—¡Es ella! —exclamé al ver pasar a Siobhan por la calle de los Dawe, con su cabecita y el cuerpo encorvados como si esperara que cayera granizo.
—¡Hola! —dije cuando pasó delante del Porsche.
—¡Hola! —Me dedicó una mirada tan monótona que era evidente que encontrarme allí no le sorprendía nada.
—Tenemos que ver a los Dawe.
Asintió.
—Me han ordenado que no les deje entrar.
—Sólo queremos hablar —dije—. No he hecho nada.
—De momento —añadió.
—De momento. Tengo entendido que están en Nueva Escocia. Necesito la dirección.
—¿Por qué debería ayudarle?
—Porque le trata como a una criada.
—Soy la criada.
—Es su trabajo —dije—. No lo que es.
Hizo un gesto de asentimiento, miró a Angie.
—¿Es su compañera?
Angie alargó la mano y se presentó. Siobhan se la estrechó.
—Bien, de hecho no están en Nueva Escocia.
—¿No?
Negó con la cabeza.
—Están en casa.
—¿Llegaron a irse?
—Sí, se fueron —contempló la casa por encima del hombro—, pero regresaron. Creo que su compañera, con lo guapa que es, podría llamar al timbre y conseguir que le abran la puerta, siempre que no le vean a usted, señor Kenzie.
—Gracias —dije.
—No me lo agradezca. Pero, por el amor de Dios, no los mate. Necesito el trabajo.
Bajó la cabeza, se encorvó y se alejó.
—¡Vaya tipa más dura!
—Sin embargo, me gusta mucho su forma de hablar.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Angie con una mueca.
Aparcamos calle arriba y nos encaminamos de nuevo hacia la casa de los Dawe; anduvimos con rapidez por el camino que llevaba a la casa, con la esperanza de que nadie estuviera mirando por la ventana, ya que la única alternativa que teníamos era echarle agallas y esperar a que nadie me viera desde dentro, cerrara la puerta con llave y llamara a la policía de Weston.
Llegamos a la puerta principal; mientras yo me colocaba a la derecha, Angie abrió la puerta de red metálica y llamó al timbre.
Tardaron un minuto, pero la puerta principal se abrió al fin y oí la voz de Cristopher Dawe.
—¿Sí?
—¿El doctor Dawe? —preguntó Angie.
—¿Qué puedo hacer por usted, señorita?
—Me llamo Angela Gennaro. He venido para hablarle de su hija.
—¿Karen? ¡Santo cielo! ¿Trabaja para algún periódico? Fue una tragedia que sucedió…
—De Naomi —dije—, no de Karen.
Me acerqué a la puerta y me crucé con la mirada de Christopher Dawe. Tenía la boca abierta, el rostro pálido como la cera y se tocaba la barba de chivo con mano temblorosa.
—¡Hola! —dije—. ¿Se acuerda de mí?
Christopher Dawe nos condujo a un porche cercado de la parte trasera con vistas a una gran piscina, un extenso jardín y un estanque —tan pequeño que parecía una moneda— en la lejanía a través de una pequeña hilera de árboles. Hizo una mueca cuando nos sentamos ante él.
El doctor Dawe se cubrió los ojos con una mano y nos miró a través de los dedos. Al hablar daba la impresión de no haber dormido en toda la semana.
—Mi mujer está en el club. ¿Cuánto quieren?
—Una tonelada —contesté—. ¿Cuánto tiene?
—Así pues —dijo—, trabajan para Wesley.
Angie negó con la cabeza.
—En su contra. Sin lugar a dudas, en su contra.
Señaló mi mandíbula hinchada. Christopher Dawe apartó la mano de los ojos.
—¿Eso se lo ha hecho Wesley?
Asentí.
—¡Wesley! —exclamó.
—Según parece, se las arregla bastante bien.
Me observó con atención.
—¿Cómo se lo hizo exactamente, señor Kenzie?
—Creo que en la barbilla me dio una patada con giro, pero no estoy seguro. Después empezó a golpearme como David Carradine y me dejó hecho picadillo.
—Mi hijo no sabe karate.
—¿Cuándo le vio por última vez? —preguntó Angie.
—Hace diez años.
—Supongamos —dije— que ha aprendido. Volvamos a Naomi.
Christopher Dawe levantó una mano.
—Un momento. Cuénteme cómo se mueve.
—¿Cómo se mueve?
Extendió las manos.
—Sí, cómo se mueve; cómo anda, por ejemplo.
—Con soltura —dijo Angie—. De hecho, parece que se deslice.
Christopher Dawe abrió la boca y luego se la cubrió con los dedos, desconcertado.
—¿Qué? —preguntó Angie.
—Mi hijo —respondió Christopher Dawe— nació con una pierna seis centímetros más corta que la otra. Hay muchas cosas que caracterizan el modo de andar de mi hijo, pero el garbo no es precisamente una de ellas.
Angie metió la mano en el bolso y extrajo una fotografía de Wesley y de mí en la terraza. Se la pasó al doctor Dawe.
—Éste es Wesley Dawe.
El doctor Dawe contempló la fotografía y la dejó en la mesa auxiliar que nos separaba.
—Este hombre —dijo Christopher Dawe— no es mi hijo.
Desde el porche, y a través de la pequeña hilera de árboles, el estanque en el que murió Naomi Dawe parecía un charco azul. Era liso y daba la impresión de que el calor lo estaba secando, como si fuera a desaparecer mientras uno lo contemplaba; como si se lo fuera a tragar la tierra y pudiera ser reemplazado por lodo oscuro. Parecía imposible que ese hoyo pudiera haberse cobrado una vida.
Me di la vuelta, contemplé la fotografía que había encima de la mesa auxiliar.
—Entonces, ¿quién es este tipo?
—No tengo ni la más remota idea.
Clavé el dedo índice en la fotografía.
—¿Está seguro?
—Estamos hablando de mi hijo —respondió Christopher Dawe.
—Han pasado diez años.
—De mi hijo —repitió—. Ni siquiera se parecen. Quizá la barbilla, pero eso es todo.
Alcé las manos, me dirigí de nuevo hacia la puerta y observé el reflejo de la casa ondeando en la piscina.
—¿Cuánto tiempo hace que le chantajea?
—Cinco años.
—Sin embargo, se marchó hace diez.
Asintió.
—Durante los cinco primeros años vivía de la renta de un fideicomiso; cuando eso se acabó, se puso en contacto conmigo.
—¿Cómo?
—Me llamó por teléfono.
—¿Le reconoció la voz?
Se encogió de hombros.
—Susurraba, pero hablaba de los recuerdos de su niñez, de cosas que sólo Wesley podía saber. Me ordenó que le mandara diez mil dólares en efectivo por correo ordinario cada dos semanas. La dirección a la que se lo mandaba cambiaba con frecuencia; algunas veces eran apartados de correos, otras hoteles y, rara vez, eran direcciones corrientes. Siempre eran ciudades y estados diferentes.
—¿Había algo que siempre fuera igual?
—La suma de dinero. Durante cuatro años, le mandé diez mil cada dos semanas y los apartados de correos en los que debía dejar el dinero siempre estaban en Back Bay. A partir de entonces, eso cambió.
—Acaba de decir que hubo cierta coherencia durante cuatro años —dijo Angie—. ¿Qué sucedió durante el último año?
—Decidió que quería la mitad —respondió con voz ronca.
—¿La mitad de su fortuna?
Asintió.
—¿De qué cantidad de dinero estaríamos hablando, doctor?
—No me siento obligado a comunicarle el tamaño de mi fortuna familiar, señor Kenzie.
—Doctor, tengo documentos clínicos que prueban que la niña que se ahogó en su estanque no era la misma que su mujer dio a luz. Dígame todo lo que deseo saber.
Suspiró.
—Aproximadamente, seis coma siete millones. Una cantidad que empezó a ganar mi abuelo hace noventa y seis años cuando llegó por estos parajes y…
Le hice un gesto con la mano para que se detuviera. Su leyenda familiar no me importaba en lo más mínimo.
—¿Incluye sólo los bienes inmuebles?
Asintió.
—Incluye acciones, bonos, valores transmisibles, letras del Tesoro y reservas en metálico.
—Y Wesley, o quien se hace pasar por él, su intermediario o quien demonios sea, le pidió la mitad.
—Sí. Dijo que nunca más volvería a molestarnos.
—¿Le creyó?
—No. Sin embargo, según él, mi única alternativa era obedecerle. Desgraciadamente, tal y como fueron las cosas, no accedí a sus deseos. Creía que sólo tenía una opción. —Suspiró—. Nosotros, mi mujer y yo, creíamos que sólo había una salida. Estábamos hartos de dejarnos intimidar por sus amenazas, señor Kenzie, señorita Gennaro. Decidimos no pagarle más, ni un centavo. Si quería ir a la policía, que fuera, pero aún así no conseguiría nada. Pasara lo que pasara, estábamos cansados de escondernos y de pagar.
—¿Cómo reaccionó Wesley? —preguntó Angie.
—Se rió —contestó Christopher Dawe—. Dijo exactamente: «El dinero no es lo único que os puedo arrebatar». —Negó con la cabeza—. Creía que hablaba de esta casa o de la casa de verano, o de algunas antigüedades clásicas y obras de arte. Sin embargo, no se refería a eso.
—Karen —dijo Angie.
Christopher Dawe asintió con gesto cansado.
—Karen. No lo sospechamos hasta prácticamente el fin. Siempre había sido… —Alzó la mano, intentando encontrar la palabra adecuada.
—¿Débil? —insinué.
—Débil —asintió—. Y todo empezó a salirle mal. Lo que le sucedió a David fue un accidente y creímos que no era lo bastante fuerte para soportarlo. Odiaba su debilidad. La despreciaba. Cuanto más bajo caía, mayor desdén sentía hacia ella.
—¿Y cuándo vino en busca de ayuda?
—Tomaba drogas y se comportaba como una prostituta. Ella… —Se llevó las manos a la cabeza—. ¿Cómo íbamos nosotros a saber que Wesley estaba detrás de todo esto? ¿Cómo podíamos llegar a imaginar que una persona fuera capaz de volver a otra loca a sabiendas? ¿A su hermana? ¿Cómo? ¿Cómo podíamos saberlo?
Bajó las manos y se tapó la cara; volvió a observarnos por entre los dedos.
—A Naomi —dijo Angie— la cambiaron al nacer.
Hizo un gesto de asentimiento.
—¿Por qué?
Dejó caer las manos.
—Tenía una enfermedad del corazón llamada Truncus arteriosis. No es algo que se contagie en la sala de partos, pero era mi hija e hice mis propios análisis. Oí rumores y decidí hacer unas cuantas pruebas más. En aquella época, se creía que no se podía operar de Truncus arteriosis. Incluso hoy en día, suele ser mortal.
—Así pues —dijo Angie—, cambió a su hija por un modelo mucho mejor.
—No fue una decisión tomada a la ligera —dijo con los ojos muy abiertos—. Lo pasé muy mal, de verdad. Pero una vez que estaba hecho a la idea… No tienen hijos. Es evidente. No tienen ni idea de lo que cuesta criar a uno sano, por no hablar de uno en fase terminal. La madre, la madre biológica de la niña que cambié, había sufrido una hemorragia durante el parto. Había muerto dando a luz en la ambulancia. La niña no tenía familia. Todo parecía indicar que Dios me decía, no, me mandaba, en realidad, que lo hiciera. Así pues, lo hice.
—¿Cómo? —pregunté.
Me dedicó una sonrisa temblorosa.
—Les entristecería saber lo fácil que fue. Soy un cardiólogo de prestigio, señor Kenzie, de fama internacional. Mi presencia en la sala de maternidad no podía extrañar a ninguna enfermera ni a ningún estudiante, teniendo en cuenta, además, que mi mujer acababa de dar a luz. —Se encogió de hombros—. Intercambié las listas.
—Y los archivos del ordenador —dije.
Asintió.
—Pero me olvidé de la hoja de admisión.
—Y —Angie se detuvo, temblaba de ira golpeándose la rodilla con el puño— cuando adoptaron a su hija verdadera, ¿cómo se supone que iban a sentirse sus padres cuando muriera?
—Vivió —dijo poco a poco mientras las lágrimas le caían en silencio en las manos—. La adoptó una familia de Brookline. Se llama —se atragantó— Alexandra. Tiene trece años y, según tengo entendido, la visita un especialista del Hospital Beth Israel que, por lo que parece, ha hecho maravillas, ya que Alexandra nada, juega a balonvolea, corre y va en bicicleta. —En ese momento le caía un torrente de lágrimas, en silencio, como lluvia de una nube de verano—. No se cayó en un estanque y se ahogó. ¿Lo ven? No fue así. Vive.
Subió la barbilla y sonrió con alegría mientras las lágrimas le caían por la boca.
—Es irónico, señor Kenzie, señorita Gennaro. Es de una ironía aplastante, ¿no creen?
Angie negó con la cabeza.
—Con el debido respeto, doctor Dawe, más bien lo definiría como un acto de justicia.
Le dedicó un amargo gesto de asentimiento, se secó las lágrimas de la cara y se puso en pie.
Alzamos los ojos y le observamos; al cabo de un rato, también nos levantamos.
Nos acompañó hasta el vestíbulo, y tal como habíamos hecho la otra vez, nos detuvimos junto al altar que habían erigido para su hija. Sin embargo, ese día Christopher Dawe lo admitió. Se puso derecho, metió las manos en los bolsillos y contempló las fotografías una por una; movía la cabeza de manera apenas perceptible.
Observé con atención las fotografías en las que salía Wesley y me percaté de que, a excepción de la altura y el pelo rubio, no se parecía mucho al hombre que creí que era. El joven Wesley tenía ojos pequeños, labios delgados, una expresión de timidez y decaimiento en el rostro, como si estuviera hundido por el peso de su genialidad y su psicosis.
—Un par de días antes de que muriera —dijo Christopher Dawe—, Naomi entró en la cocina y me preguntó qué hacían los médicos. Le contesté que curaban a la gente enferma. Me preguntó por qué la gente enfermaba. «¿Es un castigo de Dios por ser malos?» Le contesté que no. Y entonces dijo: «¿Por qué?», se dio la vuelta y nos dedicó una débil sonrisa. No sabía qué responderle. Evité contestarle directamente. Sonreí como un idiota y aún tenía esa sonrisa de estúpido en la cara cuando su madre la llamó y salió corriendo de la habitación. —Volvió a mirar las fotografías de aquella niña pequeña de pelo oscuro—. Me pregunto si fue eso lo que pensó cuando los pulmones se le llenaron de agua: que había hecho algo malo y que Dios la estaba castigando.
Inspiró ruidosamente por la nariz y sus hombros se tensaron un momento.
—Ahora llama muy poco. Casi siempre escribe. Las veces que llama, habla en susurros. A lo mejor no es mi hijo.
—A lo mejor —dije.
—No le pienso dar ni un céntimo más. Ya se lo he dicho. Le he dicho que ya no hay nada con lo que pueda amenazarme.
—¿Cómo reaccionó?
—Colgó. —El doctor Dawe se alejó de las fotografías—. Sospecho que pronto vendrá a por Carrie.
—¿Qué hará entonces?
Se encogió de hombros.
—Soportarlo. Averiguar lo fuertes que somos. De todas maneras, aunque le pagáramos, nos destruiría igualmente. Creo que está como extasiado con su poder. Creo que lo seguiría haciendo aunque no sacara ningún provecho monetario. Creo que este hombre, quienquiera que sea, mi hijo, el amigo de mi hijo, el que lo haya apresado, quien sea, lo considera la misión de su vida. —Nos dedicó una sonrisa apagada y desesperanzada—. Además, le encanta su trabajo.