El cura que presidía la misa del mediodía en la iglesia de Santo Domingo del Sagrado Corazón se comportaba como si tuviera entradas para el partido de los Sox de la una. El padre McKendrick avanzaba a grandes zancadas a lo largo del altar central a las doce en punto, con dos monaguillos que tenían que correr para llevar su mismo paso. Volvía las hojas del rito de bienvenida y de penitencia, así como de la oración de apertura con tanta rapidez que parecía que su Biblia estuviera en llamas. Leyó la Carta de Pablo a los romanos a tal velocidad que daba la impresión de que Pablo bebía demasiado café. Cuando leyó el Evangelio según san Lucas con gran celeridad e hizo un gesto con la mano a los feligreses para que se sentaran, tan sólo pasaban siete minutos de las doce y casi todos los feligreses parecían agotados.
Asió el atril con ambas manos y miró fijamente a los bancos con una frialdad que rayaba en desdén.
—Pablo dijo: «Debemos despertarnos de la oscuridad y vestirnos con la armadura de la luz». ¿Qué querrá decir eso de despertarse de la oscuridad y llevar la armadura de la luz?
Aquellos días en que solía ir con cierta regularidad, siempre había sido la parte de la misa que me gustaba menos. El cura intentaba explicar un lenguaje profundamente simbólico que había sido escrito unos dos mil años atrás; después lo adaptaba para explicar el Muro de Berlín, la guerra del Vietnam, Roe contra Wade[5], y las posibilidades que tenían los Bruins de ganar la Copa de Stanley[6]. Su capacidad intelectual era extenuante.
—Bien, significa lo que dice —decía el padre McKendrick, como si se dirigiera a una habitación llena de alumnos del primer curso de primaria que acabaran de bajar del autobús escolar—. Significa que salgáis de la cama. Que salgáis de la oscuridad de vuestros deseos venales, de vuestros altercados insignificantes, del odio hacia vuestros vecinos, de la desconfianza hacia vuestro cónyuge, de permitir que vuestros hijos sean educados y corrompidos por la televisión. Salid fuera, dice Pablo, al aire libre. ¡Id hacia la luz! Dios es la luna y las estrellas; Él es claramente el sol. Debéis sentir el calor del sol. Comunicad ese calor. Debéis hacer buenas obras. Hoy debéis depositar más dinero en el platillo y sentir cómo el Señor actúa en vosotros. Dad la ropa que os gusta a un centro de beneficencia. Debéis sentir al Señor. Él es la armadura de luz. Salid y haced lo que es correcto. —Golpeó el atril para enfatizarlo—. Debéis actuar de acuerdo con la luz. ¿Lo veis?
Observé los bancos a mi alrededor. Algunos feligreses asentían con la cabeza. Nadie daba la impresión de no entender lo que el padre McKendrick decía.
—Así pues —dijo—. Bien, levantaos todos.
Nos levantamos de nuevo. Miré el reloj. Tan sólo dos minutos. Fue el sermón más rápido que jamás hubiera presenciado. No había ninguna duda de que el padre McKendrick tenía entradas para el partido de los Red Sox.
Los feligreses parecían aturdidos, pero felices. La única cosa que los buenos católicos aman más que a Dios es una misa corta. Mantengamos la música de órgano, el coro, el incienso y las procesiones. Si nos dan un cura que tenga un ojo en la Biblia y el otro en el reloj, abarrotaremos el lugar como si fueran a sortear un pavo la semana antes de Acción de Gracias.
A medida que los encargados de pasar el platillo de las donaciones avanzaban a través de los bancos, el padre McKendrick realizó a toda prisa la ofrenda y la bendición de la multitud; la expresión de su rostro parecía indicar a los dos niños de once años que le ayudaban que aquello no era un colegio sino la universidad, que aceleraran el paso y que acabaran con prontitud.
Unos tres minutos y medio más tarde, después de rezar el Padre Nuestro a toda velocidad, el reverendo McKendrick nos indicó que hiciéramos el signo de la paz. No daba la impresión de que le hiciera mucha gracia, pero supongo que tenía que seguir las normas. Estreché las manos del matrimonio que había junto a mí, así como también las de los tres hombres mayores que había detrás y las de las dos ancianas mujeres del banco de delante.
Conseguí atraer la atención de Angie mientras lo hacía. Estaba en la parte delantera, a nueve filas del altar, y cuando se dio la vuelta para estrecharle la mano al adolescente gordinflón que tenía detrás, me vio. Quizás una muestra de sorpresa, algo de felicidad y de dolor pasaron por su semblante; después inclinó ligeramente la barbilla en señal de reconocimiento. Hacía seis meses que no la veía, pero resistí con valentía el deseo de saludarla con la mano y soltar un estrepitoso grito de alegría. Después de todo estábamos en la iglesia, donde las ruidosas muestras de cariño se ven con malos ojos. Además, nos encontrábamos en la iglesia del padre McKendrick, y tenía la sensación de que si gritaba de alegría, me mandaría al infierno.
Siete minutos más tarde, estábamos fuera de allí. Si todo hubiera estado en sus manos, habríamos salido en cuatro minutos, pero algunos feligreses mayores hicieron retrasar la cola para tomar la comunión; el padre McKendrick observaba cómo luchaban para acercarse hasta él con los caminadores y les miraba con una expresión que decía: Es posible que Dios tenga todo el día, pero yo no.
En la acera, fuera de la iglesia, observé cómo Angie salía y se paraba en el rellano de las escaleras para hablar con un señor mayor que llevaba un traje de sirsaca. Le estrechó su mano temblorosa con ambas manos, se inclinó mientras él le decía algo, sonrió jovialmente cuando él acabó. Pillé al gordinflón de trece años estirando el cuello desde detrás de su madre para mirarle el escote a Angie, mientras ésta se inclinaba para hablar con el hombre del traje de sirsaca. El niño se dio cuenta de que le estaba mirando y se dio la vuelta para verme; tenía la cara completamente sonrojada a causa de un buen y anticuado sentimiento de culpa católico, en un campo minado de acné. Le señalé severamente con el dedo y él se santiguó a toda prisa y se dispuso a mirarse los zapatos. El sábado siguiente iría al confesionario para confesar sus deseos lujuriosos. A su edad, debía de tener muchos.
Eso serán seiscientas avemarías, hijo mío.
Sí, padre.
Te quedarás ciego, hijo.
Sí, padre.
Angie se abrió paso a través de la multitud que se apiñaba en los escalones de piedra, protegiéndose la cara con las manos, pero podría haber solucionado el problema fácilmente levantando la cabeza. Sin embargo, a medida que se acercaba mantenía la cabeza baja, quizá por miedo a que pudiera ver algo en su rostro que o bien me alegrara el día o me rompiera el corazón.
Se había cortado mucho el pelo. Sus rizos color chocolate, con mechas castaño rojizo en primavera y verano, su abundante cabellera que le caía por la espalda y que se extendía sobre su almohada y la mía, y que tardaba una hora en peinar cuando se arreglaba para salir por la noche, había desaparecido; había sido sustituida por un corte de pelo a lo garçon que le llegaba hasta la barbilla, con mechones que caían por las mejillas y que finalizaban abruptamente en la nuca.
Si lo supiera, Bubba se pondría a llorar. Está bien, quizá no lloraría. Le dispararía a alguien. Al peluquero para empezar.
—No digas ni una palabra sobre el pelo —dijo al levantar la cabeza.
—¿Qué pelo?
—Gracias.
—No, de verdad, ¿qué pelo?
Sus ojos de caramelo eran como charcos oscuros.
—¿Por qué estás aquí?
—Me dijeron que los sermones eran de lo mejor.
Cambió el peso del pie derecho al izquierdo.
—Ja.
—¿No puedo entrar un momento y ver a una vieja amiga?
Tensó los labios.
—Después de la última visita acordamos que el teléfono bastaría, ¿no?
Sus ojos se llenaron de dolor, turbación y orgullo herido.
La última vez era invierno. Íbamos a encontrarnos para tomar un café. Después fuimos a comer y a tomar unas copas. Como amigos. De repente nos encontramos en la alfombra de la sala de estar de su piso nuevo, con la voz ronca y la ropa en el suelo. Sexo airado, lastimero, violento, vigorizador y vacío. Después, mientras recogíamos la ropa y sentíamos cómo el frío invernal de la habitación absorbía el calor de nuestros cuerpos, Angie había dicho: «Estoy saliendo con alguien».
»—¿Con alguien? —Encontré mi sudadera debajo de una silla y me la puse.
»—Con otra persona. No podemos hacer esto. Esta historia debe acabar.
»—Vuelve conmigo, entonces. Al infierno con ese «alguien».
Desnuda de cintura para arriba y enfadada por ello, me miró, mientras desenmarañaba con los dedos las tiras del sujetador que había encontrado en la mesa del comedor. Como hombre, tenía ventajas: podía vestirme mucho más rápido. Una vez hube encontrado los calzoncillos, los pantalones vaqueros y la sudadera, ya estaba a punto para marcharme.
Angie, mientras desenmarañaba el sujetador, tenía un aspecto desamparado.
»—No funcionamos, Patrick.
»—Claro que sí.
Se puso el sujetador con una firme expresión de resolución, mientras se lo abrochaba en la espalda y buscaba el suéter entre las sillas.
»—No, no funcionamos. Lo deseamos, pero no. ¿Con las pequeñas cosas? Lo llevamos bien. ¿Con las cosas importantes? Somos un desastre.
»—¿Y tú y ese alguien? —dije. Me puse los zapatos—. Todo va viento en popa, ¿no es así?
»—Podría ser, Patrick. Podría ser.
Observé cómo se pasaba el suéter por la cabeza y cómo se encogía de hombros y apartaba la abundante melena del cuello del suéter.
Recogí la chaqueta del suelo.
»—Si ese alguien es tan simpático contigo, Ange, ¿qué es lo que acabamos de hacer en la sala de estar?
»—Un sueño —dijo.
Observé la alfombra desde el vestíbulo.
»—Un bonito sueño.
»—Quizá —dijo con voz monótona—. Pero ya me he despertado.
Era la última hora de una tarde de enero cuando salí de su casa. La ciudad estaba desvaída. Resbalé en el hielo y me agarré al tronco de un árbol negro para recuperar el equilibrio. Permanecí cogido al árbol mucho tiempo. Me quedé allí y esperé a que algo me llenara de nuevo.
Al cabo de un rato, seguí avanzando. Oscurecía, cada vez hacía más frío y no llevaba guantes. No llevaba guantes y el viento arreciaba.
—¿Has oído hablar de Karen Nichols? —le dije a Angie paseando los dos bajo los árboles salpicados por los rayos de sol de Bay Village.
—¿Y quién no?
Era una tarde nublada, con una peculiar brisa húmeda que acariciaba la piel y que entraba por los poros como jabón; olía a lluvia abundante y repentina.
Angie echó un vistazo a la gruesa masa de gasas y vendas que me cubría la oreja.
—Por cierto, ¿qué te ha pasado?
—Alguien me golpeó con una llave inglesa. Nada roto, sólo magulladuras graves.
—¿Hemorragia interna?
—Un poco —me encogí de hombros—. Los de urgencias se ocuparon de pararla.
—Estoy segura de que fue muy divertido.
—Divertidísimo.
—Recibes muchos golpes, Patrick.
La miré, puse los ojos en blanco, y dejé de hablar de mis habilidades físicas.
—Necesito saber más cosas de David Wetterau.
—¿Por qué?
—A través de él Karen se puso en contacto conmigo, ¿no es así?
—Sí.
—En primer lugar, ¿cómo lo conociste?
—Estaba montando un pequeño negocio. Sallis & Salk se encargó de hacer las comprobaciones previas para él y su compañero.
Angie trabajaba ahora para Sallis & Salk, una gigantesca empresa de seguridad de alta tecnología que tanto protegía a jefes de estado como instalaba y controlaba alarmas antirrobo. Casi todos los trabajadores eran ex policías o ex federales. Todos estaban muy elegantes con sus trajes oscuros.
—¿De qué caso te ocupas? —Angie se detuvo.
—Técnicamente de ninguno.
—Técnicamente —repitió negando con la cabeza.
—Ange —dije—, tengo razones para creer que la mala suerte que tuvo Karen los meses anteriores a su muerte no fue accidental.
Se apoyó en la barandilla de la verja que había delante de una casa de piedra rojiza. Se pasó la mano por el pelo y por un momento tuve la impresión de que flaqueaba debido al calor. Según la tradición del viejo mundo de sus padres, Angie siempre se arreglaba para ir a la iglesia. Hoy llevaba unos pantalones plisados de lino crema, una blusa de seda blanca sin mangas y una chaqueta de lino azul que se había quitado tan pronto como habíamos empezado a andar.
A pesar del hachazo que le habían dado en el pelo (bien, de acuerdo, no era un hachazo; de hecho, estaba bastante atractiva, si uno no la había conocido antes), aún estaba estupenda.
Me miró fijamente y su boca formó un perfecto óvalo de preguntas sin respuesta.
—Vas a decirme que estoy loco —dije.
Negó lentamente con la cabeza.
—Eres un buen detective. No inventarías una cosa así.
—Gracias —dije dulcemente. Fue un alivio mayor de lo que me imaginaba ver que al menos había una persona que no pusiera en duda la veracidad de mi investigación.
Seguimos caminando. Bay Village se encuentra en el South End; a menudo los homófobos y los defensores de los valores familiares la denominan irónicamente Gay Village, a causa del predominio de parejas del mismo sexo que hay en el barrio. Angie se había trasladado aquí el otoño pasado, unas pocas semanas después de dejar mi piso. Debía de estar a unos cinco kilómetros de Dorchester, mi barrio, pero podría encontrarse perfectamente en el punto más alejado de Plutón. Bay Village, formada por unas cuantas calles bien ensambladas y con casas de piedra caliza color chocolate y guijarros rojizos, está firmemente situada entre la avenida Columbus y el Mass Pike. Como el resto del South End aún está mucho más de moda —las galerías, las cafeterías italianas y los bares modernos al estilo de Los Ángeles crecen con la misma rapidez que la ambrosía—, y los residentes que salvaron la zona del decaimiento urbano durante los setenta y los ochenta están siendo expulsados por gente de fuera que quiere comprar barato hoy y vender caro mañana, Bay Village parece el último vestigio de un pasado en que todo el mundo se conocía. Para corroborar su reputación, la mayoría de la gente con que nos encontramos eran parejas de homosexuales o lesbianas; como mínimo, dos terceras partes estaban paseando el perro. Todos saludaron a Angie con la mano, intercambiaron saludos, comentarios sobre el tiempo y algún cotilleo del barrio. Pensé que era un lugar mucho más auténtico que los barrios que había visitado recientemente, incluido el mío. Esta gente se conocía y parecía preocuparse de los demás. Un tipo incluso mencionó que la noche anterior había ahuyentado a dos chicos que miraban sospechosamente el coche de Angie y le sugirió que se instalara un sistema antirrobo Lojack. Quizá me estaba perdiendo alguna sutileza importante, pero me parecía el epítome del concepto de los valores familiares; me preguntaba cómo esos buenos cristianos cómodamente instalados en la esterilidad y el amaneramiento de los nuevos barrios se consideraban los modelos de todo ese ideal, a pesar de que estoy seguro de que ignoraban el nombre del que vivía cuatro casas más allá.
Le conté a Angie todo lo que sabía sobre los últimos meses de Karen Nichols: su caída en picado en el alcohol y las drogas, las cartas que alguien había mandado a Cody Falk con una firma falsa, la certeza de que Cody no había sido el que le había destruido el coche, la violación y el arresto por intento de corrupción.
«¡Santo Dios!», exclamó cuando llegué a la parte de la violación, pero el resto del tiempo permaneció en silencio mientras paseábamos por el South End, cruzábamos la avenida Huntington, y caminábamos ante el edificio principal de la iglesia de la Ciencia Cristiana, con su reluciente piscina y edificios abovedados.
—¿Y por qué estás interesado en David Wetterau? —dijo Angie cuando acabé.
—Es el primer cabo para desenmarañar la historia de Karen.
—¿Crees que alguien le empujó?
Me encogí de hombros.
—En circunstancias normales, con cuarenta y seis testigos, lo dudaría, pero ya que ese día en concreto se suponía que no debía estar allí, y teniendo en cuenta las cartas que alguien mandó a Cody, estoy prácticamente seguro de que alguien quería a destruir a Karen Nichols.
—¿Y conducirla al suicidio?
—No necesariamente, aunque no lo descarto. Por ahora, digamos que creo que había alguien dispuesto a destrozarle la vida poco a poco.
Asintió, nos sentamos al borde de la piscina y pasó los dedos distraídamente por el agua.
—Wetterau y Ray Dupuis montaron su empresa de material cinematográfico; Sallis & Salk llevó a cabo un control de todos sus empleados y de los estudiantes en prácticas. Todos estaban limpios.
—¿Y Wetterau? —pregunté.
—¿Qué pasa con él?
—¿Pasó el control?
—Fue él quien nos contrató —dijo, mientras contemplaba su propio reflejo en el agua cristalina.
—Pero no era un hombre con dinero. Conducía un VW, pero Karen me dijo que habían comprado un Corolla porque no se podían permitir el lujo de adquirir un Camry. ¿Pidió Ray Dupuis que investigaran a su compañero?
Observó cómo sus dedos formaban ondas en el agua.
—Sí —asintió, sin apartar la mirada del agua—. Wetterau pasó el control, y con sobresaliente.
—¿Hay alguien en Sallis & Salk que se dedique a hacer análisis grafológicos?
—Claro. Como mínimo tenemos dos expertos en falsificaciones. ¿Por qué?
Le entregué las dos muestras de la firma de Wetterau, una con la P, y la otra sin ella.
—¿Podrías hacerme un favor y averiguar si ambas firmas son de la misma persona?
—Supongo que sí —dijo, mientras las cogía.
Se dio la vuelta, se llevó la rodilla al pecho, apoyó la barbilla en ella y se me quedó mirando.
—¿Qué? —dije.
—Nada. Sólo estoy mirando.
—¿Ves algo bueno?
Volvió la cabeza hacia la iglesia, como quien no le da importancia, para indicar que el flirteo no figuraba en el orden del día.
Le di una patada a la base de piedra del estanque e intenté no decir todo lo que había sentido durante los últimos meses. Al cabo de un rato, me di por vencido.
—Ange —dije—. Está empezando a cansarme.
Me dedicó una mirada confusa.
—¿Karen Nichols?
—Todo. El trabajo, el… Ya no…
—¿Ya no es divertido? —me sonrió fugazmente.
Le sonreí.
—Sí, exactamente.
Bajó los ojos.
—¿Quién ha dicho que la vida tiene que ser divertida?
—¿Quién ha dicho que no?
Una breve sonrisa apareció de nuevo en sus labios.
—Sí. Tienes razón. ¿Estás pensando en dejarlo?
Me encogí de hombros. Aún era joven, pero eso cambiaría.
—¿Te están empezando a afectar todos los huesos rotos?
—Todas las vidas rotas —dije.
Bajó la rodilla, sus dedos volvieron a tocar el agua.
—¿Qué harías? —dijo.
Me puse en pie, estiré la espalda para librarme del dolor y de las agujetas que tenía desde la mañana en casa de Cody Falk.
—No lo sé. Sólo estoy… muy cansado.
—¿Y Karen Nichols?
La miré de nuevo. Sentada en el reborde del estanque, con la piel tostada por sol del verano, los oscuros ojos tan grandes e inteligentes como siempre; sentí que se me rompía el corazón.
—Quiero interceder por ella —dije—. Y quiero demostrarle a alguien…, quizás a la persona que intentó destrozarle la vida, quizás a mí mismo, que su vida tenía valor. ¿Tiene sentido?
Alzó la vista, me miró con una expresión tierna y comprensiva.
—Sí, Patrick, sí que lo tiene. —Sacó la mano del agua y vino a mi lado—. Te propongo un trato.
—Dispara.
—Si puedes probar que el accidente de Wetterau debe ser revisado de nuevo, también me ocuparé del caso. Pro bono.
—¿Y qué pasa con Sallis & Salk?
Suspiró.
—No sé. Empieza a preocuparme que todos los casos de mierda que me asignan sólo me sirvan para pagar las deudas. Es… lo que sea. Mira, allí no tengo un trabajo muy pesado. Puedo ayudarte, cogerme un día de vacaciones de vez en cuando si hace falta, y quizá será…
—¿Divertido?
Sonrió.
—Sí.
—Entonces si pruebo que el accidente de Wetterau huele a chamusquina, aceptarás el caso. ¿Es ése el trato?
—No aceptaré el caso. Te ayudaré de vez en cuando, cuando pueda.
—Me parece bien.
Alargué la mano. Me la estrechó. El contacto de su mano me abrió agujeros en el pecho y en el estómago. Estaba hambriento de ella. Me habría derretido allí mismo si me lo hubiera pedido.
Retiró la mano y la metió en el bolsillo como si le quemara.
—Yo…
Dio un paso atrás al mirarme.
—No lo digas.
Me encogí de hombros.
—De acuerdo, aunque lo hago.
—Ssh. —Se llevó un dedo a los labios, sonrió, pero sus ojos estaban húmedos—. Ssh —dijo de nuevo.