Bubba apenas sabe leer o escribir. Sólo lo necesario para descifrar los manuales de armas y otros textos con instrucciones sencillas, siempre que vayan acompañados de dibujos. Es capaz de leer sus propios recortes de periódico, pero le cuesta media hora, y tiene problemas si no sabe cómo suenan las palabras fonéticamente. No posee suficiente capacidad intelectual para comprender la compleja dinámica de cualquier tipo de relación entre humanos. Sabe tan poco de política que el año pasado aún tuve que explicarle la diferencia que había entre el Parlamento y el Senado; su desconocimiento de los temas de actualidad es tan total que Lewinski le suena a verbo.
Sin embargo, no es estúpido.
Hay gente que ha pensado que lo es —y las consecuencias han sido funestas— e infinidad de policías y fiscales del distrito judicial, coordinando sus esfuerzos, sólo han conseguido encarcelarle dos veces; en ambas ocasiones por infracciones de armas tan leves en comparación con lo que realmente era culpable, que las condenas más parecían unas vacaciones que un castigo.
Bubba ha recorrido el mundo varias veces y puede decirte dónde conseguir el mejor vodka en pueblos del antiguo bloque soviético de los que nunca has oído hablar, cómo encontrar un burdel limpio en África occidental y dónde conseguir una hamburguesa con queso en Laos. Encima de las mesas esparcidas por todo el almacén de tres plantas que él llama hogar, Bubba ha construido con palos de polo, y de memoria, maquetas de algunas ciudades que ha visitado; una vez comparé su versión de Beirut con un mapa y encontré una callejuela en la maqueta de Bubba que los cartógrafos habían omitido.
Pero allí donde la inteligencia de Bubba se vuelve más notable y desconcertante es en su habilidad innata de ver a través de la gente, sin que ellos siquiera se den cuenta de que se ha fijado en ellos. Bubba es capaz de oler un policía secreta a dos kilómetros de distancia; puede notar que le mienten en un abrir y cerrar de ojos; y su don para olerse las emboscadas está tan extendido entre su gente que sus competidores hace tiempo que han dejado de intentarlo y simplemente le permiten que se lleve su propio trozo de pastel.
Bubba, me dijo Morty Schwartz poco antes de morir, es un animal. Morty lo decía como un cumplido. Bubba tiene unos reflejos perfectos, un instinto inquebrantable y una capacidad de concentración extraordinaria; ninguna de estas habilidades ha sido adulterada ni puesta en peligro por la conciencia. Si Bubba alguna vez había tenido conciencia o sentimiento de culpa, lo había dejado en Polonia, junto con su lengua materna, cuando tenía cinco años.
—Bien, ¿qué te ha dicho Stevie? —me preguntó Bubba mientras cruzábamos la plaza Maverick hacia el túnel.
Debía andarme con cuidado. Si Bubba sospechaba que le estaban usando en mi contra, se cargaría a Stevie y a la mitad de sus hombres, y las consecuencias serían desastrosas.
—No mucho, la verdad.
Bubba asintió.
—Así pues, sólo te ha hecho ir a su casa para estar un rato de cháchara.
—Sí, más o menos.
—Claro —dijo Bubba.
Me aclaré la voz.
—Me ha dicho que Wesley Dawe tiene inmunidad diplomática y que debería mantenerme alejado de él.
Bubba bajó la ventanilla al acercarnos al peaje del túnel Sumner.
—¿Qué importancia puede tener un psicótico hijo de papá para alguien como Stevie Zambuca? —preguntó.
—Según parece, mucha.
No sé cómo, pero Bubba consiguió meter su Hummer entre las cabinas de peaje, le dio tres dólares al operario y subió de nuevo la ventanilla mientras nos acercábamos a los ocho carriles que se atestaban de coches.
—Pero ¿cómo puede ser? —preguntó mientras movía esa máquina de metal enorme y extraña entre la muchedumbre como si fuera un abrecartas.
Me encogí de hombros cuando entramos en el túnel.
—Es un hecho comprobado que Wesley tiene acceso a los archivos de un psiquiatra. Es posible que tenga acceso a los de otros —dije.
—¿Y?
—Y —proseguí— ese acceso podría suministrarle información privada de jueces, policías, contratistas y demás.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Bubba.
—Retirarme —contesté.
Con el rostro teñido por el nauseabundo color amarillento de la luz del túnel, se dio la vuelta y me miró.
—¿Tú? —dijo.
—Sí —respondí—, no soy estúpido.
—Ja —dijo Bubba dulcemente, y volvió la cabeza hacia el parabrisas.
—Sólo quiero dejar que las cosas se enfríen un poco —dije, odiando el indicio de desesperación que notaba en mi voz—. E intentar encontrar otra manera de atacar a Wesley.
—No hay ninguna otra forma —dijo Bubba—. O desarmas a ese tipo o no lo haces. Y si lo haces, Stevie averiguará que has sido tú, por mucho que te esfuerces en intentar borrar las pistas.
—Entonces, ¿me estás insinuando que debería perseguir a Wesley y poner lo que me queda de vida en manos de Stevie Zambuca?
—Puedo hablar con él —dijo Bubba—. Hacerle entrar en razón.
—No.
—¿No?
—No. Supongamos que hablas con él, ¿de acuerdo? Y digamos que no cambia de postura. ¿En qué situación te pones si le pides algo que no tiene intención de darte?
—Pues entonces me lo cargo.
—¿Y después qué? Te cargas a un mafioso y todo el mundo dirá: «No pasa nada».
Bubba se encogió de hombros. Mientras, salíamos del túnel y nos adentrábamos en el North End.
—No acostumbro pensar en las consecuencias.
—Pero yo sí.
Se volvió a encoger de hombros.
—Así pues, ¿piensas retirarte? —dijo.
—Sí. ¿Te supone algún problema?
—No —dijo con frialdad—. Está bien, hombre. Lo que quieras.
No me miró a los ojos cuando bajé del coche. Mantuvo la mirada en la carretera, moviendo ligeramente la cabeza al tiempo que se oían los explosivos ruidos del motor.
Bajé del Hummer y Bubba, sin dejar de mirar la avenida, me dijo:
—Quizá deberías salir.
—¿Salir de dónde?
—De este negocio.
—¿Por qué?
—El miedo mata, tío. Cerrarás la puerta, ¿verdad?
Cerré la puerta y observé cómo se alejaba.
Cuando llegó al semáforo, frenó de golpe y de repente el Hummer vino hacia mí a toda velocidad marcha atrás. Miré la avenida y vi un Escort rojo que avanzaba por el carril de Bubba. La conductora alzó los ojos y vio un Hummer que se precipitaba a la velocidad de un rayo hacia ella. Viró a la izquierda hasta colocarse en el carril de adelantamiento, tocó la bocina, adelantó a Bubba con un estrépito de indignación y le hizo un gesto con el dedo corazón; durante un momento, sus manos dejaron de sujetar al volante.
Bubba se volvió hacia el Escort que se alejaba y también la abroncó. Salió a toda velocidad del Hummer y golpeó el capó con la mano.
—Soy yo.
—¿Qué?
—¡Soy yo! —vociferó—. Ese cabronazo me está utilizando, ¿verdad?
—No, él…
—No puede amenazar a Angie porque está relacionada con el caso. Así que soy yo.
—Bubba, me ha amenazado a mí, ¿de acuerdo?
Echó la cabeza hacia atrás.
—¡Y una mierda! —gritó mirando hacia el cielo.
Dejó caer la cabeza y se acercó al coche; por un momento creí que me iba a pegar.
—Tú —gritó, moviendo el dedo ante mis narices— no vas a retirarte. Nunca lo has hecho y ésa es la razón por la cual mi segunda carrera te ha salvado el pescuezo.
—Bubba…
—¡Y no me importa! —dijo a gritos.
Un grupo de niños dio la vuelta a la esquina, vieron con horror cómo Bubba se inclinaba, y salieron disparados hacia el otro lado de la avenida.
—¡Haz el favor de no volver a mentirme, joder! —exclamó Bubba—. ¡Nunca jamás! Si tú o ella me mentís, me duele una barbaridad. Me entran ganas de ir a mutilar a alguien. ¡A cualquiera! —Se golpeó el pecho con tanta fuerza que si hubiera sido el de cualquier otra persona le habría hecho pedazos el esternón con la misma facilidad que si fuera cristal.
—Stevie me amenazó, ¿verdad?
—¿Qué pasaría si lo hubiera hecho?
Bubba, moviendo sus enorme brazos y golpeando el aire, empezó a escupir saliva por la boca.
—¡Me lo voy a cargar, maldita sea! ¡Le arrancaré el maldito intestino y lo usaré para estrangularle! ¡Le aplastaré la cabeza hasta que…!
—No —dije—. ¿No lo entiendes?
—¿Entender qué?
—Ése es el problema. Eso es precisamente lo que pretende Wesley. La idea de la amenaza no es de Stevie, es de Wesley. Es la manera de funcionar de ese cabronazo.
Bubba se encorvó y respiró profundamente. Parecía un trozo de granito que estuviera a punto de salir de la tierra.
—Me has hecho perder el hilo —dijo al cabo de un rato.
—Estoy convencido —dije lentamente— de que Wesley sabe que Angie guarda relación con el caso y que la única forma de llegar hasta mí es a través de ti. Te lo repito, fue él quien le dio a Stevie la idea de amenazarte, sabiendo que, en el peor de los casos, te enterarías, enloquecerías y conseguirías que nos mataran a todos.
—¡Ah! —dijo dulcemente—. Ese tipo es muy listo.
Un coche azul y blanco se detuvo junto a nosotros y el policía que iba de copiloto bajó la ventanilla.
—¿Algún problema, caballeros?
Su rostro me pareció familiar.
—Sin problemas —respondí.
—¡Eh, tú, grandullón!
Bubba volvió la cabeza y miró al policía haciendo una mueca.
—Eres Bubba Rogowski, ¿verdad?
Bubba miró hacia la avenida.
—¿Has matado a alguien últimamente, Bubba?
—Hace tan sólo unas horas, agente.
El policía soltó una risita.
—¿Ese Hummer es tuyo? —preguntó.
Bubba asintió.
—Apárcalo o te pongo una multa.
—De acuerdo —dijo Bubba volviéndose hacia mí.
—Bien, Rogowski —dijo el policía.
Bubba me sonrió con amargura y negó con la cabeza. Después pasó ante el coche patrulla y subió al Hummer mientras los policías le observaban con amplias sonrisas de satisfacción. Bubba se alejó y encontró un espacio lo bastante grande para aparcar a unos cien metros más allá de la avenida.
—¿Sabes que tu amigo es una puta mierda?
Me encogí de hombros.
—Si no andas con cuidado es posible que también te tomen por una puta mierda.
Entonces reconocí al policía. Mike Gourgouras, el supuesto tesorero de Stevie Zambuca; con toda probabilidad Stevie lo había mandado para asegurarse de que habíamos entendido el mensaje.
—En tu caso, consideraría la posibilidad de distanciarme de un tipo así.
—De acuerdo. —Alcé una mano y sonreí—. Un buen consejo.
Gourgouras me miró con los ojos entreabiertos.
—¿Intentas tocarme las pelotas? —preguntó.
—No, señor.
Me sonrió.
—Tenga cuidado con la gente que elige, señor Kenzie.
La ventanilla chirrió al subir y el coche patrulla se alejó por la avenida; le tocaron la bocina a Bubba una vez mientras éste venía por la acera hacía mí, y después dobló la esquina.
—Los chicos de Stevie —dijo Bubba.
—¿Te has dado cuenta?
—Sí.
—¿Estás tranquilo?
Se encogió de hombros.
—Poco a poco, lo conseguiré.
—De acuerdo —dije—. ¿Cómo podemos quitarnos a Stevie de encima?
—Con la ayuda de Angie.
—No creo que le apetezca tener que pasar por eso.
—No tiene elección.
—¿Por qué?
—Con nosotros muertos, ¿te imaginas lo aburrida que podría llegar a ser su vida? Mierda, tío, sencillamente se marchitaría y moriría.
En cierto modo tenía razón.
Llamé a Sallis & Salk y me dijeron que Angie ya no trabajaba allí.
—¿Por qué no? —le pregunté a la recepcionista.
—Según creo, hubo un incidente.
—¿Qué clase de incidente?
—No puedo hablar de eso.
—Bien, ¿podría decirme si fue ella la que decidió dejar el trabajo o si la despidieron?
—No, no puedo.
—¡Caramba! No puede decirme gran cosa, ¿no cree?
—Lo que puedo decir le es que esta conversación telefónica ha llegado a su fin —dijo, y luego colgó.
Llamé a Angie a su casa, pero me salió el contestador. Aun así, cabía la posibilidad de que estuviera en casa. A menudo desconecta el teléfono cuando está poco sociable.
—¿Incidente? —me preguntó Bubba mientras nos dirigíamos al South End—. ¿Quieres decir un incidente internacional?
Me encogí de hombros.
—Con Angie, no descartaría esa posibilidad.
—¡Caramba! —exclamó Bubba—. ¡Eso sí que sería genial!
La encontramos en casa, tal y como me esperaba. Había estado limpiando y fregando el suelo de madera con jabón Murphy; el Horses de Patti Smith se oía con tal estruendo que tuvimos que gritarle por una ventana abierta porque no oía el timbre.
Bajó la música, nos hizo pasar.
—Si pisáis el suelo de la sala de estar, os arreo —dijo.
La seguimos hasta la cocina.
—¿Qué ha pasado? —dijo Bubba.
—No ha sido nada —contestó—. De todas formas, estaba harta de trabajar para ellos. Usan a las mujeres como si fueran maniquíes de un escaparate; creen que estamos muy atractivas con nuestros trajes Ann Taylor, y nosotras mientras tanto pasando calor.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
Soltó un grito de frustración y abrió la nevera.
—El comerciante de diamantes me dio un pellizco en el culo.
Me lanzó una lata de Coca Cola y luego le tiró otra a Bubba; cogió la suya, la dejó en el mostrador de la cocina y se apoyó en el lavavajillas.
—¿Hospital? —pregunté.
Alzó las cejas por encima de la lata, dio un sorbo.
—En realidad no era necesario, es un llorón. Sólo le di con la mano. Un golpecito. Con los dedos. —Nos mostró la palma—. ¿Cómo iba yo a saber que era hemofílico?
—¿Nariz? —preguntó Bubba.
Asintió con la cabeza.
—Un ligero golpe.
—¿Va a haber juicio?
Soltó un bufido.
—Que lo intente. Fui a mi médico e hizo una foto del morado.
—¿Te fotografió el culo? —preguntó Bubba.
—Sí, Rupert, lo hizo.
—¡Maldita sea! ¡Yo también lo habría hecho!
—Y yo.
—Gracias, chicos. ¿Queréis que me desmaye?
—Queremos que llames al abuelo Vincent —dijo Bubba de repente.
A Angie casi se le cayó la Coca Cola de las manos.
—¿Os habéis estado drogando o qué?
—No —contesté—. Desgraciadamente hablamos en serio.
—¿Por qué?
Se lo contamos.
—¿Cómo habéis conseguido seguir con vida tanto tiempo? —nos preguntó cuando acabamos.
—Es un misterio —respondí.
—Stevie Zambuca —dijo—. Un tarado que se dedica a los homicidios. ¿Aún tiene la Frankie Avalon?
Bubba asintió.
Angie dio un largo trago de Coca Cola.
—Lleva plantillas gruesas.
—¿Qué? —dijo Bubba.
—¡Oh, ya lo creo! Plantillas. En los zapatos. Se las hace especialmente el viejo zapatero ese de Lynn.
El abuelo de Angie, Vincent Patriso, se había encargado antaño (según decían aún lo seguía haciendo) de dirigir las bandas del norte de Delaware. Siempre había sido un tipo discreto, que no aparecía en los periódicos y que nunca fue etiquetado de Don en la prensa seria. Había sido dueño de una panadería y de unas cuantas tiendas de ropa en Staten Island, pero las vendió hará unos cuantos años y ahora divide su tiempo entre una casa nueva en Enfield, Nueva Jersey, y otra en Florida. Así pues, Angie conocía muy bien la lista de mafiosos de Boston; de hecho, creo que sabía más de casi todos ellos que sus propios jefes.
Angie se sentó en la encimera de la cocina, vació su Coca Cola, subió una pierna y apoyó la barbilla en la rodilla.
—¡Llamar a mi abuelo! —exclamó al cabo de un rato.
—No te lo pediríamos —dijo Bubba— si no fuera porque Patrick está muerto de miedo.
—¡Claro, échame la culpa a mí!
—Ha estado llorando todo el camino —añadió Bubba—. Más bien lloriqueando «No quiero morir, no quiero morir». Ha sido muy embarazoso.
Angie inclinó la barbilla hasta que la mejilla tocó la rodilla; después le sonrió y cerró los ojos un momento.
Bubba me miró. Me encogí de hombros y él hizo lo mismo.
Angie levantó la cabeza y bajó la pierna. Se quejó. Se pasó los dedos por las sienes. Se quejó de nuevo.
—Durante todos esos años que estuve casada y soportando los golpes de Phil, nunca llamé a mi abuelo. A pesar de todos los peligros —me miró— en los que nos hemos metido, nunca he llamado a mi abuelo. Esto. —Se levantó la camiseta y nos enseñó la cicatriz de la bala que le había destrozado el intestino delgado—. Y nunca le llamé.
—Claro —dijo Bubba—, pero esto es importante.
Se pasó la lata de Coca Cola vacía por la frente.
Me miró.
—¿Hasta qué punto hablaba Stevie en serio?
—Lo dijo totalmente en serio —respondí—. Nos matará a los dos. —Le hice un gesto con el pulgar a Bubba—. Primero a él.
Bubba soltó un soplido.
Angie se nos quedó mirando un buen rato y, poco a poco, su rostro se fue suavizando.
—Bien, me he quedado sin trabajo. Lo que significa que no podré permitirme el lujo de pagar este piso durante mucho más tiempo. No tengo ningún novio al que agarrarme y no me gustan los animales de compañía. Así pues, supongo que vosotros dos, por muy imbéciles que seáis, sois lo único que tengo.
—¡Para ya! —exclamó Bubba—. Que me estoy emocionando.
Bajó de la encimera.
—De acuerdo. ¿Quién me lleva a una cabina segura?
Usó el teléfono público del vestíbulo del Hotel Park Plaza. Mientras, yo me paseé por los suelos de mármol, admiré los ascensores antiguos con puertas de cobre y los ceniceros de cobre que había a la izquierda de las puertas y deseé que aún estuviera de moda llevar sombreros flexibles, beber whisky de un trago a la hora de comer, encender las cerillas de madera con las uñas y llamar «bobos» a la gente.
—¿Dónde estás, Burt Lancaster, y por qué te has llevado casi todo lo mejor contigo?
Colgó el teléfono, vino hacia mí, totalmente fuera de lugar entre los objetos de bronce y las alfombras orientales de color encarnado, los suelos de mármol y la gente ataviada con seda, lino y algodón de Malasia. Con su camiseta blanca descolorida, los pantalones cortos de color gris y sus sandalias Nike, sin maquillaje y oliendo a jabón Murphy, lo único que tenía que hacer era dedicarme una mueca tan desagradable como aquella para convencerme de que nunca en la vida había visto a nadie que fuera la mitad de formidable que ella.
—Parece que seguirás con vida —anunció—. Me dijo que le diéramos el fin de semana y que mientras tanto nos mantuviéramos alejados de Stevie.
—¿Qué le has tenido que ofrecer a cambio?
Se encogió de hombros encaminándose hacia la salida.
—Tengo que cocinarle un plato de piccata de pollo la próxima vez que pase por aquí y, ah sí, asegurarme de que Luca Brasi duerma con los peces.
—Cada vez que piensas que te vas a librar… —dije.
—Vuelven a enredarme.