15

Me había llevado el trabajo al bar de Bubba cuando Angie llegó ya muy entrada la noche. Se llamaba Live Bootleg, y estaba situado entre Dorchester y Southie. Aunque Bubba estaba en el extranjero —según decían, se había ido a Irlanda del Norte a recoger las armas que supuestamente habían depuesto, las bebidas me seguían saliendo gratis.

Habría sido estupendo si hubiera tenido ganas de beber mucho, pero no era el caso. La cerveza me duró una hora, y aún estaba medio llena cuando Shakes Dooley, el propietario legal, me la sustituyó por otra fría.

—Es un crimen —dijo Shakes mientras vertía el resto en el fregadero— ver a un hombre bueno y saludable echando a perder una cerveza tan buena.

—Hum —dije, y volví a mis notas.

A veces me resulta más fácil concentrarme cuando estoy rodeado de gente. Solo, en el piso o en la oficina, siento cómo la noche va avanzando y que otro día ha llegado a su fin. En un bar, sin embargo, al final de una tarde de domingo, cuando oigo el sonido sordo y lejano de los bates del partido de los Red Sox en la televisión, el sólido descenso de las bolas de billar al caer en los agujeros desde la parte trasera, el parloteo ocioso de hombres y mujeres que pasan el rato con juegos de azar y marcando cartas mientras hacen todo lo posible para olvidarse del lunes, de los bocinazos, de los fastidiosos jefes y de las pesadas responsabilidades, encuentro que los sonidos se entremezclan y crean un zumbido suave y constante; mi mente se ocupa solamente de las notas que tengo ante mí entre el posavasos y el plato de cacahuetes.

A partir del mar de datos que había averiguado sobre Karen Nichols, había hecho una lista cronológica en una hoja de papel oficial color amarillo. Cuando acabé, borroneé notas al azar junto a los datos verificados. En algún momento, los Red Sox habían perdido, y la multitud había disminuido ligeramente, aunque nunca había habido mucha gente. Tom Waits sonaba en el tocadiscos; dos voces cada vez más enfadadas y nerviosas me llegaban desde la sala de billar.

Karen Nichols

(n.16/11/70 m.4/8/99)

a. Muerte del padre, 1976.

b. La madre se casa con el doctor Christopher Dawe, 1979, y se traslada a Weston.

c. Se gradúa en el instituto Mount Alvernia, 1988.

d. Se gradúa en Johnson Wales, dirección de empresas de hostelería, 1992.

e. Contratada por el Hotel Four Seasons, Boston, departamento del servicio de comedor, 1992.

f. Ascendida a ayudante de dirección del departamento de servicio de comedor, 1996.

g. Se promete con D. Wetterau, 1998.

h. Perseguida por C. Falk. Destrucción de su coche. Primer contacto conmigo: febrero de 1999.

i. Accidente de D. Wetterau, 15 de marzo de 1999 (llamo de nuevo a Devin u Oscar, e intento ver el informe del Departamento de Policía de Boston).

j. Cancelación del seguro del coche por falta de pago.

k. Mayo, recibe fotografías de D. Wetterau y otra mujer.

l. Despedida de su trabajo, 18 de mayo de 1999, a causa de llegadas tarde y de múltiples ausencias.

m. Deja su piso, 30 de mayo de 1999.

n. Se traslada al motel Holly Martens, 15 de junio de 1999. (Dos semanas en paradero desconocido. ¿Dónde se alojó?)

o. Vista con el cretino pelirrojo y el tipo rico y rubio en el motel Holly Martens, junio-agosto 1999.

p. C. Falk recibe nueve cartas firmadas por K. Nichols, marzo-julio 1999.

q. Karen recibe las notas privadas de su psiquiatra, fecha desconocida.

r. Violada por C. Falk, julio de 1999.

s. Arresto por tentativa de corrupción, julio de 1999. Estación de autobuses de Springfield.

t. Suicidio, 4 de agosto de 1999.

Vision de conjunto: las cartas falsificadas que le enviaron a C. Falk sugieren que hay una tercera persona involucrada en la «mala suerte» de Karen Nichols. El hecho de que C. Falk no destrozara el coche, confirma la hipótesis. Esa persona podría ser el cretino pelirrojo, el tipo rico y rubio, o ambos (o ninguno de los dos). El hecho de que recibiera las notas de la psiquiatra sugiere la posibilidad de que esa tercera persona trabajara para la mencionada psiquiatra. Además, la habilidad de los empleados de los psiquiatras para conseguir información confidencial de ciudadanos corrientes brinda una oportunidad a esa tercera persona para que pueda infiltrarse en la vida de K. Nichols. El motivo, sin embargo, parece inexistente. Además, la suposición…

—Motivos, ¿para qué? —dijo Angie.

Tapé la página con la mano, me di la vuelta para mirarla.

—¿Tu madre nunca te enseñó que…?

—Es de mala educación leer por encima del hombro, sí. —Dejó caer la bolsa en el asiento libre que había a su izquierda y se sentó junto a mí—. ¿Cómo va?

Suspiré.

—¡Si los muertos pudieran hablar!

—Entonces no estarían muertos.

—Asombroso —dije—, ese intelecto tuyo.

Me pasó la mano por el hombro y dejó los cigarrillos y el encendedor en la barra que tenía delante.

—¡Angela! —Shakes Dooley se acercó a la barra dando saltos y se inclinó para besarle la mejilla—. ¡Mira que han pasado días!

—¡Hola, Shakes! Ni una sola palabra sobre el corte de pelo, ¿de acuerdo?

—¿Qué pelo? —dijo Shakes.

—No paro de repetírtelo.

Angie me dio un golpecito.

—¿Me puedes poner un vodka solo, Shakes?

Shakes le estrechó la mano con fuerza.

—¡Por fin alguien que bebe de verdad!

—¿Mi colega te está arruinando? —Angie encendió un cigarrillo.

—Últimamente bebe como una monja. La gente está empezando a hablar.

Shakes vertió una porción generosa de Finlandia frío en un vaso y lo colocó delante de Angie.

—Así que —dije cuando Shakes nos dejó solos— vuelves arrastrándote, ¿eh?

Soltó una risita llena de humo, tomó un sorbo del Finlandia.

—Sigue así. Disfrutaré aún más cuando luego te torture —dijo.

—De acuerdo, ya me callo. ¿Qué te trae por aquí, Italian Spice[9]?

Puso los ojos en blanco mientras tomaba otro sorbo.

—He averiguado algunas singularidades de David Wetterau. —Alzó el dedo índice—. Dos, de hecho. La primera fue fácil. ¿Te acuerdas de la carta que escribió a la compañía de seguros? Mi amigo dice que no hay ninguna duda de que es una falsificación.

Me di la vuelta en el taburete.

—¿Ya lo has investigado?

Alargó la mano hasta el paquete de cigarrillos y sacó uno.

—El domingo —dijo.

Encendió el cigarrillo, con las cejas alzadas.

—Y ya has averiguado algo —dije.

Juntó los dedos y se los sopló; sacó brillo a una medalla imaginaria del pecho.

—Dos cosas —dijo.

—De acuerdo —dije—, eres la mejor.

Se puso una mano detrás de la oreja.

—Eres fenomenal. Eres una bomba. Haces que los demás parezcan aficionados. Eres la mejor.

—Eso ya lo has dicho. —Se acercó un poco más, con la mano aún en la oreja.

Me aclaré la voz.

—Eres, sin ningún tipo de duda o de reserva, la investigadora privada más inteligente, más ingeniosa y más perspicaz de Boston —dije.

Ladeó la boca de ese modo que hace que me reviente el pecho.

—¿Ha sido tan difícil? —dijo.

—Me ha salido solo. No sé qué me pasa.

—Supongo que has perdido la práctica, tonto del culo.

Me incliné hacia atrás, observé lentamente las curvas de sus caderas, cómo la carne ejercía presión sobre el taburete.

—Hablando de culos —dije—, permíteme que te diga que el tuyo aún está estupendo.

Me pasó el cigarrillo por delante de la cara.

—Es que me he puesto madera en los pantalones, pervertido —dijo.

Puse las manos encima de la barra.

—Sí, señora.

—Singularidad número dos. —Angie dejó una libreta de notas en la barra y la abrió de par en par. Giró el taburete de tal forma que nuestras rodillas prácticamente se rozaban—. Justo antes de las cinco del día que sufrió el accidente, David Wetterau llamó a Greg Dunne, el tipo de la Steadycam, y le pidió que le dispensara. Le dijo que su madre estaba enferma.

—¿Lo estaba?

Asintió.

—De cáncer. Hace cinco años. Murió en 1994.

—Así pues, miente sobre…

Alzó la mano.

—Aún no he acabado. —Apagó el cigarrillo en el cenicero, aunque algunas brasas siguieron ardiendo. Se inclinó hacia delante y nuestras rodillas se tocaron—. A las cuatro y media, Wetterau recibió una llamada al móvil. Duró cuatro minutos y procedía de una cabina telefónica de High Street.

—Precisamente a una manzana de la esquina de las calles Congress y Purchase.

—Para ser exactos, una manzana más abajo. Pero eso no es lo más curioso. Nuestro contacto de Cellular One me dijo dónde estaba Wetterau cuando recibió la llamada.

—Me he quedado sin aliento.

—Se dirigía hacia el oeste por la autopista; estaba concretamente en las afueras de Natick.

—Entonces a las cinco menos veinte estaba de camino para comprar la Steadycam.

—Y a las cinco y veinte está precisamente en el cruce de las calles Congress y Purchase.

—A punto de que le aplasten la cabeza.

—Correcto. Deja el coche en un aparcamiento de la calle South, camina por la calle Atlantic hasta llegar a la calle Congress, y está cruzando la calle Purchase cuando tropieza.

—¿Le has contado algo de esto a la policía?

—Bien, ya sabes la opinión que tiene actualmente la policía de nosotros en general y de mí en particular.

Asentí.

—Quizá la próxima vez te lo pienses dos veces antes de dispararle a un policía.

—¡Ja, ja! —dijo—. Afortunadamente, Sallis & Salk guarda muy buena relación con el Departamento de Policía de Boston.

—Entonces conseguiste que alguien de allí te llamara.

—No. Yo llamé a Devin.

—Llamaste a Devin.

—Ajá. Se lo pregunté y me contestó a los diez minutos.

—Diez minutos.

—Quizá quince. De todos modos, tengo las declaraciones de los testigos. De los cuarenta y seis. —Acarició la suave bolsa de piel que estaba encima de la silla a su izquierda—. ¡Tachín!

—¿Queréis beber algo más, chicos? —Shakes Dooley vació el cenicero de Angie y limpió debajo del vaso.

—Claro —dijo Angie.

—¿Y para la señorita? —me preguntó Shakes.

—De momento estoy bien, Shakes. Gracias.

—¡Vaya marica! —dijo Shakes en voz baja, mientras se iba a ponerle otro Finlandia a Angie.

—A ver si lo he entendido bien —le dije a Angie—. Llamaste a Devin y quince minutos más tarde ya tenías la información que yo llevo cuatro días intentando conseguir.

—Más o menos.

Shakes puso la bebida delante de Angie.

—Aquí tienes, muñeca —le dijo.

—Muñeca —dije cuando se marchó—. ¿Quién demonios usa aún la palabra «muñeca»?

—Aun así le funciona —dijo Angie, y tomó un sorbo de vodka—. ¡Vete tú a saber!

—¡Estoy realmente cabreado con Devin!

—¿Por qué? Te pasas el día molestándole para que te haga favores. Yo hacía casi un año que no le llamaba.

—Eso es verdad.

—Además, yo soy más guapa.

—Eso es discutible.

Soltó un bufido.

—Pregunta por ahí y lo verás, tío.

Tomé un sorbo de mi cerveza. Estaba caliente. Ya sé que a los europeos les gusta, pero también la morcilla y Steven Seagal.

Cuando Shakes volvió a pasar ante nosotros le pedí otra.

—Claro, y a continuación me tendré que quedar con las llaves de tu coche. —Colocó una Beck’s helada ante mí, lanzó una mirada a Angie, y se marchó.

—Ése es el trato que recibo últimamente.

—Seguramente porque sales con abogadas defensoras que creen que un buen armario compensa la falta de cerebro.

Me di la vuelta.

—¿Oh, la conoces?

—No, aunque he oído decir que la mitad de los hombres del distrito sí la conocen.

—¡Vaya arañazo! —dije—. ¡Miau!

Me dedicó una sonrisa de arrepentimiento mientras encendía otro cigarrillo.

—El gato ha de tener uñas para poder defenderse. Por lo que he oído, lo único que tiene es una bonita cartera, un pelo magnífico, y unas tetas por las que aún sigue pagando grandes cantidades cada mes. —Sonrió abiertamente y me hizo una mueca—. ¿Vale, nene?

—¿Cómo está «alguien»? —dije.

Su sonrisa desapareció, metió la mano en el bolso.

—Volvamos a David Wetterau y a Karen…

—He oído decir que se llama Trey —dije—. Sales con un tipo que se llama Trey, Ange.

—¿Cómo…?

—Somos detectives, ¿recuerdas? Igual que tú te enteraste de que yo salía con Vanessa.

—Vanessa —dijo, como si tuviera la boca llena de cebollas.

—Trey —dije.

—¡Cállate! —Revolvió en el bolso.

Bebí un poco de Beck’s.

—Pones en duda mi credibilidad en el barrio y te acuestas con un tío que se llama nada menos que Trey.

—Ya no me acuesto con él.

—Bien, yo también he dejado de acostarme con ella.

—¡Felicidades!

—Volvamos a ti.

Se produjo un silencio profundo entre nosotros por un momento, mientras Angie sacaba varias hojas de fax de su bolsa y las alisaba encima de la barra. Bebí un poco más de Beck’s, pasé los dedos alrededor del posavasos de cartón, y sentí cómo una mueca luchaba por aparecer en mi rostro. Observé a Angie. También movía nerviosamente los labios.

—No me mires —dijo.

—¿Por qué no?

—Te estoy diciendo que… —Perdió la batalla y cerró los ojos sonriendo.

Mi sonrisa tardó medio segundo en aparecer.

—No sé por qué sonrío —dijo Angie.

—Yo tampoco.

—¡Gilipollas!

—¡Zorra!

Se rió, se dio la vuelta en la silla, bebida en mano.

—¿Me echas de menos? —dijo.

Como si no pudiera imaginárselo.

—En lo más mínimo —dije.

Nos fuimos a una mesa larga que había en la parte trasera, pedimos unos bocadillos vegetales con pollo y tocino, y nos los comimos mientras yo la ponía rápidamente al día: le conté en detalle mi primer encuentro con Karen Nichols, mis dos altercados con Cody Falk, mis conversaciones con Joella Thomas, con los padres de Karen, con Siobhan, y con Holly y Warren Martens.

—Los motivos —dijo Angie—. Volvemos a la cuestión de los motivos.

—Ya lo sé.

—¿Quién le destrozó el coche y por qué? —Sí.

—¿Quién escribió esas cartas para Cody Falk y por qué?

—¿Por qué —dije— alguien sentía la necesidad de arruinar la vida de esa mujer de tal forma que ella prefiriera saltar desde un edificio a seguir soportándolo?

—¿Y realmente llevaron las cosas al extremo de planear el accidente de David Wetterau?

—También debemos tener en cuenta la cuestión del acceso.

Masticó el bocadillo. Se limpió un extremo de la boca con la servilleta.

—¿Qué quieres decir?

—¿Quién envió a Karen las fotografías de David y esa mujer? Joder, ¿quién hizo esas fotografías?

—Parecen hechas por un profesional.

—Estoy de acuerdo. —Me metí una patata frita en la boca—. ¿Quién le entregó a Karen las notas privadas de su psiquiatra? Eso es importante.

Angie asintió con la cabeza.

—¿Y por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Aquella noche fue larga. Examinamos en detalle las cuarenta y seis declaraciones de los testigos que habían presenciado el accidente de David Wetterau, y más de la mitad no vieron nada en absoluto, mientras que los otros veinte se limitaron a confirmar la declaración final de la policía: Wetterau tropezó en un hoyo, y un coche, que hizo todo lo posible por esquivarlo, le golpeó en la cabeza.

Angie incluso había dibujado un tosco croquis. Mostraba la ubicación de los cuarenta y seis testigos en el momento del accidente. Parecía una representación aproximada de un partido de fútbol después de un juego difícil. La gran mayoría de testigos —veintiséis— estaba en la esquina sudoeste de las calles Purchase y Congress. Casi todos ellos eran corredores de bolsa de camino a la Estación del Sur después de pasar el día en el distrito financiero y esperaban a que el semáforo cambiara de color. Otros trece estaban en la esquina noroeste, enfrente de David Wetterau mientras cruzaba la calle distraídamente hacia ellos. Otros dos testigos se encontraban en la esquina nordeste, y un tercero conducía el coche que iba detrás del de Steven Kearns, quien golpeó a Wetterau. De los cinco testigos restantes, dos habían bajado de la acera por la esquina sudeste cuando el semáforo se había puesto ámbar, y los otros tres se encontraban en el paso de peatones, cruzando la calle distraídos igual que Wetterau: dos de ellos iban hacia el oeste en dirección al distrito financiero, y el otro se dirigía hacia el este.

El testigo más próximo a los hechos era el tipo que se dirigía hacia el este. Se llamaba Miles Brewster, y justo después de pasar por delante de David Wetterau, éste cayó en el hoyo. El coche cruzaba la intersección, y cuando Wetterau tropezó, Steven Kearns se desvió inmediatamente y todos los que estaban en el cruce de peatones se dispersaron.

—A excepción de Brewster —dije.

—¿Eh? —Angie dejó de mirar las fotografías de David Wetterau y la mujer—. ¿Por qué, Brewster no se asustó?

Acercó su silla a la mía y examinó el croquis.

—Aquí está —dije, y puse el dedo encima de la tosca figura que había llamado W7—. Había pasado por delante de Wetterau, lo que quiere decir que estaba de espaldas al coche.

—Correcto.

—Oye el rechinar de los neumáticos. Se da la vuelta, ve el coche que se precipita hacia él, y aún así… —Busqué su declaración y leí un trozo—: Está, cito textualmente, a unos treinta centímetros del tipo, acercándose a él, y se queda como paralizado cuando golpea a Wetterau.

Angie me cogió la declaración de las manos y la leyó.

—Sí, pero es muy fácil quedarse paralizado en una situación así.

—Pero no está paralizado, está cruzando —contesté. Acerqué la silla hacia la mesa y señalé el punto W7 del croquis—. Estaba de espaldas, Ange. Tuvo que darse la vuelta para ver lo que pasaba. Su brazo no está paralizado, pero ¿lo están sus piernas? Declara que está entre treinta y cincuenta centímetros de los neumáticos del coche y de un parachoques trasero que pierden el control.

Miró el croquis fijamente, se frotó la cara.

—El hecho de tener estas declaraciones es ilegal. No podemos volver a entrevistar a Brewster y revelar el secreto de que sabemos cuál fue su declaración original —dijo.

Suspiré.

—Eso lo hará más difícil.

—Sin duda.

—Pero valdría la pena entrevistar a este tipo otra vez, ¿no crees?

—¡Desde luego!

Se reclinó en la silla y se llevó las manos a la cabeza para apartar una cabellera que ya no tenía. Se dio cuenta en el mismo momento que yo; me hizo un gesto con el dedo corazón en respuesta a mi amplia sonrisa, mientras bajaba las manos.

—De acuerdo —dijo, mientras golpeaba ligeramente la libreta con el bolígrafo—. ¿Cuál es nuestra lista de prioridades?

—En primer lugar, hablar con la psiquiatra de Karen.

Asintió con la cabeza.

—En su oficina obtendremos información —añadió.

—En segundo lugar, hablar con Brewster. ¿Tienes la dirección?

Sacó una hoja de la parte inferior de la pila de papel térmico.

—Miles Brewster. Calle Landsdowne, número doce —alzó la vista del papel con la boca abierta.

—¡Caramba! —dije—. ¿Qué pasa con esta fotografía?

—Número doce de Landsdowne —añadió—. Eso debe de estar en…

—Fenway Park.

—¿Cómo es posible que a un policía se le haya pasado eso por alto? —gimió.

Me encogí de hombros.

—Un novato tomando declaraciones en el lugar del accidente. Cuarenta y seis testigos, está cansado, cualquier cosa.

—¡Mierda!

—Pero Brewster —añadí— está ahora oficialmente manchado.

Angie dejó caer el fax encima de la mesa.

—¡No fue un accidente! —exclamó.

—No lo parece.

—Dime tu teoría de lo que pasó.

—Brewster se dirige hacia el este y Wetterau hacia el oeste. Brewster le pone la zancadilla cuando se cruzan. ¡Zas!

Asintió con la cabeza, una oleada de excitación ocultaba el cansancio de su rostro.

—Brewster dice que se había agachado para ayudar a Wetterau —declaró.

—Pero en realidad le estaba sujetando —añadí.

Angie encendió un cigarrillo, echó una ojeada al croquis a través del humo.

—Acabamos de encontrar algo feo, colega.

Asentí.

—Feo a más no poder.