Había un granero a lo lejos, a unos trescientos metros de la parte trasera del motel, más allá de una arboleda marchita de árboles doblados o caídos y de un pequeño claro manchado de aceite para motores. Warren Martens impulsaba su silla de ruedas a través de ramas caídas y de una capa de hojas secas de unas cuantas temporadas, restos de botellas rotas y piezas de coche abandonadas, y los desmoronados cimientos de un edificio que seguramente había caído en la época de Lincoln, como si condujera por una carretera de asfalto recién hecha.
Holly se había quedado en la oficina por si venía alguien, ya que el Ritz estaba lleno; Warren me condujo a la parte trasera bajando por una rampa de madera que llevaba al derruido granero donde almacenaba los contenidos de las viviendas abandonadas. Llegó antes que yo a la arboleda, empujando las ruedas hasta que los radios empezaron a chirriar sobre las hojas secas. El respaldo de cuero de la silla tenía bordada un águila de Harley Davidson en medio con pegatinas a ambos lados: LOS MOTORISTAS ESTÁN EN TODAS PARTES; UNA COSA DESPUÉS DE OTRA; SEMANA DEL MOTORISTA, LACONIA, NEW HAMPSHIRE; EL AMOR EXISTE.
—¿Quién es su actor favorito? —gritó por encima del hombro mientras sus robustos brazos hacían girar las ruedas por encima de las crujientes hojas.
—¿De ahora o de antes?
—De ahora.
—Denzel —dije—. ¿Y usted?
—Debo confesar que es Kevin Spacey.
—Es bueno.
—Soy admirador suyo desde Wiseguy[7]. ¿Se acuerda?
—Mel Profitt —dije— y su hermana incestuosa, Susan.
—Bien, de acuerdo. —Echó la mano hacia atrás y se la choqué—. De acuerdo —dijo, cada vez más emocionado ya que había encontrado un colega cinéfilo entre todos aquellos árboles muertos—. ¿Actriz favorita actual? No vale decir Michelle Pfeiffer.
—¿Por qué no?
—La fama de esa muñeca ya está demasiado extendida. Podría sesgar la objetividad de la votación.
—¡Oh! —dije—. Entonces, Joan Allen. ¿Y usted?
—Sigourney. Con o sin armas automáticas. —Se volvió para mirarme mientras le alcanzaba y andaba junto a él—. ¿Un actor de los de antes?
—Lancaster —dije—. Sin lugar a dudas.
—Mitchum —dijo—. Indudablemente. ¿Actriz?
—Ava Gardner.
—Gene Tierney —dijo.
—Puede que no estemos de acuerdo en los detalles, Warren, pero diría que ambos tenemos un gusto excelente.
—¡Es verdad! —Se rió entre dientes, echó la cabeza hacia atrás y observó cómo las ramas negras se movían encima de él—. Debo reconocer que lo que dicen de las buenas películas es cierto.
—¿Qué dicen?
Mantuvo la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y siguió empujando la silla de ruedas como si conociera esa tierra baldía palmo a palmo.
—Que te transportan. Lo que quiero decir es que cuando veo una buena película, no es que me olvide de que no tengo piernas, realmente tengo piernas; son las de Mitchum porque yo soy Mitchum y las manos que acarician los brazos desnudos de Jane Greer son las mías. Las buenas películas, tío, te dan otra vida. Te ofrecen un futuro totalmente diferente durante un rato.
—Durante dos horas —dije.
—Sí. —Volvió a reírse entre dientes, aunque esta vez con más ilusión—. Sí —repitió más dulcemente; por un instante sentí cómo el peso de toda su vida se cernía sobre nosotros: el motel decadente, los árboles marchitos, miembros inexistentes a los treinta, y esos hámsteres corriendo en las ruedas, chillando como locos.
—No fue a causa de un accidente de moto —dijo contestando a una pregunta que sabía que le iba a hacer—. Casi todo el mundo al verme piensa que me caí de la moto en una curva. —Volvió la cabeza, me miró y negó con la cabeza—. Una noche, cuando esto aún se llamaba La siesta de Molly Martenson, estaba aquí con una mujer que no era mi esposa. De repente aparece Holly y empieza a llamarme de todo, cabrón… Me tira el anillo de boda a la cara en esta habitación y se va a toda prisa. Voy tras ella. Por aquel entonces no había ninguna valla alrededor de la piscina, pero aún estaba vacía y resbalé. Caí en la parte más profunda. —Se encogió de hombros—. Me partí por la mitad. —Señaló todo lo que nos rodeaba con el brazo—. Conseguí todo esto en el pleito.
Hizo rodar la silla hasta el granero, se detuvo y abrió el candado que había en la puerta. En un principio, el granero había sido rojo, pero debido al sol y al descuido se había vuelto de un color salmón cetrino; estaba muy hundido hacia la izquierda, inclinándose hacia la oscura tierra como si en cualquier momento fuera a recostarse para dormir.
Me preguntaba cómo podía ser que por partirse la columna vertebral le hubieran amputado las piernas, pero decidí que ya me lo diría si tenía ganas, y si no seguiría preguntándomelo.
—Lo divertido del asunto es que —dijo— ahora Holly me quiere el doble. Quizá sea debido a que ya no puedo ir tonteando por ahí. ¿No cree?
—Quizá —dije.
Sonrió.
—Eso es lo que yo pensaba antes. Sin embargo, ¿sabe de qué se trata? ¿De lo que de verdad se trata?
—No.
—Holly es una de esas personas que se reanima cuando alguien la necesita. Como esos cerdos enanos que tiene. Si tuvieran que valerse de sus propios recursos, esos malditos tontainas se morirían. —Alzó la vista, me miró, asintió con la cabeza y abrió la puerta del granero; le seguí hacia el interior.
Casi todo el granero era como un mercado de segunda mano: mesas auxiliares de tres patas, pantallas rasgadas de lámparas, espejos rotos, y tubos catódicos de televisores probablemente partidos con los puños o con los pies. Placas calentadoras oxidadas colgaban de los cables en la pared trasera junto a pinturas de campos vacíos, payasos, jarrones vacíos; todas las telas estaban manchadas de zumo de naranja, mugre o café.
Sin embargo, la parte delantera del granero contenía una colección de maletas viejas y ropa, libros y zapatos, y joyas de fantasía que asomaban de una caja de cartón. A mi izquierda, Holly o Warren habían usado cuerda amarilla para acordonar una zona en que había una pila ordenada de objetos, tales como una licuadora por estrenar, tazas, vasos y porcelana que aún no había sido desembalada; y una fuente de peltre con una inscripción que decía: LOU & DINA, DESDE SIEMPRE Y PARA SIEMPRE, ABRIL 4, 1997.
Warren vio cómo la observaba.
—Sí, recién casados. Vinieron aquí a pasar la noche de bodas, abrieron los regalos y alrededor de las tres de la mañana tuvieron una gran discusión. Ella se fue con el coche, con las latas aún atadas al parachoques trasero. Él, medio desnudo, empezó a correr tras ella por la carretera. Nunca más los he vuelto a ver. Holly no me deja vender sus cosas. Dice que volverán a por ellas. Pero yo le digo: «Cariño, ya han pasado dos años». Holly dice: «Volverán». Y así estamos.
—Y así estamos —dije sintiendo cierto respeto ante esos regalos y esa fuente, imaginándome al novio medio desnudo persiguiendo a su novia hasta el olvido a las tres de la mañana, las latas traqueteando por la carretera.
Warren se puso a mi derecha.
—Aquí están sus cosas. Las de Karen Wetterau. No hay mucho.
Me dirigí hacia una caja de cartón de productos Chiquita Banana, levanté la tapa.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que la vio por última vez?
—Una semana. Lo siguiente que supe es que había saltado desde el edificio de Aduanas.
Le miré.
—¿Lo sabía?
—Claro que lo sabía.
—¿Y Holly?
Negó con la cabeza.
—No le ha mentido. Es el tipo de mujer que intenta encontrarle la parte positiva a todo. Si no puede, es que no sucedió. Hay algo en ella que no le permite hacer las conexiones necesarias. Sin embargo, yo vi la fotografía en el periódico y aunque tardé un par de minutos, pude atar cabos. Tenía un aspecto muy diferente, pero se veía que era ella.
—¿Cómo era?
—Triste. La persona más triste con la que me haya topado en mucho tiempo. Muriéndose de tristeza. Yo ya no bebo, pero algunas noches me sentaba junto a ella. Tarde o temprano se me insinuaba. Una de las veces que la rechacé, se puso muy desagradable y empezó a decir que no me funcionaba el aparato… Yo le dije: «Karen, en ese accidente perdí muchas cosas, pero eso no». ¡Y tanto! Es como si aún tuviera dieciocho años; el soldado se pone firme cuando el viento cambia de dirección. En fin, que le dije: «Mira, no te lo tomes mal, pero amo a mi mujer». Ella se rió y dijo: «Nadie ama. Nadie ama». Y le digo una cosa, estaba convencida de lo que decía.
—Nadie ama —dije.
—Nadie ama —asintió con la cabeza.
Se rascó la coronilla y miró alrededor mientras yo cogía una foto enmarcada de la parte superior de la caja. El cristal estaba roto, y algunos trozos de cristal habían quedado en las ranuras del marco. Era una fotografía del padre de Karen; llevaba el uniforme de marine y cogía a su hija de la mano; ambos parpadeaban a causa de la luz deslumbradora.
—Karen —dijo Warren—. Creo que se encontraba en un pozo sin salida. Lo veía todo negro. Si uno está rodeado de gente que cree que el amor es una mierda, entonces el amor es una mierda.
Había otra fotografía; el cristal también estaba roto. Era de Karen y de un hombre atractivo de pelo oscuro. David Wetterau, supuse. Ambos estaban morenos y vestían de colores pastel, de pie en la cubierta de un barco crucero, con los ojos un poco vidriosos por los daiquiris que sostenían en la mano. Amplias sonrisas. No tenían ningún problema con el mundo.
—Me contó que había estado prometida con un tipo que había sido arrollado por un coche.
Asentí con la cabeza. Otra fotografía de ella y de Wetterau; más trozos de cristal cayéndome en las manos. Otra serie de amplias sonrisas. Ésta la habían hecho en una fiesta. Tiras coloreadas de papel con las palabras FELIZ CUMPLEAÑOS colgaban detrás de ellos, a lo largo de la pared de una sala de estar.
—¿Sabías que se prostituía? —le pregunté mientras colocaba la fotografía en el suelo junto a las otras dos.
—Me lo imaginé —dije—. Venían muchos tipos y sólo un par de ellos volvieron una segunda vez.
—¿Hablaste de eso con ella?
Levanté una pila de avisos de correos enviados a su antigua dirección en Newton y una foto polaroid de ella y de David Wetterau.
—Lo negó. Luego se ofreció a hacerme una mamada por cincuenta dólares. —Movió los hombros y se quedó mirando los marcos que había en el suelo—. Debería haberla echado, pero, tío, ya parecía tener bastante con lo que tenía.
Encontré el correo devuelto: todo eran facturas y con un sello de letras rojas que decía: DEVUELTO POR FALTA DE FRANQUEO. Lo dejé a un lado, saqué dos camisetas, unos pantalones cortos, algunas bragas blancas, calcetines y un reloj parado.
—Me has dicho que la mayoría de tipos nunca volvieron. ¿Qué sabes de los que sí lo hicieron?
—Sólo volvieron dos. A uno de ellos le vi bastantes veces, un niñato pequeño y pelirrojo que debía de tener mi edad. Pagaba la habitación.
—¿En metálico?
—Sí.
—¿Y el otro?
—Más atractivo, rubio, debía de tener unos treinta y cinco años. Solía venir de noche.
Debajo de la ropa encontré una caja blanca de cartón de unos quince centímetros. Quité el lazo rosa y la abrí.
Warren, dándose la vuelta, dijo:
—¡Vaya! Karen nunca me contó nada de eso.
Invitaciones de boda. Debía de haber unas doscientas, escritas en caligrafía sobre un lienzo de color rosa pálido: EL DOCTOR CHRISTOPHER DAWE Y SEÑORA SE COMPLACEN EN INVITARLES A LA BODA DE SU HIJA, SEÑORITA KAREN ANN NICHOLS, CON EL SEÑOR DAVID WETTERAU, EL DÍA 1O DE SEPTIEMBRE DE 1999.
—El mes que viene —dije.
—¡Mierda! —dijo Warren—. Las pidió con demasiada antelación, ¿no cree? Las debió de encargar ocho o nueve meses antes de la boda.
—Mi hermana las encargó con once meses de antelación. Es una mujer tipo Emily Post[8]. —Me encogí de hombros—. Como era Karen cuando la conocí.
—¡No joda!
—En serio, Warren.
Guardé las invitaciones en la caja y até con cuidado la cinta rosa en la parte superior. Seis o siete meses antes, seguramente habría estado sentada a una mesa, oliendo el lienzo y siguiendo las letras con los dedos. Feliz.
Encontré otra colección de fotografías debajo de una revista de crucigramas. No llevaban marco; estaban dentro de un sobre blanco con un matasellos de Boston del día quince de mayo de ese año; iba sin remite. El sobre había sido enviado al piso que Karen tenía en Newton. Había más fotografías de David Wetterau. A excepción de que la mujer que aparecía en las fotos con David Wetterau no era Karen Nichols. Era morena, iba toda vestida de negro, tenía un tipo delgado propio de una modelo y cierto aire reservado detrás de sus gafas de sol negras. En las fotografías, David Wetterau y ella estaban sentados en una cafetería al aire libre. En una aparecían cogidos de la mano; en otra, se besaban.
Warren las miraba mientras yo las iba pasando.
—¡Ah! Eso no está nada bien —dijo.
Negué con la cabeza. Los árboles que había alrededor de la cafetería no tenían hojas. Deduje que ese lío amoroso había sucedido en febrero, durante nuestro suave invierno, no mucho después de que Bubba y yo hubiéramos visitado a Cody Falk, y justo antes de que le aplastaran la cabeza a David Wetterau.
—¿Cree que las hizo ella? —preguntó Warren.
—No. Estas fotos fueron hechas por un profesional, desde un tejado, con un objetivo fotográfico, y un encuadre perfecto. —Fui pasándolas lentamente para que pudiera ver lo que le decía—. Primeros planos de sus manos entrelazadas hechos con un teleobjetivo.
—Así que, piensa que contrataron a alguien para que las hiciera.
—Sí.
—¿A alguien como usted?
Asentí.
—A alguien como yo, Warren.
Warren volvió a mirar las fotografías que tenía en la mano.
—Pero en realidad no está haciendo nada malo con esa chica.
—Es verdad —dije—. Sin embargo, Warren, ¿cómo se sentiría si recibiera unas fotos así de Holly y un extraño?
Su rostro se ensombreció y no dijo nada durante unos momentos; al cabo de un rato admitió:
—Sí, entiendo lo que quiere decir.
—Lo importante es saber por qué alguien podría estar interesado en mandarle esas fotos a Karen.
—Para hacerla sufrir, ¿no cree?
Me encogí de hombros.
—Sin lugar a dudas es una posibilidad.
La caja estaba prácticamente vacía. A continuación, encontré su pasaporte y su certificado de nacimiento, junto a una receta médica de Prozac. Apenas la miré. No me extrañó lo más mínimo que tomara Prozac después del accidente de David, pero entonces me di cuenta de la fecha de la receta: 23 de octubre de 1998. Ya tomaba antidepresivos mucho tiempo antes de que yo la conociera.
Sostuve el frasco en la mano y leí el nombre del médico que había firmado la receta: Doctor Bourne.
—¿Le importa que me lo lleve?
Warren negó con la cabeza.
—Está a su disposición.
Me metí el frasco en el bolsillo. Lo único que quedaba en la caja era una hoja blanca de papel que saqué de la caja.
Era una página llena de anotaciones que llevaba el membrete de la doctora Diane Bourne en la parte superior; con fecha del 6 de abril de 1994. El tema a tratar era Karen Nichols y en uno de los párrafos decía:
… El carácter represivo de la cliente es sumamente importante. Parece vivir en un estado permanente de abnegación; de negación de las consecuencias de la muerte de su padre, de negación de su relación tortuosa tanto con su madre como con su padrastro, de negación de sus propias inclinaciones sexuales, que según la opinión de su terapeuta, son bisexuales y tienen cierto trasfondo incestuoso. La cliente sigue los clásicos modelos de comportamiento pasivo agresivo y se niega rotundamente a hacer ningún esfuerzo para tomar conciencia de sí misma. La cliente tiene la autoestima peligrosamente baja, la identidad sexual confundida y, según la opinión de su terapeuta, una visión fantasiosa potencialmente fatal del funcionamiento del mundo. Si las siguientes sesiones no aportan progresos, sugeriría que ingresara voluntariamente en un hospital psiquiátrico cualificado…
DOCTORA BOURNE
—¿Qué es eso? —quiso saber Warren.
—Son las notas de la psiquiatra de Karen.
—Bien, ¿qué demonios hacía con eso?
Observé su expresión confusa.
—Es la pregunta del millón, ¿no?
Con el consentimiento de Warren, me quedé con las notas y las fotografías de David Wetterau y la otra mujer; recogí las otras fotografías, la ropa, el reloj roto, el pasaporte y las invitaciones de boda y lo volví a meter en la caja. Observé todo aquello que probaba que Karen Nichols había existido; me pellizqué el caballete de la nariz con el dedo pulgar y el índice y cerré los ojos un instante.
—La gente puede llegar a ser agotadora, ¿no es verdad? —inquirió Warren.
—Sí, la verdad es que sí. —Me puse en pie y me dirigí hacia la puerta.
—¡Siempre debe de estar cansado!
—Esos dos tipos que solían visitar a Karen… —dije mientras cerraba la puerta con llave.
—¿Sí?
—¿Iban juntos?
—A veces, sí; a veces, no.
—¿Puede contarme algo más de ellos?
—El pelirrojo, como ya le dije, era un fantasma. Un soplón. Ese tipo de hombre que se cree mucho más listo que los demás. Sacó un fajo de cien dólares para pagarle la habitación a Karen, como si fueran billetes de un dólar, ¿sabe? Karen está totalmente rendida ante él y él la mira como si fuera un trozo de carne, mientras nos guiña el ojo a mí y a Holly. Un tipo realmente asqueroso.
—¿Altura, peso…?
—Diría que medía entre metro setenta y cinco y metro setenta y ocho. Tenía toda la cara llena de pecas y un corte de pelo de memo. Debía de pesar unos setenta kilos. Vestía con estilo: camisas de seda, vaqueros negros, relucientes Docs en los pies.
—¿Y el otro tipo?
—Muy astuto. Conducía un descapotable Shelby Mustang GT-500 del 68 negro. ¿Cuántos fabricaron, unos cuatrocientos?
—Sí, aproximadamente.
—Vestía con ropa vieja de niño rico: pantalones vaqueros con pequeñas rasgaduras, suéteres de cuello de pico encima de camisetas blancas. Gafas de sol de doscientos dólares. Nunca entró en la oficina ni le oí hablar, pero daba la sensación de que era el que mandaba.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—No sé, había algo en ese tipo. El cretino y Karen siempre andaban tras él, se movía muy rápido cuando hablaba. No sé. Sólo le vi unas cinco veces, siempre desde lejos, y tenía algo que me ponía nervioso. Como si yo no fuera lo bastante bueno para mirarle o algo así.
Hizo avanzar su silla de ruedas por los oscuros campos y yo le seguí. El día iba llegando a su fin y cada vez era más húmedo. En lugar de dirigirse hacia la rampa que había en la parte trasera de la oficina, me condujo a una mesa de picnic, con la superficie cubierta de pequeñas astillas que sobresalían de la madera como si fueran pelos. Warren se detuvo junto a la mesa; yo me senté encima con el convencimiento de que los vaqueros me protegerían de las astillas.
No me miraba. Mantenía la cabeza baja, mirando la tierra que se había metido entre la madera.
—Cedí una vez —dijo.
—¿Cedió?
—A los deseos de Karen. No paraba de hablar de dioses oscuros y de sombríos viajes y de sitios a donde te podía llevar y… —Volvió la cabeza hacia la oficina del motel y vio la silueta de su mujer tras la cortina—. No… Lo que le quiero decir es que, ¿por qué un hombre que tiene la mejor esposa del mundo… Qué le hace…?
—¿Tener relaciones con otras mujeres?
Nuestras miradas se cruzaron; en ese momento entrecerraba los ojos, como si sintiera vergüenza.
—Sí.
—No lo sé —dije despacio—. Cuénteme.
Tamborileó con los dedos en el brazo de la silla, se quedó mirando los árboles marchitos y la tierra negra.
—Es la oscuridad, ¿sabe? La oportunidad de adentrarse en lugares realmente malos mientras uno se siente maravillosamente bien. A veces, uno no desea estar con una mujer que te mira con amor. Desea estar con una mujer que te mira a los ojos y te conoce realmente. Que sabe lo malo que hay en ti, el lado más oscuro. —Me miró—. Y que le gusta, desea ese lado.
—Así pues, Karen y…
—Follamos toda la noche. Como animales. Y estuvo muy bien. Estaba como loca. Sin inhibiciones.
—¿Y después?
Volvió a apartar la mirada, respiró profundamente y fue soltando el aire poco a poco.
—Después ella dijo:
«—¿Lo ves?
»—Lo veo.
Asintió:
»—¿Lo ve? Nadie ama.
Permanecimos junto a la mesa de picnic un rato, sin pronunciar palabra. Las cigarras canturreaban en las peladas copas de los árboles y los mapaches desgarraban las zarzas que había al otro lado del claro. Tuve la impresión de que el granero se hundía un poco más; oí la voz de Karen Nichols susurrando: «¿Lo ves? Nadie ama. Nadie ama».