17

Llamé a Bubba desde el coche.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—Ahora mismo acabo de bajar del avión de Mickland —respondió.

—¿Lo has pasado bien?

—Un montón de enanos cabreados, y no te atrevas a preguntarme qué lengua hablan porque no se parece nada al inglés. Intenté poner mi mejor acento del norte de Irlanda.

—Tu hombre te confundió con un asesino, ¿no es así?

—¿Qué?

—Por el amor de Dios, Rogowski, ¿es que tienes el culo lleno de algodón?

—¡Basta ya! —exclamó Bubba—. ¡Maldita sea!

Angie me puso la mano en el brazo.

—Deja ya de torturar al pobre —protestó.

—Angie está conmigo —dije.

—No puede ser. ¿Dónde?

—En Back Bay. Necesitamos un repartidor.

—¿De bombas? —parecía emocionado, como si tuviera unas cuantas de las que necesitaría desprenderse.

—¡Oh, no! Sólo se trata de una grabadora.

—¡Oh! —pareció desilusionado.

—¡Venga! —insistí—. Recuerda que Angie está conmigo. Y después iremos a tomar unas copas.

—Shakes Dooley me ha dicho que ya no te acuerdas de lo que son —gruñó.

—Bien, pues, enséñame, colega. Enséñame.

—Así que seguimos a la doctora Bourne hasta su casa —dijo Angie— e intentamos colar una grabadora dentro como podamos.

—Eso es.

—Es un plan estúpido.

—¿Tienes alguno mejor?

—En este momento, no.

—¿Crees que está involucrada? —pregunté.

—Creo que actúa de forma sospechosa.

—Entonces seguimos mi plan hasta que se nos ocurra uno mejor.

—¡Oh! Hay uno mejor. Ya se me ocurrirá. Confía en mí. Hay uno mejor.

A las cuatro de la tarde, un BMW negro aparcó delante de la oficina de la doctora Bourne. El conductor permaneció sentado durante un rato, fumando, luego salió del coche, se puso en pie y se apoyó en el capó del Beemer. Era un tipo bajo con una camisa de seda verde remetida dentro de unos vaqueros ajustados negros.

—Es pelirrojo —comenté.

—¿Qué?

Señalé al tipo.

—¿Y? Hay mucha gente pelirroja. Especialmente en esta ciudad.

Diane Bourne apareció en el rellano principal del edificio. El tipo pelirrojo alzó la cabeza en señal de reconocimiento. Muy ligeramente, ella negó con la cabeza. El tipo, confundido, alzó los hombros mientras ella bajaba las escaleras, pasaba ante él rápidamente, con la cabeza gacha.

El tipo observó cómo se alejaba; luego se volvió lentamente y miró alrededor como si de repente hubiera notado que alguien le estaba vigilando. Lanzó el cigarrillo al suelo y entró en el BMW.

Llamé a Bubba, que había aparcado su furgoneta en Newbury.

—Cambio de planes. Ahora seguimos a un Beemer negro.

—Muy bien —colgó. El señor-difícilmente-impresionable.

—¿Por qué seguimos a ese tipo? —preguntó Angie.

Dejé pasar dos coches entre el nuestro y el BMW antes de alejarme de la acera.

—Porque es pelirrojo —respondí—. Porque Bourne lo conoce, pero se comportó como si no lo conociera. Porque parece hinky.

—¿Hinky?

Hinky —repetí.

—¿Qué quiere decir?

—No lo sé. Lo oí una vez en Mannix[10].

Seguimos al BMW hacia las afueras de la ciudad en dirección este, con la furgoneta negra de Bubba pegada a nuestro parachoques trasero, y nos adentramos en el denso tráfico. A partir de la calle Albany, llevábamos un promedio de quince kilómetros por cada diez años a medida que avanzábamos a paso de tortuga a través de Southie, Dorchester, Quincy y Braintree. Treinta kilómetros, y sólo tardamos una hora y quince minutos. Bienvenidos a Boston: vivimos para el tráfico.

Salió de la autopista en Hingham y durante media hora hicimos otra caravana por un carril húmedo de la Ruta 228. Atravesamos Hingham —casas coloniales blancas, con blancas verjas de estacas y gente blanca— y después pasamos por una zona de centrales eléctricas y gigantescos depósitos de gasolina bajo cables de alta tensión antes de que el Beemer negro nos llevara hasta Nantasket.

Antes una comunidad playera cutre de ambiente carnavalesco y sucios letreros de neón, que solía atraer a muchos motoristas y a mujeres de barrigas fofas al aire y pelambreras, Nantasket Beach había ido a menos y sólo le quedaba un encanto estéril y de postal cuando derribaron el parque de atracciones que estaba cerca de la orilla. Habían desaparecido los días en que nos daban esas horrorosas vueltas en el tiovivo de las tazas, de los andrajosos payasos de madera que solíamos derribar con una pelota para ganar un escuálido pez dentro de una bolsa de plástico. A la montaña rusa que, en su época, había sido calificada como la más peligrosa del país, le habían demolido el retorcido dinosaurio que tenía por armazón y le habían destruido los cimientos para erigir apartamentos con vistas al paseo entablado. Lo único que quedaba de esa época era el océano y algunas galerías bañadas por la anaranjada luz pegajosa del paseo.

Pronto sustituirían las galerías por cafeterías, prohibirían las pelambreras, y tan pronto como todo el mundo dejara de divertirse, lo llamarían progreso.

Mientras íbamos por la carretera que serpenteaba en dirección a la playa y pasábamos ante el lugar donde había estado el parque de atracciones, pensé que si alguna vez tenía hijos, y los llevaba a los lugares que habían sido importantes para mí, lo único que podría mostrarles de mi época de juventud serían los edificios que los habían reemplazado.

El BMW giró rápidamente a la izquierda al llegar al final del paseo, luego a la derecha, y otra vez a la izquierda y aparcó en un arenoso camino de entrada de un pequeño promontorio blanco, con marquesinas verdes y adornos. Pasamos de largo y Angie miró por el espejo retrovisor.

—¿Qué demonios está haciendo?

—¿Quién?

Negó con la cabeza, sin apartar los ojos del espejo.

—Bubba —dijo.

Miré por el retrovisor y vi que Bubba había parado su furgoneta negra en el arcén a unos cuarenta y cinco metros de la casa del pelirrojo. Mientras le observaba, saltó de la furgoneta y empezó a correr entre dos promontorios prácticamente idénticos a los del pelirrojo y desapareció entre los jardines traseros.

—Esto no formaba parte del plan —dije.

—Cabezazanahoria está en su casa —indicó Angie.

Di la vuelta y volví a ir calle abajo, pasando ante la casa del pelirrojo en el momento en que éste cerraba la puerta principal a su espalda, y más allá de la furgoneta de Bubba. Seguí unos veinte metros y aparqué en el arcén derecho que había delante de un edificio en construcción, los restos de otro Cape en la tierra marrón.

Angie y yo salimos del coche y me dirigí a la furgoneta de Bubba.

—No soporto que haga esto —dijo.

Asentí.

—A veces me olvido de que tiene su propio cerebro.

—Ya sé que lo tiene —contestó Angie—. Es su forma de usarlo lo que me pone nerviosa.

Alcanzamos la parte trasera de la furgoneta en el preciso momento en que Bubba salía dando saltos de entre las dos casas, nos apartaba a un lado y abría las puertas de atrás.

—Bubba —dijo Angie—, ¿qué has hecho?

—Shhh. ¿No veis que estoy trabajando? —Lanzó unas tijeras de podar en la parte trasera de la furgoneta, cogió una bolsa de gimnasia del suelo y cerró las puertas.

—¿Qué estás…?

Se llevó el dedo a los labios.

—Shhh. Confiad en mí. Es un buen plan.

—¿Implica el uso de explosivos? —preguntó Angie.

—¿Os gustaría? —Bubba se acercó de nuevo a la puerta de la furgoneta.

—No, Bubba. De ninguna manera.

—¡Oh! —dijo, y apartó la mano de la puerta—. No tengo tiempo. Volveré enseguida.

Nos empujó a un lado, y empezó a correr agachado a través de los jardines hacia la casa del pelirrojo. Por muy agachado que fuera, no ver a Bubba corriendo a través del jardín sería tan fácil como no ver un Sputnik. Pesa un poco menos que un piano pero más que una nevera; además, tiene una cara de demente recién nacido tras esos pinchos de pelo castaño y sobre un cuello grueso como el cuerpo de un rinoceronte. De hecho, se mueve como un rinoceronte, camina pesadamente, pero a gran velocidad.

Observamos con la boca abierta cómo se arrodillaba junto al BMW y forzaba la puerta con la misma rapidez que yo la abriría con una llave.

Tanto Angie como yo estábamos algo tensos porque esperábamos oír la alarma, pero reinó el silencio mientras Bubba entraba en el coche, sacaba algo y se lo metía en el bolsillo de la guerrera.

—¿Qué coño está haciendo? —preguntó Angie.

Bubba abrió la cremallera de la bolsa de gimnasia que estaba en sus rodillas. Rebuscó hasta que sacó un pequeño objeto negro rectangular y lo puso dentro del coche.

—Es una bomba —exclamé.

—Prometió que… —dijo Angie.

—Sí —respondí—. Pero está… loco. ¿Lo recuerdas?

Bubba limpió con la manga de su guerrera todos aquellos lugares que había tocado tanto dentro como fuera del auto; después cerró la puerta con suavidad y cruzó el jardín a gatas hasta que llegó hasta nosotros.

—¡Mira que llego a ser genial! —exclamó.

—Totalmente de acuerdo —contesté—. ¿Qué has hecho?

—Lo que quiero decir es que soy la hostia, tío. Lo soy. A veces incluso me sorprendo a mí mismo. —Abrió la puerta trasera de la furgoneta y lanzó la bolsa de gimnasia al suelo.

—Bubba —dijo Angie—. ¿Qué hay en la bolsa?

Bubba se estaba partiendo de risa. Abrió la bolsa y con un gesto nos indicó que miráramos dentro.

—Teléfonos móviles —dijo con una sonrisa propia de un niño de diez años.

Miré en la bolsa. Tenía razón. Había diez o doce móviles: Nokias, Ericcsons, Motorolas… Casi todos negros y algunos grises.

—¡Estupendo! —exclamé. Observé su radiante rostro—. Pero ¿qué tiene esto de genial?

—Pues que vuestro plan era una mierda y a mí se me ocurrió éste.

—Mi plan no era tan malo.

—Era horrendo —dijo felizmente—. Horrendo a más no poder, tío. Poner un micrófono oculto en una caja, y esperar a que el tipo, ¿o era una chica? entrara la caja en su casa.

—¿Y bien?

—Pues bien, ¿qué pasaría si dejara la caja encima de la mesa del comedor y se fuera a las habitaciones del piso de arriba para hablar?

—En cierto modo esperábamos que no lo hiciera.

Me hizo un gesto de aprobación con el pulgar.

—Muy bien pensado, tío.

—Bien —dijo Angie—. ¿Cuál es tu plan?

—Sustituir su móvil —respondió Bubba. Señaló la bolsa—. Todos éstos llevan un micrófono incorporado. Lo único que tenía que hacer era sustituir uno de los míos —sacó un móvil Nokia negro del bolsillo— por uno igual que el suyo.

—¿Ése es el suyo?

Asintió.

Asentí y sonreí con él hasta que lo dejé caer:

—Bubba, no te ofendas, pero ¿y qué? El tipo está dentro de su casa.

Bubba se balanceó varias veces sobre sus talones, alzó las cejas reiteradamente.

—¿Y?

—¿Y? —repetí—. A ver, ¿cómo te lo explico? ¿Para qué coño quiere utilizar el teléfono móvil si probablemente tiene tres o cuatro teléfonos fijos en su casa?

—Teléfonos fijos —repitió Bubba con lentitud, mientras una expresión ceñuda empezaba a sustituir la sonrisa—. No se me había ocurrido. Sencillamente puede coger cualquier teléfono y llamar a donde quiera, ¿no es así?

—Sí, Bubba. Para eso sirven. Con toda probabilidad es lo que debe de estar haciendo ahora mismo.

—¡Mierda! —exclamó Bubba—. ¡Lástima que haya cortado el cable telefónico!

Angie se rió. Tomó su cara de angelito entre sus manos y le besó en la nariz.

Bubba se sonrojó y luego me miró; la sonrisa empezaba a aparecer de nuevo en su rostro.

—Eh…

—¿Sí?

—Lo siento —dije.

—¿Por?

—Por haber dudado de ti. ¿De acuerdo? ¿Contento?

—Y por tratarme como a un niño.

—Sí, y por haberte tratado como a un niño.

—Y por haberte hablado con ironía —añadió Angie.

La miré ferozmente.

—Por lo que acaba de decir —Bubba le hizo un gesto de aprobación a Angie con el pulgar.

Angie se dio la vuelta.

—Vuelve a salir —dijo.

Subimos a la furgoneta y Bubba cerró la puerta; todos nos dispusimos a mirar por los cristales con espejos. El pelirrojo le pegó una patada al neumático delantero, abrió la puerta del coche, alargó la mano hacia el asiento y sacó el móvil de la guantera.

—¿Por qué no llamó durante el regreso? —preguntó Angie—. Si las llamadas eran importantes…

—Porque estaba en marcha —respondió Bubba—. Cuando alguien se mueve es mucho más fácil interceptar las conversaciones, escuchar clandestinamente, clonar el teléfono, lo que sea.

—Pero ¿y estacionado? —dije.

Hizo una mueca.

—¿Qué quieres decir? ¿Estacionado? ¿Qué estación?

—No. Estacionado he dicho; quieto.

—¡Oh! —puso los ojos en blanco y miró a Angie—. Ya está otra vez presumiendo de que ha ido a la universidad. —Me miró de nuevo—. De acuerdo, sabelotodo, sí, si uno está quieto es más difícil que puedan interferir en la transmisión. Tiene que pasar a través de las líneas terrestres, los tejados metálicos, las antenas, las parabólicas, los microondas, por todas partes, si comprendes lo que te quiero decir.

Cabeza de zanahoria se dirigió de nuevo hacia su casa.

Con un dedo Bubba tecleó algo en un ordenador portátil que había en el suelo entre nosotros. Sacó un papel mugriento del bolsillo. Con letra de niño de segundo curso, había anotado los modelos de móvil, los números de serie; después apuntó los números de frecuencia para la grabadora que tenía junto a él. Tecleó el número de frecuencia en el ordenador y se sentó en el suelo.

—Es la primera vez que lo intento —dijo—. Espero que funcione.

Puse los ojos en blanco y me senté contra el panel lateral.

—No oigo nada —dije a los treinta segundos.

—¡Ay! —Bubba alzó un dedo—. ¡El volumen!

Se inclinó hacia delante y apretó el botón del volumen de la parte inferior del portátil; un poco después oímos la voz de Diane Bourne a través de los minúsculos altavoces.

¿… estás borracho, Miles? Claro que es un problema. Me hicieron todo tipo de preguntas.

Sonreí a Angie.

—¡Y tú no querías seguir al pelirrojo! —exclamé.

Movió los ojos en círculo.

—Es la primera buena corazonada que tiene en tres años y ya se cree que es un Dios —le dijo a Bubba.

¿Qué tipo de preguntas? —inquirió Miles.

Quién eras, dónde trabajabas

¿Cómo me encontraron?

Diane Bourne pasó por alto la pregunta.

Querían saber cosas de Karen, de Wesley, cómo las malditas notas llegaron a manos de Karen, Miles.

De acuerdo, de acuerdo, haz el favor de relajarte.

¡A la mierda la relajación! ¡Relájate tú! ¡Oh, Dios mío! —exclamó entre una ráfaga ininterrumpida de aire—. Esos dos son muy listos. ¿Comprendes?

Bubba me dio un golpecito.

—¿Está hablando de vosotros?

Asentí.

—¡Mierda! —dijo Bubba—. Listos. Sí, claro.

—respondió Miles Lovell—. Son listos. Eso ya lo sabíamos.

Pero no sabíamos que conseguirían encontrar ninguna pista que les pudiera llevar hasta mí. Haz el maldito favor de solucionarlo, Miles. Llámale.

Sólo

¡Haz el favor de solucionarlo! —respondió con brusquedad. Después colgó.

Tan pronto como Miles colgó ya estaba marcando otro número.

¿Sí? —contestó un hombre al otro lado de la línea.

Dos detectives han estado husmeando por ahí hoy —dijo Miles.

—¿Detectives? ¿O quieres decir policías?

—No, privados. Han averiguado lo de las notas de las sesiones.

—¿Alguien se olvidó de recuperarlas?

—Alguien estaba borracho. ¿Qué puede responder a eso?

—Claro.

—Está nerviosa.

—¿La buena doctora?

—Sí.

—¿Demasiado nerviosa? —preguntó la voz tranquila.

—Sin lugar a dudas.

—¿Crees que hace falta que alguien hable con ella?

—Creo que hace falta algo más. Es el eslabón débil de este asunto.

—El eslabón débil. Ajá.

Hubo un largo silencio. Podía oír la respiración de Miles a un lado de la línea, ruidos y siseos en el otro.

¿Estás ahí? —preguntó Miles.

—Es aburrido.

—¿El qué?

—Trabajar de esta manera.

—Puede que no tengamos tiempo de hacerlo a tu modo. Mira, nosotros…

—Por teléfono, no.

—De acuerdo. Lo habitual, pues.

—Lo habitual. No te preocupes demasiado.

—No estoy preocupado. Sólo quiero acabar con esto de una forma más rápida.

—Eso.

—Lo digo en serio.

Ya lo veo —respondió la voz. Después interrumpió la conexión.

Miles colgó; inmediatamente marcó un tercer número.

Descolgaron a la cuarta vez que sonó; se oyó una voz femenina apagada y flemática.

—¿Sí?

—Soy yo —respondió Miles.

—¡Ajá!

—¿Te acuerdas de aquel día que teníamos que pasar a recoger algo por casa de Karen?

—¿El qué?

—Las notas. ¿Te acuerdas?

—¡Oye! Eso era asunto tuyo.

—Está enfadado.

—¿Y? Era asunto tuyo.

—Él no lo ve así.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que intento decir es que puede que esté a punto de armarla. Ten cuidado.

—¡Santo Dios! —exclamó la mujer—. ¿Me estás tomando el pelo? ¡Por el amor de Dios, Miles!

—Cálmate.

—No, ¿de acuerdo? ¡Santo Dios! Le pertenecemos, Miles. Le pertenecemos.

—Todo el mundo le pertenece —contestó Miles—. Sólo…

—¿Qué? ¿Sólo qué, Miles? ¿Eh?

—No lo sé. Andate con cuidado.

Gracias. Muchas gracias. Mierda —colgó el aparato.

Miles interrumpió la conexión y nosotros permanecimos en la furgoneta observando su casa; esperábamos a que asomara la cabeza y nos llevara donde fuera.

—¿Os ha parecido que esa mujer era la doctora Bourne?

Angie negó con la cabeza.

—No, sin duda era más joven.

Asentí.

—Así pues, el tipo de esa casa ha hecho algo atroz —dijo Bubba.

—Sí, creo que sí.

Bubba metió la mano bajo su guerrera, sacó una 22 y puso el silenciador.

—Bien pues, ¡vamos!

—¿Qué?

Se me quedó mirando.

—Derribemos la puerta de una patada y acabemos con él.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros.

—Acabas de decir que ha hecho algo atroz. Bien, pues peguémosle un tiro. Venga. Será divertido.

—Bubba —dije, mientras ponía mi mano encima de la suya para que bajara la pistola—, aún no sabemos de qué se trata. Necesitamos que nos conduzca a la persona para la que trabaja.

Bubba abrió los ojos y la boca y se quedó mirando la pared de la furgoneta como si fuera un niño al que le acaba de estallar el globo de cumpleaños en las narices.

—¡Oye! —le dijo a Angie—, ¿por qué me traéis con vosotros si no le puedo disparar a nadie?

Angie le puso la mano en la nuca.

—Calma, calma, amigo. Todo lo bueno se hace esperar.

Bubba negó con la cabeza.

—¿Sabes qué consiguen los que esperan?

—¿Qué?

—Seguir esperando —dijo con el ceño fruncido—. Y aún así no consiguen dispararle a nadie. —Sacó una botella de vodka de la guerrera, dio un largo trago y negó con su enorme cabeza—. A veces no me parece justo.

Pobre Bubba. Siempre iba a las fiestas con la ropa inadecuada.