10

A la mañana siguiente Cody Falk se levantó a las seis y media; permaneció en el porche trasero con una toalla alrededor de la cintura mientras sorbía un café. Una vez más, daba la impresión de que estaba posando para unos admiradores imaginarios. Su fuerte barbilla apuntaba hacia arriba, sostenía la taza de café en alto, con los ojos un poco húmedos según pude distinguir con mis prismáticos. Contemplaba el jardín trasero como si inspeccionara su feudo. Estaba convencido de que en su cabeza oía la melodía de un anuncio de Calvin Klein.

Alzó un puño para ahogar un bostezo, como si el anuncio hubiera empezado a aburrirle; luego entró tranquilamente, cerró las puertas correderas de cristal a su espalda, y echó el cerrojo.

Abandoné mi posición y rodeé la manzana. Aparqué dos casas más allá de la de Cody y me encaminé hacia la puerta principal. Tres horas antes había encontrado una copia de las llaves escondida en una pequeña caja magnética pegada a la parte inferior del tubo de desagüe; las utilicé para entrar.

La casa olía a esos popurrí que la gente suele comprar en Crate & Barrel, y daba la impresión de que Cody había adquirido toda la casa allí. Era rústica, chic al estilo de una misión de Santa Fe. Había un juego de comedor de madera de cerezo a mi izquierda. Los dibujos de los cojines de los asientos eran una imitación de los de los indios norteamericanos y combinaban con la alfombra que había debajo. Un arca de roble y una vitrina con molduras aztecas que servía de mueble bar estaba abarrotada de botellas semivacías. Las paredes eran de un tono dorado oscuro. Parecía el tipo de habitación que un decorador de interiores intentaría colocarle a uno. Sal de Boston y vete a Austin, Cody, te sentirás mucho mejor contigo mismo.

Oí cómo abría la ducha en el piso de arriba y salí del comedor.

En la cocina había cuatro taburetes de bar con respaldo alto alrededor de una mesa de carnicero situada en el centro. Los armarios de roble claro estaban medio llenos: casi todo eran copas y vasos de Martini, unas pocas latas de verduras y algunos sobres de arroz preparado estilo oriental. A juzgar por el montón de menús de servicio a domicilio, de supermercados y restaurantes de categoría, deduje que Cody no debía de cocinar mucho. En el fregadero había dos platos, que había enjuagado para eliminar cualquier rastro de comida, una taza de café y tres vasos.

Abrí el frigorífico. Cuatro botellas de Tremont Ale, mezcla de rubia y negra, y un recipiente de arroz frito con cerdo. No había condimentos, leche, gaseosa, o verduras. Daba la sensación de que allí siempre hubiera cerveza, el envase de mitad y mitad, y la comida china de la noche anterior.

Volví al comedor y fui al vestíbulo; olía a piel antes de entrar en la sala de estar. También aquí, había objetos característicos del sudeste: sillas de roble oscuro con respaldos duros y rectos cubiertos de piel color arándano. Una mesa auxiliar con patas achaparradas. Todo olía a nuevo y a limpio. Un montón de revistas y de circulares a todo color que había encima de la mesa auxiliar definían al propietario: GQ, Men’s Health, Details, por el amor de Dios, y catálogos de Brookstone, Sharper Image, Pottery Barn. Las tablas de madera del suelo relucían.

Se podría fotografiar la primera planta de la casa para publicarlo en una revista. Todo hacía juego; aun así, nada daba una pista del dueño. Las relucientes tablas de madera del suelo no hacían sino acentuar la oscura frialdad del lugar. Eran habitaciones pensadas para contemplarlas, no para disfrutarlas.

En el piso de arriba se cerró el grifo de la ducha.

Salí de la sala de estar y subí rápidamente por las escaleras mientras me ponía unos guantes. Una vez arriba, saqué el arma del bolsillo trasero, y me quedé esperando detrás de la puerta del cuarto de baño mientras Cody Falk salía de la ducha y se secaba. El plan era bien simple: Karen Nichols había sido violada; Cody Falk era un violador; yo me aseguraría de que Cody Falk no volviera a violar a nadie jamás.

Me apoyé en una rodilla y observé el cuarto de baño por la mirilla. Cody estaba inclinado secándose los tobillos; con la coronilla apuntando hacia mí. Apenas estaba a un metro de distancia.

Cuando di una patada, la puerta le golpeó en la cabeza; dio un traspié y se cayó de culo. Alzó la mirada y le golpeé con el arma una milésima de segundo antes de que me diera cuenta de que el hombre que había en el suelo no era Cody Falk.

Era rubio y grande; tenía los brazos y el pecho demasiado musculados. Se dejó caer pesadamente contra el mármol italiano, arqueó la espalda y empezó a resollar como si fuera un atún fresco que acabaran de meter en el barco.

Había dos puertas que conducían al cuarto de baño: una era por la que yo había entrado y la otra estaba a mi izquierda. Cody Falk permanecía allí de pie. Estaba totalmente vestido y sostenía una llave inglesa en la mano; sonrió al intentar blandirla contra mi cabeza.

Retrocedí un paso y el tipo del suelo se abrazó a mi tobillo. El golpe de Cody no me dio en el ojo izquierdo de milagro, pero me rozó la oreja; fue como si todas las campanas de las catedrales de una ciudad sagrada resonaran de golpe en mi cabeza.

El tipo que había en el suelo era fuerte. Incluso en el estado en que se encontraba más débil de lo normal, me tiró de la pierna con fuerza. Le aplasté la cabeza con el pie y le di un puñetazo a Cody en la boca.

En realidad, no fue un buen puñetazo. Había perdido el equilibrio, me zumbaba el oído y, además, aun así, le pilló desprevenido y un brillo de sorpresa y autocompasión apareció en sus ojos. Lo mejor fue que retrocedió.

El otro empezó a gritar cuando le pisoteé la cabeza por segunda vez. Conseguí desprenderme y di un paso hacia Cody. Éste se tocó los labios y alzó la llave inglesa de nuevo.

El del suelo consiguió agarrarme del pantalón; tropecé.

Cody dio un grito sofocado de sorpresa, ya que al tropezar, mi cabeza era como un globo atado a una cuerda.

Al segundo golpe, todo lo que había en la habitación se tiñó de un gris suave; me golpeé el hombro contra la pared.

El otro consiguió ponerse de rodillas y arremetió contra mi espalda; Cody sonrió alegremente al alzar la llave inglesa sobre mí.

No recuerdo el tercer golpe.

—¿Qué deberíamos hacer exactamente, Leonard?

—Lo que le he dicho, señor Falk. Llamar a la policía.

—Ah, Leonard, es más complicado.

Abrí los ojos y vi doble. Dos Cody Falk —uno sólido y otro transparente y fantasmagórico— se paseaban de un lado a otro de la cocina. Tamborileaba en la encimera con los dedos y no dejaba de lamerse la herida de su hinchado labio superior.

Yo estaba en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, los pies contra la parte inferior de la mesa de carnicero. Tenía las manos atadas a la espalda; palpé con los dedos. Una especie de cuerda. No era lo más adecuado para atar a alguien; pero aun así, servía.

Ni Cody ni Leonard me miraban. Cody andaba de un lado a otro de la encimera que había junto al fregadero. Leonard estaba sentado en un taburete alto, con una toalla llena de hielo presionándole la nuca. Unos cuantos bultos rojos se le alineaban a un lado del cuello, y su gran mandíbula le sobresalía de su pequeño rostro como si fuera la de Lincoln en Rushmore. Pensé que se habría hormonado para conseguir esos músculos, y que habría luchado durante horas en un gimnasio. Todo para impresionar a chicas a las que nunca se podría cepillar.

—Este tipo ha entrado en su casa por la fuerza, señor Falk. Nos ha atacado a los dos.

—Hum —Cody se tocó el labio superior con cautela. Me echó un vistazo.

Sus dos cabezas se movían con rapidez; se me revolvió el estómago.

Nuestras miradas se cruzaron mientras me sonreía jovialmente y me saludaba con la mano.

—Bienvenido de nuevo, señor Kenzie.

Apreté los labios para evitar el sabor de los trozos de algodón bañados en líquido de batería. Sabía mi nombre, así que tenía mi cartera. Qué bien.

Cody se acuclilló junto a mí, y el Cody transparente se unió un poco al Cody sólido; en ese momento fue como si mirara a un Cody y medio en vez de a dos.

—¿Cómo se siente?

Le dediqué una mueca.

—No muy bien, ¿verdad? ¿Va a vomitar?

Reprimí la bilis que me subía por la garganta.

—Estoy intentando no hacerlo.

Inclinó la cabeza hacia la mesa de carnicero.

—Leonard ha vomitado. También tiene un morado muy feo en la parte inferior de la columna vertebral, por haberse caído. Está un poco cabreado, Patrick.

Leonard me miró con el ceño fruncido.

—¿Qué pinta Leonard en todo esto?

—Es guardaespaldas —Cody me abofeteó la mejilla, no demasiado fuerte, pero tampoco con suavidad—. Después de que usted y su amigo vinieran a visitarme aquella noche, pensé que quizá necesitara un poco de protección.

—¿La Fundación Mundial para la Naturaleza ha montado un mercado de segunda mano? —pregunté.

Leonard se apoyó en el mostrador; flexionó los músculos del antebrazo.

—Sigue hablando, hijo de perra. Sigue… —dijo.

Cody le hizo un gesto con la mano para que se apartara.

—¿Dónde está su amigo, Pat? Ese estúpido grandullón al que tanto le gusta golpear a la gente con raquetas de tenis.

Intenté ladear la cabeza hacia la parte delantera de la casa, pero me dolía demasiado y sentí náuseas de nuevo.

—Ahí fuera, Cody.

Cody negó con la cabeza.

—No, no. Dimos un paseo mientras dormía y ahí fuera no hay nadie.

—¿Está seguro?

Un rastro de duda brilló un instante en sus ojos.

—Ya habría irrumpido en la casa.

—Cuando lo haga, Cody, ¿qué piensa hacer?

Cody sacó una 38 del cinturón, la movió delante de mis narices.

—Dispararle, evidentemente.

—Claro —dije—, para hacerle enfadar.

Cody se rió entre dientes, me apuntó a la ventana izquierda de la nariz con el cañón de la pistola.

—Desde que me humilló, Pat, sueño con esto. A decir verdad, me la pone dura. ¿Qué le parece?

—Pienso que sus zonas erógenas necesitan un cambio.

Tiró el percutor hacia atrás con el pulgar y me lo hundió más en la nariz.

—Así que, ahora piensa matarme, ¿no es así, Cody?

Se encogió de hombros.

—Para serle sincero, creí que le había matado en el cuarto de baño. Nunca había hecho perder el conocimiento a nadie. Ni siquiera lo había intentado.

—Felicidades, pero entonces es la suerte del principiante.

Sonrió y me golpeó la cara de nuevo. Parpadeé y cuando abrí los ojos ambos Cody habían regresado, el transparente ligeramente a la derecha del de verdad.

—Señor Falk —apremió Leonard.

—¿Hum? —dijo, mientras observaba algo a un lado de mi cabeza.

—Son malas noticias. O bien llamamos a la policía o bien le llevamos a algún sitio y acabamos con él.

Cody asintió; luego se acercó para poder ver mejor.

—Está sangrando mucho —dijo.

—¿La sien?

Negó con la cabeza.

—Más bien la oreja.

Me percaté por primera vez de un zumbido lejano y agudo.

—¿El oído interno o el externo?

—Ambos.

—Bueno, me dio unos cuantos buenos golpes.

Pareció satisfecho.

—Gracias. Quería asegurarme de que lo hacía bien.

Apartó el cañón de la pistola de mi nariz, se sentó en el suelo ante mí y me siguió apuntando a la cara con la 38.

Mientras le observaba, la idea se iba desarrollando en su cerebro; una expresión de comprensión glacial apareció en sus ojos y succionó el calor de la habitación.

Sabía lo que estaba a punto de decir antes de que lo dijera.

—¿Qué pasaría si lo matáramos? —preguntó a Leonard.

Los ojos de Leonard se abrieron y dejó la toalla llena de hielo sobre la encimera que tenía ante sí.

—Bien…

—Evidentemente, le pagaría más por eso —dijo Cody.

—Claro, señor Falk, sí, pero debemos pensarlo con calma.

—¿Por qué? —dijo Cody, mientras me guiñaba un ojo desde el otro lado del cañón de la pistola—. Tenemos su cartera y sus llaves. El Porsche que está aparcado delante de los Lowenstein es el suyo. Llevamos el coche al garaje, le metemos en el maletero y lo llevamos a cualquier parte —se inclinó hacia delante y me rozó los labios con el cañón de la pistola—. Y le disparamos… No, le matamos a puñaladas.

Los abiertos ojos de Leonard se encontraron con los míos.

—Sabe, Leonard —dije—, encárguese usted de hacerme desaparecer. Como en las películas.

Cody alargó el brazo y me golpeó de nuevo. Estaba empezando a ser un poco molesto.

—Matar a alguien —consiguió decir Leonard— no es algo que uno simplemente decida hacer, señor Falk.

—¿Por qué?

—Porque, hum… Bien…

—Porque no es fácil —le dije a Cody—. Uno siempre se olvida de… como por ejemplo… —Cody parecía tener un poco de curiosidad.

—Por ejemplo, quién sabe que estoy aquí. O al menos, quién se imaginaría que yo había estado aquí. Quién vendría a buscarle.

Cody se rió.

—Quién me quemaría todos los restaurantes y paralizaría mi maldito culo estúpido, ¿no?

—Eso sería sólo el principio.

Cody se quedó pensativo. Apoyó la cabeza contra la mesa de carnicero, entrecerró los párpados y me observó con entusiasmo. Parecía atolondrado, como un niño de doce años que ve un espectáculo erótico por primera vez.

—Me gusta mucho la idea —dijo.

—Estupendo, Cody —dije, dedicándole un enérgico gesto de asentimiento—. Me alegro por usted.

Abrió los ojos de par en par y se me acercó más; su aliento olía a café y pasta de dientes.

—Ya puedo oírle gritar. —Pasó su lengua delgada por la herida de sus labios—. Se encuentra tumbado sobre su espalda, que está arqueada, y yo le apuñalo el pecho —golpeó el aire con el puño—. Saco el cuchillo y le apuñalo por segunda vez. —Sus ojos brillaban—. Y una tercera. Una cuarta. Grita como un loco y la sangre le sale a borbotones, y yo simplemente sigo apuñalándole. —Golpeó el aire varias veces, abriendo la boca hasta que se convirtió en una extraña mueca.

—Ni hablar… —dijo Leonard; luego se le quedó la garganta seca. Tragó saliva—. ¿Señor Falk? Ni hablar. Si de verdad vamos a hacerlo, no podemos sacarlo de aquí hasta que caiga la noche. Y aún falta mucho tiempo.

Cody siguió observándome como si yo fuera una hormiga que intentara llevarse su servilleta en un picnic.

—Lo podemos sacar por el garaje y meterlo en el maletero del coche —dijo.

—¿Y después qué? —dijo Leonard. Lanzó una mirada rápida hacia mí y luego hacia Cody—. ¿Lo paseamos en coche hasta la noche? ¿En un Porsche del 63, señor? No podemos deshacernos de él a plena luz del día. No funcionará.

Por la expresión de Cody, daba la impresión de que fuera Nochebuena y que le acabaran de decir que no podía abrir los regalos hasta la mañana siguiente. Volvió la cabeza, miró de nuevo a Leonard.

—¿Te estás acobardando, Leonard?

—No, señor Falk. Sólo quiero ayudar.

Cody miró el reloj de pared que había sobre mi cabeza, miró el patio trasero y luego me miró a mí. Golpeó el suelo varias veces con la palma de la mano y gritó:

—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

Se dejó caer de rodillas y empezó a repartir coces contra la puerta del armario de debajo de la mesa.

Parecía un animal, los músculos de la nuca tensos; acercó su cara a la mía hasta que nuestras narices se rozaron.

—Usted va a morir. ¿Lo comprende, capullo?

No dije nada.

Pegó su frente a la mía.

—Le acabo de preguntar si lo ha entendido.

Le dediqué una mirada inexpresiva.

Pegó su frente a la mía de nuevo.

Sentía agudas punzadas de dolor en toda la cabeza, pero no dije nada.

Cody me abofeteó, se dejó caer al suelo con dificultad.

—¿Y si le matáramos aquí mismo? ¿En este mismo momento?

Leonard extendió sus enormes manos.

—Indicios, señor Falk, indicios. Supongamos que una persona supiera o tan sólo sospechara que se dirigía hacia aquí, y entonces aparece muerto. Un equipo forense encontraría restos de él en lugares que ni siquiera podría imaginar. Ranuras del suelo que ni sabía que existían contendrán trozos de su cerebro.

Cody se apoyó en la mesa. Se pasó la palma de la mano por la boca varias veces y respiró profundamente por la nariz.

—Así que me aconseja retenerlo aquí hasta que oscurezca —dijo al rato.

Leonard asintió.

—Sí, señor.

—Y después, ¿dónde le llevamos?

Leonard se encogió de hombros.

—Conozco un tugurio en Medford que podría servirnos.

—¿Un tugurio? —dijo Cody—. ¿El asqueroso piso de un conocido o un tugurio como Dios manda?

—Un tugurio como Dios manda.

Cody lo consideró seriamente. Dio varias vueltas alrededor de la mesa. Abrió el grifo del fregadero, pero en vez de mojarse las manos y refrescarse la cara sólo se inclinó hacia delante y olió el agua durante un rato. Se estiró hasta que los músculos de la parte inferior de la espalda le crujieron. Me miró mientras movía las mandíbulas.

—De acuerdo —dijo al cabo de un rato—. Creo que podré soportarlo —le sonrió a Leonard—. Pero está muy bien, ¿no es así?

—¿El qué, señor?

Juntó las manos con fuerza, cerró los puños y los pasó por detrás de la cabeza.

—¡Esto, Leonard! Tenemos la oportunidad de hacer algo colosal. Jodidamente colosal.

—Sí, señor, y mientras tanto… —Leonard se apoyó en la encimera y por su expresión parecía que un camión le hubiera pasado por encima.

Cody hizo un gesto con la mano.

—Mientras tanto me importa un carajo. Puede mirar películas pornográficas con nosotros en la sala de estar. Prepararé huevos y le daré de comer con la cuchara. Para engordar a la cría y esas cosas.

Leonard parecía no tener ni la más remota idea de lo que Cody parloteaba, pero asintió con la cabeza.

—Sí, señor. Una idea estupenda.

Cody se arrodilló ante mí.

—¿Le gustan los huevos, Pat?

Miré sus ojos sonrientes.

—¿La violó?

Inclinó la cabeza hacia la izquierda, se quedó contemplando el vacío durante un rato.

—¿A quién? —preguntó.

—Ya sabe a quién, Cody.

—¿Usted qué cree?

—Creo que es el sospechoso número uno; si no fuera así, no estaría aquí.

—Me escribía cartas —dijo.

—¿Qué?

Asintió.

—Esa parte no la sabía, ¿verdad? Solía escribirme cartas preguntándome por qué no hacía caso de sus señales. ¿No era lo bastante macho?

—¡Y una mierda!

Soltó una risita y se golpeó las pantorrillas.

—No, no. Ésa es la mejor parte.

—Cartas —dije—. ¿Qué interés podría tener Karen Nichols en mandarle cartas, Cody?

—Porque quería eso, Pat. Se moría de ganas. Estaba tan hambrienta de polla como todas las demás.

Negué con la cabeza.

—¿No me cree? ¡Ja! Espere un momento e iré a buscarlas. Se puso en pie y le entregó la pistola a Leonard.

—¿Qué se supone que debo…? —dijo Leonard.

—Si se mueve, le disparas.

—Está atado.

—Te pago un sueldo, Leonard. Haz el favor de no replicarme, joder. Cody salió de la cocina y sus pasos resonaron en las escaleras. Leonard dejó la pistola encima de la mesa y suspiró.

—Leonard —dije.

—No me dirija la palabra, hijo de perra.

—Se está entusiasmando con la idea. No va a…

—Le acabo de decir que…

—… calmarse antes del mediodía, si es eso lo que espera.

—… cierre esa maldita boca.

—Matar a alguien, piensa, qué acojonante. Una experiencia nueva.

—Cállese —dijo Leonard, mientras se tapaba los ojos con las manos.

—Y cuando lo haga, Leonard, vamos, sea realista, ¿cree que es lo suficientemente listo para que no lo pillen?

—A mucha gente no la pillan.

—Claro —dije—, pero él sólo se lo quiere pasar bien. La cagará. Se llevará el trofeo a casa, se lo contará a un amigo o a un extraño en un bar. Y después, qué, Leonard. ¿Cree que será capaz de soportarlo cuando aparezca el fiscal del distrito?

—Le estoy diciendo que haga el favor de…

—Rodará pendiente abajo como una bola, Leonard. Le delatará con la misma facilidad que se unta las tostadas de mantequilla. Leonard cogió la pistola y me apuntó.

—O se calla o me encargo de eliminarle en persona. Ahora mismo.

—De acuerdo —dije—. Sólo una cosa más, Leonard. Sólo…

—¡Deje de pronunciar mi nombre! —dejó de apuntarme con la pistola y se volvió a tapar los ojos con las manos.

—… una última cosa, y esto no va de broma. Tengo algunos amigos bien desagradables. Lo que le quiero decir es que rece para que la policía lo encuentre antes que ellos.

Levantó la cabeza, apartó las manos de los ojos.

—¿Cree que tengo miedo de sus amigos?

—Creo que empieza a tenerlo. Y eso demuestra inteligencia, Leonard. ¿Ha cumplido condena alguna vez?

Negó con la cabeza.

—¡Una mierda! Me imagino que ha formado parte de una banda o dos. Supongo que sólo por el North Shore.

—¡Váyase a la mierda! —dijo—. ¿Cree que conseguirá asustarme con todas esas fanfarronerías? Soy cinturón negro, desgraciado. Tengo el séptimo nivel de…

—Aunque fuera el hijo ilegítimo de Bruce Lee y Jackie Chan, Leonard, Bubba Rogowski y sus colegas se lo comerían con la misma facilidad que las ratas se zampan una bolsa de picadillo.

Leonard volvió a coger la pistola al oír el nombre de Bubba. No me apuntó. Sólo la asió.

En el piso de arriba, los pasos de Cody martilleaban el suelo mientras corría de un lado a otro del dormitorio.

Leonard expulsó aire por sus gomosos labios.

—Bubba Rogowski —se aclaró la voz—. No, nunca he oído hablar de él.

—Claro, Leonard —dije—. Claro.

Leonard observó la pistola que sostenía en la mano; después me miró directamente a los ojos.

—En realidad, yo…

—¿Se acuerda del golpe del Billyclub Morton, Leonard? ¡Venga! Era un tipo de North Shore.

Leonard asintió; le dio un tic nervioso en la mejilla izquierda.

—Le contaron quién se encargó de eliminar a Billyclub, ¿no? —dije—. Quiero decir que es una de sus hazañas más notorias. Me dijeron que el cráneo de Billyclub parecía un tomate dinamitado. También me dijeron que tuvieron que identificarle por medio de la dentadura. Según me contaron…

—De acuerdo. De acuerdo. ¿Vale? ¡Joder! —dijo Leonard.

En el piso de arriba se oyó cómo tiraban violentamente de un cajón y cómo Cody gritó: «¡Eureka!».

Resistí el deseo de lanzar una mirada de pánico por encima del hombro o hacia el techo. Mantuve un tono de voz tranquilo y suave.

—Váyase, Leonard —dije—. Coja la pistola y salga de aquí. Hágalo ahora y hágalo rápido.

—Yo…

—Leonard —susurré—. O la policía o Bubba Rogowski. Alguien le hará pagar por esto. Además lo sabe. Para Cody sólo se trata de un juego. Dejemos ya de tontear, desgraciado. O sigue en esto hasta el final o se larga ahora mismo.

—Yo no deseo matarle. Yo sólo… —dijo Leonard.

—Entonces, lárguese —dije dulcemente—. No dejemos pasar más tiempo. Ahora o nunca.

Leonard se puso en pie. Puso una mano sudorosa sobre la mesa e hizo varias respiraciones profundas.

Enderecé la espalda contra la pared y empujé hacia arriba; sentí que la cabeza me daba vueltas y la nariz y la boca se me paralizaban momentáneamente mientras me ponía en pie.

—Coja la pistola —dije—. Lárguese.

Leonard me miró; su cara era una máscara de estupidez, miedo y confusión.

Asentí.

Se pasó una mano por la boca.

Mantuve su mirada.

Entonces Leonard asintió.

Resistí el deseo de lanzar un suspiro de alivio del tamaño de una montaña.

Pasó ante mí y salió por la puerta de cristal que conducía a la terraza trasera. No volvió la vista atrás. Cuando llegó a la terraza, cogió velocidad, bajó la cabeza, atravesó el jardín y salió por la puerta lateral.

«Uno menos», pensé, moviendo la cabeza y soplándome aire a las mejillas para intentar despejarme la vista.

Oí los pasos de Cody acercándose a la escalera.

Ahí viene el otro.