A la mañana siguiente de haberme encontrado con Wesley bajo la lluvia, recibí una llamada de Bubba; me dijo que estuviera en la puerta de casa media hora después porque iba a pasar a recogerme.
—¿Adónde vamos?
—A ver a Stevie Zambuca.
Me alejé un poco de la mesilla del teléfono y respiré profundamente. ¿Stevie Zambuca? ¿Por qué demonios querría verme? No le conocía. Suponía que él tampoco habría oído hablar de mí. En cierta forma, esperaba que las cosas siguieran tal y como estaban.
—¿Por qué?
—No lo sé. Me ha llamado y me ha dicho que fuera a su casa y que te llevara conmigo.
—He sido solicitado.
—Si es así como quieres definirlo, muy bien. Has sido solicitado.
Bubba colgó.
Volví a la cocina, me senté a la mesa, me bebí el café de la mañana e intenté respirar con tranquilidad para que no me entrara un ataque de pánico. Sí, le tenía miedo a Stevie Zambuca, pero eso no era nada raro. Casi todo el mundo le tenía miedo a Stevie Zambuca.
Stevie The Pick Zambuca dirigía una banda del este de Boston y de Revere que, entre otras cosas, controlaba la mayor parte de las actividades de North Shore relacionadas con el juego, la prostitución, los narcóticos y las aduanas. A Stevie le llamaban The Pick[11] no porque llevara un pico o estuviera muy delgado o supiera forzar cerraduras, sino porque daba la oportunidad a sus víctimas de escoger la forma en que querían morir. Stevie entraba en la habitación donde tres o cuatro de sus guardaespaldas habían atado a un tipo a una silla; normalmente colocaba un hacha y una sierra para metales delante del tipo y le pedía que escogiera. Hacha o sierra; navaja o espada; garrote o martillo. Si la víctima no sabía qué escoger o no lo hacía en el tiempo estipulado, decían que Stevie usaba un taladro, su arma favorita. Ésa es una de las razones por las cuales los periódicos a veces se equivocaban y le llamaban «El Taladro», lo que, según se comentaba, cabreaba mucho a un tío de Somerville, llamado Frankie DiFalco, que tenía un pene enorme.
Por un momento me pregunté si el guardaespaldas de Cody Falk, Leonard, tendría algo que ver con esto. Después de todo, lo había tomado por un tipo de North Shore. Pero eso era sencillamente el miedo. Si Leonard tenía suficiente poder para conseguir que Stevie Zambuca me hiciera ir a su casa, entonces no le habría hecho falta renunciar al trabajo que le ofrecía Cody Falk.
Esto no tenía ningún sentido. Bubba se movía en diferentes círculos. Pero yo no. ¿Por qué quería verme Stevie Zambuca? ¿Qué había hecho? ¿Cómo podría arreglarlo? Con rapidez. Con extrema rapidez. Seguramente, para ayer.
La casa de Stevie Zambuca era una hacienda fea de varios niveles; estaba situada al final de una calle sin salida en la cima de una colina con vistas a la Ruta 1 y al aeropuerto Logan del este de Boston. Desde allí incluso podía divisar el puerto, pero dudo que lo mirara mucho. Todo lo que Stevie necesitaba ver era el aeropuerto; la mitad de los ingresos de su banda procedía de allí: del sindicato de los despachadores de equipajes y del de transporte, y de la mierda que caía de la parte trasera de los camiones y los aviones para aterrizar en el regazo de Stevie.
La casa tenía una piscina en la parte más alta y una valla de tela metálica alrededor del pequeño jardín que había ante la casa. El jardín trasero era mayor, pero no mucho más; cada tres metros había antorchas de queroseno clavadas en el suelo que iluminaban la mañana de verano azul por la niebla y una temperatura que más parecía propia de octubre que de agosto.
—Es su almuerzo de los sábados —dijo Bubba cuando salimos de su jeep Humvee y nos dirigíamos hacia la casa—. Lo hace cada semana.
—El almuerzo de un mafioso —dije—. ¡Qué curioso!
—Las mimosas están bien, pero mantente alejado de los cannoli, o tu mejor amigo tendrá que hacer de asiento de váter el resto del día.
Una chica de quince años, con un mechón de pelo negro y naranja recogido encima de la frente, nos abrió la puerta; su rostro expresaba la apatía típica de los quinceañeros y una ira reprimida con la que aún no sabía qué hacer.
Entonces reconoció a Bubba y una tímida sonrisa logró aparecer en sus labios.
—¡Hola, señor Rogowski!
—¡Hola, Josephina! Unas mechas muy bonitas.
Se tocó el pelo con nerviosismo.
—¿El naranja? ¿Le gusta? —preguntó.
—Son lo más —respondió Bubba.
Josephina se miró las rodillas, torció los tobillos y se balanceó ligeramente junto a la puerta.
—Mi padre las odia —dijo.
—¡Eh! —exclamó Bubba—. ¡Es típico de los padres!
Josephina se llevó distraídamente un mechón de pelo a la boca, y se siguió balanceando ante la mirada y la amplia sonrisa de Bubba.
¡Bubba de sex-símbol! ¡Ahora sí que ya lo había visto todo!
—¿Está tu padre por ahí? —preguntó Bubba.
—¿En la parte de atrás? —respondió Josephina a modo de pregunta.
—Le encontraremos. —Bubba la besó en la mejilla—. ¿Qué hace tu madre?
—Darme la lata —contestó Josephina—. Como siempre.
—Es lo que siempre hacen las madres —dijo Bubba—. Es divertido tener quince años, ¿verdad?
Josephina alzó los ojos y le miró; por un instante pensé que le iba a coger la cara allí mismo y que le iba a asestar un besazo en sus desmesurados labios.
En vez de eso, giró sobre los pies como una bailarina.
—Me tengo que ir —dijo, y luego salió corriendo de la habitación.
—Una chica extraña —comentó Bubba.
—¡Está loca por ti!
—¡Vete a la mierda!
—¡Que sí, idiota! ¿Estás ciego o qué?
—O te callas o te mato.
—¡Oh! —exclamé—. Vale, no he dicho nada.
—Así está mucho mejor —dijo Bubba mientras intentábamos abrirnos paso entre la multitud de la cocina.
—Sin embargo, lo está.
—Eres hombre muerto.
—Mátame después.
—Si queda algo después de que Stevie acabe contigo.
—Gracias —respondí—. Eres un aguafiestas.
La pequeña casa estaba abarrotada. Dondequiera que uno mirara, veía un mafioso, la mujer de un mafioso o el hijo de un mafioso. La multitud estaba formada por hombres en chándal de terciopelo y camisetas Champion y por mujeres con mallas negras de nilón y vistosas blusas amarillas y negras, moradas y negras o blancas y plateadas. Casi todos los niños llevaban ropa con dibujos de su equipo favorito y mejor cuanto más vistosa.
El interior de la casa era lo más feo que jamás hubiera visto. Escalones de mármol blanco conducían a la cocina y a la sala de estar; estaban cubiertos por una especie de alfombras blancas de lana tan densas que no se veían los zapatos. En la blanca lana había, según parecía, resplandecientes rayas de color perla. Los sofás y los sillones eran de piel clara mientras que la mesa auxiliar, las mesas, y las estanterías que contenían el entretenimiento de la familia eran de un metálico color negro brillante. La parte inferior de las paredes estaba cubierta por una capa de plástico industrial que imitaba las rocas de una cueva, y la parte superior estaba forrada de seda roja. Habían construido una barra, revestida de espejos e iluminada con bombillas de 150 vatios, en uno de los extremos de la pared y la habían pintado de negro para que hiciera juego con las estanterías. Entre las fotografías de Stevie y de su familia que colgaban de las paredes, los Zambuca tenían fotos enmarcadas de sus italianos favoritos: John Travolta en el papel de Tony Manero, Al Pacino en el de Michael Corleone, Frank Sinatra, Dino, Sophia Loren, Vince Lombardi, e inexplicablemente, de Elvis. Supongo que al tener el pelo oscuro y ese estilo de vestir tan discutible, el Rey era una especie de espagueti honorario, la clase de tipo del que uno esperaría que cantara una canción de éxito, luego cerrara la boca y te hiciera un enorme y sabroso bocadillo de salchichas y pimientos.
Bubba estrechó un montón de manos, besó unas cuantas mejillas, pero no se detuvo a hablar; de hecho, nadie parecía tener ningún interés en entablar una conversación con él. Incluso en una habitación repleta de ladrones, atracadores de banco, corredores de apuestas y asesinos, Bubba desprendía una vibración eléctrica por toda la casa, un aura inconfundible que le daba un aire amenazador, como si perteneciera a otro mundo. Los hombres, al verle, sonreían tímida y nerviosamente; los reconstruidos rostros de las mujeres expresaban una extraña mezcla de miedo y excitación.
Al acercarnos a un extremo de la sala de estar, una mujer de mediana edad, que llevaba el pelo teñido de rubio y que tenía un bronceado UVA, extendió los brazos.
—¡Aaah, Bubba! —gritó.
Él la levantó al abrazarla y ella le besó en la cara, de forma tan estridente como lo había saludado.
La volvió a dejar con cuidado encima de la alfombra de lana.
—Mira, ¿cómo estás, cariño?
—¡Estupendamente, grandullón! —Se inclinó hacia atrás, y dio una calada a un cigarrillo tan largo que podría haberle dado a alguien de la cocina si se hubiera dado la vuelta sin cuidado.
Llevaba una blusa azul eléctrico, unos pantalones a juego, y zapatos azules con los dedos al descubierto y un tacón de aguja de diez centímetros. Tanto su rostro como su cuerpo eran un milagro de la medicina moderna: arrugas diminutas donde la mandíbula se une a la oreja, culo respingón, unos pechos que serían la envidia de cualquier chica de dieciocho años y unas manos de porcelana propias de una muñeca.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Has visto a Josephina?
Bubba respondió a la segunda pregunta.
—Sí, nos abrió la puerta. Tiene muy buen aspecto.
—Se pasa el día dando la tabarra —dijo Mira, riéndose a través de una bocanada de humo—. Stevie la quiere meter en un convento.
—¿Hermana Josephina? —preguntó Bubba, arqueando las cejas.
La risotada de Mira resonó por toda la habitación.
—¡Eso sí que sería algo digno de ver! ¡Ja!
Me miró de repente y el brillo de sus ojos desapareció.
—Mira —dijo Bubba—, éste es mi amigo Patrick. Stevie tiene asuntos que tratar con él.
Mira deslizó su suave mano en la mía.
—Mira Zambuca. Encantada de conocerle, Pat.
Odio que me llamen Pat, pero decidí no decir nada.
—Señora Zambuca —dije—. El placer es mío.
Mira no parecía muy contenta de tener un irlandés de piel pálida en su sala de estar, pero me dedicó una sonrisa distante que decía que lo soportaría siempre que me mantuviera alejado de su vajilla de plata.
—Stevie está fuera, junto a la barbacoa. —Inclinó la cabeza en dirección a las ráfagas de humo que ondeaban por las puertas de cristal que daban a la parte trasera—. Cocinando esas salchichas de ternera y cerdo que gustan tanto a la gente.
Especialmente para el almuerzo, pensé.
—Gracias, cariño —dijo Bubba—. A propósito, estás estupenda.
—¡Oh, gracias, cielo! ¡Eres adorable! —Se dio la vuelta y estuvo a punto de incendiar los ocho kilos de pelo de una mujer con el cigarrillo, pero ésta la vio venir y se apartó.
Bubba y yo nos abrimos paso entre la multitud y conseguimos llegar a la parte trasera de la casa. Cerramos la puerta a nuestras espaldas y apartamos con las manos las nubes de humo que llenaban la terraza trasera.
Allí sólo había hombres; la voz de Springsteen, otro mafioso de honor, nos llegaba desde un enorme aparato de música apoyado en la barandilla. Casi todos los tipos eran más gordos que los de dentro y seguían atiborrándose de hamburguesas con queso y perritos calientes llenos de pimientos, cebollas y otras guarniciones del tamaño de un ladrillo.
Un individuo bajito, con un tupé negro azabache que le hacía parecer unos ocho centímetros más alto, se encargaba de la barbacoa. Los vaqueros le cubrían unas zapatillas blancas y lucía una camiseta que llevaba bordadas las palabras EL MEJOR PAPÁ DEL MUNDO en la espalda. Se había puesto un delantal a cuadros rojos y blancos y se servía de una espátula de acero para poder manipular una barbacoa de dos pisos repleta de salchichas, hamburguesas, pechugas de pollo marinadas, perros calientes, pimientos rojos y verdes, cebollas y una pequeña pila de dientes de ajo envueltos en papel de aluminio.
—¡Eh, Charlie! —gritó el hombre bajito—. La hamburguesa la quieres bien negra, ¿no?
—Tan negra como Michael Jordan —gritó una grasienta extensión de carne mientras otros hombres se reían.
—¡Eso sí que es negro! —El tipo bajito asintió con la cabeza, cogió el puro del cenicero que había junto a la barbacoa y se lo metió en la boca.
—Stevie —dijo Bubba.
El tipo se dio la vuelta, sonrió con el cigarro entre los labios.
—¡Hola, Rogowski! ¡Eh, atención, ha llegado el polaco! —exclamó.
Hubo gritos de ¡Bubba!, ¡Rogowski! y ¡Matón! Y algunos hombres le dieron unas palmaditas en su ancha espalda o le estrecharon la mano, pero nadie admitió mi presencia allí, ya que Stevie no lo había hecho. Era como si yo no existiera hasta que él lo dijera.
—Eso de la semana pasada —le comentó Stevie Zambuca a Bubba—. ¿Tuviste algún problema?
—No.
—El bocazas ese, ¿te causó algún dolor de cabeza?
—No —repitió Bubba.
—He oído decir que el ejecutivo ese quiere hacerte sufrir.
—Sí, eso he oído yo también —contestó Bubba.
—¿Quieres que te eche una mano?
—No, gracias —respondió Bubba.
—¿Estás seguro? Es lo mínimo que puedo hacer por ti.
—Gracias —dijo Bubba—, pero ya lo tengo controlado.
Stevie Zambuca alzó los ojos y le sonrió.
—Nunca pides nada, Rogowski. Haces que la gente se ponga nerviosa —dijo.
—¿Y tú, Stevie?
—¿Yo? —Negó con la cabeza—. Por lo que a mí respecta, son cosas de la vieja escuela. Algo que deberían aprender todos esos tipos de ahora. Tú y yo, Rogowski, somos prácticamente todo lo que queda de antaño y no somos tan viejos. ¿Todos ésos? —Se dio la vuelta y contempló la granja de engorde que tenía en la terraza—. Tienen la esperanza de hacer tratos con alguna empresa cinematográfica y de vender ideas geniales a algún agente.
Bubba los miró sin el menor interés.
—He oído decir que Freddy lo tiene muy mal —dijo.
Freddy Constantine el Gordo era el encargado de dirigir a toda aquella multitud, pero se rumoreaba que no duraría mucho. El tipo que había sido elegido para ocupar su puesto estaba asando una salchicha delante de nosotros.
Stevie asintió con la cabeza.
—Ya ha perdido la próstata y la guardan en una bolsa en el Hospital Brigham Women. Me han dicho que los intestinos será lo siguiente.
—¡Qué pena! —exclamó Bubba.
Stevie se encogió de hombros.
—¡Así es la vida! Vives, te mueres, la gente llora y luego deciden a dónde van a ir a comer.
Stevie amontonó cinco hamburguesas en una bandeja del tamaño del escudo de un gladiador y después añadió media docena de perros calientes y algunos trozos de pollo. Mientras sostenía la bandeja en alto gritó:
—¡Venid a por ellas, malditos gordos holgazanes!
Bubba se balanceó sobre sus talones y se metió las manos en la cazadora en el momento en que uno de esos tontainas cogía la bandeja y se la llevaba para condimentarla.
Stevie cubrió la barbacoa, colocó la espátula encima de la bandeja y dio una larga calada a su cigarro.
—Bubba, vete a hablar con la gente y coge algo de comer. Tu amigo y yo vamos a dar una vuelta por el jardín.
Bubba se encogió de hombros y se quedó donde estaba.
Stevie Zambuca me alargó la mano.
—Kenzie, ¿verdad? Venga conmigo.
Salimos del pequeño porche hacia el jardín y avanzamos entre mesas blancas vacías y aspersores cerrados hasta llegar a un pequeño jardín revestido de ladrillos que albergaba una mustia plantación de dientes de león y azafranes.
Junto al jardín había un columpio de madera que colgaba de unos postes de metal y una barra que anteriormente se habría usado de tendedero. Stevie Zambuca se sentó en el lado derecho del columpio y tocó la madera.
—Siéntese, Kenzie.
Me senté.
Stevie se inclinó hacia atrás, dio una larga calada al cigarro y expulsó el humo mientras levantaba las piernas del suelo y mantenía los pies sin rozar la hierba, fascinado, según parecía, por sus zapatillas deportivas blancas.
—¿Cuánto tiempo hace que conoce a Rogowski? ¿Toda la vida?
—Sí —respondí.
—¿Siempre ha estado así de loco?
Bubba atravesó el porche y se preparó una hamburguesa con queso junto a la mesa de los condimentos.
—Siempre se ha dejado llevar por sus instintos —dije.
Stevie Zambuca asintió con la cabeza.
—He oído todas sus historias. Que vivió en la calle desde que tenía ocho años más o menos, que usted y sus amigos solían llevarle comida y cosas por el estilo. Después Morty Schwartz, el antiguo corredor de apuestas judío, lo acogió en su casa y lo crió hasta su muerte.
Asentí.
—Me han contado que lo único que le importa son los perros, la nieta de Vincent Patriso, el fantasma de Morty Schwartz, y usted.
Observé que Bubba se sentaba lejos de la gente y se comía su hamburguesa.
—¿Es verdad? —preguntó Stevie Zambuca.
—Supongo que sí —respondí.
Me dio un golpecito en la rodilla.
—¿Se acuerda de Jack Rouse?
Jack Rouse había sido el cabecilla de los irlandeses hasta que desapareció unos años atrás.
—Claro.
—Le amenazó de muerte poco antes de desaparecer. Y lo hizo abiertamente, Kenzie. ¿Sabe por qué no cumplió su promesa?
Negué con la cabeza.
Stevie Zambuca alzó la barbilla en dirección al porche.
—Por Rogowski. Interrumpió una partida de cartas en la que había muchos jefes y dijo que si a usted le pasaba cualquier cosa, iba a salir a la calle armado e iba a matar a todos los soldados que viera hasta que alguien le matara.
Bubba se acabó la hamburguesa y volvió con su plato de papel a coger la segunda. Los tipos que estaban alrededor de la mesa se apartaron y le dejaron solo. Bubba siempre estaba solo. Él había elegido ser tan diferente del resto, pero también pagaba un precio muy alto.
—Eso es lo que se llama lealtad —dijo Stevie Zambuca—. Intento inculcarla a mis hombres, pero no puedo. Sólo me serán leales mientras les siga llenando la cartera. Como ve, la lealtad no se puede enseñar. Tampoco se puede inculcar. Es como si uno intentara enseñar a amar. Es imposible. Uno lo lleva en el corazón o no. ¿Alguna vez le pillaron mientras le llevaba comida?
—Sí, mis padres.
—Ya.
—Claro.
—¿Recibió algún azote por ello?
—¡Oh, sí! —respondí—. ¡Varios!
—Pero siguió robando comida de su casa, ¿no?
—Sí —contesté.
—¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—No sé. Simplemente lo hacíamos. Éramos unos niños.
—¿Ve? De eso le estoy hablando. Eso es lealtad. Eso es amor, Kenzie. Eso no se le puede enseñar a nadie, pero —dijo desperezándose y soltando un suspiro— tampoco se puede eliminar.
Esperé. Estaba seguro de que iba a abordar el tema que le interesaba.
—Tampoco se puede eliminar —repitió Stevie Zambuca. Se inclinó hacia atrás y me pasó el brazo por el hombro—. Tenemos a un tipo que trabaja para nosotros de vez en cuando. Es una especie de contrato privado, si entiende lo que le quiero decir. No es uno de los empleados de la organización, pero, de vez en cuando, nos trae alguna cosa. ¿Me sigue?
—Creo que sí.
—Ese tipo es muy importante para mí. No puedo explicarle lo importante que es para mí.
Dio unas cuantas caladas al puro, siguió con el brazo encima de mi hombro y se quedó mirando su pequeño jardín.
—Está molestando a ese tipo —dijo al cabo de un rato—. Le está molestando y eso me molesta a mí.
—Wesley —dije.
—¡Malditos nombres! No tienen ninguna importancia. Ya sabe de quién le estoy hablando. Y ya le digo ahora que va a tener que parar. Va a parar ahora mismo. Si él decide acercársele y mear en su cabeza, ni siquiera va a alargar la mano para coger una toalla; le dirá «Gracias» y esperará para ver si tiene algo más que darle.
—Ese tipo —dije— destrozó la vida de…
—¡Haga el favor de callar, joder! —dijo Stevie apaciblemente, apretándome el hombro con fuerza—. Usted y sus problemas no me importan lo más mínimo. Aquí lo único que importa son mis problemas. Usted es una molestia. No le estoy pidiendo que pare. Se lo estoy ordenando. Mire a su amigo, Kenzie.
Alcé la vista. Bubba estaba sentado mordisqueando su hamburguesa.
—Es un empleado estupendo. Echaría de menos a un tipo así. Pero si me dicen que ha estado molestando a ese empleado y amigo mío… Que ha estado preguntando por ahí y contando cosas de él a la gente… Si me entero de que ha hecho algo de eso, me cargaré a su colega. Le cortaré la cabeza y después se la mandaré por correo. Luego le mataré a usted, Kenzie. —Me dio varias palmadas en la espalda—. ¿Queda claro?
—Clarísimo —respondí.
Retiró el brazo y chupó el cigarro; se inclinó hacia delante, puso los codos sobre las rodillas.
—Estupendo. Cuando se termine la hamburguesa, haga el favor de sacar su culo irlandés de mi casa. —Se puso en pie y se dirigió hacia el porche—. Y límpiese los pies en el felpudo antes de volver a entrar. Esa maldita alfombra de la sala cuesta mucho de limpiar.