Tres días después de que ingresaran a Miles Lovell en la UCI, la doctora Diane Bourne entró en su casa de Admiral Hill y nos encontró a Angie, a Bubba y a mí preparando una cena prematura de Acción de Gracias en la cocina.
Yo me encargaba del pavo de seis kilos porque era el único al que le gustaba cocinar. Angie se pasaba la vida en los restaurantes, Bubba vivía exclusivamente del servicio de comidas a domicilio, pero yo llevaba cocinando desde los doce años. Nada espectacular, desde luego —después de todo, hay motivos para que uno apenas oiga «irlandés» y «cocina» en la misma frase—, pero no tengo ningún problema con las aves en general, la ternera y los platos de pasta; además, soy capaz de ennegrecer cualquier pescado conocido por la humanidad.
Así pues, limpié, asé, lardeé y condimenté el pavo; mientras preparaba el puré de patatas con pequeños trozos de cebolla, Angie se asignó la tarea de preparar el relleno Stove Top y la receta de judías verdes y ajo que había encontrado en la etiqueta de una lata de sopa. A Bubba no se le había asignado oficialmente ninguna tarea, pero había llevado un montón de cervezas y varias bolsas de patatas fritas para nosotros y una botella de vodka para él: además, cuando se encontró con el gato persa azul de Diane Bourne, fue lo suficientemente amable para no matarle.
Asar un pavo requiere cierto tiempo y poco que hacer durante la espera; por lo tanto, Angie y yo le sacamos provecho a las habitaciones del piso superior y registramos de arriba abajo la casa de Diane Bourne hasta que encontramos algo que nos interesó especialmente.
Miles Lovell entró en estado de shock poco después de que llamáramos a la ambulancia. Le habían trasladado a toda velocidad al hospital Jordan de Plymouth, donde le estabilizaron y desde donde lo transportaron en helicóptero al Hospital General de Massachusetts. Después de una intervención de nueve horas, lo habían llevado a la UCI. No pudieron volver a colocarle las manos, pero podrían haber intentado pegarle la lengua de nuevo si el hombre rubio no se la hubiera llevado o la hubiera tirado al pantano.
Mi instinto me decía que se la había llevado. No sabía muchas cosas de él —ni siquiera su nombre ni la apariencia que tenía—, pero empezaba a intuir cómo funcionaba. Estoy convencido de que era el tipo que Warren Martens había visto en el motel y al que había descrito como el que mandaba. Había destruido a Karen Nichols, y había destruido a Miles Lovell. Matar a sus víctimas le parecía aburrido; en vez de eso, prefería que desearan morir.
Angie y yo regresamos a la planta baja con la recompensa que encontramos en el dormitorio de la doctora Bourne; el termómetro de plástico saltó del pavo en el preciso momento en que Diane Bourne entró en su residencia urbana.
—Hablando de momentos adecuados —dije.
—Claro —respondió Angie—. Nosotros hacemos todo el trabajo y ella se lleva los beneficios.
Diane Bourne se dirigió hacia el comedor, que estaba separado de la cocina por un pórtico; Bubba le saludó con tres dedos de la misma mano con la que sostenía su botella de Absolut.
—¿Qué pasa, colega? —preguntó.
Diane Bourne dejó caer el bolso de piel y abrió la boca como si estuviera a punto de gritar.
—Bien, bien, aquí lo tenemos —dijo Angie.
Se agachó en el suelo de la cocina y lanzó la cinta de vídeo que habíamos encontrado en el dormitorio principal en dirección al comedor; se detuvo a los pies de Diane Bourne.
Bajó la vista, miró la cinta y cerró la boca.
Angie se levantó apoyándose en el tablero de la cocina y se encendió un cigarrillo.
—Corríjame si me equivoco, doctora, pero ¿no es inmoral mantener relaciones sexuales con un cliente? —dijo.
Me habría gustado mirar a la doctora y levantar las cejas para mostrarle mi sorpresa, pero estaba demasiado ocupado sacando la bandeja del horno.
—¡Maldita sea! —exclamó Bubba—. ¡Qué bien huele!
—¡Mierda! —dije.
—¿Qué?
—¿Alguien se ha acordado de la salsa de arándanos?
Angie chasqueó los dedos y negó con la cabeza.
—No es que me guste mucho pero… ¿Angie?
—Nunca me ha gustado la salsa de arándanos —respondió Angie, sin apartar los ojos de Diane Bourne.
—¿Bubba?
—Es un estorbo si uno bebe —contestó eructando.
Volví la cabeza. Diane Bourne permanecía inmóvil en el comedor junto al bolso que había dejado caer y la cinta de vídeo.
—¿Doctora Bourne? —le pregunté, y ella me miró—. ¿Le gustan los arándanos?
Respiró larga y profundamente y cerró los ojos soltando el aire.
—¿Qué están haciendo aquí? —dijo.
Levanté la bandeja.
—Cocinando.
—Curioseando —respondió Angie.
—Estamos bebiendo —dijo Bubba mientras la señalaba con la botella—. ¿Quieres un trago?
Diane Bourne negó tensa con la cabeza y cerró los ojos como si fuéramos a desaparecer cuando los abriera otra vez.
—Ustedes han forzado la puerta y han cometido allanamiento de morada. Y eso es un delito grave.
—De hecho —repliqué—, forzar la puerta es sólo un delito menor.
—Pero, sí —dijo Angie—, tiene razón en lo que respecta al allanamiento de morada.
—Hemos sido malos —asintió Bubba mientras golpeaba un dedo índice contra el otro varias veces—. Malos, malos, malos.
Coloqué el pájaro encima del horno.
—Sin embargo, hemos traído comida.
—Y patatas fritas —añadió Bubba.
—Sí —asentí—. Sólo las patatas fritas ya deberían reparar el daño de haber forzado la puerta y haber entrado en su casa.
Diane Bourne contempló la cinta de vídeo que tenía a los pies, alzó una mano para hacernos callar.
—¿Y ahora qué hacemos? —dijo.
Miré a Bubba. Le dirigió una mirada confusa a Angie. Angie hizo lo mismo con Diane Bourne. Ésta me miró a mí.
—Comamos —insinué.
De hecho, Diane Bourne me ayudó a trinchar el pavo y nos indicó dónde guardaba los cuencos de cerámica y los platos; si no lo hubiera hecho podríamos haberlo roto todo.
Cuando conseguimos sentarnos a la mesa con clavos de cobre del comedor, su rostro había recobrado el color; incluso se había servido una copa de vino blanco y había llevado la botella.
Bubba se había agenciado los dos muslos y un ala; por lo tanto, los demás comimos lonchas de carne blanca, nos pasamos educadamente los cuencos de judías verdes y patatas, y nos untamos el pan con mantequilla con el dedo meñique extendido.
—Bien —dije en voz alta para paliar el ruido que Bubba hacía con los dientes al arrancar un trozo de carne del tamaño de un coche Hyundai del hueso—. He oído decir que se ha quedado sin su secretario a media jornada, doctora.
Tomó un sorbo de vino.
—¡Sí, una desgracia! —Se llevó un trozo muy pequeño de pavo a la boca y tomó otro sorbo de vino.
—¿Ha venido a verle la policía? —le preguntó Angie.
Asintió con la cabeza.
—Tengo entendido que ustedes le dieron mi nombre.
—¿Les contó algo?
—Les conté que Miles era un buen empleado, pero que sabía poco de su vida privada.
—Ajá —respondió Angie, y dio un sorbo de la cerveza que había vertido en una de las copas de vino de Diane Bourne—. ¿Mencionó la llamada telefónica que le hizo Lovell aproximadamente una hora antes de que le agredieran?
Diane Bourne no perdió la compostura. Sonrió tras su copa de vino y dio un delicado sorbo.
—No, me temo que se me olvidó —dijo.
Bubba se echó cuatro litros de salsa en el plato y añadió medio salero.
—Eres una borracha —dijo.
La pálida cara de Diane Bourne se volvió del color de una bola negra de billar.
—¿Qué acaba de decir? —preguntó.
Bubba señaló su botella de vino con el tenedor.
—Que eres una borracha, colega. Bebes tragos cortos, pero muchos.
—Estoy nerviosa.
Bubba, con la típica mueca que un experto dedica a otro, dijo:
—De acuerdo, colega, de acuerdo. Eres una borracha. Está claro que lo eres —dio un trago de su botella de Absolut y me miró—. Enciérrala bajo llave en una habitación, colega. En menos de treinta y seis horas gritará como una loca para que le lleven un trago. Sería capaz de mamársela a un orangután si éste le diera de beber.
Observé a Diane Bourne mientras Bubba hablaba. La cinta de vídeo no la había puesto nerviosa. El hecho de que supiéramos lo de la llamada telefónica no la había desconcertado. Incluso que estuviéramos allí, en su propia casa, no parecía haberle afectado demasiado. Sin embargo, las palabras de Bubba hacían que su delicada garganta temblara y le provocaba espasmos en los dedos.
—No te preocupes —le dijo Bubba, sin apartar la mirada de la comida, con el tenedor y el cuchillo cerniéndose por encima del desastre que había formado como si fueran halcones a punto de iniciar el descenso—. Respeto que a una mujer le guste beber. Del mismo modo que respeto esas actividades ninfo-lesbianas que realizas en la cinta.
Bubba se lanzó a la comida de nuevo; durante unos momentos los únicos sonidos que se oyeron en toda la habitación fueron los que Bubba hacía al zamparse la comida y al sorber la bebida.
—Sobre la cinta de vídeo… —dije.
Diane Bourne apartó la mirada violentamente de Bubba y se tragó lo que le quedaba de vino. Se llenó media copa más y me miró mientras un orgullo cínico borraba la intranquilidad que Bubba había ocasionado.
—¿Estás enfadado conmigo, Patrick?
—No.
Se comió otro exiguo trozo de pavo.
—Creía que te habías tomado la muerte de Karen Nichols como una cruzada personal, Patrick.
Sonreí.
—La clásica técnica de los interrogatorios, Diane. ¡Mi enhorabuena!
—¿Cuál? —preguntó ella con inocencia y los ojos desmesuradamente abiertos.
—Utilizar el nombre propio del individuo siempre que sea posible. Se supone que le acobarda, que facilita la intimidad.
—Lo siento.
—No, no lo siente.
—Bien, puede que no, pero…
—Doctora —dijo Angie—. En esa cinta se está follando a Karen Nichols y a Miles Lovell. ¿Le importaría explicárnoslo?
Volvió la cabeza, envolvió a Angie con su tranquila mirada.
—¿Te ha excitado, Angie?
—No especialmente, Diane.
—¿Has sentido repulsión?
—No especialmente, Diane.
Bubba alzó la vista de su segundo muslo de pavo.
—Aunque, colega, yo tengo madera de primera calidad. No lo olvides.
Pasó por alto el comentario pero la garganta le tembló de nuevo durante un rato.
—¡Venga, Angie! ¿No tienes deseos secretos de experimentar sexualmente con una mujer?
Angie bebió un poco de cerveza.
—Si los tuviera, doctora, escogería una mujer con un cuerpo mejor. Llámeme superficial.
—Sí —dijo Bubba—. A esos huesos les hace falta un poco de carne, doctora.
Diane Bourne volvió los ojos hacia mí otra vez, pero esta vez mostraban menos calma y menos certeza.
—¿Y tú, Patrick, lo has pasado bien mirando la cinta? —preguntó.
—¿Dos mujeres y un hombre?
Asintió con la cabeza.
Me encogí de hombros.
—Lo he encontrado un poco ligero. A decir verdad, me gustan las películas porno con unos medios de producción más elevados.
—Además está el tema del culo peludo —me recordó Bubba.
—Una observación muy buena, Ebert. —Le sonreí a Diane Bourne—. Lovell tenía pelos en el culo. No nos gusta ver culos peludos. Doctora, ¿quién filmó el vídeo?
Bebió un poco más de vino. En vista del análisis que había hecho de nuestras mentes, nos habíamos convertido en unos charlatanes. Con tan sólo uno de nosotros tal vez habría hecho algún progreso, pero los tres juntos teníamos más labia que los hermanos Marx, Los tres compañeros y Neil Simon a la vez.
—¿Doctora? —dije.
—La cámara estaba sobre un trípode. Lo filmamos nosotros mismos.
Negué con la cabeza.
—Lo siento, pero no cuela. En esa cinta hay cuatro ángulos diferentes y no creo que ninguno de los tres se levantara a mover el trípode.
—Quizá nosotros…
—Además se ve una sombra —dijo Angie—. Una sombra de hombre, Diane, proyectada en la pared que da al este durante la excitación preliminar.
Diane Bourne cerró la boca y alargó la mano para coger su copa de vino.
—Podemos destruirla, Diane —dije—. Y además lo sabe. Así pues, deje de jugar con nosotros. ¿Quién filmó esa cinta? ¿El tipo rubio?
Abrió los ojos de golpe y los cerró con la misma rapidez.
—¿Quién es? —pregunté—. Sabemos que mutiló a Lovell. Sabemos que debe de medir metro ochenta y cinco, que pesa unos ochenta kilos, que viste bien y que silba al andar. Lo relacionamos con Karen Nichols y Lovell en el Motel Holly Martens. Si volvemos allí y hacemos unas preguntas, estoy convencido de que incluso obtendremos una descripción de usted. Lo único que necesitamos es el nombre.
Negó con la cabeza.
—No está en posición de negociar, Diane.
Volvió a negar con la cabeza, apuró la copa de nuevo.
—No hablaré de ese hombre bajo ninguna circunstancia —dijo.
—No tiene elección.
—Sí que la tengo, Patrick. ¡Claro que la tengo! Puede que no sea una decisión fácil, pero es una decisión. No haré enfadar a ese hombre. Nunca. Si la policía me interroga, estoy dispuesta a negar su existencia. —Vació la botella de vino en la copa con el pulso tembloroso—. No tienen ni idea de lo que es capaz de hacer ese hombre.
—Claro que la tenemos —dije—. Encontramos a Lovell.
—Eso fue una improvisación —confesó con una amarga sonrisa—. Deberían ver lo que es capaz de hacer cuando tiene tiempo para planearlo.
—¿Karen Nichols? —dijo Angie—. ¿Es eso de lo que es capaz?
Diane Bourne añadió un gesto irónico a su amarga sonrisa cuando miró a Angie.
—Karen era débil. La próxima vez, escogerá a alguien fuerte. Para que sea más estimulante. —Le dedicó una sonrisa apagada y despectiva a Angie y ésta la borró de su rostro con una bofetada.
La copa de vino se hizo pedazos al caer en el plato; una marca roja del tamaño de un filete oscureció la mejilla izquierda y la oreja de Diane Bourne.
—¡Maldita sea! —exclamé—. No ha sobrado nada de comida.
—No te vayas a llevar una impresión equivocada de nosotros, zorra —dijo Angie—. Que seas mujer no significa que no podamos llegar a las manos.
—A las mismísimas manos —comentó Bubba.
Diane Bourne observó los fragmentos de cristal en la bandeja de carne blanca trinchada; contempló el vino esparciéndose entre las ranuras de la mesa con clavos de cobre.
Le hizo un gesto con el pulgar a Bubba.
—Él sería capaz de torturarme, incluso de violarme. Pero tú no tienes estómago para eso, Patrick —dijo.
—Es sorprendente el estómago que uno puede tener si no lo ve —dije—, y vuelve cuando todo ha acabado.
Suspiró y se acomodó en la silla.
—Bien, es lo que tendrás que hacer porque no tengo ninguna intención de traicionar a ese hombre.
—¿Por miedo o por amor? —pregunté.
—Por ambos. Me suscita ambas cosas, Patrick. Como todos los seres loables.
—Su carrera como psiquiatra ha terminado —sugerí—. Ya lo sabe, ¿verdad?
Negó con la cabeza.
—No lo creo. Si le entregan esa cinta a alguien, les denunciaré a los tres por allanamiento de morada.
Angie se rió.
Diane Bourne la miró.
—Han forzado la entrada a mi casa.
—Seguro que disfruta mucho mientras lo explica —dijo Angie pasando la mano por encima de la mesa.
—¡Agente, estaban cocinando! —exclamé.
—¡Untando el pavo! —dijo Angie.
—Y, señora, ¿cómo reaccionó?
—Les ayudé a trincharlo —respondió Angie—. Y, evidentemente, les mostré dónde guardaba los platos de porcelana.
—¿Qué comió, carne blanca o roja?
Diane Bourne bajó la cabeza y la movió negativamente.
—Es la última oportunidad —dije.
Mantuvo la cabeza baja y movió la cabeza de nuevo.
Aparté la silla de la mesa, alcé la cinta de vídeo.
—Haremos copias y las mandaremos, doctora, a todos los psiquiatras y psicólogos que aparezcan en las páginas amarillas.
—Y a los medios de comunicación —añadió Angie.
—¡Claro! —dije—. Les encantará.
Alzó la vista con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Serían capaces de acabar con mi carrera? —dijo con la voz ronca.
—Usted acabó con su vida —dije—. ¿Ha mirado la cinta? ¿Le ha visto los ojos, Diane? Sólo expresan odio hacia sí misma. Usted es la culpable. Usted, Miles y el tipo ese rubio.
—Era un experimento —respondió casi sin voz—. Era tan sólo una idea. Nunca pensé que llegaría a suicidarse.
—Sin embargo, el tipo rubio sí lo pensó —dije—. ¿No es verdad?
Asintió.
—Dígame su nombre.
Movió la cabeza con violencia y las lágrimas cayeron encima de la mesa.
Alcé la cinta.
—O el nombre, o su carrera y reputación.
Siguió negando con la cabeza, más suavemente pero sin parar.
Recogimos nuestras cosas de la cocina y las cervezas que quedaban en la nevera. Bubba encontró una bolsa y metió las sobras del relleno y las patatas; luego cogió otra y la llenó de pavo.
—¿Qué haces? —pregunté—. ¿No ves que hay cristales?
Me miró como si yo fuera autista.
—Ya los sacaré —dijo.
Volvimos al comedor. Diane Bourne miraba fijamente su propio reflejo en el cobre, con los codos en la mesa y las palmas de ambas manos apoyadas ante sí.
Cuando llegamos al vestíbulo, nos dijo:
—No les conviene que entre en su vida.
Me di la vuelta y le miré directamente a sus ojos hundidos. De repente parecía tener el doble de edad, y me la imaginé en un asilo al cabo de unos cuarenta años, sola, pasando los días perdida entre el amargo humo de sus recuerdos.
—Deje que lo decida por mí mismo —respondí.
—Le destruirá. O a alguien que ame. Por diversión.
—Su nombre, doctora.
Encendió un cigarrillo y exhaló ruidosamente. Negó con la cabeza, los labios apretados y pálidos.
Hice el ademán de marcharme pero Angie me detuvo. Levantó un dedo, con la mirada clavada en Diane Bourne, el cuerpo inmóvil.
—Es un trozo de hielo —dijo Angie—. ¿No es verdad, doctora?
Los pálidos ojos de Diane Bourne siguieron la estela de humo.
—Lo que quiero decir es que siempre mantiene esa pose fría y convincente. Nunca pierde la compostura y nunca se implica emocionalmente.
Diane Bourne dio otra calada al cigarrillo. Era como observar a una estatua fumando. Nada en ella indicaba que siguiéramos aún en la sala.
—Pero una vez sí que se implicó, ¿no es verdad? —dijo Angie.
Diane Bourne parpadeó.
Angie se volvió hacia mí.
—En su oficina, ¿recuerdas? La primera vez que hablamos con ella.
Diane Bourne tiró ceniza con el dedo, pero cayó fuera del cenicero.
—Y no fue precisamente cuando hablaba de Karen —dijo Angie—. Tampoco fue cuando hablaba de Miles. ¿Se acuerda, Diane?
Diane Bourne alzó los ojos enrojecidos y airados.
—Fue cuando hablaba de Wesley Dawe.
Diane Bourne se aclaró la voz.
—¡Hagan el favor de salir de mi casa!
Angie sonrió.
—Wesley Dawe, el que mató a su hermana pequeña. El que…
—No la mató —respondió—. A ver si les queda claro. Ni si quiera estaba cerca de ella. Pero le echaron la culpa. Él…
—Es él, ¿verdad? —su sonrisa se acentuó—. Es a él a quien protege. El rubio del pantano. Wesley Dawe.
No dijo nada; sólo miraba fijamente el humo que salía por su boca.
—¿Por qué quería destruir a Karen?
Negó con la cabeza.
—Ya tienen el nombre, señor Kenzie. Eso es todo lo que conseguirán. Además ya sabe quiénes son. —Volvió la cabeza y me miró con aquellos ojos pálidos y tristes—. Y no le cae bien, Patrick. Cree que es un entrometido. Piensa que debería haberse alejado de todo esto cuando probaron que la muerte de Karen había sido un suicidio. —Alargó la mano—. Mi cinta, por favor.
—No.
Dejó caer la mano.
—Les he dado lo que querían.
Angie negó con la cabeza.
—Se lo he sacado. No es lo mismo.
—Usted es la experta en mentes, doctora, así que, mire en su interior un momento —dije—. ¿Qué es más importante para usted, su reputación o su profesión?
—No entiendo…
—Escoja —dije con brusquedad.
Movió la mandíbula como si se sujetara con clavos y con la boca cerrada contestó:
—Mi reputación.
Asentí con la cabeza.
—Puede quedársela.
Relajó la mandíbula; sus ojos miraron perplejos tras la brasa brillante del cigarrillo mientras inspiraba con fricción.
—¿Cuál es el problema?
—Profesionalmente está acabada.
—No puede hacer eso.
—No lo voy a hacer yo; lo hará usted misma. Soltó una risa nerviosa.
—No se sobrevalore, señor Kenzie. No tengo ninguna intención de…
—Mañana cerrará su despacho —dije—. Remitirá a todos sus clientes a otros médicos y nunca volverá a ejercer en este estado.
Su «ya» sonó más fuerte, pero inseguro.
—Hará lo que le digo, doctora, y conservará su reputación. A lo mejor puede escribir libros, organizar debates televisivos. Pero nunca volverá a trabajar con un paciente.
—¿Y si no…?
Alcé la cinta de vídeo.
—Si no lo hace, esto empezará a circular por todas las fiestas.
La dejamos allí. Cuando abrimos la puerta, Angie añadió:
—Dígale a Wesley que vamos a por él.
—Ya lo sabe —dijo—. Ya lo sabe.