El lunes fuimos al trabajo con gran entusiasmo. Angie planeó pasar todo el día intentando ponerse en contacto con una amiga que trabajaba en Hacienda, para ver si podía conseguir información valiosa sobre los ingresos de Wesley Dawe en los años anteriores a su desaparición. Bubba prometió intentar lo mismo con un tipo que conocía en el Departamento de Impuestos de Massachusetts, a pesar de que recordaba que a su amigo le había pasado algo sospechoso, aunque no podía acordarse de qué se trataba.
En el ordenador de la oficina busqué por Internet los listines telefónicos estatales y cualquier otra base de datos que pudiera ocurrírseme. Tecleé Wesley Dawe una y otra vez y en ningún caso conseguí nada.
La amiga de Angie que trabajaba en Hacienda la hizo esperar toda la tarde y Bubba no llamó para informarme de sus progresos; al final, cansado de estar entre cuatro paredes, me fui al centro en coche para ver si podía averiguar algo de Naomi Dawe en los archivos de la ciudad.
No encontré nada raro ni en el certificado de nacimiento ni en el de defunción, pero, de todas formas, anoté toda la información en una libreta y me la metí en el bolsillo trasero mientras salía del ayuntamiento.
Salí por la parte trasera que daba a la plaza del ayuntamiento y dos tipos robustos, algo calvos, con gafas de aviador y finas camisas hawaianas por encima de los vaqueros, se plantaron junto a mí.
—Vamos a dar un paseo —dijo el tipo de mi derecha.
—¡Genial! —exclamé—. Si vamos al parque, ¿me compraréis un helado?
—Este tío es un gracioso —dijo el tipo de la izquierda.
—¡Sí! —respondió el otro—. Se cree que es Jay Leno.
Atravesamos la plaza en dirección a la calle Cambridge y unas cuantas palomas levantaron el vuelo ante nosotros. Podía oírles respirar con dificultad, pero, según parecía, se trataba sólo de un paseo y no algo que tuviera que cuadrar con sus horarios.
Hacía calor, pero un sudor frío empezó a empaparme la frente al ver al Lincoln rosa oscuro aparcado en doble fila en la calle Cambridge. Era el mismo Lincoln que había visto el sábado en el camino de entrada de Stevie Zambuca.
—Parece que Stevie tiene ganas de hablar —dije—. ¡Qué bien!
—¿Te has dado cuenta de que al último no se lo cargó con tanto entusiasmo? —dijo el tipo que tenía a mi derecha.
—Quizá ya no lo encuentre tan divertido —respondió el otro, y con un movimiento extraordinariamente suave y rápido para alguien de su tamaño, deslizó la mano bajo mi camisa y me quitó la pistola.
—No te preocupes —me dijo—. La guardaré en un lugar seguro.
Al acercarnos se abrió la puerta trasera del Lincoln y un tipo joven y delgado salió del coche para aguantarla.
Habría podido montar una escena, pero los dos individuos que tenía al lado probablemente me destrozarían la rótula a tiros y me empujarían dentro a plena luz del día.
Así pues, decidí proceder con elegancia.
Subí al coche, me senté junto a Stevie Zambuca y cerraron la puerta a mis espaldas.
Los asientos de delante estaban vacíos. Por lo que parecía, mis robustos acompañantes se encargaban de conducir.
—Un día —dijo Stevie Zambuca— el viejo ese se morirá. ¿Cuántos años tiene ya? Ochenta y cuatro, ¿no?
Asentí.
—Cuando se muera, cogeré un avión para asistir a su funeral, le haré los últimos honores y volveré a por ti, Kenzie. Prepárate para ese día porque lo haré.
—De acuerdo.
—¿De acuerdo? —Sonrió—. Te crees muy chulo, ¿eh?
No dije nada.
—Bien, pues no lo eres. Pero de momento cooperaré. —Me lanzó una bolsa de papel marrón encima del regazo—. Ahí tienes ocho mil dólares. El tipo ese me pagó diez mil para que te retiraras.
—¿Has hecho negocios con él?
—No, sólo este trabajo. Me dio diez mil para que lo dejaras en paz. El viernes por la noche fue la primera vez que lo vi. Se acercó a uno de mis hombres y le propuso el plan.
—¿Fue él quien te dijo que amenazaras a Bubba para conseguirlo?
Stevie se acarició la barbilla.
—De hecho, sí. Sabe muchas cosas sobre ti, Kenzie. Muchas. Y no le gustas. No le gustas en lo más mínimo, cabronazo.
—¿Sabes dónde vive, dónde trabaja o algo así?
Stevie negó con la cabeza.
—No, pero conozco a un abogado de élite que responde por él. He oído decir que le defendió.
—¿De élite?
Nuestras miradas se cruzaron.
—Sí, de élite. ¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—Me da la impresión de que no encaja.
—Bien, pues, ya se verá. Cuando le veas le das los ocho mil y le dices que los otros dos mil me los he quedado por las molestias.
—¿Cómo sabes que le veré?
—Le pones cachondo, Kenzie. Cachondo, de verdad. No paraba de repetir que habías «interferido». Es posible que Vincent Patriso pueda hacerme desistir, pero con ese tipo no lo conseguirá. Quiere verte muerto.
—No. En realidad lo que quiere es conseguir que yo desee la muerte.
Stevie soltó una risita.
—Quizá tengas algo en el cerebro… Ese tipo es listo, habla muy bien, pero en el fondo, con todo su poder mental, está enfermo, Kenzie. Personalmente, creo que en la cabeza tiene piedras con pajaritos volando alrededor. —Se rió y me puso la mano en la rodilla—. ¡Y le has hecho enfadar! ¿No es estupendo? —Apretó un botón de la puerta y los cerrojos de seguridad se elevaron—. Hasta la vista, Kenzie.
—Hasta luego, Stevie.
Abrí la puerta y parpadeé a causa del sol.
—Sí, ya nos veremos —dijo Stevie mientras yo salía del coche—. Después del funeral del viejo. En primer plano y en color.
Uno de los tipos corpulentos me devolvió la pistola.
—Tómalo con calma, gracioso. Intenta no dispararte a los pies.
Mi móvil sonó mientras atravesaba de nuevo la plaza del ayuntamiento hacia el aparcamiento donde había dejado el coche.
Sabía que era él incluso antes de decir hola.
—Pat, colega, ¿cómo estás?
—Bien, Wesley. ¿Y tú?
—Pues mira, girando a la izquierda, amigo. Oye, Pat.
—Dime, Wes.
—Cuando llegues al aparcamiento, ¿serías tan amable de subir a la cubierta?
—¿Vamos a vernos cara a cara, Wes?
—Trae el sobre que te ha dado Don Guido.
—No faltaría más.
—No nos hagas perder el tiempo llamando a la policía, ¿de acuerdo, Pat? No tienen nada de que acusarme.
Colgó.
Esperé hasta encontrar un lugar del aparcamiento, desde el que no me pudiera ver nadie, y llamé a Angie.
—¿Cuánto tiempo tardarías en llegar a Haymarket?
—¿Con mi forma de conducir?
—Cinco minutos —dije—. Estaré en la cubierta del aparcamiento que hay junto a New Sudbury. ¿Sabes cuál?
—Sí.
Miré a mi alrededor.
—Necesito una fotografía de ese tipo, Ange.
—¿Arriba en la terraza? ¿Cómo quieres que haga una foto allí? Todos los edificios que lo rodean son más bajos.
Encontré uno.
—La cooperativa de antigüedades que hay al final de la calle Friend. Sube arriba.
—¿Cómo?
—No lo sé. Aparte de la maldita autopista no se me ocurre ningún otro sitio desde el que puedas hacer las fotografías.
—Vale, vale, estoy en camino.
Colgó y yo empecé a subir las escaleras de las ocho plantas que conducían a la terraza; estaba oscuro y húmedo y apestaba a orina.
Le vi apoyado con los brazos sobre el pretil contemplando la plaza del ayuntamiento, el Salón Faneuil, esa erupción repentina e imponente del distrito financiero en el cruce de las calles Congress y State. Durante un momento, consideré la posibilidad de hacerle caer, levantándole las piernas para ver qué sonidos hacía mientras daba volteretas en el aire y salpicaba la calle de sangre. Con un poco de suerte, se consideraría un suicidio, y si tenía alma, se asfixiaría de camino al infierno.
Se volvió hacia mí cuando estaba a unos quince metros de distancia. Sonrió.
—Tentador, ¿verdad?
—¿Qué?
—Pensar que podrías haberme tirado desde aquí.
—Un poco.
—Sin embargo, la policía averiguaría con rapidez que la última llamada que hice desde el móvil fue a tu número, calcularían la distancia entre señales y te situarían en el ayuntamiento, seis o siete minutos antes de que yo muriera.
—¡Eso sí que sería un desastre! —exclamé—. ¡Vaya si lo sería! —Saqué la pistola del cinturón—. De rodillas, Wes.
—¡Oh, venga!
—Con las manos detrás de la cabeza.
Se rió.
—Y si no lo hago, ¿me dispararás?
En ese momento debía de estar a unos tres metros de él.
—No, pero te golpearé la nariz con la pistola hasta que sea irreconocible ¿Te gustaría?
Hizo una mueca y miró sus pantalones de lino y el suelo sucio.
—¿Qué te parece si sólo levanto las manos, me registras, y sigo en pie?
—Claro —dije—. ¿Por qué no? —Le di una patada en la parte posterior de la rodilla izquierda y cayó al suelo.
—¡Yo de ti no lo haría! —Se volvió para mirarme; tenía la cara color escarlata.
—¡Oh! —exclamé—. Wesley se está enfadando.
—No tienes ni idea.
—Tú, psicótico, haz el favor de poner las manos detrás de la cabeza, ¿de acuerdo?
Obedeció.
—¡Cruza los dedos!
Volvió a obedecer.
Le palpé el pecho, debajo de la camisa de seda negra que llevaba por fuera, el cinturón, la entrepierna y los tobillos. Llevaba guantes negros de golf en pleno verano, pero le iban demasiado ajustados y eran demasiado pequeños para ocultar una navaja, así que no los miré.
—Lo irónico del caso es —dijo mientras le registraba— que aunque me cachees por todas partes, no me puedes tocar, Pat.
—Miles Lovell —dije—. David Wetterau.
—¿Puedes demostrar que me encontraba en el lugar del accidente?
No. ¡Hijo de perra!
—Tu hermanastra, Wesley —dije.
—Lo último que sé de ella es que suicidó.
—Puedo demostrar que estuviste en el Motel Holly Martens.
—Donde ofrecí ayuda y sustento a mi hermana deprimida. ¿Es eso a lo que te refieres?
Acabé de registrarle y di un paso atrás. Era verdad. No tenía ninguna prueba contra él.
Se dio la vuelta y me miró.
—Oh, ¿ya has acabado?
Bajó las manos y se puso en pie; se limpió los círculos oscuros de las rodillas, pero el alquitrán grasiento y endurecido al sol se quedó estampado en el lino.
—Te mandaré la factura —dijo.
—Muy bien.
Se apoyó de nuevo contra la pared, me miró detenidamente y otra vez sentí un deseo irracional de empujarle; simplemente para oírle gritar.
Era la primera vez que lo veía tan cerca y podía sentir la mezcla de poder y crueldad que emanaba como si fuera una capa que le cubriera los hombros. Su rostro era una extraña combinación de ángulos duros y de madurez: una mandíbula fuerte bajo unos labios rojos y carnosos, una piel marfileña de suavidad pastosa y dulce interrumpida por los pómulos y las prominentes cejas. Volvía a llevar el pelo rubio y, combinado con los labios carnosos y los ojos azules, vibrantes y mezquinos, el efecto total de su rostro era provocativamente ario.
Mientras le observaba con atención, él hacía lo mismo conmigo, inclinando la cabeza ligeramente hacia la derecha, entornando sus ojos azules y una mueca maliciosa insinuándose en las comisuras de su amplia boca.
—Esa compañera que tienes —dijo— está muy buena. ¿También te la tiras?
Daba la impresión de que quisiera que le lanzara tejado abajo.
—Seguro que sí —dijo contemplando la ciudad por encima del hombro—. Te enrollas con Vanessa Moore; a quien, por cierto, me encontré en el juzgado, bastante atractiva; y también te enrollas con la guapa de tu compañera y Dios sabe con quién más. Eres un espadachín, Pat.
Se volvió hacia mí y guardé la pistola en la funda de la espalda porque temía usarla.
—Wes.
—¿Sí, Pat?
—No me llames Pat.
—¡Oh! —exclamó—. Te he encontrado un punto débil. Siempre es interesante. Sabes, nunca se puede estar seguro de cuáles son las debilidades de la gente hasta que les pinchas un poco.
—No es una debilidad, es una preferencia.
—Claro. —Los ojos le brillaban—. Eso es lo que te repites a ti mismo, Pat, hum, tramposo.
Me reí muy a mi pesar. El tipo no abandonaba.
Un helicóptero de la policía de tráfico que procedía de una de las emisoras de radio nos sobrevoló y luego formó un arco por encima de la autopista a medida que la aglomeración de la hora punta empezaba a aumentar en las carreteras de mi izquierda.
—En el fondo odio a las mujeres —dijo Wesley sin alterarse y siguiendo la trayectoria del helicóptero con los ojos—. Como especie, intelectualmente, las encuentro… —se encogió de hombros— tontas. Pero físicamente… —Sonrió y puso los ojos en blanco—. ¡Dios, lo que tengo que hacer para no arrodillarme delante de ellas cuando una tía estupenda se cruza en mi camino! Una paradoja interesante, ¿no crees?
—No —contesté—. Eres un misógino, Wesley.
Soltó una risita.
—¿Insinúas que soy como Cody Falk? —Chasqueó con la lengua—. No conseguirías sacarme de la cama para violar a nadie. Es prosaico.
—Prefieres ir degradando a la gente hasta destrozarles, ¿no?
Alzó una ceja.
—Como con tu hermanastra. Dejarla en tal estado de envilecimiento que la única forma que tenga de expresar su horror sea a través del sexo.
Levantó la ceja un poco más.
—A ella le encantaba. ¿Estás bromeando? ¡Santo cielo, Pat, o como coño te llames, no es eso de lo que se trata el sexo! ¡Del olvido! Y no me vengas con esa retórica políticamente correcta de la comunión espiritual y de hacer el amor. El sexo es follar. El sexo es volver a nuestro estado más animal, al del hombre de las cavernas, al estado más íntimo, al preurbano. Chupamos, arañamos, mordemos y gemimos como animales. Todas las drogas y ayudas matrimoniales, los látigos, cadenas y demás que añadimos al lote son sencillamente extras para intensificar, no para conseguir, el mismo fin: el olvido. Ese estado regresivo que nos transporta siglos atrás y a un estado de evolución anterior. Es follar, Pat. Es el olvido.
Aplaudí.
—Un discurso magnífico.
Hizo una reverencia.
—¿Te ha gustado?
—Lo has estado practicando.
—Claro, lo he estado puliendo a lo largo de todos estos años.
—El caso es, Wes, que…
—¿Qué es, Pat? Dime.
—La poesía no se le puede explicar a un ordenador. Le puedes enseñar la rima o la métrica, pero no comprende ni la belleza, ni los matices, ni la esencia. El hecho de que tú no comprendas lo que es hacer el amor, no significa que no exista un estado superior al del simple folleteo.
—¿Es eso lo que intentas conseguir con Vanessa Moore? ¿Un estado sexual superior? ¿La espiritualidad inherente al acto de hacer el amor?
—No —respondí—, sólo somos amantes.
Se rió.
—¿Alguna vez has sentido amor por una mujer?
—Claro.
—¿Has conseguido alguna vez ese estado espiritual del que hablas?
—Sí.
Asintió con la cabeza.
—¿Y dónde está ahora? ¿O ha habido más de una? ¿Dónde están? Quiero decir, si fue tan estupendo, ¿por qué no estás con alguna de ellas ahora en vez de estar aquí hablando conmigo y de metérsela de vez en cuando a Vanessa Moore?
No tenía respuesta. Al menos ninguna que tuviera ganas de intentar explicarle a Wesley.
Sin embargo, tenía su parte de razón. Si el amor muere, si las relaciones se deterioran, si lo que era hacer el amor se convierte en puro sexo, entonces, ¿era amor verdadero desde un principio? ¿O simplemente se trata de algo que nos vendemos a nosotros mismos para distanciarnos de las bestias?
—Cuando mantuve relaciones sexuales con mi propia hermanastra —dijo Wesley—, la purifiqué. Te aseguro, Pat, que fue sexo voluntario y consentido. Y a ella le encantaba. Consiguió encontrar su esencia, su verdadero yo. —Se dio la vuelta y observó cómo el helicóptero sobrevolaba ampliamente por encima del Puente Broadway y se dirigía de nuevo hacia nosotros—. Al encontrarse con su verdadero yo, todas las falsas ilusiones en que se apoyaba se vinieron abajo. Y ella se desmoronó. La destruyó. Si hubiera sido una persona lo suficientemente fuerte y valiente, le habría ayudado a fortalecerse; en vez de eso, se desmoronó. —Se volvió hacía mí.
—Sí, lo hiciste —dije—. Podría decirse que fuiste tú quien la destruyó, Wes.
Se encogió de hombros.
—Todos llegamos a ciertos momentos en que o nos fortalecemos o nos desmoronamos. Karen encontró el suyo.
—Con tu ayuda.
—Es probable. Y si a partir de ahí hubiera recobrado fuerzas, ¿quién me puede negar que a lo mejor sería una persona más feliz? ¿Cuál es tu límite, Pat? ¿Te has preguntado alguna vez qué elementos de tu versión actual de felicidad podrías soportar perder antes de quedar reducido a un mero reflejo de ti mismo? ¿Qué elementos, eh? ¿Tu familia? ¿Tu compañera? ¿Tu coche? ¿Tus amigos? ¿Tu casa? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de volver a sentirte como si acabaras de nacer? ¿Despojado de todo? Y entonces, en ese momento, Pat, ¿quién serías? ¿Qué harías?
—¿Después de matarte o antes?
—¿Qué motivo tendrías para matarme?
Alargué los brazos, me acerqué a él.
—¡Caramba! No sé, Wes. A algunos tipos los despojas de todo y sólo piensan que ya no tienen nada que perder.
—Claro, Pat. Claro. —Se llevó la mano al pecho—. ¿Pero no se te ocurre pensar que yo ya habría planeado que habría imprevistos de ese tipo?
—¿Quieres decir algo como contratar a Stevie Zambuca para que te librara de mí?
Bajó la vista hacia la bolsa que yo llevaba en la mano.
—Supongo que los servicios de Stevie ya no se encuentran a mi disposición.
Le lancé la bolsa a los pies.
—Más o menos. A propósito, se ha quedado con dos mil dólares por las molestias causadas. Los tíos esos de las bandas, Wes, ya sabes.
Negó con la cabeza.
—Patrick, Patrick, espero que entiendas que hablaba de forma hipotética. No te guardo ningún rencor.
—¡Estupendo! Es una pena que yo no pueda decir lo mismo, Wes.
Bajó la cabeza hasta que la barbilla le tocó el pecho.
—Patrick, créeme, no creo que quieras jugar al ajedrez conmigo.
Le tiré de la barbilla con la mano derecha.
Cuando alzó la cabeza, la alegre crueldad había sido reemplazada por una expresión de furia.
—Ah, sí, sí que quiero, Wes.
—Te diré lo que puedes hacer, Pat. Coge ese dinero. —Tenía los dientes apretados y de repente su rostro se volvió frío—. Llévatelo y olvídate de mí. Ahora no me apetece seguir relacionándome contigo.
—Pero a mí sí que me apetece, Wes. Y mucho.
Se rió.
—Coge el dinero, colega.
Solté una risa a modo de respuesta.
—Pensaba que podías destruirme, tío. ¿Qué te pasa?
La soñolienta maldad apareció de nuevo en sus ojos azules.
—Claro que puedo, Pat. Sólo se trata de una cuestión de tiempo.
—¿Una cuestión de tiempo? Wes, colega, tengo mucho tiempo. He dejado todo lo demás por ti.
Wesley tensó la barbilla, apretó los labios y asintió varias veces con la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. De acuerdo.
Miré hacia la izquierda y divisé un Honda aparcado en la autopista, a unos cuarenta y cinco metros de distancia y unos pocos metros por encima de nosotros; tenía el capó levantado. Las luces de emergencia parpadeaban y los coches no paraban de tocar la bocina; había gente que incluso le hacía un gesto con el dedo mientras Angie, con la cabeza bajo la capota, manoseaba unos cables y disparaba la cámara que había colocado encima de la tapa del filtro de aceite.
Wesley alzó la cabeza y alargó su enguantada mano. Sus ojos verdes tenían un brillo asesino.
—¿Guerra? —preguntó.
Le estreché la mano.
—Guerra. No lo dudes ni un instante.