13

El motel Holly Martens estaba a unos cuarenta y cinco metros de una extensión de césped descuidada y amarillenta de la Ruta 147 en Mishawauk, una ciudad que era un pequeño punto en el mapa no lejos de Springfield. Constaba de una hilera de casas de dos plantas construidas con ladrillos de cemento y dispuestas en forma de T horizontal. Se extendía a lo largo de un campo sucio color marrón que acababa en un charco tan amplio y negro que seguramente no sería difícil encontrar restos de dinosaurios. Daba la impresión de que el Holly Martens hubiera pertenecido a una base militar o a un refugio aéreo en los años cincuenta, y no había nada en su estilo que pudiera atraer al cansado viajero para que regresara. Al dirigirme hacia la oficina principal, vi que había una piscina a mi izquierda. Vacía y rodeada de cadenas metálicas cubiertas de alambradas en la parte superior, estaba atestada de botellas de cerveza rotas verdes y marrones, tumbonas herrumbrosas, envoltorios de comida rápida, y un carro de la compra de tres ruedas. Un cartel en muy mal estado pegado en un eslabón de la cadena decía: NO HAY SOCORRISTA. NADE BAJO SU PROPIA RESPONSABILIDAD. Quizás habían vaciado la piscina porque la gente no paraba de tirar botellas vacías de cerveza. Quizá la gente tiraba las botellas porque habían vaciado la piscina. O el socorrista se había llevado el agua con él cuando se marchó. Debería dejar de preguntarme cosas que no me conciernen.

La oficina olía a pelo de animal, a virutas de madera, a desinfectante, y a periódicos manchados de caca y orina. Detrás del mostrador de recepción, había por lo menos siete jaulas con roedores. Casi todos eran conejillos de indias, unos cuantos hámsteres daban chillidos en las ruedas, pedaleando como locos, con el hocico en dirección a la rueda y preguntándose por qué nunca podían llegar a la parte superior.

Que no haya ratas, pensé. Que no haya ratas, por favor.

La mujer que había detrás del mostrador iba teñida de rubio y era delgada. Todo su cuerpo parecía de fibra, como si las reservas de grasa hubieran huido con el salvavidas, y se hubiera llevado los pechos y el culo con él. Tenía la piel tan bronceada y firme que me recordaba los nudos de la madera. Debía de estar entre los veintiocho y treinta y ocho años, pero había algo en ella que indicaba que había vivido doce vidas enteras antes de cumplir los veinticinco.

Me obsequió con una amplia y jovial sonrisa que tenía algo de reto.

—Hola, ¿es el tipo que me ha llamado?

—¿Llamado? —dije—. ¿Para qué?

El cigarrillo que sostenía entre los labios se movió al decir:

—Para la habitación.

—No —dije—. Soy investigador privado.

Se rió con el cigarrillo entre los dientes.

—No me diga.

—Sí le digo.

Tomó el cigarrillo, tiró la ceniza al suelo y, se apoyó en el mostrador.

—¿Como Magnum?

—Igualito a Magnum —dije, e intenté subir y bajar las cejas con ese estilo que Magnum había patentado.

—Lo veo cada vez que lo ponen —dijo—. Hombre, era mono de verdad. ¿Sabe? —Me miró, arqueó una ceja y bajó la voz—. ¿Por qué será que los hombres ya no se dejan crecer bigote?

—Porque entonces la gente da por hecho que son homosexuales o campesinos —comenté.

Asintió.

—Eso es. Eso es. ¡Maldita sea, es una pena!

—Sin duda —dije.

—No hay nada como un hombre con un buen bigote.

—Tiene toda la razón.

—Así pues, ¿qué puedo hacer por usted?

Le mostré la fotografía del carnet de conducir de Karen Nichols que había recortado del periódico.

—¿La conoce?

Observó la fotografía; luego negó con la cabeza.

—Pero ¿no es esa mujer?

—¿Qué mujer?

—¿Esa mujer que saltó desde el edificio del centro de la ciudad?

Asentí.

—He oído decir que quizá pasó algún tiempo por aquí.

—No. —Bajó la voz—. Parece un poco demasiado… fina para hospedarse en un sitio como éste. ¿Sabe?

—¿Qué tipo de gente suele alojarse aquí? —pregunté, como si no lo supiera.

—¡Oh, gente maja! —dijo—. Gente estupenda. La sal de la tierra, ¿sabe? Pero quizá tienen un aspecto un poco más duro de lo normal. Muchos motoristas.

Compruébalo, pensé.

—Camioneros.

Compruébalo de nuevo.

—Gente que necesita un sitio para… descansar y recuperar fuerzas.

Léase: yonquis y gente a la que le acaban de conceder la libertad condicional.

—¿Muchas mujeres solas?

Sus brillantes ojos se nublaron.

—De acuerdo, cariño, vayamos al grano. ¿Qué quiere saber?

Igual que la compañera de un gánster. Magnun habría quedado impresionado.

—¿Se ha alojado aquí alguna mujer que no pagara el alquiler durante un tiempo? Digamos que durante una semana, más o menos —dije.

Bajó los ojos en dirección al libro en el que estaba apoyada. Se inclinó en el mostrador, el brillo volvió a sus ojos.

—Quizá.

—¿Quizá? —Me incliné en el mostrador junto a ella.

Me sonrió, acercó su hombro al mío.

—Sí, quizá.

—¿Puede contarme algo de ella?

—Claro —dijo. Sonrió. Tenía una sonrisa estupenda; se podía entrever la niña que había en ella antes de ir de un lado para otro, de los cigarrillos y de la intoxicación solar—. Estoy segura de que mi viejo le podrá contar más cosas.

No estaba seguro de si con lo de «viejo» se refería a su padre o a su marido. En esa zona, podía significar cualquier cosa. En realidad, podía significar ambas cosas.

Dejé el hombro tal y como estaba. En el quinto pino y viviendo peligrosamente.

—¿Tales como…?

—Tales y como, ¿por qué no hacemos antes las presentaciones? ¿Cómo se llama?

—Patrick Kenzie —dije—. Mis amigos me llaman Magnum.

—¡Mierda! —Soltó una risita—. Me apuesto lo que quiera a que no.

—Me apuesto lo que quiera a que tiene razón.

Me tendió la mano. Yo hice lo mismo y las estrechamos con los codos apoyados en el mostrador, como si estuviéramos a punto de echar un pulso.

—Me llamo Holly —dijo.

—¿Holly Martens? ¿Cómo el tipo de esa película antigua?

—¿Quién?

El tercer hombre —dije.

Se encogió de hombros.

—Mi viejo se hizo cargo de este local, llamado La siesta de Molly Martenson. Tenía un letrero de neón muy bonito en el tejado, con las bonitas luces encendidas toda la noche. Y mi viejo, Warren, tiene un amigo, Joe, que es un manitas de verdad. Así pues, Joe quitó la M y la sustituyó por una H; apagó las luces de la O y la N, pero aún así queda muy bien por la noche.

—¿Qué me dice de La siesta?

—No aparece en el letrero de neón.

—¡Gracias a Dios!

Dio un golpe en el mostrador.

—¡Eso mismo dije yo!

—¡Holly! —gritó alguien desde la parte trasera—. El maldito jerbo se acaba de cagar en mis papeles.

—No tengo ningún jerbo —respondió.

—Bien, pues esa maldita especie de cerdo en miniatura. ¿No te dije que no les dejaras salir de la jaula?

—Crío conejillos de indias —dijo dulcemente, como si fuera un secreto muy importante.

—Ya me he dado cuenta. Y hámsteres, también.

Asintió.

—Tenía hurones, pero se murieron.

—¡Maldita sea!

—¿Le gustan los hurones?

—Nada —sonreí.

—No debería ser tan estricto. Los hurones son muy divertidos. —Chasqueó con la lengua—. Son realmente muy divertidos.

Oí un sonido agudo y chirriante que procedía de la parte trasera y que era demasiado estridente para ser de las ruedas de los hámsteres; Warren apareció en la oficina con una chaqueta de cuero negro y una silla de ruedas de cromo metalizado.

A partir de las rodillas no tenía piernas, pero el resto del cuerpo era descomunal. Llevaba una camiseta negra sin mangas y su tórax era tan ancho como el casco de un bote, las venas gruesas y rojizas sobresalían con violencia bajo su piel en el antebrazo y en el bíceps. Llevaba el pelo teñido de rubio como Holly, afeitado en la sienes, pero peinado hacia atrás con un tupé encima de la frente y cayéndole por encima de los hombros. Los músculos de la mandíbula, que eran del tamaño de un platillo de té, se movían arriba y abajo; las manos, con guantes de cuero negro sin dedos, parecían capaces de derribar una verja de roble como si fuera conglomerado.

No me miró mientras se acercaba a Holly.

—¿Cariño? —dijo.

Ella volvió la cabeza y contempló su atractivo rostro con un amor tan inmediato y completo que invadió la habitación como si fuera otra persona.

—¿Nena? ¿Sabes dónde he puesto las pastillas? —Warren se dirigió con la silla de ruedas hasta el mostrador y examinó detenidamente la parte inferior.

—¿Las blancas?

Aún no me había mirado.

—No. Las amarillas, cariño. Las de las tres de la tarde —dijo.

Inclinó la cabeza como si intentara hacer memoria. Entonces su rostro se volvió a iluminar con esa maravillosa sonrisa y aplaudió; Warren también sonrió, embelesado por ella.

—Claro que me acuerdo, cariño. —Puso las manos debajo del contador y extrajo un frasco de pastillas color ámbar—. Piensa rápido.

Se lo lanzó, y él lo cogió al vuelo sin apartar la vista de ella.

Se puso dos en la boca y las masticó. Aún no había apartado los ojos de ella cuando dijo:

—¿Qué está buscando, Magnum?

—Las últimas pertenencias de una mujer muerta.

Alargó la mano y cogió la de Holly. Pasó el dedo pulgar por encima de la palma de la mano, observó la piel detalladamente como si intentara recordar cada una de sus pecas.

—¿Por qué?

—Porque está muerta.

—Eso ya lo ha dicho. —Le dio la vuelta a la mano hasta que quedó con la palma hacia arriba y le siguió las líneas con los dedos.

Holly le pasó la mano libre por el pelo.

—Murió —dije— y a nadie le importa en lo más mínimo.

—Ah, pero a usted sí, ¿no? Se cree un tipo estupendo, ¿eh? —En ese momento le pasaba los dedos por la muñeca.

—Lo intento.

—¿Esa mujercita rubia que a las siete de la mañana ya iba colgada de sedantes y de licor de melón?

—Era menuda y rubia. Lo otro, no sabría decirle.

—Ven aquí, cielo. —Tiró de Holly dulcemente, la sentó en su regazo y le acarició los mechones de la nuca.

Holly se mordió el labio inferior, le miró a los ojos y su barbilla empezó a temblar.

Warren volvió la cabeza de forma que el pecho de Holly le presionaba la oreja; me miró directamente a los ojos por primera vez. Al verle bien la cara, me sorprendió su aspecto juvenil. Veintitantos, quizás, ojos azules de niño, las mejillas tan lisas como las de un debutante, una pureza de joven surfista bañada por el sol.

—¿Ha leído alguna vez lo que Denby escribió acerca de El tercer hombre? —me preguntó Warren.

Supuse que Denby sería David Denby, el crítico de cine que desde hacía mucho tiempo trabajaba para la revista New York. No era el tipo de persona que esperara que Warren mencionara, teniendo en cuenta, además, que su mujer acababa de comentar que no sabía de qué película le estaba hablando.

—No puedo decir que lo haya leído.

—Dijo que ningún adulto de la posguerra tenía el derecho de ser tan inocente como Holly Martens.

—¡Eh! —dijo su mujer.

Le rozó la nariz con la punta del dedo.

—Tú no, cariño, el personaje de la película.

—¡Ah! Vale, entonces.

Se volvió hacia mí de nuevo.

—¿Está de acuerdo, señor detective?

Asentí.

—Siempre pensé que Calloway era el único héroe de la película.

Castañeteó los dedos.

—Trevor Howard. Yo, también. —Alzó los ojos hacia su mujer, sepultó el rostro en su pelo y lo olió—. Las pertenencias de esa mujer… ¿no estará buscando nada de valor?

—¿Qué quiere decir, joyas, o algo así?

—Joyas, cámaras, cualquier cosa que pudiera empeñar.

—No —dije—. Intento averiguar las razones por las que murió.

—La mujer que anda buscando —dijo— se alojaba en el 15 B. Pequeña, rubia, se hacía llamar Karen Wetterau.

—Seguro que era ella.

—¡Vamos! —Me hizo una señal con la mano para que pasara por la puertecita de madera que había detrás del mostrador—. Echaremos un vistazo juntos.

Me acerqué a la silla de ruedas; Holly volvió la mejilla y me miró con ojos soñolientos.

—¿Por qué es tan amable? —pregunté.

Warren se encogió de hombros.

—Porque Karen Wetterau… Nadie fue nunca amable con ella.