La lluvia caía con suavidad sobre las calles bañadas por el sol la tarde que me reuní con Vanessa Moore en la terraza de una cafetería de Back Bay. Me había llamado para hablar sobre el caso de Tony Traverna; Vanessa era su abogada. Nos conocimos la última vez que había quebrantado la libertad bajo fianza; yo había sido uno de los testigos aportados por el fiscal. Vanessa me había interrogado con severidad, al igual que cuando hacía el amor: con un hambre frío y las uñas afiladas.
Supongo que podría haber rehusado su invitación, pero ya había transcurrido una semana desde la noche en que cocinamos para Diane Bourne, y durante esa semana parecía que hubiéramos retrocedido cuatro pasos. Wesley Dawe no existía. No figuraba en las listas del censo ni en el Registro de Vehículos. No tenía tarjeta de crédito. No tenía ninguna cuenta bancaria ni en Boston ni en el estado de Massachusetts; después de sentirnos un poco desesperados, Angie descubrió que no existía nadie con ese nombre en los estados de New Hampshire, Maine o Vermont.
Regresamos al consultorio de Diane Bourne, pero, según parecía, había seguido nuestros consejos al pie de la letra. Estaba cerrado. Pronto averiguamos que había dejado su casa. No apareció por allí durante una semana; un registro rápido del lugar nos indicó que se había llevado lo suficiente para poder pasar una semana sin ir a la lavandería o comprarse ropa nueva.
Los Dawes se habían ido de pesca. Sí, sí, tal como suena; lo descubrí después de hacerme pasar por un paciente del doctor y enterarme de que estaban en su casa de veraneo de Cape Breton, en Nova Scotia.
Nos quedamos sin la ayuda de Angie cuando Sallis & Salk la asignó a un grupo de guardaespaldas para vigilar a un grasiento comerciante en diamantes de Sudáfrica las veinticuatro horas del día, mientras éste hacía lo que sea que hagan los grasientos comerciantes de diamantes cuando vienen a nuestra aldea.
Y Bubba volvió a hacer lo que normalmente hace cuando no está en el extranjero comprando artilugios que puedan hacer saltar por los aires toda la costa oriental.
Así pues, cuando encontré a Vanessa sentada en una terraza bajo una gran sombrilla de Cinzano, estaba un poco desorientado y, por lo que parecía, sin caso. La suave llovizna rebotaba en el suelo empedrado salpicándole los tobillos, a pesar de que dejaba la mesa de hierro forjado y las demás partes de Vanessa intactas.
—¡Hola! —dije.
Me incliné hacia delante para besarla en la mejilla y me pasó una mano por el pecho mientras aceptaba el beso.
—¡Hola! —respondió.
Observó cómo me sentaba con su habitual mirada divertida con la que podía conseguir cualquier cosa que se le antojara. Ella simplemente se limitaba a escoger.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien, Patrick. Estás mojado —se secó la palma de la mano con una servilleta.
Puse los ojos en blanco y alcé una mano hacia el cielo. Había empezado a llover cuando salía del coche; había una nube solitaria en un cielo prácticamente despejado.
—No te lo tomes como un reproche —dijo—. No hay nada que siente mejor a un hombre guapo que un poco de lluvia en su camisa blanca.
Solté una risita. Aunque la vieras venir, a ella le daba igual. Corría junto a ti y luego te atravesaba; te hacía preguntarte por qué uno intentaba protegerse de ella.
Aunque hubiéramos acordado meses atrás que el componente sexual de nuestra relación había terminado, Vanessa parecía haber cambiado de opinión. Y cuando Vanessa cambiaba de opinión, el mundo entero lo hacía con ella.
O bien era eso, o bien sólo intentaba enjabonarme para después dejarme solo una vez yo me hubiera insinuado; así tendría algo incluso mejor que el sexo antes de que acabara la noche. Con ella nunca se sabía qué podía pasar. Yo había aprendido que lo mejor era no hacer nada.
—Bien —dije—, ¿qué te hace pensar que puedo ayudarte con el caso de Tony T?
Cogió un trozo de piña de su macedonia con los dedos, se lo llevó a la boca y lo masticó antes de hablar.
—Estoy trabajando en la defensa de alguien que tiene las facultades perturbadas —dijo.
—¡Qué! —exclamé—: «Su Señoría, mi cliente es un imbécil», ¿es ésa razón suficiente para dejarle marchar?
Pasó la punta de la lengua por debajo de los dientes superiores.
—No, Patrick, no. Más bien pensaba en algo como: «Su Señoría, mi cliente cree estar amenazado de muerte por los miembros del sindicato del crimen ruso y su forma de proceder ha sido sólo la consecuencia de ese miedo».
—¿El sindicato ruso?
Asintió.
Me reí.
Ella no.
—De verdad, Patrick, les tiene miedo.
—¿Por qué?
—En su último trabajo robó la caja fuerte equivocada.
—Y pertenecía a un miembro del sindicato.
Asintió.
Intenté seguir la lógica de la defensa que proponía.
—Si tiene tanto miedo, ¿por qué no abandona la ciudad y se va a Maine?
Volvió a asentir.
—Eso le ayudará respecto al quebrantamiento de la ley bajo fianza —dije—. ¿Qué hay de lo demás?
—Todo está relacionado, Patrick. Lo que necesito en primer lugar es conseguir que rechacen lo del vuelo ilegal y a partir de ahí montar todo lo demás. Como ves, ha vuelto a salir del estado. Y eso es federal. Si consigo que retiren las acusaciones federales, los del estado se conformarán.
—¿Y quieres que yo…?
Se quitó una gotita de lluvia de la sien y me dedicó una sonrisa tan seca que se podría clavar un clavo en ella. Se inclinó hacia la mesa.
—Oh, Patrick, hay muchas cosas que me gustaría obtener de ti, pero en lo que se refiere a Anthony Traverna, lo único que me hace falta es que atestigües bajo juramento que tiene miedo de los rusos.
—Pero yo no sabía nada de eso.
—Pero, a lo mejor, con la perspectiva del tiempo transcurrido, te acordarás del miedo que parecía sentir en el viaje de vuelta desde Maine.
Pinchó una uva con el tenedor y la chupó.
Esa tarde vestía una sencilla falda negra, un chaleco cerrado rojo cereza y unas sandalias negras. Elevaba el largo pelo color nogal recogido en una cola de caballo y había sustituido las lentes de contacto por unas finísimas gafas de montura roja. Aun así, la sensualidad que emanaba de su piel me hubiera hecho estallar, si no fuera porque ya estaba acostumbrado.
—Vanessa —dije.
Atravesó otra uva y apoyó el codo en la mesa; dejó la uva suspendida en el aire junto a sus labios mientras me miraba fijamente.
—¿Sí?
—Sabes que el fiscal del distrito judicial me llamará.
—Bien, la violación de la libertad condicional es un asunto federal, te llamarán de la oficina del fiscal general del estado.
—De acuerdo. Pero me llamarán.
—Sí.
—E intentarás conseguir lo que necesitas cueste lo que cueste.
—Sí, de nuevo.
—¿Por qué me has pedido que viniera?
Se quedó mirando la uva, pero no se la comió.
—¿Y si te dijera que Tony está asustado? Es decir, muerto de miedo. ¿Y que le creo cuando me cuenta que han puesto precio a su cabeza?
—Te diría que deberían embargarle los bienes y que tú deberías ocuparte de tus propios asuntos.
Sonrió.
—¡Siempre tan frío, Patrick! Pero está asustado y tú lo sabes.
—Lo sé. Pero también sé que no es una razón suficientemente válida para que me hagas venir aquí.
—Comprendido —chasqueó la lengua y la uva desapareció del tenedor. La masticó y se la tragó, bebió un sorbo de agua mineral.
—A propósito, Clarence te echa de menos.
Clarence era el perro de Vanessa, un labrador color chocolate que había comprado hacía seis meses por puro capricho; por lo que vi la última vez, no tenía ni idea de cómo educarlo. Si le decías: «Clarence, siéntate», Clarence salía corriendo. Si le decías: «Ven aquí», se hacía caca en la alfombra. Sin embargo, era simpático. Quizás era la inocencia propia del cachorro, la expresión en sus ojos marrones de querer complacerte incluso cuando se meaba en tus zapatos.
—¿Cómo está? —pregunté—. ¿Aún no te ha destrozado la casa?
—Esto es lo que le falta —dijo acercando el dedo índice y el pulgar.
—¿Se ha comido algún otro par de zapatos?
Negó con la cabeza.
—Los guardo en una estantería alta. Además, últimamente parece que le gusta más la ropa interior. La semana pasada vomitó un sujetador que había echado en falta.
—Como mínimo te lo devolvió.
Sonrió, pinchó otro trozo de fruta.
—¿Te acuerdas de aquella mañana en las Bermudas en que nos despertó el ruido de la lluvia?
Asentí.
—Cortinas de lluvia, como si fuera una pared, golpeando las ventanas con tanta fuerza que ni siquiera podíamos ver el mar desde nuestra habitación.
Volví a asentir.
—Nos quedamos todo el día en la cama, bebimos vino y ensuciamos las sábanas —añadí para acabar con aquello.
—Quemamos las sábanas —dijo—. Y rompimos un sillón.
—Y yo pagué la factura con la tarjeta de crédito —añadí—. Lo recuerdo, Vanessa.
Cortó un pequeño trozo de la sandía, se lo puso entre los labios.
—Está lloviendo.
Observé los pequeños charcos que se habían formado en la acera. Apenas unas gotas de lluvia, con reflejos dorados por la luz del sol.
—Ya parará —comenté.
Soltó otra risa seca; bebió un poco de agua mineral y se levantó.
—Me voy al tocador. Aprovecha para refrescarte la memoria, Patrick. Acuérdate de la botella de Chardonnay. Tengo unas cuantas en casa.
Se dirigió hacia el restaurante e intenté no mirarla porque con sólo vislumbrar su piel pensaría en lo que su ropa escondía, podría ver los riachuelos de vino blanco que le habían salpicado el torso en las Bermudas, cuando después de tumbarse sobre las sábanas blancas y tirarse media botella por encima, me había preguntado si estaba sediento.
La miré de todas formas, tal y como ella sabía que haría, pero entonces me tapó la visión un tipo que se acercó y puso una mano en el respaldo de la silla de Vanessa.
Era alto y delgado y tenía el pelo castaño rojizo; me dedicó una sonrisa distante mientras retiraba la silla según parecía con la intención de llevársela.
—¿Qué hace? —pregunté.
—Necesito la silla —contestó.
Observé las doce sillas que había en la terraza y las veinte más que había dentro aún libres.
—Está ocupada —dije.
El hombre la observó.
—¿Está ocupada? ¿Esta silla está ocupada?
—Está ocupada —repetí.
Iba muy bien vestido; llevaba unos pantalones de lino color hueso, unos mocasines Gucci y un chaleco negro de cachemir sobre una camiseta blanca. El reloj era un Movado y por el aspecto de sus manos parecía que no había trabajado en su vida.
—¿Está seguro? —preguntó, sin apartar los ojos de la silla—. Me han dicho que este asiento estaba libre.
—Pues no lo está. ¿Ve el plato de comida que hay delante? Está ocupada. Confíe en mí.
Me miró. Había una expresión de inseguridad y anhelo en sus ojos azul hielo.
—¿Me la puedo llevar, entonces? ¿De acuerdo?
Me puse en pie.
—No, no se la puede llevar. Está ocupada.
El hombre señaló la terraza.
—Hay muchas más. Coja una de ésas. Yo me llevaré ésta. Ella no notará la diferencia.
—Es usted quien debería coger una de ésas —dije.
—Quiero ésta. —Hablaba con cuidado y de forma razonable, como si se estuviera dirigiendo a un niño para explicarle algo que no pudiera comprender—. Me la llevo. ¿De acuerdo?
Di un paso hacia él y dije:
—No. No se la va a llevar. Está ocupada.
—Me han dicho que no lo estaba —respondió poco a poco.
—Pues le han informado mal.
Volvió a mirar la silla, asintió con la cabeza.
—Lo que usted diga, lo que usted diga.
Alzó una mano en ademán de pedir perdón, sonrió y se encaminó hacia el restaurante en el momento en que Vanessa salía a la terraza.
Se dio la vuelta y le miró.
—¿Es amigo tuyo? —preguntó.
—No.
Observó que había un poco de agua de lluvia en la silla.
—¿Cómo es que la silla está mojada?
—Es una historia muy larga.
Frunció el ceño con curiosidad, dejó la silla a un lado, cogió otra de la mesa más cercana y se sentó.
Entre la gente, vi cómo el tipo cogía una silla de la barra y me sonreía mientras Vanessa acercaba la otra silla a la mesa. Con aquella sonrisa parecía decir: «Supongo que después de todo no estaba ocupada»; luego se dio la vuelta.
El restaurante se llenó en cuanto empezó a diluviar y perdí la pista del desconocido. Cuando conseguí poder ver con claridad, ya se había ido.
Vanessa y yo permanecimos bajo la lluvia, bebiendo agua mineral mientras ella se comía la fruta poco a poco y la lluvia me mojaba la espalda y la nuca.
Cuando volvió del cuarto de baño volvimos a mantener conversaciones inofensivas sin trascendencia: el miedo de Tony T, de la Asociación Americana para la Democracia de Middlessex y su cabeza de hurón que, según se rumoreaba, guardaba bolas de naftalina y ropa interior de mujer cuidadosamente doblada en el fondo de su maletín, de lo patético que era vivir en una ciudad supuestamente deportiva que no podía retener a Mo Vaughn ni a un equipo de fútbol.
Sin embargo, detrás de nuestra conversación sin importancia estaba el zumbido constante de nuestro deseo, el eco del surf y de las cortinas de lluvia en las Bermudas, nuestras voces en aquella habitación, el olor a uva en la piel.
—Bien —dijo Vanessa después de una pausa embarazosa—. ¿Chardonnay y yo, o qué?
Podría haber llorado de deseo, pero me obligué a imaginarme las consecuencias, la sensación de vacío al volver a mi coche, nuestra pasión resonándome en la cabeza.
—Hoy no —dije.
—Puede que sea una oferta limitada.
—Lo comprendo.
Suspiró y pasó la tarjeta de crédito por encima del hombro para dársela a la camarera que acababa de acercarse.
—¿Has conocido a alguna chica, Patrick? —preguntó mientras la camarera volvía al restaurante.
No dije nada.
—¿Una mujer buena y robusta, fácil de mantener y que no te cree problemas? ¿Qué cocine, limpie se ría de tus chistes y nunca mire a otro hombre?
—Claro —dije—. Es eso.
—¡Ah! —asintió con la cabeza.
La camarera regresó con la tarjeta de crédito y la factura. Vanessa firmó y le entregó la copia del recibo, y movió la muñeca como si le estuviera ordenando que se fuera.
—Pero, Patrick, siento curiosidad.
Resistí el deseo de echar el cuerpo hacia atrás para evitar su poder.
—Sigue, te lo ruego —dije.
—¿Tu nueva mujer sabe hacer eso? Ya sabes lo que te quiero decir, eso que hemos hecho…
—Vanessa.
—¿Hum?
—No hay otra mujer. Sencillamente no tengo interés.
Se llevó la mano al pecho.
—¿En mí? —preguntó.
Asentí.
—¿En serio? —Alargó la mano hasta tocar la lluvia, luego se acarició la garganta mientras echaba atrás la cabeza—. Déjame oírlo.
—Te lo acabo de decir.
—La frase entera. —Inclinó la barbilla y me observó con toda la fuerza de su mirada.
Cambié de postura, intentando que la situación se resolviera ella sola. Al ver que no funcionaba, dije llana y fríamente:
—No me interesas, Vanessa.
La soledad del otro puede ser ofensiva cuando aparece sin previo aviso.
Una sensación de abandono le destrozó las facciones; pude sentir el intenso frío de su bonito apartamento, el dolor de sentarse sola a las tres de la mañana, cuando el amante ya se había ido, con los libros de derecho y los documentos jurídicos de color amarillo desperdigados ante ella en la mesa del comedor, bolígrafo en mano, con las fotografías de una Vanessa mucho más joven en la repisa de la chimenea y que la miraban fijamente como si fueran fantasmas de una vida por vivir. Vi una pequeña llama de luz hambrienta parpadear en su corazón, no el hambre de su apetito sexual, sino el hambre conflictiva de sus otras facetas.
En ese momento, su rostro se volvió esquelético, su belleza se esfumó y parecía como si se hubiera herido las rodillas al resbalar a causa de la lluvia.
—¡Que te jodan, Patrick! —La sonrisa le tembló en los labios—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contesté.
—Simplemente… —Se puso en pie, con el puño aferrado a la correa del bolso—. Simplemente… que te jodan.
Se fue. Yo permanecí allí, giré la silla y observé cómo andaba calle arriba bajo la llovizna, el bolso balanceándose de un lado a otro junto a la cadera, con pasos carentes de toda gracia.
¿Por qué, me pregunté, tiene que ser todo tan complicado?
Sonó mi móvil, lo saqué del bolsillo de la camisa y limpié el vapor de la pantalla mientras Vanessa se perdía entre la multitud.
—¿Sí?
—¡Hola! —dijo la voz de un hombre—. ¿Puedo dar por sentado que la silla ya está libre?