18

Miles Lovell salió de su casa poco después de la puesta de sol; en el momento en que el cielo se tiñó de color tomate y el olor de la marea baja arrastró la brisa tierra adentro.

Dejamos que avanzara unas manzanas antes de volver a la carretera de la costa y le alcanzamos de nuevo cerca de los depósitos de gasolina en el tramo de desechos industriales de la 228. Ya no había tanto tráfico, y el poco que había se dirigía a la playa, así que seguimos conduciendo a unos cuatrocientos metros de distancia, esperando que la luz abandonara el cielo.

Sin embargo, el color rojo se volvió más intenso rodeado de trazos azul oscuro. Angie iba con Bubba en la furgoneta y yo conducía delante de ellos en el Porsche a medida que Lovell nos llevaba de nuevo a través de Hingham y a la Ruta 3, que seguía avanzando hacia el sur.

No fue un viaje largo. Tras unas pocas salidas, dejó la autopista en Plymouth Rock, y después, a unos kilómetros, cogió varios caminos de tierra cada vez más polvorientos y precarios; le seguíamos a distancia con la esperanza de no perderle en algún recodo o en senderos cubiertos de espesa vegetación y ramas de árboles.

Llevaba las ventanillas bajadas y la radio apagada, y de vez en cuando podía oír el sonido de sus neumáticos al pasar por los baches, algún compás de jazz procedente de su aparato de música. Según mis cálculos, nos encontrábamos en medio del bosque Miles Standish, con los pinos, los arces blancos y los alerces elevándose sobre nosotros debajo del rojizo cielo; olí los arándanos mucho antes de verlos.

Era un aroma dulce y penetrante que se hacía más intenso por el calor del día. Girones blanquecinos se elevaban y flotaban entre los árboles a medida que la noche refrescaba el pantano; me detuve en el ultimo claro antes de llegar al pantano y observé cómo las luces traseras de Lovell serpenteaban por el sendero que conducía a la delicada orilla.

La furgoneta de Bubba se detuvo junto al Porsche; los tres salimos de nuestros vehículos y cerramos las puertas con cuidado y el único ruido que se oyó fue el suave clic de la cerradura. A unos cuarenta y cinco metros más allá de los delgados árboles, oímos que Miles Lovell abría la puerta del coche, seguido del golpe seco que se produjo al cerrarla. Los sonidos llegaban con fuerza e intensidad, desplazándose sobre los brumosos pantanos y por entre la hilera de delgados árboles como si estuvieran junto a nosotros.

Echamos a andar por el húmedo y oscuro sendero que conducía al pantano; a través de los finos árboles vislumbramos un mar de arándanos, verdes aún, la abultada superficie de la fruta surgía inesperadamente entre la humedad y la niebla que los envolvía con dulzura.

El eco de las pisadas resonó en el bosque; un cuervo graznó en la oscuridad y las copas de los árboles susurraban por las ráfagas de aire suaves y húmedas. Llegamos al final de la arboleda y nos encontramos con el BMW; eché un vistazo desde el tronco del último árbol.

La ciénaga de arándanos yacía amplia y ondulante ante mí. La niebla se elevaba unos dos centímetros por encima como si fuera aire fresco; una oscura cruz hecha con tablones de madera dividía el pantano en cuatro largos rectángulos. Miles Lovell echó a andar por uno de los tablones más cortos. En el centro de la cruz había un pequeño cobertizo de madera para los surtidores; Lovell abrió la puerta, entró y cerró la puerta.

Me arrastré por la orilla, detrás del coche de Lovell, para que nadie pudiera verme desde ningún punto del pantano, y observé el cobertizo. No tenía ni el tamaño de un retrete; había una ventana a la derecha que daba al largo tablero que atravesaba el pantano hacia el norte. Una cortina de muselina colgaba del otro lado del cristal y, mientras lo observaba, se tiñó de un tenue color anaranjado por la luz; la turbia silueta de Lovell aparecía y desaparecía al otro lado.

A excepción del coche, no había ningún sitio donde esconderse; a mi derecha sólo estaba la orilla empapada y tierras pantanosas donde zumbaban suavemente las abejas, los mosquitos, y grillos que se despertaban para la noche. Regresé a gatas a la arboleda. Angie, Bubba y yo nos abrimos camino a través de los delgados troncos hasta llegar a la última hilera de árboles que daba al pantano. Desde allí podíamos divisar las partes frontal e izquierda de la cabaña y un trozo de la cruz que se extendía hasta la otra orilla y que desaparecía entre una negra espesura de árboles.

—¡Mierda! —exclamé—. Ojalá hubiera traído los prismáticos.

Bubba suspiró, sacó unos gemelos de la guerrera y me los dio. Bubba y su guerrera… A veces se podría jurar que allí dentro llevaba un supermercado.

—Con esa chaqueta te pareces a Harpo Marx. ¿Te lo había dicho alguna vez?

—Setecientas u ochocientas veces.

—¡Oh! —Sin lugar a dudas, mi elevado coeficiente estaba fallando.

Miré el cobertizo con los prismáticos, los enfoqué y sólo conseguí ver la madera. No estaba seguro de que hubiera una ventana en el extremo más alejado, y en la que había visto en la pared de la derecha habían corrido las cortinas; por lo tanto, por el momento lo único que había que hacer era esperar a que el hombre misterioso hiciera acto de presencia para reunirse con Lovell y que los mosquitos y las abejas no aparecieran en grandes cantidades. En el caso de que lo hicieran, Bubba probablemente tendría repelente de insectos en su guerrera, y quizás una luz para los bichos.

El color rojizo del cielo fue desapareciendo y se tiñó poco a poco de un tono azul oscuro; los arándanos verdes brillaban en la noche mientras que la neblina pasaba del blanco a un gris musgoso y los árboles se revestían de negro.

—¿Crees que es posible que el tipo con el que se tiene que encontrar Miles haya llegado antes que él? —le pregunté a Angie al cabo de un rato.

Miró hacia la cabaña.

—Cualquier cosa es posible. Aunque tendría que haberse acercado desde otro lado. Las únicas marcas de ruedas que hay por aquí son las de Lovell y el coche está aparcado en dirección al norte.

Dirigí los prismáticos hacia el extremo sur de la cruz, allí donde desaparecía entre altos tallos de marchita vegetación amarillenta que sobresalía de una ciénaga gaseosa repleta de mosquitos. Sin lugar a dudas, parecía el camino menos atractivo y más difícil por el que acercarse, a no ser que uno estuviera realmente interesado en el paludismo.

A mi espalda, Bubba resoplaba y pateaba el suelo; arrancó unas cuantas ramitas de un árbol.

Moví los prismáticos hacia la otra orilla, el extremo oriental de la cruz. Allí, el suelo parecía más firme y los árboles eran gruesos, secos y altos. De hecho, eran tan gruesos que por mucho que enfocara, sólo podía ver troncos negros y musgo verde en una extensión de unos cuarenta metros.

—Si ya está allí es que vino por el otro lado. —Señalé en aquella dirección y me encogí de hombros—. Supongo que le veremos un instante cuando salga. ¿Has traído la cámara?

Angie asintió y sacó del bolso una pequeña Pentax con objetivos automáticos y varios tipos de flash para hacer fotografías nocturnas.

Sonreí.

—Uno de los regalos que te hice en Navidad.

—Las navidades del 97 —soltó una risita—. El único regalo que puedo enseñar en público.

Nuestras miradas se encontraron un momento y sentí una repentina y dolorosa añoranza. Después bajó los ojos; una ola de rubor me invadió y volví a los prismáticos.

—Vosotros seguro que hacéis esta mierda cada día, ¿no es verdad? —dijo Bubba al cabo de unos diez minutos.

Tomó otro trago de la botella de vodka y eructó.

—A veces incluso hacemos persecuciones en coche —contestó Angie.

—¡Vaya vida tan jodidamente aburrida! —Bubba se movió nervioso y como quien no quiere la cosa, le dio un puñetazo al tronco de un árbol.

Desde la cabaña nos llegó un ruido sordo seguido por el zarandeo de los tablones de la parte inferior. Miles Lovell, encerrado en un cobertizo, dándole patadas a las paredes, tan aburrido como Bubba.

Un cuervo, quizás el mismo que habíamos oído antes, graznó mientras sobrevolaba el pantano; luego planeó con elegancia frente a la cabaña, rozó con el pico la superficie del agua, cogió altura y se adentró en la oscura arboleda.

Bubba bostezó.

—Creo que me voy a ir.

—De acuerdo —respondió Angie.

Pasó la mano por encima de los árboles que le rodeaban.

—Quiero decir que esto está muy bien, pero esta noche hay un combate de lucha libre en la tele.

—Claro —dijo Angie.

—Bob Brutal el Feo contra Sammy Studbar el Dulce.

—Me encantaría —exclamó Angie— pero ya ves, tengo trabajo.

—Te lo grabaré —prometió Bubba.

Angie sonrió.

—¿De verdad? Eso sería genial.

Bubba no entendía el sarcasmo. Se animó y se frotó las manos.

—Claro. Mira, tengo un montón de combates antiguos grabados. Algún día podríamos…

—Shhh —dijo Angie de repente llevándose el dedo a los labios.

Volví la cabeza hacia la cabaña y oí cómo cerraban silenciosamente una puerta en la parte más alejada. Alcé los prismáticos y miré en el momento en que un hombre salía de la cabaña y echaba a andar por las tablas de madera hacia la hilera de gruesos árboles.

Sólo podía verle la espalda. Era rubio y debía de medir metro ochenta y cinco. Era delgado y se movía con naturalidad y despreocupación, una mano en el bolsillo de los pantalones, la otra balanceándose lánguidamente a un lado. Llevaba unos pantalones de color gris claro y una camisa blanca de manga larga arremangada hasta los codos. Tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, y el sonido de sus suaves silbidos nos transportó de nuevo a la neblina y a las ciénagas.

—Parece Camp Town Ladies —dijo Bubba.

—No —respondió Angie—. No es ésa.

—Entonces, tú que lo sabes todo, ¿cuál es?

—No lo sé. Sólo sé que no es ésa.

—Claro —dijo Bubba.

El hombre casi había llegado al centro de los tableros y esperé a que se diera la vuelta para poder verle la cara. Habíamos ido allí para ver con quién se iba a encontrar Miles; si el tipo rubio había aparcado el coche entre aquellos árboles, nos llevaría mucha ventaja aunque empezáramos a perseguirle en ese momento.

Cogí una piedra y la lancé al pantano por encima de los árboles. Cayó en el agua a unos dos metros a la izquierda del tipo rubio e hizo un ruido inconfundible que pudimos oír a unos veinticinco metros de distancia.

No pareció que se diera cuenta. Siguió andando y silbando.

—Que sí —insistió Bubba mientras cogía una piedra—, que se trata de Camp Town Ladies.

Bubba lanzó un pedrusco que debía de pesar un kilo; aunque llegó sólo a la mitad del pantano, hizo el doble de ruido. En vez de un ruido seco, causó un gran chapoteo; aun así, el hombre rubio no mostró ninguna reacción.

Ya había llegado al final de las tablas y tomé una decisión. Si sabía que alguien le seguía, seguramente desaparecería, pero iba a esfumarse de todas formas y yo necesitaba verle la cara.

—¡Eh! —grité.

Mi voz rasgó la neblina y el pesado aire de la noche e hizo que los pájaros alzaran el vuelo a través de la vegetación.

El hombre se detuvo junto a la hilera de árboles. Tensó la espalda.

Se volvió ligeramente hacia la izquierda. Luego levantó el brazo de tal manera que sostenía la mano formando un ángulo de noventa grados con el cuerpo, como si fuera un guardia urbano deteniendo el tráfico, o el invitado de una fiesta despidiéndose con la mano mientras se iba.

Sabía que le habíamos estado observando. Y quería que lo supiéramos.

Bajó la mano y se adentró en la oscura línea de árboles.

Salí corriendo de nuestra hilera de delgados árboles en dirección a la húmeda orilla, con Angie y Bubba detrás de mí. Había gritado tan alto que seguramente Miles Lovell me habría oído desde el otro lado del pantano, así que, de cualquier manera, nuestra presencia allí ya no era ningún secreto. La única esperanza que nos quedaba era llegar hasta Lovell mientras estuviera solo, antes de que huyera, y obligarle a que nos contara la verdad.

Mientras nuestros pasos golpeaban los tablones de madera y el intenso olor del pantano penetraba cada vez más en mi nariz, Bubba dijo:

—¡Venga! ¡Cúbreme, tío! Era Camp Town, ¿de acuerdo?

—Era We’re the Boys of Chorus —respondí.

—¿Qué?

Recobré el paso; la cabaña se inclinaba de un lado a otro a medida que nos acercábamos; daba la impresión de que los tablones se iban a hundir a nuestros pies.

—Es una de las melodías de los dibujos animados —dije.

—¡Es verdad! —contestó Bubba y empezó a cantarla—: «Somos los chicos del coro. Esperamos que les guste nuestro espectáculo. Sabemos que nos apoyan. Pero ahora tenemos que marcharnos. Oh, oh».

Esas palabras, mientras salían a borbotones de la boca de Bubba y resonaban en la quietud y el silencio del pantano, me subían por la columna vertebral como insectos.

Al llegar a la cabaña, así el pomo de la puerta.

—¡Patrick! —gritó Angie.

Me di la vuelta, la miré y me quedé helado al ver su feroz mirada. No me podía creer lo que había estado a punto de hacer: correr hacia una puerta, con un extraño seguramente armado esperando al otro lado. Había estado a punto de abrir la puerta con la misma tranquilidad que si fuera a entrar en mi casa.

Angie permaneció con la boca abierta, la cabeza inclinada y los ojos brillantes, pasmados, creo, a causa de mi lapso mental que casi había tenido consecuencias delictivas.

Negué con la cabeza al darme cuenta de mi propia estupidez; me alejé de la puerta mientras Angie sacaba su 38, se situaba a la izquierda y apuntaba al centro de la puerta. Bubba ya había sacado su arma —una escopeta de cañones recortados con empuñadura de revólver— y se había colocado a la derecha, apuntando con la misma agitación de un profesor de geografía que indicase dónde está Birmania en un viejo mapa escolar.

—Ahora sí que estamos preparados, genio —dijo.

Saqué mi Colt Commander, di un paso hacia la izquierda del pomo de la puerta, golpeé la madera con los nudillos y exclamé:

—¡Miles, abre la puerta!

No hubo respuesta.

Golpeé la puerta de nuevo.

—Eh, Miles, soy Patrick Kenzie. Soy detective privado y sólo quiero hablar.

Oí algo golpeando una tabla y un ruido metálico.

Llamé a la puerta por última vez.

—Miles, vamos a entrar, ¿de acuerdo?

Se oyó un ruido procedente del interior, como si movieran maderas.

Pegué la espalda a la pared y alargué la mano hacia el pomo; miré a Angie y a Bubba y ambos asintieron. Se oyó el canto de una rana toro en los alrededores del pantano. La brisa perdió su fuerza y los árboles permanecían quietos y oscuros.

Giré el pomo y abrí la puerta.

—¡Santo Dios! —dijo Angie.

—¡Joder! —exclamó Bubba, con un tono de voz que denotaba admiración, si no miedo; bajó la escopeta.

Angie dejó de apuntar con su 38, avanzó hasta el umbral y miró dentro. Tardé uno o dos segundos en darme cuenta de lo que estaba viendo porque era difícil de digerir.

Miles Lovell estaba sentado y atado al motor de una bomba séptica en medio del cobertizo. Le habían sujetado con un grueso cable eléctrico pasándoselo con fuerza por la cintura y anudándoselo a la espalda.

La mordaza que tenía en la boca se había oscurecido por la sangre que rezumaba por la boca hasta la barbilla.

Le habían dejado los brazos y las piernas libres; sus talones golpeaban las tablas del suelo a medida que se retorcía contra el bloque de metal.

Sin embargo, los brazos le colgaban inmóviles a los lados; a quien lo había hecho no le preocupaba que Miles usara las manos para desatarse porque Miles ya no tenía manos.

Yacían en el suelo a la izquierda del silencioso motor, cortadas por encima de las muñecas, y colocadas cuidadosamente, con las palmas hacia arriba, en las tablas del suelo. El hombre rubio había hecho torniquetes en ambos muñones y había dejado el hacha clavada en el trozo de madera que había entre las manos.

Nos acercamos a Lovell en el momento que ponía los ojos en blanco y el martilleo de sus talones empezaba a parecer menos doloroso y más vergonzoso. Incluso con los torniquetes, dudaba que le quedara mucho más tiempo de vida; tomé la determinación de olvidarme del horror de su mutilación para intentar que me respondiera a una o dos preguntas antes de que se quedara inconsciente o muriera.

Le quité la mordaza y salté hacia atrás cuando un chorro de oscura sangre le salió a borbotones por la boca y le cayó en el pecho.

—Oh, no. Ni hablar. Debes de estar de broma —exclamó Angie.

Mi estómago se revolvió en todas direcciones; un zumbido suave y cálido me llegó al cerebro.

—¡Joder! —repitió Bubba.

Esta vez estaba seguro de que había miedo en su voz.

Miles, inconsciente o no, muerto o vivo, no contestaría a mis preguntas.

No podría contestar a las preguntas de nadie durante mucho tiempo.

Aunque viviera, no estaba muy seguro de que se sintiera feliz de contestarlas.

Mientras esperábamos entre los árboles y la neblina se posaba lentamente sobre el pantano de arándanos y su BMW seguía esperándole en la orilla, la lengua de Miles Lovell había corrido la misma suerte que sus manos.