21

Me di la vuelta y observé el restaurante en busca del hombre de pelo castaño rojizo. No estaba en ninguna mesa. Por lo que podía ver, tampoco estaba en la barra.

—¿Quién es? —pregunté.

¡Vaya despedida tan triste, Pat! Por un momento creí que iba a tirarte la bebida a la cara.

Sabía mi nombre.

Me volví a dar la vuelta y le busqué en la acera; de hecho, buscaba a alguien con un móvil.

—Tiene razón —dije—. La silla está libre. Vuelva y cójala.

La voz tenía el mismo tono suave y monótono de antes.

Tiene unos labios increíbles, esa abogada. Increíbles. Y no creo que sean implantes. ¿Qué opinas?

—Sí —respondí mientras echaba un vistazo al otro lado de la calle—, tiene unos labios muy bonitos. Vuelva a por la silla.

¡Y te está suplicando, Pat, es ella quien te lo pide a ti, que le metas la polla entre esos labios y tú le dices que no! ¿Qué eres, homosexual?

—¡Ya lo creo! —dije—. Vuelve y nos montamos una fiesta de maricones. Puedes usar la silla.

Observé las ventanas del otro lado de la calle a través de la lluvia.

—Y pagó la cuenta —dijo; su monótona voz parecía un susurro en una habitación oscura—. Pagó la cuenta, quería chupártela, y debe de valer seis o siete millones de dólares, tetas falsas, es verdad, pero unas bonitas tetas falsas, oye, nadie es perfecto, y tú vas y le dices que no. Me descubro ante ti, colega. Eres un hombre mucho más fuerte que yo.

Un hombre bajo un paraguas tocado con una gorra de béisbol venía hacia mí a través de la neblina, con el móvil pegado a la oreja, y un paso desenfadado y seguro.

Además —dijo la voz—, creo que debe de ser de las que gritan. Muchos «Oh, Dios» y «más fuerte, más fuerte».

No dije nada. El hombre de la gorra aún estaba demasiado lejos para que pudiera verle la cara, pero se acercaba.

¿Puedo hablarte con franqueza, Pat? Un culo como ése se presenta tan pocas veces que si yo estuviera en tu lugar, y no lo estoy, ya lo sé, pero si lo estuviera, me sentiría obligado a volver con ella a su apartamento de Exeter, y debo ser sincero contigo, Pat, me la tiraría hasta que la sangre le corriera por los muslos.

Sentí una fría humedad, que no venía de la lluvia, bajaba por detrás de mi oreja.

¿De verdad? —pregunté.

El hombre de la gorra estaba lo suficientemente cerca de mí para que pudiera verle la boca; movía los labios a medida que se acercaba.

El tipo al otro lado del aparato permanecía en silencio, pero en alguna parte, oí los frenazos de un camión y el ruido de la lluvia al caer sobre el capó de un coche.

… eso no lo puedo hacer, Melvin, si tienes la mitad de mi mierda atracada en la costa.

El hombre de la gorra pasó ante mí y me di cuenta de que, como mínimo, doblaba en edad al individuo de la terraza.

Me puse en pie; examiné la calle hasta donde me alcanzó la vista.

Pat —dijo el del teléfono—. Tu vida está a punto de ser… —hizo una pausa; podía oírle respirar.

—¿Mi vida está a punto de ser, qué? —pregunté.

Se relamió los labios.

Interesante.

Colgó.

Pasé por la verja de hierro forjado que separaba la terraza de la acera; la lluvia me calaba mientras permanecía allí, con la gente pasando a mi lado y dándome algún que otro golpe. Al cabo de un rato me percaté de que seguir ahí no servía de nada. El tipo podía estar en cualquier parte. Podía haber hecho la llamada desde el pueblo vecino. El frenazo del camión no procedía de un sitio próximo, si no, lo habría oído yo mismo.

Sin embargo, había estado lo suficientemente cerca para saber que Vanessa se había marchado y llamar al minuto de su abrupta despedida.

Por lo tanto, no, no estaba en otro pueblo. Estaba aquí en Back Bay. Aun así, era un espacio demasiado grande.

Eché a andar, observando la calle por si lo divisaba de nuevo. Marqué el número de Vanessa y cuando contestó, le dije:

—No cuelgues.

De acuerdo.

Colgó.

Apreté los dientes y pulsé la tecla de rellamada.

—Vanessa, escúchame un momento. Alguien acaba de amenazarte.

¿Qué?

—¿Te acuerdas del tipo de la terraza que pensabas que era amigo mío?

Sí… —dijo despacio. Oí los agudos ladridos de Clarence.

—Me llamó cuando te fuiste. No le había visto nunca, Vanessa, pero sabía mi nombre, tu profesión y me dejó bien claro que sabía dónde vivías.

Soltó esa risa Martini tan característica de ella.

A ver si lo entiendo: ahora tienes que venir aquí para protegerme. ¡Por el amor de Dios, Patrick! Todos estos juegos son innecesarios. Si quieres enrollarte conmigo, deberías haber dicho que sí en la terraza.

—Vanessa, no. Quiero que te vayas a un hotel por una temporada. Ahora. Mándame la factura a la oficina.

La risa Martini fue reemplazada por otra desagradable.

¿Sólo por el hecho de que un tarado sepa dónde vivo? —añadió.

—Ese tipo no es un tarado corriente.

Giré en Hereford y seguí hacia la avenida Commonwealth. Ya no llovía tanto, pero la niebla se había vuelto más espesa y había convertido el aire en sopa de cebolla caliente.

Patrick, soy abogada defensora. Espera, Clarence. ¡Abajo! ¡Abajo, ahora! Lo siento —me dijo—. ¿Dónde estaba? Ah, sí. ¿Sabes cuántos violadores, psicópatas de poca monta y tarados en general me han amenazado de muerte cada vez que no les he conseguido las tarjetas para salir de la cárcel? ¿Hablas en serio?

—Puede que esto sea un poco diferente.

Según un bocazas que conocí en Cedar Junction, Karl Kroft, a quien defendí sin éxito por asesinato en primer grado y por violación, confeccionó una lista de mierda, y lo digo literalmente, en su celda. Y antes…

—Vanessa.

Y antes de que la borraran, Patrick, y de que pusieran al querido Karl bajo vigilancia intensiva, mi amigo, el guardia, me dijo que había visto la lista. Me dijo que mi nombre era el primero. Por encima del de su ex mujer, a quien ya había intentado matar una vez con una sierra.

Me sequé los ojos y deseé llevar sombrero.

—Vanessa, escúchame un momento. Creo que este…

Vivo en un edificio que está vigilado las veinticuatro horas del día con dos porteros, Patrick. Ya sabes lo difícil que resulta entrar. Tengo seis cerraduras en la puerta principal, e incluso si alguien consiguiera acceder a las ventanas de un decimocuarto piso, son impenetrables. Tengo gases lacrimógenos, Patrick. Tengo una ametralladora. Y si todo esto no funciona, tengo una pistola, totalmente cargada y siempre a mano.

—Escucha. Ese tipo que encontraron la semana pasada en la ciénaga de arándanos con la lengua y las manos mutiladas era…

Subió el tono de voz.

Y si alguien consigue entrar a pesar de todo eso, entonces, Patrick, joder, que vayan a por mí. Desde luego se han esforzado.

—Lo comprendo, pero…

Gracias, cariño. Buena suerte con tu último tarado.

Colgó y apreté el teléfono con la mano mientras cruzaba el paseo de la avenida Commonwealth, una extensión de poco más de un kilómetro de césped y árboles de ébano, pequeños bancos y grandes estatuas, que atraviesa el centro de la avenida entre calles que van al este y al oeste.

Warren Martens había dicho que el amigo de Miles Lovell vestía con un estilo de rico desenfadado. Que había algo en él que insinuaba poder o, como mínimo, complejo de poder.

Esa descripción encajaba bastante bien con el tipo de la terraza.

Wesley Dawe. ¿Podía tratarse de él? Wesley era rubio, pero la altura y la constitución eran las mismas y, además, el tinte de pelo es barato y se consigue con facilidad.

Tenía el coche aparcado cuatro manzanas más abajo de Commonwealth; la lluvia era leve pero constante y la neblina amenazaba convertirse en niebla. Decidí que quienquiera que fuera el tipo, lo habían enviado o había decidido venir para ponerme nervioso, para hacerme saber que me conocía, y que yo no le conocía a él, lo que a mí me hacía vulnerable y a él omnipotente.

Sin embargo, ya había vivido esa misma situación con profesionales —sabelotodos, policías, violadores, y una vez un par de auténticos asesinos en serie— y por lo tanto, había pasado la época en que una voz incorpórea al otro lado de la línea telefónica pudiera hacerme temblar y dejarme la boca seca. Aun así, logró que intentara adivinar quién era; quizás era eso lo que pretendía.

Sonó el móvil. Me detuve bajo un árbol y sonó otra vez. No temblé ni se me secó la boca. Tan sólo se me aceleró un poco el pulso. Cuando sonó de nuevo, contesté.

—¡Hola!

¡Hola, colega! ¿Dónde estás?

Angie. El pulso empezó a ir más despacio.

—En la avenida Commonwealth, de camino hacia el coche. ¿Y tú?

Delante de una oficina de la Sede de Joyeros.

—¿Te lo has pasado bien con tu comerciante de diamantes?

¡Sí! Es un tipo estupendo. Cuando no se mete conmigo, les cuenta chistes racistas a sus guardaespaldas.

—¡Las hay con suerte!

Sí. Bien. Sólo quería saber cómo estabas. Quería decirte algo pero no me acuerdo de lo que era.

—Me sirve de gran ayuda.

No, lo tengo en la punta de la lengua, pero… bien, lo que sea, sale de nuevo. Te llamaré cuando me acuerde.

—¡Genial!

De acuerdo. McGarrett fuera. —Colgó.

Salí de debajo del árbol y tan sólo había andando cuatro pasos cuando Angie se acordó de lo que había olvidado y me volvió a llamar.

—¿Te acuerdas? —pregunté.

¡Hola, Pat! —dijo el tipo del pelo rojizo—. ¿Disfrutando de la lluvia?

Otro corazón me apareció en medio del pecho y empezó a latir con violencia.

—Sí, me encanta. ¿Y a ti?

A mí siempre me ha gustado. ¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Ésa con la que estabas hablando es tu compañera?

Había estado bajo un gran árbol en la zona sur del paseo. No había forma de que me hubiera visto desde el norte. Sólo podía ser desde el este, el oeste o el sur.

—No tengo compañera, Wesley.

Miré hacia el sur. La acera de delante estaba vacía, a excepción de una joven a la que arrastraban tres perrazos.

¡Ja! —gritó—. Muy rápido, Pat. Eres bueno, colega. ¿O has tenido suerte?

Miré hacia el este en dirección a la calle Clarendon. Sólo había coches pasando el semáforo; no veía a nadie con móvil.

—Un poco de cada, Wesley. Un poco de cada.

Bien, estoy muy orgulloso de ti. Pat.

Me volví lentamente hacia la derecha y, a través de la espesa niebla y de la llovizna, le vi.

Estaba en la esquina sudoeste de Dartmouth y Commonwealth. Llevaba un chubasquero transparente con capucha. Cuando nuestras miradas se cruzaron, me sonrió abiertamente y me saludó con la mano.

¡Ahora ya me ves…! —exclamó.

Bajé de la acera y los coches que acababan de saltarse el semáforo en Dartmouth pasaron a toda velocidad. Un Karmann Ghia estuvo a punto de golpearme en la rodilla mientras tocaba estrepitosamente la bocina.

—¡Oooh! —exclamó Wesley—. Ha estado a punto. Ten cuidado, Pat. Ten cuidado.

Caminé por el borde del paseo en dirección a Dartmouth, sin apartar la mirada de Wesley mientras él daba varios pasos despreocupados hacia atrás.

Una vez conocí a un tipo que fue arrollado por un coche —dijo Wesley mientras doblaba la esquina, y le perdía de vista.

Eché a correr y llegué a Dartmouth. El tráfico seguía humeando en la carretera que había ante mí, con los neumáticos siseando a causa de la lluvia. Wesley se detuvo en la boca de un callejón paralelo a la avenida Commonwealth desde los Jardines Públicos hasta los Pantanos, un kilómetro y medio hacia el oeste.

El tipo ese tropezó y el parachoques de un coche le golpeó en la cabeza mientras yacía en el suelo. Le dejó el lóbulo central como un revuelto de huevos.

El semáforo se puso ámbar, lo que sirvió para que los ocho coches que había en los dos carriles aceleraran para pasar.

Wesley me volvió a saludar con la mano y desapareció en el callejón.

Debes andar con mucho cuidado, Pat. Siempre.

Atravesé la avenida como un rayo en el momento en que un Volvo giraba a la derecha en dirección a Commonwealth y me impedía el paso. El conductor, una mujer, me miró y negó con la cabeza; luego aceleró.

Subí a la acera; hablaba por el auricular mientras corría hacia la boca del callejón.

—Wesley, —dije— ¿aún estás ahí, colega?

—Yo no soy tu colega —susurró.

—Pero me dijiste que lo eras.

Te mentí, Pat.

Llegué al callejón, resbalé en el único trozo de suelo empedrado que había en la entrada y me golpeé contra un rebosante contenedor de basuras. Una bolsa de papel mojada salió disparada del contenedor; una rata asomó por el borde y se dejó caer a la calle. Un gato que debía de haber estado tumbado a la espera bajo el contenedor corrió tras ella y ambos recorrieron una distancia equivalente a una manzana de la ciudad en tan sólo unos seis segundos. El gato era grande y mezquino, pero también la rata; me pregunté quién ganaría. Si hubiera tenido que apostar, creo que la rata lo habría ganado por los pelos.

¿Has jugado alguna vez a ser domador de potros? —susurró Wesley.

—¿Qué? —Observé las salidas de emergencia que goteaban agua de trozos de hierro descantillados. Nada.

A ser domador de potros —musitó Wesley—. Es un juego. Alguna noche deberías probarlo con Vanessa Moore. Consiste en montar a la mujer por detrás, como los perros. ¿Me sigues?

—Claro.

Eché a andar por el centro del callejón mientras observaba, a través de la niebla y la llovizna, las opulentas casas adosadas, los pequeños garajes y los sombríos lugares en que los edificios se juntaban; algunos de ellos sobresalían, pero otros no.

Entonces la agarras por detrás y le metes la polla por ahí, con firmeza y decisión, lo más dentro que puedas. ¿Hasta dónde se la podrías meter, Pat?

—Soy irlandés, Wesley. Ya te lo puedes imaginar.

Entonces no creo que sea mucho —dijo; y rió con suavidad.

Estiré el cuello para ver la extraña colección de pequeñas cubiertas de madera que sobresalían de los ladrillos que, vistos desde abajo, parecían porches. Observé de cerca las ranuras que había entre las tablas de madera, en busca de algo que se asemejara a unos pies.

Bien, de todas formas —prosiguió—, una vez que los dos estéis bien agarrados le susurras el nombre de otra mujer al oído; después, cuando la zorra se enfurezca, la sujetas con fuerza como si fueras un domador de potros.

Divisé unas cuantas azoteas con flores y plantas, pero estaban demasiado altas para poder ver si había alguien; además, ninguna de las salidas de emergencia parecía estar lo bastante cerca para poder acceder con facilidad.

¿Crees que te gustaría el juego, Pat?

Di un giro lento de 360 grados, logré relajar la mirada para ver tranquilamente la superficie por si aparecía algo incongruente.

Acabo de preguntarte si te gustaría el juego, Pat.

—No, Wes.

¡Qué lástima! ¿Pat?

—¿Qué, Wes?

Vuelve a mirar hacia el este.

Giré 180 grados a la derecha y le vi al final del callejón: una figura alta opaca por la niebla, la silueta de un teléfono pegado a la oreja.

¿Qué opinas? —preguntó—. ¿Jugamos?

Eché a correr y salió disparado. Oí el ruido que hacían sus zapatos sobre el cemento mojado; después interrumpió la conexión.

Cuando conseguí llegar al final del callejón que daba a la calle Clarendon, ya se había ido. Las aceras estaban llenas de gente que iba de compras, turistas y alumnos de instituto. Vi hombres con cazadoras e impermeables amarillos y trabajadores de la construcción empapados hasta los huesos. Vi el vapor que salía de las rejillas de las alcantarillas y los taxis que circulaban a mi alrededor. Vi a un niño en patines que se caía delante de un aparcamiento de Newbury. Pero no vi a Wesley.

Tan sólo la niebla y la lluvia que había dejado atrás.