16

La oficina de la doctora Diane Bourne estaba en la segunda planta de una casa de piedra caliza color rojizo en la calle Fairfield, entre una galería especializada en cacharros de cocina del África oriental de mediados del siglo XIII y un lugar que enganchaba pegatinas a una lona que después se cosía a unos imanes para poner en la nevera.

La decoración de la oficina era una mezcla de Laura Ashley y la Inquisición Española. Macizos sillones y sofás con bordados de motivos florales ofrecían un mórbido aspecto aún más irresistible por los colores: rojos sangre y negros ébano, alfombras a juego, pinturas de Bosch y Blake en las paredes. Siempre había creído que la sala de un psiquiatra debería decir Por favor, cuénteme sus problemas, no Por favor, no grite.

Diane Bourne debía de tener unos treinta y siete o treinta ocho años y era tan delgada que tuve que refrenar el deseo de llamar a un restaurante de comidas a domicilio y obligarla a que almorzara. Llevaba un ajustado vestido blanco sin mangas que le cubría desde el cuello hasta las rodillas y permanecía de pie en la oscuridad como un fantasma flotando en los páramos. Tenía el pelo y la piel tan pálida que era difícil saber dónde empezaba uno y acababa la otra, e incluso sus ojos eran del color gris translúcido propio de una tormenta de hielo. El vestido, en vez de resaltar su delgadez, parecía acentuar sus pocas partes delicadas, la piel de sus pantorrillas, sus caderas, los hombros. El efecto total, pensé, mientras se sentaba tras su escritorio de cristal ahumado, era el de un motor: lustroso, activo, y que giraba rápidamente cada vez que se encendía la luz roja.

Tan pronto como nos sentamos ante el escritorio, la doctora Diane Bourne apartó un pequeño metrónomo hacia su izquierda a fin de vernos mejor y encendió un cigarrillo.

Le dedicó una pequeña y oscura sonrisa a Angie.

—Bien, ¿qué puedo hacer por ustedes?

—Estamos investigando la muerte de Karen Nichols —contestó Angie.

—Sí —dijo, aspirando una pequeña nube blanca de humo—. Eso es lo único que me dijo el señor Kenzie por teléfono. —Echó un poquito de ceniza en un cenicero de cristal—. Digamos que fue muy —sus ojos de color gris niebla se cruzaron con los míos— cauteloso.

—Cauteloso —repetí.

Movió ligeramente el cigarrillo para dejar caer un poco más de ceniza, cruzó sus largas piernas.

—¿Le gusta? —preguntó.

—¡Oh, por supuesto! —Moví las cejas arriba y abajo varias veces.

Me dedicó una breve sonrisa y se volvió hacia Angie.

—Espero que al señor Kenzie le quedara bien claro que no estoy dispuesta a hablar de nada que guarde relación con la terapia de la señorita Nichols —declaró.

Angie castañeteó los dedos.

—Una locura.

Diane Bourne movió de nuevo la silla hacia mí.

—Sin embargo, señor Kenzie, al verme intimidada por… —añadió.

—¿Intimidada? —preguntó Angie.

—Sí, intimidada por el hecho de que él me dijo por teléfono que tenía información que podía… ¿tengo derecho a decirlo, señor Kenzie?, plantear ciertas cuestiones en relación a una potencial violación ética de mi trato con la señorita Nichols.

Arqueó una ceja como yo y dije:

—Yo no diría que fui tan…

—¿Elocuente?

—Prolijo —contesté—. Pero, aparte de eso, sí, eso era la esencia.

La doctora Bourne movió el cenicero un poco hacia su izquierda para que pudiéramos ver la pequeña grabadora que había detrás, y prosiguió.

—Es mi deber legal informarles de que estoy grabando esta conversación.

—Estupendo —dije—. Permítame que le haga una pregunta, ¿dónde la ha comprado? En Sharper Image, ¿verdad? Nunca había visto una grabadora tan chic. —Miré a Angie—. ¿Y tú?

—Me he quedado en lo de «intimidada» —contestó.

Asentí.

—Una muy buena. Me han acusado de muchas cosas, pero ¡santo Dios!

Diane Bourne depositó la ceniza en el cenicero de cristal de Waterford.

—Están interpretando una escena muy bonita.

Angie me dio un golpe en el hombro; yo extendí la mano para darle en la nuca pero la esquivó en el último momento. Después, ambos sonreímos a la doctora Diane Bourne.

Dio una breve calada a su cigarrillo.

—Es como un espectáculo de Butch y Sundance sin el subtexto homosexual —comentó.

—Normalmente nos toca hacer de Nick y Nora —le dije a Angie.

—O de Chico y Groucho —me recordó Angie.

—Aunque con el subtexto homosexual. Pero lo de Butch y Sundance…

—Es todo un cumplido —añadió Angie.

Me di la vuelta y apoyé los codos en el escritorio de la doctora Bourne, observé el vaivén del metrónomo y sus ojos tan pálidos.

—¿Cómo es posible que uno de sus pacientes tuviera sus notas privadas de las sesiones, doctora?

No dijo nada. Permaneció sentada y en silencio, con los hombros ligeramente encorvados, como preparándose para una ráfaga repentina de aire frío.

Me recliné en la silla.

—¿Podría contestarme?

Inclinó la cabeza hacia la izquierda.

—¿Me podría repetir la pregunta, por favor?

Angie se la repitió y yo lo hice con señas.

—No acabo de entender adónde quieren ir a parar —depositó un poco más de ceniza en el cenicero de cristal.

—¿Suele tomar notas durante las sesiones con sus pacientes? —preguntó Angie.

—Sí. Es una práctica habitual con la mayoría…

—¿Y tiene la costumbre de enviar después esas notas a los mismos pacientes?

—Por supuesto que no.

—¿Y cómo puede ser —preguntó Angie— que las notas de una sesión con Karen Nichols, con fecha del 6 de abril de 1994, acabaran en manos de la señorita Nichols?

—No tengo ni idea —respondió la doctora Bourne con ese aire de poca paciencia con el que un ama de llaves le habla a un niño—. Seguramente las cogió ella misma en alguna de sus visitas.

—¿Guarda los historiales de los pacientes bajo llave? —pregunté.

—Sí.

—Entonces, ¿cómo podría Karen haberlos conseguido?

Su rostro cincelado se aflojó en la mandíbula y separó los labios.

—No pudo hacerlo —comentó al cabo de un rato.

—Lo que sugiere —dijo Angie— que usted o alguien de su oficina entregó información confidencial y potencialmente perjudicial a un cliente posiblemente desequilibrado.

La doctora Bourne cerró la boca, tensó la mandíbula.

—Eso es difícil, señorita Gennaro. Creo recordar que entraron a robarnos hace…

—¿Cómo dice? —Angie se inclinó hacia adelante—. ¿Cree recordar que entraron a robarles?

—Sí.

—En ese caso, debe haber un informe de la policía.

—¿Un qué?

—Un informe de la policía —repetí.

—No. No echamos en falta nada de valor.

—Sólo los archivos confidenciales —dije.

—No. Nunca he dicho…

—Porque supongo que a los otros clientes les gustaría que se les notificara si… —remarcó Angie.

—Señorita Gennaro, no creo que…

—… documentos confidenciales concernientes a los aspectos más personales de sus vidas cayeran en manos de un desconocido —Angie alzó la vista y me miró—. ¿No crees?

—Podríamos hacérselo saber —afirmé—. Como un servicio público.

El cigarrillo de la doctora Bourne se había convertido en un dedo rizado de ceniza blanca en el cenicero de cristal. Mientras lo observaba, el dedo se rompió.

—A nivel logístico —dijo Angie— eso sería muy duro.

—No —contesté—. Se trata sencillamente de sentarnos en el coche ahí delante. Cada vez que veamos a una persona rica que se acerque al edificio y que parezca estar un poco tarado, suponemos que es cliente de la doctora Bourne y…

—No serán capaces.

—… nos acercamos y le contamos lo del robo.

—En interés del bienestar público —remarcó Angie—. La gente tiene derecho a saberlo. ¡Caramba! Haremos lo que tenemos que hacer, ¿no crees?

Asentí.

—¡Y estas navidades ya no nos pondrán carbón en el calcetín! —exclamé.

Diane Bourne encendió otro cigarrillo, y nos observó a través del humo, con sus pálidos ojos sin brillo y aparentemente perplejos.

—¿Qué quieren? —preguntó.

Detecté un temblor en sus cuerdas vocales, un ligero tictac parecido al del metrónomo.

—Para empezar —dije—, nos gustaría saber cómo esas notas de las sesiones salieron de esta oficina.

—No tengo ni la más remota idea.

Angie se encendió un cigarrillo.

—Pues ya puede empezar a pensar en ello, señora —dijo.

Diane Bourne descruzó las piernas y las ocultó a un lado de esa forma desenfadada tan propia de las mujeres y que ningún hombre es capaz de imitar. Sostenía el cigarrillo junto a la sien y contemplaba Los de Blake en la pared que daba al este, un cuadro tan relajante como un accidente aéreo.

—Hará un par de meses tuve una secretaria temporal. Me dio la sensación, les advierto que no tengo ninguna prueba, sólo es una sensación, de que había estado ojeando los archivos. Sólo trabajó para mí una semana, así pues, una vez se hubo marchado no volví a pensar en ello.

—¿Cómo se llamaba?

—No me acuerdo.

—Pero tendrá algún documento.

—Por supuesto. Haré que Miles se lo entregue cuando salgan —entonces sonrió—. Ah, se me había olvidado que hoy no está aquí. Bien, le escribiré una nota para que les mande esa información.

Angie estaba sentada a unos cincuenta centímetros de distancia, pero podía sentir cómo se aceleraba su pulso y se le calentaba la sangre al mismo ritmo que yo.

Señalé la oficina externa tirando bruscamente el dedo pulgar hacia atrás.

—Y ese Miles, ¿quién es? —pregunté.

De repente dio la impresión de que se arrepentía de haberlo mencionado.

—Es alguien que trabaja para mí como secretario a media jornada.

—A media jornada —repetí—. Eso quiere decir que tiene otro trabajo.

Asintió.

—¿Dónde?

—¿Por qué?

—Por curiosidad —confesé—. Gajes del oficio. Me gusta.

Suspiró.

—Trabaja en el hospital Evanton de Wellesley.

—¿En el hospital psiquiátrico? —Sí.

—¿Haciendo de…? —preguntó Angie.

—Se ocupa de la documentación.

—¿Cuánto tiempo hace que trabaja aquí?

—¿Por qué lo preguntan? —Volvió a ladear ligeramente la cabeza.

—Intento averiguar quién tiene acceso a sus archivos, doctora.

Se inclinó hacia delante, echó un poco de ceniza en el cenicero.

—Miles Lovell trabaja para mí desde hace tres años y medio, señor Kenzie, y en respuesta a su próxima pregunta, no, no tenía ningún motivo para sacar las notas de las sesiones del archivador y mandárselas a Karen Nichols.

Lovell, pensé, no Brewster. Utiliza un apellido falso, pero sigue usando su nombre por comodidad. No es una mala táctica si uno se llama John. Sin embargo, es un poco estúpido si uno tiene un nombre menos usual.

—De acuerdo. —Sonreí—. Fotografía del detective satisfecho. No hay más preguntas sobre el viejo Miles Lovell. A mi modo de ver, no hay ningún problema con él, señora.

—Es el ayudante más honrado que jamás haya tenido.

—Estoy seguro de que lo es.

—Bien —dijo—. ¿He respondido a todas sus preguntas?

Sonreí jovialmente.

—En lo más mínimo —respondí.

—Cuéntenos cosas de Karen Nichols —añadió Angie.

—Bien, no hay mucho que contar…

Media hora después aún seguía hablando, explicando uno por uno todos los detalles de la psique de Karen Nichols con toda la coherencia y emoción de ese metrónomo suyo.

Karen, según la doctora Diane Bourne, había sido la clásica maníaca depresiva bipolar. A lo largo de los años le había recetado litio, Depakote, Tegretol, así como también el Prozac que había encontrado en el granero de Warren. Si su condición era una consecuencia genética se convirtió en algo totalmente irrelevante cuando su padre murió y su asesino se pegó un tiro delante de Karen. Siguiendo los modelos de los libros de texto, según la doctora Bourne, Karen, en vez de comportarse como una niña o una adolescente, siempre se había portado muy bien de forma preternatural, modelándose a sí misma como la hija, hermana, y al cabo de un tiempo, novia perfecta.

—Se modelaba a sí misma —expresó la doctora Bourne— del mismo modo que muchas chicas, siguiendo los ideales televisivos. En el caso de Karen se trataba casi siempre de repeticiones. Eso constituía una parte de su patología: vivir en el pasado y en una América idealizada en la medida de lo posible. Así pues, idolatraba al personaje de Mary Richards que interpretaba Mary Tyler Moore y a todas esas madres de las comedias de situación de los años cincuenta y sesenta: Barbara Billingsley, Donna Reed, Mary Tyler Moore de nuevo en el papel de esposa de Dick Van Dyke. Leía a Jane Austen y no comprendía en lo más mínimo la ironía y la furia de su obra. En vez de eso, optaba por ver su obra como una fantasía de cómo una buena chica podía llegar a tener éxito si vivía con corrección y se inclinaba por contraer un buen matrimonio, como Emma o Elinor Dashwood. Así pues, esto se convirtió en su objetivo, y David Wetterau, su Darcy o Rob Petrie, si así lo prefieren, era el pivote para conseguir una vida feliz.

—Y cuando lo convirtieron en un vegetal…

—Todos esos demonios que tenía, que había reprimido durante veinte años, volvieron a atormentarla. Hacía tiempo que sospechaba que si el modelo de vida de Karen sufría alguna vez una fisura grave, su crisis nerviosa se manifestaría a través del sexo.

—¿Qué le hacía sospechar eso? —preguntó Angie.

—Deben comprender que las relaciones sexuales de su padre con la mujer del teniente Crowe fueron la causa de la violencia extrema del teniente y de la muerte del padre de Karen.

—Entonces el padre de Karen tenía un lío con la mujer de su mejor amigo.

Asintió.

—Por eso le disparó. Si a eso le añaden algunos aspectos del complejo de Electra, que con toda probabilidad a la edad de seis años estaba floreciendo en Karen, o en su máximo apogeo, la culpabilidad por la muerte de su padre, sus sentimientos sexuales conflictivos con respecto a su hermano, ya tienen la receta perfecta para…

—¿Mantenía relaciones sexuales con su hermano? —pregunté.

Diane Bourne negó con la cabeza.

—No. En realidad, no. Sin embargo, al igual que muchas mujeres que tienen un hermanastro mayor, durante la adolescencia, reconoció por primera vez los síntomas de su despertar sexual en la figura de Wesley. Como pueden ver, el ideal masculino en el mundo de Karen era una figura dominante. Su padre biológico era militar, un guerrero. Su padrastro era dominante de por sí. Wesley Dawe era propenso a sufrir episodios psicóticos violentos y, hasta su desaparición, estuvo en tratamiento médico para paliar la psicosis.

—¿También trataba a Wesley?

Asintió.

—Háblenos de él.

Frunció los labios, negó con la cabeza.

—Será mejor que no.

Angie me miró.

—¿Vamos al coche? —insinuó.

Asentí.

—Antes tengo que recoger un termo de café, y estaremos a punto. —añadí.

Nos pusimos en pie.

—Siéntense, señorita Gennaro, señor Kenzie. —Diane Bourne nos hizo un gesto con la mano para que volviéramos a nuestros asientos—. ¡Dios mío! Ustedes no saben parar.

—Por eso ganamos tanto dinero —respondió Angie.

La doctora Bourne se reclinó en la silla, abrió las pesadas cortinas a su espalda y miró por la ventana a los ladrillos sofocados por el calor del edificio que había al otro lado de Fairfield. El techo metálico de un gran camión hizo que el ardiente sol le diera en los ojos. Dejó caer la cortina y parpadeó en la oscuridad de la habitación.

—Wesley Dawe —afirmó, con los dedos oprimiendo los párpados—, la última vez que lo vi, era un joven airado y muy confundido.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Nueve años.

—¿Cuántos años tenía entonces?

—Veintitrés. Odiaba a su padre con todas sus fuerzas. A sí mismo se odiaba un poco menos. Después de que atacara al doctor Dawe, recomendé que lo ingresaran en contra de su voluntad tanto por el bienestar de su familia como por el suyo propio.

—¿Cómo le atacó?

—Apuñaló a su padre, señor Kenzie. Con un cuchillo de cocina. Y, típico de Wesley, falló en el intento. Creo que tenía intención de rajarle el cuello, pero el doctor Dawe consiguió levantar el hombro a tiempo y Wesley huyó.

—Y cuando le cogieron, usted…

—Nunca le cogieron. Desapareció. Era la noche del baile de gala del instituto de Karen.

—¿Cómo afectó eso a Karen? —preguntó Angie.

—¿En ese momento? No le afectó en lo más mínimo. —Un rayo de luz que entró oblicuamente por las cortinas reverberó en los ojos de Diane Bourne; el apagado gris pareció alabastro resplandeciente—. Karen Nichols tenía una gran capacidad para desmentir hechos. Era su escudo y su arma más importante. En ese momento, creo que dijo algo así como: «Oh, Wesley, no puede evitar representar su papel», y luego siguió explicando todos los detalles del baile del instituto.

—Tal y como habría actuado Mary Richards —añadió Angie.

—Muy astuta, señorita Gennaro. Exactamente tal y como habría actuado Mary Richards. Recalcar lo positivo, aunque vaya en detrimento de su propia psique.

—Volvamos a Wesley —dije.

—Wesley Dawe —prosiguió, cansada por todas nuestras preguntas— tenía un cociente intelectual de genio y una psique débil y torturada. Es una combinación que puede llegar a ser fatal. Es posible que si le hubieran tratado con el debido cariño y le hubieran permitido madurar hasta que hubiera superado los veinte años, su inteligencia se habría podido desarrollar de tal modo que habría dominado su psicosis, y habría podido llevar lo que llaman una vida normal. Pero cuando su padre le echó la culpa de la muerte de su hermana pequeña, se desmoronó, y poco después, desapareció. En verdad, fue una tragedia. ¡Era un chico fantástico!

—Parece que lo admira —remarcó Angie.

Se reclinó en la silla, ladeó la cabeza hacia el techo.

—Wesley ganó el certamen nacional de ajedrez a la edad de nueve años. Piensen en ello. Cuando tenía nueve años, era el mejor en algo que cualquier otro chico del país menor de quince años. Sufrió su primera crisis nerviosa a los diez. Nunca más volvió a jugar al ajedrez. —Inclinó la cabeza hacia delante y nos miró con aquellos ojos pálidos—. Nunca volvió a jugar, punto, de nuevo.

Se puso en pie y su reluciente blancura destacó un momento.

—Déjenme ver si puedo encontrar el nombre de esa secretaria temporal.

Nos condujo hacia una oficina trasera que tenía un archivador y un pequeño escritorio; abrió el archivador con una llave, y pasó rápidamente las hojas hasta que sacó un trozo de papel.

—Pauline Stavaris. Vive en… ¿Están a punto?

—Bolígrafo en mano —respondí.

—Vive en el número treinta y cinco de la calle Medford.

—¿En Medford?

—Everett.

—¿Número de teléfono?

Me lo dio.

—Confío en que hayamos acabado —añadió Diane Bourne.

—¡Así es! —respondió Angie—. Ha sido un placer.

Nos condujo de nuevo a la oficina principal y al vestíbulo. Nos estrechó la mano.

—A Karen no le habría gustado todo esto, ¿saben?

Di un paso atrás.

—¿Usted cree?

Señaló el vestíbulo con la mano.

—El revuelo que están causando. Este afán por su reputación. Se preocupaba mucho de las apariencias.

—¿Qué apariencia cree que tenía cuando los policías la encontraron después de saltar desde lo alto de un edificio de veintiséis plantas? ¿Me lo quiere decir, doctora?

Sonrió tensa.

—Adiós, señor Kenzie, señorita Gennaro. Confío en no volver a verles nunca más.

—Confíe en todo lo que quiera —dijo Angie.

—Pero no cuente con ello —añadí.