. Nada grave si no fuera porque mi despertador es eléctrico, no sonó por la mañana y llegué más de una hora tarde a las alegaciones de apertura de un maldito juicio por asesinato. —Se quedó sin aliento, tomó aire y se cubrió los ojos con las manos—. El martes por la noche llegué a casa y me encontré una serie de grabaciones pornográficas en el contestador automático.
—Supongo que era una voz de hombre.
Negó con la cabeza.
—No. Quienquiera que fuera había colocado el auricular junto a los altavoces del televisor y se oía una película porno. Gemían cosas como: «Toma eso, zorra», «Córrete en mi cara» y guarradas de ese estilo. —Tiró el cigarrillo en la arena húmeda que había a la izquierda del sendero—. En una situación normal, supongo que no habría prestado demasiada atención, pero ya empezaba a tener miedo y había veinte mensajes en total.
—¡Veinte! —exclamé.
—Sí. Veinte grabaciones distintas de películas pornográficas. El miércoles —dijo con un largo suspiro— alguien me robó la cartera del bolso mientras comía en el patio del tribunal federal. —Le dio un ligero golpe al bolso que le colgaba del hombro—. Lo único que me queda es dinero en efectivo y las pocas tarjetas de crédito que, de modo inteligente, dejé en la cómoda de casa porque abultaban demasiado en la cartera.
A mi izquierda, Clarence se detuvo de repente y ladeó la cabeza hacia arriba a la izquierda.
Vanessa se paró. Estaba demasiado cansada para tirar de la correa; Y yo me detuve junto a ella.
—¿Sabes si se hizo alguna compra con las tarjetas de crédito robadas antes de que te dieras cuenta de que habían desaparecido?
Asintió.
—En una tienda especializada en caza y pesca en Peabody. Un hombre, los malditos empleados recuerdan que era un hombre, pero no se dieron cuenta de que usaba la tarjeta de crédito de una mujer, compró varios metros de cuerda y una navaja.
A unos ciento cincuenta metros de distancia, tres adolescentes salieron patinando a toda velocidad de uno de los túneles, deslizando los pies hacia delante y hacia atrás con gran destreza, con los cuerpos agachados y los brazos balanceándose al ritmo de los pies. Parecía decirse tonterías, se reían y se provocaban.
—El jueves —prosiguió Vanessa— me dieron el golpe con la puerta. Tuve que volver al tribunal con una bolsa de hielo en la nariz y solicitar un aplazamiento de emergencia hasta el lunes.
Una bolsa de hielo, pensé, y me toqué la barbilla con cuidado. Wesley debería obtener su propia patente.
—Esta mañana —dijo Vanessa— empiezo a recibir llamadas telefónicas sobre unas cartas que nunca llegaron a su destino.
Clarence soltó un gruñido, con la cabeza aún ladeada y todos los músculos en tensión.
—¿Qué acabas de decir? —Aparté la vista de Clarence y miré a Vanessa con atención; me estremecí al darme cuenta del nexo que Angie y yo habíamos pasado por alto.
—Acabo de decir que algunas de mis cartas nunca llegaron a su destino. ¡No es muy importante, por sí solo, pero unido a todo lo demás!
Nos hicimos a un lado del camino ya que se acercaban los patinadores; las ruedas siseando sobre el asfalto. Con un ojo miraba a Vanessa y con el otro a Clarence, ya que suele salir corriendo y sin previo aviso detrás de cualquier cosa que se mueva rápido.
—Tu correo —dije— no llegó a su destino.
Clarence comenzó a ladrar, pero no a los patinadores; tenía el hocico levantado en dirección a los túneles.
—No.
—¿Dónde echaste las cartas?
—En el buzón que hay delante de mi casa.
—Back Bay —dije, perplejo por haber tardado tanto tiempo en darme cuenta.
Los dos primeros chicos pasaron a toda velocidad por delante de nosotros y entonces vi cómo el tercero levantaba el codo. Me acerqué a Vanessa y la atraje hacia mí; vi una mueca en el rostro del chico al bajar el codo y agarrar la correa del bolso de Vanessa.
La velocidad del chaval, la fuerza del tirón y la extraña forma en que había intentado atraer a Vanessa hacia mí se juntaron para formar un caos que hizo que perdiéramos el equilibrio y que nos flaquearan las piernas. Cuando estiraron el bolso, ella intentó agarrarlo de forma instintiva, y lo torció hacia atrás y hacia arriba mientras yo alargaba el pie para que el chico tropezara; todo esto pasó en menos de un segundo, y simultáneamente Vanessa fue empujada con violencia hacia atrás, chocó conmigo y me tiró al suelo de espaldas.
Los patines del chaval se elevaron por encima de mis manos, que había alargado para agarrarle; Vanessa soltó la correa, ya que se golpeó la cadera con la acera y se dio un topetazo en el abdomen con mi rodilla. Oí cómo se le entrecortaba la respiración y cómo gritaba de dolor por el golpe en la cadera; el chico se dio la vuelta y me miró al tiempo que aterrizaba. Se rió.
Vanessa se dio la vuelta y me dejó libre.
—¿Estás bien?
—No puedo respirar —respondió a duras penas.
—Te has quedado sin aire. Espera aquí. Volveré enseguida.
Asintió, respirando con dificultad, mientras yo me disponía a perseguir al chico.
Se había unido al resto del grupo y me aventajaban sólo veinte metros. Por cada diez metros que corría, ellos ganaban cinco. Corría todo lo que podía, y a pesar de que soy bastante rápido, cada vez me adelantaban más hasta que llegaron a un sendero recto, sin curvas y sin túneles.
Incliné la mano hacia abajo mientras corría, cogí una piedra con rapidez, avancé cuatro pasos más y la lancé a la espalda del chico que tenía el bolso de Vanessa. La tiré con la mano inclinada, poniendo todo mi empeño en ello y levantando los pies del suelo, como si fuera Ripken lanzando de tercera a primera en un partido de béisbol.
La piedra le dio en la parte superior de la espalda, entre los hombros, y el chico se doblegó como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Su desgarbado cuerpo se inclinó hacia la izquierda y uno de los patines dejó de tocar el suelo. Movía los brazos, con el bolso de Vanessa colgándole de la mano izquierda, y entonces perdió el equilibrio completamente. Se cayó de bruces; la cabeza iba a golpear el suelo, apoyó las manos demasiado tarde, el bolso salió disparado y cayó encima del césped que había a su izquierda; mientras tanto, el chico hizo una voltereta triple encima del asfalto.
Sus amigos se dieron la vuelta, le miraron con estupor y aceleraron la marcha. Llegaron a una curva y desaparecieron en el mismo momento en que alcanzaba al acróbata.
A pesar de que llevaba almohadillas protectoras en las rodillas y en los codos, parecía que lo hubieran lanzado desde lo alto de un avión. Tenía los brazos, las piernas y la barbilla llenas de rasguños y contusiones de un claro color rosado. Se dio la vuelta y me alegró ver que era mucho mayor de lo que había supuesto en un principio; como mínimo, tenía veinte años.
Recogí el bolso de Vanessa y el chico dijo:
—Sangro por todas partes, cabronazo.
Divisé un CD, un juego de llaves y una caja de pastillas de menta encima del césped, pero por lo demás parecía estar todo. Las facturas con un clip y las tarjetas de crédito atadas con una goma elástica estaban en el fondo del bolso entre cigarrillos, un encendedor y el maquillaje.
—¿Estás sangrando? —pregunté—. ¡Oh, vaya!
El chico intentó sentarse, pero cambió de opinión y se dejó caer pesadamente de nuevo.
Sonó mi móvil.
—Ese debe de ser él —dijo el chico, con la respiración entrecortada.
A pesar de la humedad, la columna vertebral se me había convertido en hielo seco.
—¿Qué?
—El tipo que nos dio cien pavos para que te quitáramos de en medio. Dijo que llamaría. —El chico cerró los ojos y se lamentó del dolor.
Saqué el móvil del bolsillo delantero de mis vaqueros y volví la cabeza liada la curva en la que había dejado a Vanessa. Que se joda el chaval este, pensé. Tampoco sería capaz de decirme nada.
Y empecé a correr mientras me acercaba el teléfono a la oreja.
—Wesley.
Oía bufidos y como si alguien masticara cerca del auricular; la voz de Wesley resonaba en el fondo como si estuviera en un cuarto de baño.
—¿Quién es un buen perro? Sí, muy bien, chico. Muy bien, eso es. Hum. Mastica bien, colega.
—Wesley.
—¿Es que no te dan de comer en casa? —se oyó la voz de fondo de Wesley mientras Clarence seguía masticando con avidez.
Giré la curva y vi a Vanessa intentando ponerse en pie, a unos ciento cincuenta metros de espaldas al túnel; allí podía divisar las oscuras siluetas de un perro pequeño y de un hombre alto inclinado hacia él, con la mano debajo del hocico.
—¡Wesley! —grité.
El hombre del túnel se enderezó y Vanessa se dio la vuelta y miró hacia el túnel, ya que la voz de Wesley le llegaba directamente por el teléfono.
—Me encanta llamar a los perros con un silbido, Pat. Nosotros no oímos nada, pero ellos se vuelven como locos.
—Wesley, escúchame…
—Nunca se puede saber con certeza qué puede hacer que una mujer se rompa en pedazos como si fuera un maldito huevo. Lo divertido es ir probando.
Interrumpió la conexión y el tipo del túnel salió por el otro lado y desapareció.
Pasé ante Vanessa, señalé a su desencajado rostro.
—¡Quédate aquí! ¿Me has entendido? —le dije.
Intentó alcanzarme.
—¿Patrick? —Se puso la mano en la cadera, hizo una mueca de dolor y siguió intentando correr.
—¡Quédate ahí! —grité; podía oír la desesperación en mi voz mientras corría con el torso vuelto hacia ella.
—No. ¿Qué estás…?
—¡No des ni un paso más, joder!
Le lancé el bolso y los contenidos se desparramaron ante ella por el suelo; Vanessa se quedó mirando cómo rebotaba el bolso y cómo el clip se deslizaba por el suelo. Se agachó para cogerlo y me volví hacia delante, dispuesto a acelerar la marcha.
Sin embargo, a medida que me acercaba al túnel, disminuí el ritmo, ya que sentí que algo me crecía en el pecho, me subía por el esófago y me atrapaba, con escozor, incluso antes de llegar a verlo.
Clarence salió de la oscuridad tambaleándose; sus tristes ojos de perro se habían vuelto confusos y temerosos.
—¡Ven aquí, chico! —dije con dulzura; me puse de rodillas y sentí que el escozor líquido de la garganta me llegaba a los ojos.
Dio cuatro pasos más con sus temblorosas patas y se sentó en cuclillas. Me miraba con los párpados caídos, como si intentara preguntarme algo.
—¡Eh! —susurré—. ¡Eh, amigo! ¡Ya ha pasado todo!
Tuve que hacer un esfuerzo para no apartar la mirada de su perpleja expresión de dolor, de esa perspicaz pregunta.
Bajó la cabeza poco a poco y vomitó un chorro de líquido negro.
—¡Dios mío! —Lo dije con una especie de susurro ronco.
Me arrastré hacia él y cuando le toqué la cabeza pude sentir el fuego, el calor de la fiebre. Se dio la vuelta, se tumbó de lado y comenzó a resollar. Me recosté de lado junto a él y me miraba mientras lo acariciaba.
—¡Eh! —le susurré mientras ponía los ojos en blanco—. No estás solo, Clarence. ¿De acuerdo? No estás solo.
Abrió la boca de par en par, como si estuviera a punto de bostezar, y un atroz estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, desde las patas traseras hasta la cabeza.
—¡Maldita sea! —exclamé cuando murió—. ¡Maldita sea!