11

Me agaché rápidamente varias veces para que la sangre volviera a circular por mis piernas e inspiré todo el oxígeno que pude.

Los pasos de Cody resonaron en el rellano de la escalera y empezó a bajar.

Me moví con lentitud a lo largo de la pared hacia el extremo de la cocina.

Cuando Cody llegó al pie de la escalera, volvió a gritar: «¡Eureka!». Dobló la esquina a saltos, tropezó con mis pies, y un fajo de papel de color brillante salió disparado de sus manos mientras se tambaleaba contra un taburete y se golpeaba la cadera derecha y el hombro al caer al suelo.

Dudo que jamás haya golpeado a nadie con la dureza que golpeé a Cody. Le di patadas en las costillas, en la ingle, en el estómago, en la columna vertebral y en la cabeza. Le pisoteé la parte trasera de las rodillas, los hombros y ambos tobillos. Uno de los tobillos crujió al quebrarse; Cody apoyó la cara en el suelo y lanzó un grito.

—¿Dónde guarda los cuchillos? —dije.

—¡Mi tobillo! Mi maldito tobillo, usted…

Le aplasté un lado de la cara con el talón y gritó de nuevo.

—¿Dónde, Cody? O le vuelvo a pisotear el tobillo. —Recordé la pistola en mi cara, la expresión de sus ojos cuando decidió quitarme la vida, y le di otra patada en las costillas.

—En el cajón de arriba. En la mesa de carnicero.

Me acerqué a la mesa y me puse de espaldas al cajón mientras lo abría. Me corté en los dedos al rozar el filo del primer cuchillo, conseguí asirlo por el mango y lo saqué.

Cody se puso de rodillas.

Rodeé la mesa y me planté de pie junto a él mientras me exaltaba al pasarme el cuchillo de una mano a otra.

—No se levante, Cody.

Cody se dio la vuelta y se llevó la rodilla al tórax. Alargó la mano y se tocó el tobillo, siseó entre dientes, se dio la vuelta y se colocó de espaldas.

Pasé el filo por la delgada cuerda y sentí cómo cortaba; sentí cómo mis muñecas empezaban a separarse. Seguí cortando y observando a Cody revolcarse a mis pies.

Los ramales que me rodeaban las muñecas se rompieron y conseguí que mis muñecas se liberaran.

Coloqué el cuchillo sobre la encimera y sacudí las manos formando pequeños círculos para que la sangre volviera a correr por ellas.

Bajé la vista hacia el suelo y contemplé cómo Cody sostenía en alto el tobillo, cómo se apretaba la rodilla, cómo gemía; sentí un cansancio que últimamente se había convertido en algo demasiado usual: una amargura con lo que hacía y con lo que me había convertido que se había asentado en mi médula ósea como si fueran células errantes del sistema inmunológico.

En algún momento de mi juventud, según parecía, había albergado la esperanza de convertirme en otra persona, ¿o no era así? ¿Qué tipo de vida era ésa, tratando con tipos como Leonard y Cody Falk, forzando casas y haciendo asaltos con intención criminal, rompiendo tobillos de seres humanos, por muy horribles que éstos pudieran ser?

Cody empezaba a recuperar la respiración con jadeantes y violentos siseos, a medida que se le pasaba el susto y el dolor empezaba a asentarse.

Pasé por encima de él y recogí los papeles de colores brillantes que había dejado caer al entrar. Había diez; todos estaban dirigidos a Cody y escritos con letra de chica.

Todos estaban firmados por Karen Nichols.

Cody:

En el gimnasio, parece que amas tu cuerpo tanto como yo amo el mío.

Cuando te observo con las pesas y veo cómo las gotas de sudor te bañan la piel, me entran ganas de pasarte la lengua entre la parte interior de los muslos. Me pregunto cuándo vas a cumplir tus promesas. Esa noche en el aparcamiento, ¿no lo viste en mis ojos? ¿Nunca te han tomado el pelo, Cody? Algunas mujeres no desean que las cortejen; desean que las tomen. Quieren que las tiren al suelo y que las subyuguen. Quiere que las penetren, no que te las ganes poco a poco. No seas tierno, gilipollas.

¿Lo quieres? Ven y cógelo.

¿Estás a la altura de las circunstancias?

¿O simplemente es pura palabrería?

Te espero,

KAREN NICHOLS

El resto era más de lo mismo: insultantes, suplicantes, retando a Cody a que la forzara.

Entre las páginas también encontré la nota que Karen había dejado en el coche de Cody, la que yo había arrugado y metido en la boca de Cody. Él la había alisado y guardado como recuerdo.

Cody alzó la vista y me miró. Tenía sangre en la boca; uno o dos dientes rotos crujían cada vez que hablaba.

—¿Lo ve? Ella me lo pedía. Literalmente.

Doblé nueve de las páginas y me las metí en la chaqueta. Sostuve en la mano la décima página y la nota que había metido en la boca de Cody. Asentí con la cabeza.

—¿Cuándo tuvieron finalmente… relaciones sexuales?

—El mes pasado. Me envió su nueva dirección. Está en una de esas cartas.

Me aclaré la voz.

—El sexo, Cody, ¿estuvo bien?

Puso los ojos en blanco.

—Fue ruin. Ruin bueno. El mejor ruin desde hacía mucho tiempo.

Deseaba sacar la pistola de la guantera y descargarla contra él. Deseaba ver cómo partes de su cuerpo se separaban violentamente de sus huesos.

Me apoyé en la pared durante un momento, cerré los ojos.

—¿Protestó? ¿Opuso resistencia?

—Naturalmente —dijo—. El juego consistía en eso. Siguió jugando hasta que me marché. Incluso lloró. Era una mujer pervertida, totalmente metida en el juego. Justo como a mí me gusta.

Abrí los ojos, pero los mantuve en el mostrador más alejado y en el frigorífico. Era incapaz de mirar a Cody. No podía.

—Conservó la nota que ella le dejó en el coche, Cody. —La bamboleé junto a mi pierna.

Por el rabillo del ojo le vi sonreír a través de la sangre y mover la cabeza en el suelo intentando hacer un gesto de asentimiento.

—Por supuesto. Fue el principio del juego. El primer contacto.

—¿Observa alguna diferencia entre la nota y estas cartas?

En ese momento le miré directamente a los ojos. Me obligué a hacerlo.

—No —dijo—. ¿Debería haberlo hecho?

Me senté en cuclillas junto a él y volvió la cabeza para mirarme.

—Sí, Cody. Debería haberlo hecho.

—¿Por qué?

Sostuve la carta en la mano izquierda, la nota en la derecha; las coloqué justo delante de sus ojos.

—Porque la letra no es la misma, Cody. Ni siquiera se parece.

Intentó alejarse de mí, con los ojos saltones marcados de horror. Retrocedió violentamente como si acabara de golpearle.

Cuando me puse en pie, se apartó de nuevo y se aplanó contra la parte inferior del fregadero.

Permanecí donde estaba y observé cómo intentaba esconderse en el armario de madera. Entonces cogí el cuchillo de carnicero y me encaminé hacia la sala de estar. Encontré una lámpara con un cordón muy largo; corté el cordón, volví a la cocina y le até las manos a Cody detrás de la espalda.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó.

No dije nada. Le tiré los brazos hacia atrás y até el extremo del cordón a la pata de acero de la nevera. Era pequeña y delgada, pero más fuerte que cuatro Codys incluso después de un día de violación y entrenamiento.

—¿Dónde está mi cartera, mis llaves del coche y todo eso?

Inclinó la cabeza en dirección al armario que había encima del horno, lo abrí y encontré todas mis pertenencias.

—Va a torturarme —dijo Cody mientras me las metía en los bolsillos.

Negué con la cabeza.

—No pienso hacerle más daño, Cody.

Apretó la nuca con fuerza contra la nevera y cerró los ojos.

—Sin embargo, voy a hacer una llamada —continué.

Cody abrió un ojo.

—Verá, conozco a un tipo que…

Cody volvió la cabeza, alzó la vista y me miró.

—Bien, ya le contaré cosas de él cuando vuelva concluí.

—¿Qué? —dijo Cody—. No, dígame. ¿Qué tipo?

Lo dejé allí y salí al porche por las puertas correderas de cristal. Atravesé la alta verja de madera del jardín, crucé el patio lateral y llegué a la parte delantera de la casa. Recogí el Trib de la mañana de las escaleras, permanecí allí un momento, y escuché al vecindario que me rodeaba. Estaba tranquilo. No se veía a nadie. Mientras durara mi suerte, pensaba aprovecharla al máximo. Me encaminé hacia el Porsche, entré y conduje a lo largo del camino de entrada de Cody; me detuve junto al garaje. Allí estaba a salvo de las miradas de los curiosos. Tenía la casa de Cody a la derecha; a la izquierda había una larga hilera de gruesos robles y álamos que delimitaban la propiedad.

Entré en el garaje por la misma puerta por la que Bubba y yo habíamos entrado la última vez que estuvimos allí; usé mi móvil mientras permanecía en la fría oscuridad junto al Audi de Cody.

McGuire’s —dijo una voz de hombre.

—¿Es Big Rich?

Aquí Big Rich —dijo entonces con cautela.

—Hola Big Rich. Soy Patrick Kenzie y estoy buscando a Sully.

¡Ah, hola, Patrick! ¿Cómo va?

—Como siempre.

Ya veo, colega. Sí, espera un momento. Sully está en la parte trasera.

Esperé durante un momento y entonces Martin Sullivan se puso al teléfono en la habitación trasera del bar de McGuire.

Sully.

—¿Cómo va, Sul?

Patrick, ¿qué hay de nuevo?

—Tengo uno vivo para ti.

¡No me digas! ¿De verdad? —susurró.

—De verdad, de verdad.

¿Alguien ha intentado razonar con él?

—Ajá. Es imposible hacerle cambiar.

Bien, es raro —dijo Sully—. Esa enfermedad es como el Ebola, tío.

—Sí.

¿Está esperando?

—Sí. No va a ir a ninguna parte.

Tengo bolígrafo.

Le di la dirección.

—Mira, Sul, hay algunas circunstancias atenuantes. Pocas, pero existen.

¿Y?

—No hagas que el daño sea permanente, sólo grave.

De acuerdo.

—Gracias, tío.

Sin problemas. ¿Estarás ahí?

—Me habré marchado mucho antes —contesté.

Gracias por avisarme, colega. Te debo una.

—No le debes nada a nadie, hombre.

En paz, pues. —Colgó el teléfono.

Encontré un rollo de cinta aislante en una estantería; después entré de nuevo en la casa por la otra puerta del garaje; fui a parar a una sala de juegos, completamente vacía a excepción de un aparato de musculación StairMaster en el centro, y de unas pocas pesas en el suelo. Atravesé la sala y abrí una puerta que conducía a la cocina; di dos pasos y me encontré de nuevo junto a Cody Falk.

—¿Qué tipo? —preguntó inmediatamente—. Dijo que conocía a un tipo. ¿De quién se trata?

—Cody, esto es muy importante —contesté.

—¿Qué tipo?

—Haga el favor de callarse con lo de ese tipo. Ya llegaremos a él. Cody, escúcheme.

Alzó los ojos y me miró; dulce, inofensivo y repentinamente dispuesto a complacerme; el miedo le volvería cauteloso.

—Necesito una respuesta sincera, sea la que sea. No le echaré la culpa por ello. Sólo necesito saberlo. ¿Destruyó el coche de Karen Nichols?

La misma confusión que había visto en su rostro la noche que había ido allí con Bubba apareció de nuevo.

—No —dijo con firmeza—. Yo… Lo que quiero decir es que no es mi estilo. ¿Por qué iba a desear destrozar un coche que estaba en perfecto estado?

Asentí. Estaba diciendo la verdad.

Una pequeña alarma sonó esa noche en el garaje con Bubba, pero estaba demasiado enfadado con la historia de persecución y violación de Cody Falk para prestarle atención.

—En realidad no lo hizo, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—No —se miró el tobillo—. ¿Me podría traer un poco de hielo?

—¿Ya no quiere que le cuente cosas sobre ese tipo?

Tragó saliva y la nuez de la garganta se movió bruscamente.

—¿Quién es?

—Normalmente es un tipo muy majo. Un hombre normal, con su trabajo y su vida privada. Pero hace diez años, dos tarados mentales entraron en su casa y violaron a su hija y a su mujer cuando él no estaba. Nunca los cogieron. Su mujer se recuperó de la mejor manera que pudo después de sufrir un encuentro con unos gilipollas como usted, pero su hija, Cody… Simplemente se encerró en su cerebro y se fue a la deriva. Ahora, diez años después, sigue en un hospital. No habla. Sólo mira fijamente el espacio. Tiene veintitrés años, pero parece que tenga cuarenta. —Me senté en cuclillas junto a Cody—. Así que, este tipo desde entonces, cada vez que oye hablar de un violador, reúne, no sé, a una cuadrilla, supongo que lo podríamos llamar así, y ellos… Bien, ¿ha oído hablar alguna vez de ese tipo de los proyectos urbanísticos de la calle D unos años atrás? Le encontraron sangrando por todos los orificios y con su propia polla cortada y metida en la boca.

Cody apoyó la nuca en la nevera y se quedó sin habla.

—Así pues, está familiarizado con esa historia —dije—. No son leyendas urbanas, Cody, son hechos. Ése es mi amigo y su cuadrilla.

—Por favor —dijo Cody con una voz que tan sólo era un susurro.

—¿Por favor? —dije alzando las cejas—. Muy bien. Inténtelo con mi amigo y sus colegas.

—Por favor —dijo de nuevo—. No.

—Siga practicando, Cody —dije—. Casi ha conseguido entenderlo.

—No —suplicó Cody.

Estiré unos treinta centímetros de la cinta aislante, la partí con los dientes.

—Supongo que con Karen, quizá la mitad fue un error. Recibió esas notas y como es estúpido, pues… —Me encogí de hombros.

—Por favor —dijo—. Por favor, por favor, por favor.

—Pero ha habido muchas otras mujeres, ¿verdad, Cody? Algunas que nunca lo pidieron. Algunas que nunca le denunciaron.

Cody intentó bajar los ojos antes de que pudiera ver la verdad en ellos.

—Espere —dijo—. Tengo dinero.

—Gástelo en un terapeuta. Después de que mi amigo y sus colegas acaben con usted, lo va a necesitar.

Le tapé la boca con la cinta aislante y se le saltaron los ojos.

Gritó, pero el sonido quedó amortiguado y débil detrás de la cinta.

Bon voyage, Cody —me encaminé hacia las puertas de cristal—. Bon voyage.